Sira

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Primera partePalestina » Capítulo 13

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13

Transcurrió una semana hasta que recibí por fin la llamada telefónica. No estaba segura de que fuera a llegar; algunos días la esperaba con ganas, otros pensaba que ojalá nunca se produjese.

Ready?

Tragué saliva.

—Lista.

—Perfecto. Empezamos mañana.

Me senté frente al escritorio, puse encima las palmas de las manos. Fran Nash acababa de confirmarme que por fin había recibido la autorización formal para transmitir sus crónicas como corresponsal de Télam en Jerusalén. O nuestras crónicas, mejor dicho.

Todo estaba previsto; habíamos hecho pruebas y comprobado que podríamos complementarnos sin mayores problemas. A fin de estar preparada, yo había tomado prestado un diccionario Webster’s de la biblioteca de Bertha Vester y contaba con otro bilingüe que llevaba acompañando a Marcus desde que llegara a España al principio de nuestra contienda: aunque estuviera manoseado hasta el extremo, haría un buen servicio.

Si a Marcus le extrañó, o le disgustó o le generó alguna inquietud la propuesta de la periodista canadiense, no me lo dejó ver en ningún momento. ¿Tú estás segura? —preguntó tan solo—. Pues adelante.

La primera crónica en la que me volqué tenía que ver, cómo no, con la creciente insurgencia judía, y se refería en concreto a una ofensiva de Irgun contra un cuartel de la policía británica que dejó cuatro muertos y varios heridos. No era un texto hermoso ni extenso; se trataba simplemente de un puñado de líneas que narraban de forma sucinta un hecho. No se daban explicaciones, no se perfilaba el trasfondo y apenas se ofrecían claves para enmarcarlo en un contexto. Información concreta y escueta sin más, sin sombra de aditamento. Tardé apenas media hora en concluir el trabajo, tan solo hube de buscar un par de vocablos en el diccionario para confirmar que mi intuición estaba en lo cierto. Después lo repasé todo al menos siete veces, cambié algo por un sinónimo, taché dos o tres cosas, alteré el orden de una frase. Cuando creí estar segura, lo rescribí íntegro, doblé el papel en tres, lo metí en un sobre y llamé desde el balcón al joven árabe que aguardaba en el patio, con su bicicleta apoyada sobre la fuente.

En media hora, ella lo tendría sobre su mesa. En cuarenta minutos lo estaría emitiendo por cable y mis palabras cruzarían mares y desiertos, cordilleras y un océano hasta llegar a Buenos Aires, al número 140 de la calle 25 de Mayo. Allí, en una tercera planta, dentro de una oficina de personal escaso y muebles nuevos, muy cerca del Banco Nación y a tiro de piedra de la Casa de Gobierno, alguien recibiría el cable procedente de la lejana Jerusalén y distribuiría su contenido por medios del país entero. No anticipamos que quedaría eclipsado por la intensa cobertura de las elecciones generales que en esos días tenían lugar en el país, las que darían su primera victoria al general Juan Domingo Perón. Aun así, allí estaría la noticia, lista para aquellos interesados en nuestros aconteceres.

La nota iba firmada por Frances Quiroga. Ese era el nombre que habíamos decidido usar: le nom de plume, dijo mi compañera. Con Quiroga garantizábamos a la corresponsalía una voz en español y, de paso, yo recuperaba el apellido que había perdido en mi nueva vida de casada y en mi anterior vida de embustera. Frances, por su parte, sonaba equívoco, algo masculino, con lo cual probablemente dejaría a los directivos de Télam más tranquilos si no sospechaban que detrás de esas crónicas había un alma de mujer. Y así yo —concluyó ella— evito exponerme más de la cuenta.

Apareció en el American Colony esa tarde temprano, sin aviso previo. Para que celebremos nuestro estreno, anunció. Después preguntó por el bar.

—No hay —confirmé.

Nuestro hotel había empezado a arrancar como parte de un proyecto cristiano, casi misionero; el tiempo lo había transformado en un cómodo hospedaje pero, en algunas materias, Bertha Vester se negaba a alterar su esencia.

—Nos vamos entonces. Ponte un abrigo, venga.

Recorrimos el camino hacia la ciudad dando tumbos en su viejo jeep, ese que alguna división de algún ejército probablemente dio por inservible tras el fin de la guerra. Hacía un frío cortante, fui todo el trayecto agarrándome el vientre, acobardada, culpándome por mi imprudencia. Quizá a ella no le importaba dejar a sus hijas sin madre si volcaba en alguna cuneta, pero salvaguardar a mi criatura era mi preocupación más extrema.

—¡No seas timorata, Quiroga! —gritó mientras esquivaba un bache.

Después sorteó a unos niños que nos dijeron adiós, después a un puñado de ovejas. Se adentró en la parte moderna, aparcó al final en la Zion Square, frente a uno de los ventanales del café Europe.

—La mejor sachertorte de Jerusalén la sirven aquí; el repostero fue propietario de una gran pastelería en Viena. Por la cara que tienes, creo que agradecerás que cambiemos nuestro brindis por una buena dosis de azúcar.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

Nos habíamos sentado, nos habían servido. Se dirigió a mí a la vez que yo me llevaba el tenedor camino de la boca.

—¿De verdad nunca has trabajado antes traduciendo, o escribiendo o…?

El bizcocho de chocolate me rozó el paladar con un sabor que se suponía delicioso, pero yo no lo llegué a apreciar apenas. Por encima del sentido del gusto se me superpuso la duda de hasta qué punto debería serle sincera.

—Aunque mi español es muy limitado, creo que puedo valorar por encima tu trabajo. Me llama la atención tu… —Paró un instante, como buscando la manera más precisa de expresarse—. Tu concisión en el uso de las palabras y las estructuras; tu minuciosidad para manejarte. —Después concluyó—: No pareces una novata.

¿Cuántos datos relevantes capté de boca de mis clientas alemanas en Madrid? ¿Cuántos comentarios apresurados trasvasé después a mis libretas? ¿Cuántas madrugadas pasé recomponiendo aquellos apuntes en frases sobrias y concisas, dejándolos en su pura esencia? Cientos, miles de mensajes que después transformé en kilómetros de puntos y rayas, jamás me paré a contarlos. Así día a día, noche a noche: casi cinco años de mi vida faenando con una dedicación silenciosa.

—Quizá sea por las anotaciones de mi trabajo como modista —sugerí con falsa inocencia.

El SOE se había disuelto en cuanto las potencias del Eje fueron derrotadas; yo cesé entonces mis labores como colaboradora encubierta. A excepción de Marcus, jamás volví a hablar con nadie de ello. Y seguía sin intención de hacerlo.

Me miró con suspicacia Fran Nash, algo no acababa de encajarle.

—Tu marido trabaja para el servicio de inteligencia, ¿verdad?

Lo hacía, por supuesto; lo había hecho siempre. Antes, en España, para el MI6. Ahora para la Defence Security Office, la rama local del MI5. Al servicio de su majestad y a las órdenes directas de Sir Gyles Isham. Seguro que ella podría averiguarlo con relativa facilidad. De mi boca, no obstante, nadie jamás iba a saberlo.

—Eso tendrás que preguntárselo a él. Está deseando conocerte, por cierto.

Se rio.

—Te manejas bien con las evasivas, Quiroga, para ser una simple costurera como dices. En fin, todos guardamos algún esqueleto dentro del armario. Lo malo es que a veces abren la puerta.

—¿Y qué esqueletos tienes tú, si me permites mi indiscreción, compañera?

Volvió a reír, aunque acabó con un poso de melancolía en las comisuras.

—Al menos una docena.

Miró a través del ventanal, había caído la tarde, la gente salía de las oficinas y de los establecimientos de Zion Square, tan ajetreada siempre. Ahí estaba el guardia británico dirigiendo el tráfico. En las aceras de los laterales, muchachas, hombres, muchachos, mujeres que hacían las últimas compras y se encaminaban a las paradas de los autobuses, o hacían cola frente a la entrada del cine, o caminaban en distintas direcciones rumbo a sus casas, a sus barrios al oeste, al sur, al norte, áreas habitadas por judíos de diversas procedencias y separadas entre sí por grandes descampados llenos de cardos, piedras y tierra seca.

—Acabo de cumplir treinta y cuatro años —reconoció al volverse—. He tardado más de una década en poner mi propia firma en mis escritos, pero llevo vinculada a este mundo desde los veintiuno, cuando comencé a trabajar como correctora de pruebas en The Globe and Mail de Toronto y tuve la absurda ocurrencia de enamorarme de un periodista casado que me sacaba diecisiete años y además era mi jefe. —Hizo una mueca de amarga ironía—. Supongo que ya sabes lo ciego e imbécil que es el amor a veces. Junto a él crucé el Atlántico cuando le ofrecieron la corresponsalía para el Cercano Oriente. Nos instalamos en El Cairo, alquilamos una casa preciosa, nos hicimos socios del Gezira Club y nos adentramos en la intensa vida social de la capital egipcia, bastante más animada que la de Jerusalén, por cierto. Y, además, trajimos al mundo a dos hijas, a pesar de que él había empezado a desplegar su otra cara desde el principio. Allí vivimos los días más turbios y menos turbios de la gran guerra, desde allí también él se fue moviendo, Bucarest, Trípoli, Beirut, Atenas, yendo y viniendo constantemente, alternando su trabajo con oscuras depresiones, amantes y borracheras; perdí la cuenta de los cientos de crónicas que yo misma redacté y envié con su firma mientras él se negaba a salir de la cama o se pasaba días enteros en el jardín, dormitando en una hamaca, sumido en resacas o en el más simple abatimiento.

Había hablado del tirón, con desnuda franqueza. Yo me limitaba a contemplar sus ojos como metálicos, su rostro lleno de aristas.

—Aguanté lo que pude pero, por mi salud mental, sabía que todo debía tener un fin y yo misma marqué el plazo: la caída de Alemania conllevaría el adiós a mi matrimonio. Fui organizándome, preparando a las niñas; son listas, fabulosas, perfectamente conscientes de la situación a pesar de su edad. Aceptaron sin trauma alguno quedarse internas un tiempo con las monjitas católicas, Dios las bendiga, mientras su madre salía al mundo y volvía a llenarse los pulmones de aire.

Paró unos segundos, como si el recuerdo súbito de sus hijas no permitiera tocar el tema de paso y requiriera un pensamiento un poco más prolongado.

—Intento ir a verlas una vez al mes —dijo luego—. Me reciben siempre como si llegara Santa Claus, jamás he oído de sus bocas una queja o un reproche. Estoy convencida de que esto ha sido lo mejor para las tres, infinitamente más llevadero que vivir con una madre frustrada y resentida que se va poco a poco consumiendo. El día en que las dejé en el colegio, para que el corazón no se me partiera, di en mi casa una gran fiesta de despedida; a la mañana siguiente cogí el tren. Ahora vivo en un pequeño estudio dentro del Austrian Hospice. No tengo apenas muebles, ni la menor comodidad ni servicio doméstico; aun así, con excepción de las niñas y un puñado de amigos, apenas echo de menos nada de mi otra vida. Me siento bien, libre, viva. Lo que sí mantengo es al padre de mis hijas enfurecido conmigo por haberlo abandonado; el muy idiota no sabe que, con su insidia, me estimula para seguir adelante y esforzarme por hacerlo mejor cada día.

Admirable Frances Nash, pensé. Admirable en su valentía, en su pasmosa ausencia de miedos. O eso creía yo, hasta que me atreví a preguntárselo abiertamente.

—Pero ¿de verdad no te asusta todo lo que está ocurriendo?

—Me aterra —reconoció—. Por el día a día, y por lo que puede venir luego. Pero hay que aprender a convivir con el espanto, amiga mía. En caso contrario, nos hundimos.

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