Sira

Sira


Primera partePalestina » Capítulo 17

Página 20 de 92

17

Las primeras contracciones llegaron tras la explosión: directas a los riñones, penetrantes como navajas. Todavía no habían cesado del todo cuando logré agarrar el auricular del teléfono. Con la garganta súbitamente seca, pedí que me pusieran con el Secretariat, pero no hubo forma de conectar: su centralita no daba señal alguna. Aspiré aire por la nariz, con ansia, mientras el terror me recorría los huesos. Marcus. Marcus. Dónde estaba Marcus.

Había oído que un parto se anunciaba de una manera más progresiva y menos rotunda. Lo que estaba ocurriendo ahora en mi cuerpo, sin embargo, apuntaba a otra variante. Y aquella explosión. Aquella explosión. Estaba acostumbrada a escuchar estallidos de granada, ráfagas de metralla y estampidos de todos los tamaños; viví incluso uno muy de cerca en Broadcasting House hacía unos meses. Aquel impacto, sin embargo, había sido otra cosa distinta, una aberración monstruosa.

Las siguientes contracciones me hicieron recorrer el dormitorio de punta a punta, de extremo a extremo y vuelta, incapaz de sosegarme y quedarme quieta. Cuando se apaciguaron, alcé de nuevo el auricular, pregunté al recepcionista por Bertha Vester. Salió hace una hora, Mustafa la llevaba a la óptica en el Ford, fue la respuesta.

Intenté mantener la calma, respirar con ritmo regular, tal como me habían recomendado. Pero el miedo no me lo permitía, la angustia tampoco. Con las manos sobre la parte baja de la espalda, me acerqué al balcón. Una densa humareda se alzaba sobre algún punto de Jerusalén, gris y oscura, negra casi; un contraste espeluznante sobre el cielo luminoso del verano. Desde la lejanía empecé a oír sirenas, una primero, luego varias, el humo denso seguía brotando. Las terceras contracciones me obligaron a agarrarme a la barandilla de hierro. Así, de pie, aferrada a la forja, con la mirada fija en la lejanía, noté una humedad caliente chorreándome por la cara interior de los muslos. Por las rodillas, las pantorrillas, los tobillos, hasta el suelo.

Espantada, con el corazón bombeándome frenético, dejé que todo aquel líquido saliera de mí, imposible pararlo; imprimiendo huellas mojadas sobre las baldosas, a duras penas logré dirigirme de nuevo al teléfono. Pedí una vez más que me pusieran con el Secretariat, sin resultado. Luego reclamé la centralita del King David. Nada tampoco. Marcus —volví a musitar—. Dónde estás, Marcus. Intenté entonces contactar con la oficina de prensa, en busca de Frances Nash, pero la señal indicaba que la línea estaba ocupada. Tranquila, Sira —me repetí—; pensemos despacio. Marcus no, Bertha no, Frances tampoco, reconté intentando no perder del todo sosiego. Tal vez —pensé— podría llamar al Government Hospital directamente. Lo hice, sin éxito.

Mi pavor se incrementaba a medida que todo el mundo parecía estar incomunicado. Se me ocurrió entonces que quizá podría llevarme hasta el hospital Said, el empleado que se encargaba de recados y repartos con la furgoneta de la casa: quizá podría meterme en ese vehículo que lo mismo trasladaba berenjenas y sacos de alpiste que gallinas o borregos. Tampoco se encuentra, señora, fue la respuesta. Las sirenas, mientras, seguían sonando.

Las contracciones alternaban momentos sin dolor con otros insoportables, la falda mojada se me pegaba a las piernas, el calor era espantoso, yo seguía sudando. El parto estaba en camino claramente, no tenía a nadie a quien acudir y sentía la tétrica convicción de que Marcus tampoco iba a poder estar a mi lado. Me asomé al balcón de nuevo, pisando las aguas que mi propio cuerpo había expulsado. Tras el patio, al fondo del jardín vi a las empleadas de la limpieza y a otros trabajadores mirando impactados en la misma dirección que yo, hacia el humo que trepaba desde el centro de Jerusalén, cuajado y siniestro. Intenté gritar, llamar la atención de alguna de las chicas; las conocía a todas, Amina, Lamya, Malak, Sharifa, todas me tocaban la tripa constantemente, hacían bromas afectuosas sobre mi volumen. Quizá porque ellas también chillaban alteradas, o porque mi voz se quedó corta o porque la distancia era excesiva, no me oyeron. Ninguna atendió a mis gritos, ni se giraron siquiera.

Dios mío, Dios mío, Dios mío, repetí en una especie de balbuceo, mientras dejaba otra vez el balcón y entraba. Dios mío, Dios mío, Dios mío… Hasta que me paré en seco en mitad de la habitación, en pie con las piernas entreabiertas. Una voz familiar acababa de llegarme a los oídos. Miré alrededor confusa, mis ojos se posaron entonces en la radio. De ahí salía. Nick Soutter hablaba. Me acerqué al aparato, lo miré fijamente. Con tono sobrio y solemne, el director de informativos del PBS daba cuenta de la devastadora acción terrorista cometida contra el corazón de las más altas instituciones británicas en Palestina. Acababan de destruir por completo la sede del Secretariat, toda la esquina sur del King David Hotel, dijo. Las víctimas eran numerosas, aún se desconocían las identidades.

Mi aullido debió de sonar tan feroz, tan desgarrado, que dos de las muchachas árabes tocaron en breve arrebatadas mi puerta y entraron sin esperar a que les diera permiso.

—Nicholas Soutter, PBS —aullé nada más verlas—. Llamad a Nicholas Soutter, al Public Broadcasting Service. —Señalé la radio, me dirigí torpemente hacia ella y golpeé con todas mis fuerzas la carcasa de madera, a palmetazos—. Llamad a Nicholas Soutter, por Cristo bendito; llamadle de mi parte.

Transcurrió un tiempo impreciso, media hora, quizá una hora entera. Las contracciones proseguían cada seis o siete minutos. Un locutor que ya no era Nick continuó anunciando medidas de emergencia: inminente toque de queda, prohibición de acercarse a Julian’s Way, cortes de calles y accesos, cierre urgente de establecimientos. Lamya me agarraba una mano, Sharifa me daba aire con la revista, las dos me decían en árabe cosas que yo no entendía; en cuanto volvían las contracciones me soltaba de un tirón, me ponía en pie y deambulaba por la habitación como una loca dentro de una jaula.

Nick Soutter no llegó, pero sí lo hicieron dos mujeres en su nombre: Ruth Belkine, la madura productora del PBS, y una joven que se asustó al verme como si yo fuera un monstruo de tres cabezas. Vamos, vamos, vamos, ordenó la primera tomando las riendas de inmediato. Me ayudaron a bajar la escalera, a recorrer la planta baja, salir y meterme en el auto mientras yo preguntaba a gritos por la explosión, por el King David, por mi marido. La desconocida se puso al volante, Ruth se sentó a mi lado en el asiento trasero. Respira, respira, in and out, in and out, in and out, insistía sin perder los nervios. Lamya y Sharifa se quedaron fuera, rodeadas de sus otras compañeras, sus rostros morenos tensos, retorciéndose los dedos.

Tan pronto como abandonamos el American Colony, me di cuenta de que tomábamos un camino contrario al debido: hacia el monte Scopus y no rumbo al centro.

—Llévenme al Government Hospital —rogué. Quizá lo grité incluso.

—No —dijo Ruth—; vamos al Hadassah.

—Government Hospital —exigí con un chillido.

Allí, en el hospital inglés, estaban mi ficha médica y el doctor antipático.

Sin obedecerme, la desconocida siguió conduciendo en silencio, no alteró el rumbo. Se detuvo finalmente frente al complejo médico judío, cuando las siguientes contracciones me impidieron seguir protestando. Días después me enteraría de que decidieron no llevarme al Government Hospital porque, al pasar por delante en su tránsito hacia el American Colony, las dos mujeres vieron lo que vieron: montones de ambulancias, furgones policiales y coches particulares que llegaban cargados de heridos, mutilados, quemados, muertos.

Todo lo que vino después se acabó fundiendo en mi memoria como una secuencia resbalosa. Me arrancaron la ropa empapada, me pusieron una especie de camisón abierto, me tumbaron en una camilla. Alrededor solo había mujeres: comadronas, enfermeras de uniforme impoluto que intentaban calmarme mientras me abrían las piernas, mujeres que aconsejaban que me serenara al tiempo que introducían sus dedos en mi vagina. Quizá no eran muchas, dos o tres o cuatro apenas, pero sus siluetas se multiplicaban en mi cabeza. No comprendía por qué me habían llevado a ese sitio, el dolor era descomunal y el pavor monstruoso. Desconocía si Marcus estaba vivo o muerto, necesitaba saberlo. Averigüen cómo está mi marido, les rogaba cada vez que las contracciones me daban una pequeña tregua. Mezclaba el inglés con el español, el sudor se me fundía con las lágrimas, las súplicas y los gritos con el llanto. Pregunten por Mark Bonnard en el King David; pregunten por Marcus Logan.

Empujaron la camilla a lo largo de un corredor de azulejos blancos, atravesaron puertas blancas, me metieron en otra sala más blanca todavía. Las contracciones eran ahora prácticamente seguidas, me dejaron justo debajo de una extraña lámpara redonda, enorme, metálica. La encendieron, la luz era tan intensa que me cegó por unos momentos. Una de las mujeres, una matrona, supuse, se me acercó a la cabecera y habló con autoridad, pero yo no entendí nada.

Ordenó entonces algo y una enfermera acercó su mano a mi nariz, entre los dedos llevaba un artilugio enganchado a una pequeña bombona. Intuí que pretendían sedarme y la aparté de un manotazo; me agarraron los brazos, me seguí resistiendo moviendo la cabeza de un lado a otro, sudaba por todos los poros, notaba mechones de pelo pegados la cara.

No lo lograron, finalmente. En cuestión de unos segundos, sentí una enorme necesidad de apretar y rugir, de rugir y apretar al mismo tiempo. La criatura que llevaba dentro se estaba preparando para salir, andaba pidiendo paso. La matrona se hundió entre mis piernas, la sentí manipularme, creí que iba a partirme en dos, empezaba a notar un cansancio inmenso. Me insistieron para que apretara más todavía, lo hice con todas mis fuerzas, una, dos, cien veces, en algunas me perdí y me costó encontrar el camino de vuelta.

Mi hijo entró en el mundo tibio, resbaladizo y con los ojos abiertos. Grité para que me lo entregaran, la matrona dudó un instante, accedió al cabo. Lo apoyé contra mí, estaba morado, viscoso, caliente. Lo toqué, lo olí, le besé la cabeza, contuve la angustia para no transmitirle mis premoniciones. Lo miré, me miró con sus ojos rasgados, reconociéndome. Me arranqué el camisón a tirones, le ofrecí mi pecho.

Sobre el suelo del paritorio quedaron charcos de sangre y toallas teñidas de un rojo denso, el sol inclemente se filtraba entre las lamas de las persianas, el instrumental metálico parecía el de un carnicero.

Lo llamé Víctor, porque su pequeña vida llegó como una victoria en mitad del sufrimiento.

Ir a la siguiente página

Report Page