Sira

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Segunda parteGran Bretaña » Capítulo 20

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Habíamos entrado ya en marzo cuando las temperaturas comenzaron a amansarse, las nevadas y escarchas se aplacaron, y por fin pude aventurarme por las calles de Londres. Tras varias semanas de encierro se me acumulaban las cosas pendientes. Una era buscar algo de ropa para Víctor, que no paraba de crecer y había llegado con lo justo. Otra, intentar comprar provisiones a fin de compensar el gasto que generaba nuestra estancia: repetidamente me había ofrecido a Olivia para aportar dinero a la intendencia doméstica pero, movida por un tozudo orgullo de matriarca magnánima, se negó en redondo.

Hacerme con un mapa era otra de mis urgencias. Y, por último, dar con algún sitio donde comprar los pasajes para nuestra marcha. Además, y sobrevolando a todo eso, ansiaba airearme y no solo en el sentido orgánico: para eso salía al jardín trasero de la casa con mi hijo bien abrigado en brazos. La primera vez que lo hice, algo se me clavó dentro como un punzón afilado: allí mismo, un año y medio antes, había estado Marcus con nosotras, relajado con las piernas estiradas sobre el césped y el rostro alzado al sol del verano, atractivo en su traje de lino, satisfecho porque su madre y su esposa por fin habían logrado conocerse. Ninguno de los tres, aquella radiante tarde de julio, fuimos capaces de imaginar que el vuelo con rumbo a Palestina que emprenderíamos esa misma noche supondría para él un viaje sin billete de vuelta.

Por allí, por ese jardín hermoso, descuidado y ahora mortecino a causa de los rigores del invierno, daba yo breves paseos con mi niño, ida y vuelta hasta el muro de ladrillo del fondo, ida y vuelta varias veces para que el oxígeno nos entrara a los dos por los poros de la piel, la nariz, los ojos y las orejas.

Anuncié mi intención de salir la primera mañana en que entró un amago de sol blanquecino por las ventanas. Aún manteníamos la liturgia del arranque del día frente a la gran mesa de nogal del comedor, con el desayuno de té y escasa sustancia. Me preguntaba a menudo por qué se aferraba Olivia a ese ritual un tanto grandilocuente mientras no había más que telarañas en su despensa; supuse que era su manera de no sucumbir ante el desaliento.

Alzó la mirada de The Times, curiosa, por encima de sus lentes de cerca.

—¿Vas a algún sitio en concreto?

—He de hacer unas compras.

Pasó una página, leyó unas líneas, paró de nuevo.

—¿Quieres que te acompañe?

—No es necesario, gracias.

Siguió leyendo con las gafas en la punta de la nariz; llevaba otro de sus opulentos chales tricotados y la trenza sobre el hombro, como siempre.

—¿Quieres que te preste mi abrigo de piel de zorro?

Estuve a punto de echarme a reír. A los labios me asomaron dos palabras: ni muerta. Pero logré contenerlas y tan solo repetí:

—No es necesario, Olivia, gracias.

Sin duda era ella consciente de la parquedad de mi guardarropa, limitado a lo poco que había cabido en una única maleta: mis prendas más asiduas, las del niño y algunas cosas de Marcus. Fran Nash se ofreció a enviarme nuestros baúles con lo que me vi obligada a dejar; le dije que no hacía falta. Todo me ataba demasiado a un tiempo que había quedado atrás, mejor no rememorarlo. Tan solo eché en falta mi radio, pero me hice a su ausencia.

Fue así como arranqué mi primer contacto con Londres: sola, admirada, curiosa. La zona donde se encontraba The Boltons era sin duda privilegiada, pero aún se percibían en ella las magulladuras de la guerra: socavones embarrados en el pavimento, bordillos de acera reventados y montones de nieve sucia mezclada con escombros. En mi recorrido por calles residenciales sin apenas transeúntes y con muy escaso tráfico, percibí numerosas fachadas de casas elegantes castigadas por los reveses; algunas tenían las ventanas tapadas con tablones para suplir la ausencia de cristales y casi todas la pintura descascarillada, como a parches; imaginé que muchas de ellas terminarían también convertidas en apartamentos. Caminando sin un rumbo concreto, empujada tan solo por la energía de mis piernas, no tardé en llegar a una arteria donde el panorama se percibía diferente: más coches, más gente, autobuses, movimiento. FULHAM ROAD, leí en un cartel.

Un par de horas más tarde estaba de vuelta con mis escasas provisiones. No sin esfuerzo, entrando a establecimientos y preguntando, saliendo y probando en otros, había conseguido algo de lana para tejerle a Víctor sweaters, gorros y calcetines, tela de gasa para pañales, dos tetinas de caucho y un biberón. Cosas imprescindibles, en definitiva: mejor no sobrecargarme para cuando emprendiéramos el viaje a Marruecos. Hacerme con algo de comida me costó bastante más. Por todas partes me pedían los puntos y cupones de racionamiento que yo no tenía; finalmente Olivia los había conseguido, pero era Gertrude quien los administraba. Al cabo logré hacerme tan solo con una botella de sherry y, a precio desorbitado, con un par de latas de carne procesada.

Por todas partes vi colas: gente pálida, con aspecto abatido a menudo, formando silenciosas filas frente a las carnicerías, las panaderías, las fruterías y los almacenes. Lo único que logré con suma facilidad fue mi mapa, un plano de Londres de segunda mano con el que tenía previsto intentar localizar a Rosalinda Powell Fox, mi antigua amiga. Nada sabía de ella, se había escurrido de mi alcance hacía tiempo, y eso me extrañaba enormemente. El fin de la guerra mundial la había sorprendido en Lisboa, con su club El Galgo aún operativo y residiendo en su gran piso de la avenida da Liberdade en el que yo me reuní con ella años antes, durante mis oscuras peripecias portuguesas. Poco después de instalarnos Marcus y yo en Palestina, ella había vuelto a Inglaterra y, a petición de su marido, intentaron una reconciliación instalándose en una casa de campo en Surrey. Pero aquello duró apenas unos meses; cuando fue consciente de que prolongar ese desgraciado matrimonio resultaba una fuente de sufrimiento, abandonó a Peter Fox y se mudó a Londres. Fue entonces cuando me escribió su última carta: me hablaba de que estaba en trámites para abrir un nuevo club, al que pretendía bautizar con el pintoresco nombre de The Patio. En el remite figuraba una dirección: 9 Tilney Street. Hasta allí pretendía yo guiar mis pasos con la ayuda de ese mapa antes de marcharme de Inglaterra: en busca de la amiga volátil cuyo rastro se me había escapado entre los dedos.

Así quedaron resueltas esa mañana casi todas mis tareas. Únicamente me faltó encontrar la agencia de pasajes; decidí centrarme en ello al día siguiente. A mi vuelta a The Boltons me recibieron como si hubiera cruzado un océano. Víctor se me echó en los brazos con un grito de júbilo, Gertrude intentó identificar los contenidos de mi bolsa con el ojo bueno y Olivia me contempló largamente. La joven Phillippa, tan discreta siempre, permaneció en la retaguardia con las manos juntas.

—Parece que el mundo se ha puesto de nuevo en marcha —fue el saludo de mi suegra.

Intentó conferir a la frase un tono irónico, marca de la casa. Pero a mí me pareció identificar algo más colgado entre las palabras y el soniquete. Un cierto desagrado. Un punto de descontento.

—Tienes correo —anunció acto seguido, alzando las cejas y dirigiendo una mirada oblicua hacia la bandeja de plata sobre la que se depositaban a diario las cartas—. De Jerusalén, creo.

Supuse que me la enviaba Fran Nash o Nick Soutter, o quizá alguno de los periodistas amigos de ambos y míos en parte, tal vez Bertha Vester o Katy Antonius, que también me escribían en ocasiones. Pero no. Se trataba de un sobre con membrete oficial del Mandato.

Ofrecí el niño a Phillippa para que lo sostuviera. Cuando las manos me quedaron libres, rasgué el sobre de forma precipitada; de inmediato me arrepentí de no habérmelo subido a mi cuarto a fin de abrirlo serena y discretamente con mi abrecartas. Pero no fui capaz de contener el arrebato: todo lo relacionado con las cuestiones oficiales de los británicos en Palestina aún me alteraba el temple.

Algo debió de intuir Olivia porque no se movió de mi lado. El envío contenía un par de hojas mecanografiadas cuyo lenguaje burocrático apenas entendí. Se mencionaban servicios, retribuciones, departamentos, direcciones de oficinas en Londres. Pero su esencia se me escapaba.

—Creo que es algo sobre Marcus —musité tendiéndoselas.

La seguí mientras ella se dirigía a su escritorio escudriñando los papeles con ojos entrecerrados. Cuando por fin dio con las gafas, se sentó y leyó para sí, despacio.

—En efecto —confirmó al terminar. Luego dobló los pliegues de la carta con sus dedos largos y nudosos—. Están recalculando la pensión definitiva que os quedará tras su muerte; adelantan que puede haber reajustes, quizá compensaciones. Piden que vayas a unas oficinas en Westminster para que te expliquen…

No la dejé terminar; me negué moviendo a un lado y otro la cabeza. Todo me retrotrajo de pronto a las semanas posteriores al ataque al King David, a aquellos trámites farragosos, incomprensibles muchas veces, a los que hube de someterme recién dada a luz, sangrando aún copiosamente, con las lágrimas todavía chorreándome por el rostro y los pechos doloridos, plenos de leche.

No, no quería pasar por aquel purgatorio de nuevo. Sabía, no obstante, que la cuestión no podía ser desatendida: de la pensión de Marcus deberíamos vivir mi hijo y yo, no teníamos de momento más medios. Consciente de mi inseguridad, Olivia la zanjó con resolución.

—¿Quieres que me encargue yo, en tu nombre?

Please —murmuré agradecida.

—Déjalo en mis manos; no habrá problema. Ah, y por cierto…

Supuse que pretendía cambiar de rumbo la conversación para sacarme del mal rato. Pero no, no era así. En realidad, sí tenía que decirme algo concreto.

—Han telefoneado preguntando por ti.

La miré entre dubitativa e incrédula.

—De la BBC. Han recibido a tu nombre un paquete, también desde Palestina, por valija interna. No pueden enviarlo aquí, desconozco la razón. Pretenden que vayas en persona a recogerlo.

Al contrario que la noticia anterior, esta me levantó el ánimo. El remitente solo podía ser Nick Soutter, quizá mandaba algunas de mis cosas a petición de Fran Nash, o algo para Víctor, con quien se había encariñado tanto. Daba igual; el caso era que no se trataba de un ingrato trámite administrativo como el de la carta, sino de algo que llegaba de un amigo, y con eso era suficiente.

—¿Dónde se encuentra?

—Dónde se encuentra ¿qué?

—La BBC.

—¿Broadcasting House? En Marylebone, creo. Al final de Regent Street, cerca de Park Crescent. Frente a The Langham Hotel, si la memoria no me falla. Pero podrías insistir para que te lo enviaran a casa, ¿quieres que llame y…?

No la dejé terminar.

—Iré mañana.

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