Sira

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Segunda parteGran Bretaña » Capítulo 24

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Aquel imprevisto encargo de la BBC me sacó física y mentalmente del micromundo en el que convivía con Olivia. Su empuje, sin embargo, no cesaba. Y sus planes tampoco.

Hasta la cena en la residencia de los Hodson en Belgravia iba a llevarnos el mismo silencioso conductor que nos había recogido en Victoria Station; ella me dio su explicación personal mientras nos dirigíamos al auto.

—Bernard, nuestro chófer de siempre, se mudó a Swansea con sus hijas al principio de la guerra; decidí entonces donar el Bentley al Royal Hospital, todo es más sencillo de esta manera.

Con tono artificiosamente neutro, como si se tratara de una trivialidad cualquiera, siempre tenía la explicación perfecta para justificar ante mí sus estrecheces. Si carecía de jardinero, se suponía que era porque ella misma adoraba encargarse de sus flores; si carecía de cocinera, era porque Gertrude la suplía de una manera magnífica; si la calefacción resultaba apenas tibia por falta de carbón, era porque nada había mejor que un buen fuego para calentar los huesos. Jamás osé contradecirla. Una vez más, callé simplemente.

Me había hablado de aquella invitación una semana antes; ya entonces se me quedó atrapada entre los intestinos, cargante y fastidiosa como una comida indigesta. No me negué a aceptarla, sin embargo; fingí incluso un modesto interés, dispuesta a hacer el esfuerzo. Al fin y al cabo, se trataba de entrar en contacto con el viejo mundo de Marcus y pensé que rechazar mi participación en él sería, en cierta forma, una deslealtad hacia su memoria.

Había llegado el día y no tuve opción a la hora de elegir mi ropa: entre el escueto vestuario que traje de Jerusalén, tan solo contaba con un evening dress, quizá el más austero de todo mi antiguo guardarropa. Vestida, maquillada y peinada sin excesos, me miré en el espejo antes de salir. Era la primera vez que me arreglaba así desde la muerte de Marcus; aquel vestido lo usé por última vez en una recepción de Government House, al principio de mi embarazo. Por unos ilusos instantes, me pareció que iba a ver su imagen reflejada a mi espalda, su perfil afilado en un ángulo mientras se ajustaba el lazo de su bow tie o se ponía los gemelos. Apreté los ojos con fuerza para que no se me corriera la máscara de pestañas y respiré hondo. No, en ese dormitorio grande y destartalado no había nadie más que yo misma preparándome para el encuentro con una gente extraña.

Olivia me examinó de arriba abajo cuando bajé la escalera envuelta en sobrio crêpe color tabaco. No esperaba de ella halago alguno, y no lo tuve, por supuesto. En lugar de su aprobación explícita, me lanzó una de sus delicadezas.

—Unos buenos brillantes, my dear, resultarían el complemento perfecto.

Nunca llevaba joyas. Había poseído algunas magníficas durante una breve etapa de mi vida. Pertenecieron a mi abuela paterna, la gran doña Carlota a la que jamás conocí; la misma que cortó de un tajo la relación entre mis padres antes de que yo naciera, cuando él, Gonzalo Alvarado, era el prometedor cachorro de una familia pudiente y reputada, y mi madre, Dolores Quiroga, una insignificante costurera. Pero esas piezas salieron pronto de mi vida: se las apropió Ramiro Arribas, aquel canalla que me trastocó el devenir para siempre. Desde entonces, jamás sentí el menor interés por ellas.

Tras un breve trayecto a lo largo de calles casi vacías, descendimos del auto frente a una hilera de elegantes residencias enlucidas en estuco blanco, con pórticos y gran balcón a lo largo de la fachada. La invitación procedía de una familia enlazada con los Bonnard por amistad de décadas. Uno de los hijos había sido compañero de colegio de Marcus; convertido con los años en alto cargo de la Administración colonial en Kenya, pasaba ahora unos días en Londres y había propuesto vernos.

Un mayordomo añoso nos anunció con voz metálica; tras la doble puerta, el salón desplegó ante nosotras su cálida opulencia. Grata iluminación, muebles de maderas pulidas, cortinas, tapicerías y alfombras espesas. Repartidos por la estancia, percibí un grupo de distinguidos humanos: unos en pie junto a la chimenea, otros distribuidos entre sofás y butacas, una hermosa mujer sentada sobre el brazo de un sillón, con sus piernas esbeltas cruzadas entre pliegues de gasa. Las conversaciones sonaban amenas y esponjosas. El mismo mayordomo empezó a recorrer la estancia: con una mano enguantada sostenía una bandeja de aperitivos, la otra la llevaba a la espalda. El recuerdo de mi añorada Rosalinda Fox aleteó por unos segundos dentro de la cabeza. Así es como vive la buena sociedad de este país, my dear —me habría dicho con un irónico guiño—, cuando sus cuentas bancarias, sus joyeros y sus cajas de caudales no están repletas de telarañas.

Los anfitriones nos saludaron con afecto sincero: no mentía Olivia cuando mencionó la prolongada amistad entre las dos familias. Él era un anciano de esqueleto encorvado y bastante más bajo que su esposa; ella resultó una corpulenta señora de ojos claros y busto prominente. El matrimonio Hodson y Olivia eran los únicos nacidos antes del arranque del siglo; el resto de los presentes andaban repartidos entre los treinta y bastantes y los cuarenta y pocos, elegantes ellos en sus dinner jackets, refinadas ellas dentro de vestidos de noche elegidos con mayor o menor acierto. Well-born, well-bred: bien nacidos todos, saltaba a la vista; bien criados, bien alimentados, servidos, hablados, instruidos, viajados, leídos; pertenecientes en bloque a una misma clase y modo de vida, con sus parámetros y sus varas de medir, sus convenciones, pautas y maneras.

Entre las copas de sherry, las ginebras y los whiskies, me convertí en el centro de atención sin pretenderlo: todos ansiaban conocer a la esposa, la viuda de su viejo amigo dear dearest Mark Bonnard. Los saludos se columpiaron con airoso equilibrio entre el perfecto cumplido y las más sentidas condolencias. Y entreverado con lo uno y lo otro, como tantísimas veces, percibí también actitudes de curiosidad ante mi disonante extranjería, como si se esforzaran por averiguar qué demonios había encontrado su querido amigo en una mujer como yo para llegar incluso a cometer la extravagancia de contraer matrimonio y tener un hijo con ella.

El mayordomo anunció que podíamos acceder al comedor; con un recuento rápido, confirmé que los comensales sumábamos exactamente una docena. Además de los anfitriones, había otras tres parejas. Una la componían Fiona, la hija de la casa, locuaz y algo estridente, vestida en seda lavanda con collar de zafiros al cuello, y su marido, un tal Evan. Había otras dos más: la hermosa Alexia y el callado Adrian; la agitada Harriett y Bruce, su esposo. Y dos solteros, o al menos desparejados: de hecho, los más cercanos a Marcus durante la juventud porque en más de una ocasión me había hablado de ambos: Raymond era un desenvuelto financiero de la City; Dominic, el hijo de los Hodson y promotor de ese encuentro.

Entre ellos dos precisamente hallé mi sitio. La cena arrancó con salmón fumé y conversación con mis vecinos de mesa. Aun sin dispendios, las parquedades y los sinsabores de la recia posguerra eran menos agudos en esa residencia de Belgravia que en casa de mi suegra. Raymond charló con profusión sobre las coyunturas por las que pasaba el mercado de valores; Dominic, menos conversador, comentó que llevaba en Londres solo unos días y tenía previsto regresar a Nairobi cuando concluyera unas cuantas gestiones. Otras conversaciones igual de inocuas circulaban al mismo tiempo por la mesa: la reciente crecida del Támesis, el nombramiento de Mountbatten como virrey de la India, las quejas sobre el Gobierno laborista y sus subidas de impuestos.

La cena siguió con fluidez, las voces mantenían el volumen adecuado, nos sirvieron a continuación pato con una salsa de frutos rojos. Por encima de la delicada cristalería y las velas, yo iba advirtiendo cómo el mayordomo llenaba la copa de Fiona, la hija de los anfitriones, a un ritmo superior al del resto.

Terminó de rematarla por cuarta o quinta vez cuando su exclamación rompió el sosiego.

—¡Propongo un brindis!

Su marido soltó una absurda carcajada y su madre, desde la cabecera, le lanzó una mirada cortante. Acababa de saltarse la etiqueta a la torera: los brindis debía proponerlos el anfitrión y estaban reservados para el final de la cena. De reojo percibí que su hermano, a mi izquierda, apretaba los dedos sobre los cubiertos, incómodo a todas luces. El patriarca, desde la cabecera opuesta, prosiguió comiendo tal que un pajarito, como si no la hubiese oído. El resto de las voces quedaron suspendidas en el aire, los rostros vacilantes entre el sobresalto y el regocijo.

—¡Propongo un brindis por la memoria de nuestro queridísimo amigo Mark Bonnard!

Con más o menos empeño, todos terminamos obedeciéndola. Pero no parecía Fiona dispuesta a conformarse con eso.

—¡Propongo además que lo recordemos! ¡Dominic! ¡Raymond! ¡Bruce! ¡Adrian! ¡Contad alguna anécdota de vuestro tiempo con Mark en Harrow!

Comedidamente primero, crecientemente animados luego, los aludidos rememoraron momentos de infancia y juventud, trastadas, hazañas y sucesos. Entre unos y otros, Fiona seguía vaciando su copa.

En las reacciones de los invitados hubo sonrisas, asentimiento, alguna exclamación, alguna carcajada. Todas aquellas historias divertidas de los old Harrovians, profesores y compañeros, celebraciones, deportes, vacaciones en casas de campo y apellidos compuestos, sin embargo, iban pasando por mis oídos como quien oye caer la lluvia sobre el asfalto. Yo había conocido a Marcus en Tetuán cuando él rondaba los treinta, y nuestra vida conjunta había sido tan precipitada, tan clandestina, tan abrupta, compleja e incierta, que nos concentró siempre en lo inmediato, sin apenas permitirnos despegarnos del presente. Aquellas semblanzas que se suponía que hablaban de él a mí se me hacían las de un extraño, alguien distante.

Fijé la mirada en Olivia, alejada de mí en la mesa. Enfundada en su soberbio vestido bordado en cristal totalmente fuera de moda, con sus facciones huesudas y su gran cabellera blanca, lucía espléndida a la luz de las velas.

—Supongo que el Marcus Logan que usted conoció distaba una enormidad de este.

Me giré súbita hacia Dominic. Marcus Logan, creí oír. Había dicho Marcus Logan.

—No se extrañe de que conozca ese otro nombre —añadió—. La vida nos hizo distanciarnos durante algunos años pero, en cierto momento, recuperamos el contacto.

Tenía una voz cálida Dominic, era apacible y atento. Ahí terminaba su atractivo; por lo demás, era un hombre feo en el sentido más estricto del término. Ojos saltones y aguados, sin apenas pestañas y con prematuras bolsas; cabello ralo peinado con más esfuerzo que resultado, nariz carnosa, piel rojiza y grandes orejas, todo repartido en una cabeza demasiado pequeña y redonda en exceso.

Nos habían servido ya el postre y habían llenado las copas de oporto, Fiona continuaba absorbiendo vino como una esponja. Su tez iba, en paralelo, adquiriendo una tonalidad encendida mientras su voz ganaba velocidad y potencia.

—¡Y ahora! ¡Y ahora, atención, atención todos!

Cesaron de nuevo las conversaciones, volvimos a mirarla.

—¡Ahora! ¡Ahora hablemos de Mark y sus amores!

Noté que Dominic, a mi izquierda, se disponía a frenarla.

—¡Cállate, Dominic! —aulló ella anticipándose—. ¡No seas aguafiestas!

Todos los ojos permanecían fijos en su rostro arrebatado, expectantes, inquietos.

—Esta noche hemos conocido a la misteriosa extranjera que le acabó robando el corazón a nuestro chico más guapo, pero cuéntanos, Alexia Burke-Landon, de soltera Alexia Durbin…

Se dirigía a la mujer que ella tenía enfrente, en mi mismo flanco de la mesa y fuera de mi campo visual. Me había fijado en ella al llegar: con un vestido de gasa color mantequilla, melena caoba y rasgos delicados, era sin duda la más hermosa de las presentes.

—Cuéntanos, cuéntanos, querida, ¿cómo te sentiste cuando Mark te confesó que había depositado sus afectos en otra mujer y rompió vuestro compromiso?

Un silencio espeso reptó sobre el mantel, escurriéndose entre los candelabros de plata y las ciruelas en almíbar. Lo siguiente que se oyó fue una silla al caer al suelo. Alexia Burke-Landon acababa de levantarse para salir del comedor a pasos precipitados.

Fue Dominic quien tomó de inmediato las riendas.

—Café en el salón —anunció dejando con un golpe sonoro su servilleta sobre la mesa.

Mientras todos empezaban a levantarse en silencio, aliviados al dar por finalizada la vergonzosa escena, él se volvió hacia mí y murmuró sobrio y sincero:

—Lo siento.

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