Sira

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Segunda parteGran Bretaña » Capítulo 29

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Las rutinas domésticas se mantenían con precisión de minutero. A las ocho y media, como todas las santas mañanas, volvimos a sentarnos a la mesa. Ya no hacía el frío atroz de los días de mi llegada, y mi suegra se había ido desprendiendo de algunos de sus mantones y chales de lana. Ahora lucía tan solo una larga chaqueta de punto con un hermoso echarpe de cashmire encima. Más su trenza del color de la ceniza sobre el hombro, que ya casi le alcanzaba la cintura.

—¿Disfrutaste de una grata velada, querida?

—Magnífica. Estuve en la exposición de un pintor español.

Hizo un gesto de fingida complacencia mientras rompía la cáscara del huevo hervido.

—¿Y te manejaste bien para ir y volver tú sola en taxi?

Ella era consciente de que no había regresado sola; desde su ventana me había visto, sin duda, despedirme de Ara. Simulé concentrarme en la llegada de Phillippa con Víctor en brazos antes de responder:

—Perfectamente.

Senté al niño en mi regazo, le metí en la boca mi propia cucharita llena de huevo pasado por agua. Sabía que ella desaprobaba ese contacto tan próximo con mi hijo, piel con piel, saliva con saliva. Mentiría si afirmara que yo no disfrutaba en secreto contraviniéndola.

—He visto que le has comprado alguna cosa en Woolworths, ese almacén popular tan…

No conocía el significado de la palabra que vino a continuación, pero me abstuve de preguntarlo.

—Jamás he entrado en una de esas tiendas —reconoció tras un sorbo de té.

En su tono creí notar un desprecio evidente.

—Hay mucha mercancía —repliqué tan solo—. Y buenos precios.

—Oh, no lo dudo. Simplemente no es el tipo de establecimiento al que estoy acostumbrada.

Proseguí compartiendo mi huevo con Víctor, riéndome con sus gestos al verlo asqueado con la clara y feliz al saborear la yema.

—La heredera creo que será más o menos de tu edad, y va ya por el tercero o quizá el cuarto de sus maridos. Vivió un tiempo aquí en Londres, pero leí que acabó vendiendo su mansión de Regent’s Park al Gobierno de los Estados Unidos por un dólar.

Quedó en silencio, como esperando una réplica por mi parte.

—No sé a quién te refieres, Olivia.

Movió la cabeza con ese ademán tan suyo, como si se viera obligada a tolerar mi ignorancia realizando un generoso esfuerzo.

—Barbara Hutton, my dear. La millonaria neoyorquina. La nieta del propietario de la cadena de almacenes Woolworths, una socialité que pasa por aristócrata, aunque su abuelo no era más que un rudo granjero reconvertido en modesto comerciante que inventó la fórmula de vender a diez centavos toda la mercancía de su tienda. Ella, Barbara…

Una presencia imprevista vino a librarme de aquella cháchara.

—¿Sí, Gertrude?

—La llaman por teléfono, señora.

Con el niño aún en brazos, me disculpé ante mi suegra y salí al vestíbulo. Al otro lado del hilo, la voz de Ara sonó atropellada.

—Me he pasado la noche dando vueltas a lo suyo, amiga mía. Acabamos de pedir explicaciones formales a la oficina del director de los servicios extranjeros para que nos justifiquen la razón de su veto; no obstante, por si acaso logramos que la situación se revierta, creo que no deberíamos detener el proceso.

—¿Pretende que trabajemos como si nada? —pregunté dubitativa.

—Eso es. Le propongo que termine de esbozar esos contenidos sobre Palestina, que nos reunamos usted y yo según lo previsto para darles el mejor de los formatos, y que empecemos las grabaciones sin demora.

Quedé unos segundos callada.

—¿Y si al final la respuesta sigue siendo negativa?

—En ese caso, daremos por perdidos los discos con su voz, pero podremos ofrecer el texto a la Atlantic-Pacific Press, la agencia que distribuye crónicas escritas por toda Latinoamérica. Lo aceptarán, seguro.

Volví al silencio, intentando procesar la propuesta. Víctor se revolvía para soltarse; me agaché y lo dejé en el suelo.

—¿Oiga? ¿Sira?

—Sigo aquí.

—Dígame, ¿qué le parece?

—¿Está seguro, Ara?

—Positivamente.

—Pues allá vamos.

Me encerré a trabajar esa misma mañana, mientras Phillippa se llevaba a pasear a Víctor, y Gertrude y Olivia se disponían a intentar sacar al jardín de su decadencia tras el atroz invierno. A través de la ventana vi llegar a un par de hombres entrados en años, contratados probablemente para echar una mano en la faena: un individuo patoso y fondón, y otro canijo y algo contrahecho. Ambos se cubrían con mugrientas gorras de paño, superaban los sesenta y apretaban burdos cigarrillos entre los dientes. A todas luces carecían de la energía necesaria para bregar contra los efectos adversos de la naturaleza, pero allí se quedaron, soportando con estoicidad las órdenes de mi suegra. Componían una imagen pintoresca los cuatro: Olivia con su peculiar estilo, ataviada además con unas botas Wellington llenas de barro; Gertrude con un viejo chaquetón militar sobre el uniforme, y los dos pobres diablos ansiosos por ganar unos chelines como fuera.

En realidad, pensé, aquello no era más que una estampa de ese mundo escaso de hombres en activo que había emergido después de la Segunda Guerra Mundial. Tanto entre los británicos como en otros ejércitos, casi una generación entera de jóvenes varones había perdido la vida cumpliendo con valentía como soldados, aviadores o marinos. Mujeres, niños y viejos quedaban a montones, pero eran padres y madres añosos como Olivia que habían sobrevivido contra natura a sus hijos, muchachas sin novios como Phillippa, jóvenes esposas viudas como yo misma o criaturas como mi pequeño Víctor, que no tuvieron tiempo de conocer a sus progenitores.

Sacudí la cabeza como si pretendiera quitarme de encima las emociones que me conmovían de tanto en tanto; prefería que la ausencia de Marcus no me atormentara de nuevo. Jerusalén, me ordené agarrando el lápiz. Jerusalén como si fuera vista desde unos ojos asépticos, en eso debía centrarme. Sin desgarros ni pasiones particulares. Sin ira ni furia ni resentimiento.

Solo paré cuando sonó de nuevo el teléfono.

—¿Señora Bonnard? ¿Sira Bonnard?

Se trataba de Dominic Hodson, el amigo de Marcus. No había vuelto a saber de él desde la tarde en Fortnum & Mason.

—Me encuentro cerca de The Boltons y me gustaría verla. ¿Sería tan amable de concederme media hora?

Volví a asomarme a la ventana antes de ponerme el abrigo. Ahí seguían los cuatro desmañados jardineros, vi que ahora habían encendido una fogata. Los hombres estaban echando a ella brazadas de ramas y paletadas de hojas secas, Gertrude continuaba arrancando maleza mientras Olivia amontonaba broza con un rastrillo; en las manos se había puesto unos guantes de cuero sucios e inmensos. Sentí una punzada de culpa por no echarles una mano, pero ese no era el momento.

Quedé con Dominic en vernos frente a Saint Mary, la iglesia a la que seguíamos acudiendo los domingos. Lucía un sol tímido, él ya me estaba esperando. Arrancamos a caminar de inmediato siguiendo sin rumbo uno de los senderos, la temperatura era agradable. Entre los árboles y los parterres, aun de forma incipiente, se presentía el inicio de la primavera.

—Es un sitio muy hermoso The Boltons —dijo. Por decir algo, supuse.

En efecto, era un lugar hermoso, con sus grandes casas y su sosiego. Dos calles con forma curva y un gran jardín ovalado en el centro, en eso básicamente consistía. A esa hora cercana al mediodía, tan solo se veían en el entorno niños jugando, niñeras a su cargo y algún paseante suelto.

—Un siglo atrás, esto no era más que campo, ¿sabe? Ahora es un cotizado enclave urbano, y lo será más todavía en el futuro, cuando todo se estabilice y el mercado inmobiliario recobre el pulso.

Confirmé que lo entendía con un gesto de la cabeza, aunque aquellas apreciaciones me trajeran sin cuidado.

—Se supone que el uso de estos jardines es exclusivo para los propietarios de las residencias —continuó—, antes incluso había una verja en todo el perímetro. Como en muchos otros sitios, la arrancaron al principio de la guerra para destinar el hierro a la manufactura de armamento. Otro más de los war efforts.

Ya sabía eso, me lo contó Marcus en su día, pero hice otro verdadero effort para mantenerme callada, escuchando sus alabanzas y sus datos históricos. Hasta que no logré contenerme.

—Lamento resultar impulsiva, pero dígame, por favor, Dominic, ¿qué hay de nuevo respecto al testamento?

Estaba a punto de responder cuando en un quiebro del sendero vimos aparecer a Phillippa empujando el cochecito de Víctor.

—Mi hijo —musité.

Me recibió con la alegría de siempre, carcajadas y los brazos en alto, para que lo sacara. Se lo mostré a Dominic incapaz de ocultar mi orgullo.

—Es un amigo de papá, salúdalo —le pedí en mi lengua.

No lo hizo, pero se lo quedó mirando con sus ojos verdes, curioso y serio. Phillippa, discreta, se alejó unos metros. Dominic lo observó durante unos segundos, después le puso la mano sobre el gorro de lana, despacio, con torpeza. Claramente, no estaba acostumbrado a tratar con infantes.

—Este niño y usted misma —anunció entonces en tono sobrio— son los herederos del patrimonio de los Bonnard. Los únicos herederos.

Fruncí las cejas, él prosiguió hablando despacio, esmerándose para que no quedara ni una sola sílaba que yo no entendiera.

—Para mi sorpresa, entre los asuntos de Mark he encontrado algunas cuestiones vinculadas con el testamento de su padre, el juez Bonnard. —Hizo una pausa, como preparándose para lo siguiente—. Al parecer, debido a una serie de lamentables circunstancias acontecidas hace décadas, su madre política carece del más mínimo porcentaje de propiedad sobre la residencia que ocupa. Por no tener, no tiene ni derecho al usufructo siquiera.

Desvió la mirada hacia la casa; desde los jardines en los que nos encontrábamos, a través de las ramas de los árboles aún sin hojas, se podía ver entera. Ahí estaba, blanca y sucia, con sus columnas ajadas y su estuco desconchado, deslucida pero hermosa.

—Esta residencia de The Boltons y sus contenidos eran enteramente propiedad de su esposo, querida. Por expresarlo en términos elementales, a lo largo de los años su suegra se ha encontrado disfrutando de todo ello por cortesía de su propio hijo, en calidad de mera huésped.

No logré reaccionar; Víctor alargó entonces el brazo hacia Dominic y le agarró el ala del sombrero. Él, impasible, continuó hablando.

—Ahora que Mark, Marcus, ya no está entre nosotros, la situación toma otro rumbo. —Hizo una nueva pausa, tragó saliva—. Confío en que no llegue a darse el caso pero, legalmente y sin necesidad de justificación alguna, a partir de ahora usted podría echar a Olivia Bonnard a la calle en cuanto estimase conveniente.

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