Sira

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Segunda parteGran Bretaña » Capítulo 32

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No me extrañó encontrar a Dominic en conversación con Olivia cuando volví a The Boltons. A esas alturas, ya todo me cuadraba dentro de lo verosímil.

El saludo de ella sonó anormalmente cálido.

—¡Por fin estás aquí, querida!

Habían terminado de tomar el té, pero Gertrude aún no había recogido el servicio. Frente a ellos tenían las tazas vacías, la tetera fría, platos con migas y restos de un plum cake.

—Divino el tailleur que llevas, my dear; pareces otra.

El rostro de Dominic reflejó un claro desahogo cuando se levantó a saludarme. Sin duda le alivió mi llegada; imaginé que mi suegra lo había absorbido en exceso y a él, tan cumplidor, le resultó difícil escabullirse.

Frente a su asiento, sobre la mesa vi una carpeta de cuero. Un pellizco se me agarró en las vísceras: supuse que contenía los documentos relativos al testamento de Marcus y sus consecuencias.

Un carraspeo precedió a sus palabras.

—Ha sido un placer compartir este agradable rato con usted, mi estimada Lady Olivia. Ahora me gustaría poder hablar a solas con la esposa de Mark, si no le importa.

Me había acomodado entre ambos, en el centro justo del sofá que separaba sus sillones. Los dos viraron hacia mí las cabezas cuando me oyeron decir:

—Prefiero que se quede.

Ella se reclinó complacida, como si acabara de proponerle un plan de lo más apetecible. Dominic me lanzó un gesto interrogante, yo me reafirmé con un leve ademán.

—Si así lo desea, por mí no hay ningún inconveniente. —Acercó entonces los dedos al cierre de la carpeta—. Bien, por ponerla en antecedentes —adelantó dirigiéndose a Olivia—, lo que aquí vamos a tratar son las últimas voluntades de su hijo. Él me nombró albacea de su testamento y he tenido el honor de cumplir con su encargo haciendo uso de mis facultades y de acuerdo con sus intereses.

Hablaba con el tono burocrático del alto funcionario colonial que era, con el espinazo recto, separado del respaldo. A su rostro poco agraciado asomaba un rictus serio, mantenía las rodillas juntas, las manos simétricas a los lados de los papeles.

—Aunque nos hallemos en el ámbito doméstico —prosiguió ceremonioso—, este encuentro puede ser formalmente considerado como una audiencia de sucesión en toda regla.

Miré a mi suegra de reojo, su semblante había cambiado de forma drástica. Las numerosas arrugas que por lo general se le esparcían por la cara parecían habérsele concentrado alrededor de la boca fruncida y el entrecejo.

—But Dominic…

La contemplamos en silencio, esperando a que prosiguiera. Pero no dijo más. Por si acaso, él enfatizó los términos.

—Es la voluntad de Mark y así he de proceder, legal y moralmente. Honrando sus designios. Y su memoria.

—Llegados a este punto… —murmuró ella en tono seco.

Sonaron entonces dos palmetazos sobre la tapicería de su sillón al dejar caer las manos con fuerza. Alzó luego los hombros y el pecho, como si se estuviera llenando los pulmones de aire. Se esforzó por elevar la voz e imponerle un timbre de entereza.

—Aunque no anticipé que fueras tú quien se acabase encargando, querido, imaginaba que todo esto llegaría en algún momento. En cualquier caso, y en previsión de lo que vas a decirnos —concluyó—, quizá deba adelantarme y ahorrarte así que te enredes en unas explicaciones a todas luces incómodas.

Dejó vagar la mirada por la sala unos instantes, sin posarla en ningún sitio, sobrevolando el empapelado raído y las cortinas trasnochadas. Sus pensamientos estaban retrotrayéndose hacia unos tiempos que distaban décadas de nuestro presente.

—A veces —avanzó en tono sombrío— tomamos decisiones equivocadas sin prever que sus consecuencias nos perseguirán toda la vida, como largas sombras negras.

Se levantó entonces haciendo palanca con los brazos, se dirigió hacia la cómoda donde, a modo de bar, sobre una bandeja reposaban las licoreras y botellas que sus amigos solían traer a las reuniones de los jueves. Alzó varias y las examinó de cerca, todas estaban casi vacías. Al cabo dio con una de Plymouth Gin algo más llena. Se giró hacia nosotros y la mostró, como ofreciéndonos compartir una copa. Dominic y yo lo rechazamos, ella se sirvió una cantidad generosa.

De vuelta a su sillón, dio un trago lento. Acto seguido, y en unos breves minutos de relato, comprimió un pedazo de su vida que alteró el devenir de la familia para siempre. Tres niños pequeños y un marido demasiado ocupado y escasamente afectuoso. Tiempos de la primera gran guerra, un atractivo empresario norteamericano que llegó solo a Inglaterra para encargarse de un negocio vinculado a la industria del armamento, una pasión arrolladora y una historia de engaños, turbulencias y adulterio. Enterado de la infidelidad, el juez Bonnard, herido en lo más hondo, puso en marcha toda la maquinaria legal a su alcance para apartarla de los hijos y privarla de patrimonio y derechos; ella aceptó a cambio de su libertad, pero al final llegó el arrepentimiento. Tras una ausencia prolongada, retornó al hogar; para entonces, oficialmente, el matrimonio había quedado disuelto. El orden cotidiano se recompuso más o menos, pero ni se revirtieron los términos legales de la separación, ni su marido llegó a alterar nunca las restrictivas decisiones testamentarias que realizó en su ausencia.

No habló con melancolía, no era dada Olivia a mostrar abiertamente sus emociones; a veces yo incluso dudaba de que las sintiera. Tampoco me había mencionado nunca Marcus aquel episodio, siempre supuse que sus padres formaron una pareja convencional y estable. Otro cajón del pasado de mi marido que él nunca había abierto.

—Así fue como la propiedad de esta casa y el resto del patrimonio pasaron directamente del padre a los hijos —confirmó tras otro trago de ginebra—. Y todo a Mark, al morir sin descendencia mis dos pequeños…

No eran pequeños cuando se fueron de este mundo, eso sí lo sabía. La única hija, Ann, sufrió una meningitis letal a los catorce; el hijo mediano, Hugh, se alistó en la fuerza aérea y falleció en combate poco antes de que Marcus y yo nos rencontráramos en Lisboa. Con todo, así habían quedado en la memoria de ella, como sus dos pequeños.

El timbre formal de Dominic nos devolvió al asunto y al momento.

—En tal caso, los términos están claros y no ha lugar para mayores indagaciones. Por decisión de su hijo Mark, no obstante, he de anunciarle que, entre sus designios, se recoge una cláusula de provisión de bienes a su nombre.

Las dos lo miramos con curiosidad.

—Mark dejó establecido que su madre debería disponer de una cantidad para vivir con dignidad a cargo del caudal relicto —aclaró alzando uno de los documentos—. No se tratará de una suma fija anticipada, sino de un aporte anual vitalicio que habremos de decidir entre la viuda del testador y yo mismo.

Por Dios bendito. Por Dios bendito. A pesar del lenguaje de Dominic, tan formalista, distinguí el fondo del asunto: en mis manos quedaba la provisión de medios para la subsistencia de Olivia. No supe si reír o llorar. ¿Por qué me había hecho eso Marcus? ¿Por qué razón hacía recaer sobre mí una responsabilidad semejante? Tal vez desconfiaba de su propia madre. Tal vez, a pesar de no haberme confesado algunas porciones de su pasado, confiaba en mí en exceso.

La reacción de Olivia fue de asombro. Primero parpadeó perpleja. Después, con los labios apretados, marcó una sonrisa de complacencia.

—Splendid… —musitó alzando su vaso. Como si lanzara un brindis a su hijo, allá donde estuviese.

Las piezas del puzzle empezaban a encajar en mi cabeza. Algunas, sin embargo, no llegaban a ajustarse. Ella se sorprendía al saber que recibiría periódicamente una cantidad de dinero, lo cual significaba que no esperaba contar con nada. ¿A santo de qué, entonces, sus movimientos previos?

Puestos a desenmascarar verdades, opté por plantear mi duda con claridad.

—Olivia, tengo una pregunta. Si ya preveías este desenlace, ¿por qué razón trajiste a un arquitecto?

Soltó una carcajada ronca.

—¡Oh, eso…!

—¿Quizá para persuadirme —insistí— antes de que me enterara de la situación por mi cuenta?

—Bueno, si tú te hubieses mostrado receptiva, ya habría visto yo la manera de haber planteado luego la cuestión de la propiedad formal del inmueble. Para entonces, con un poco de suerte, habría logrado para mí misma un pedacito, un apartamento del que te resultaría difícil evacuarme. Pero te juzgué mal. Erré de pleno.

Hizo una pausa, como si repescara de su memoria aquel encuentro. Luego sonrió con ácida ironía.

—Aquello no te interesó en absoluto. Te creí muchísimo más banal y caprichosa de lo que has resultado ser, my dear. He de reconocer que me has sorprendido enormemente.

Iba a protestar, a justificarme, pero ella se me adelantó.

—Hace dos veranos, la tarde en que te conocí, me pareciste una persona del todo distinta. Superficial, insustancial, dependiente de Mark hasta el extremo. Qué demonios le había pasado a mi hijo, tan sagaz e inteligente, para terminar casándose con una…, con una especie de exótica muñeca.

De la boca de Dominic salió un ronroneo reprobatorio.

—Solo intentaba agradarte —murmuré.

El recuerdo de esa tarde se mantenía vívido en mi memoria. Yo había llegado cohibida a un país extranjero, esforzándome para hablar en una lengua que solo dominaba a medias, ansiosa por causar una buena impresión, esperando que Marcus se sintiera orgulloso. Lo que encontré, en lugar de una atenta suegra, fue un ser de personalidad abrumadora que actuó ante mí con sumo desdén, sin darme opción a abrir casi la boca.

—En cualquier caso —concluí intentando no perder la calma—, todo eso es pasado. Y ahora que empiezan a estar claras las últimas voluntades de tu hijo, supongo que no tendrás que soportarme durante mucho más tiempo. En cuanto te aclaren del todo el asunto de la pensión que todavía…

Dominic sonó contundente.

—¿Perdón?

Ignorándolo, Olivia se levantó para servirse otra copa. En el rostro de él quedó un gesto de curiosidad inquieta.

—¿A qué se refiere con ese asunto de la pensión?

Le hablé de la carta recibida, de mi desazón frente a esa compleja burocracia y su ofrecimiento para encargarse. Mientras yo desgranaba el asunto, ella se mantenía de espaldas, sirviéndose los restos de alguna otra botella. Amagué con preguntarle, pero Dominic me frenó alzando la palma de la mano.

—¿Lady Olivia?

Sonó firme, pero ella no se volvió.

—¿Olivia?

Ni caso.

—¿Olivia?

Cuando en el tono tirante de Dominic intuyó que no había más remedio que dar la cara, se giró resignada, poco a poco.

—Esa notificación oficial que menciona su nuera y de la que se supone que usted se estaba encargando… —insistió él—. ¿Podría explicarme de qué se trata?

Aún de pie, se escudó en un nuevo sorbo para mantener el silencio. Ahí estaba, esquiva, altiva, fingiendo desgana e indiferencia, ataviada una vez más con uno de sus largos atuendos, con su melena del color de la ceniza y su porte regio.

—Porque, hasta donde yo sé —prosiguió Dominic sin alterar su tono grave—, en los asuntos oficiales de su hijo no queda nada pendiente de trámite. Y le aseguro que he revisado hasta el último detalle con absoluto rigor, tal como era mi competencia.

Nos quedamos observándola, esperando una respuesta.

—¿Olivia? —repitió Dominic, oscuramente serio.

Acorralada, acabó lanzando una mano al aire, como quitando importancia. Como si todo aquello —el testamento, la memoria de su hijo, nuestra presencia— le generara de pronto un profundo aburrimiento.

—¿De qué se trataba? —insistió él—. ¿Era una cuestión importante?

Consciente de que Dominic no iba a rendirse, al fin marcó ella una lenta negativa con la cabeza.

—¿Se trataba entonces, tan solo, de alguna gestión menor? ¿Una diligencia administrativa sin importancia?

Asintió ahora moviendo la cabeza de arriba abajo, despacio una vez más, sin despegar los labios.

Ahí fue cuando lo vi claro. Clarísimo. Qué tonta había sido. Qué ingenua y ridículamente candorosa.

Me levanté, me acerqué hasta quedar frente a su rostro repleto de arrugas, su facha extravagante, su altanería, su insolencia. Las preguntas surgieron en catarata, mi indignación era extrema.

—¿Pretendes decirme que no te has tenido que encargar de ningún trámite en mi nombre? ¿Que no estamos a la espera de que se solvente nada importante relativo a la pensión de Marcus? ¿Que nos has retenido en Londres durante todo este tiempo sin razón alguna, tan solo para que yo no indagara si me correspondía llevarme algo y no reclamara ninguna herencia? ¿Intentas decirme que me has estado engañando y no nos has permitido irnos por tu…, por tu…, por tus interesadas maquinaciones simplemente?

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