Sira

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Tercera parteEspaña » Capítulo 36

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Me mantuve despierta hasta la madrugada. Todos los flancos abiertos se agitaban dentro de mi cabeza, peleando a brazo partido unos con otros para que les dedicara una atención preferente. ¿Lograría desempeñar mi trabajo? ¿Encontraría algún obstáculo que me dejara en evidencia? ¿Estaría bien Víctor en casa de su abuelo, separado de mí?

Sola, tumbada en aquella cama extraña, el sueño se empeñaba en rehuirme y vi dar vueltas al minutero de mi despertador de viaje hasta marcar la una de la mañana, las dos, las tres, las cuatro casi. En algún momento oí voces procedentes del piso inferior, pasos en la escalera, una puerta cercana que se abrió cuando alguien hizo girar la llave. Después, solo silencio.

Habíamos llegado esa misma tarde a Madrid con un día de antelación sobre el programa. Tras bajar del avión y entrar en la terminal, Phillippa se quedó en la retaguardia con el niño mientras yo salía imponiendo a mis andares el aire desenvuelto de la reportera radiofónica en la que se suponía que acababa de transmutarme.

Me habían avisado de que iba a esperarme un chófer; lo localicé de inmediato, pero fingí pasarlo por alto para lanzar sobre la sala de espera un barrido visual completo. Quedé aliviada cuando lo vi, a la espera, paciente en un lateral; hube de hacer un esfuerzo para no correr a abrazarlo. Ahí estaba mi padre, Gonzalo Alvarado, un poco más viejo, algo más delgado dentro de su traje de tres piezas. Él también me vio, por supuesto. Pero tal como habíamos convenido en nuestra conferencia telefónica, nos ignoramos mutuamente. A su lado, vestida con modesta sobriedad, aguardaba una señora. Se trataba de Miguela, la madura empleada extremeña que había sustituido a la vieja Servanda para llevar su casa. Ellos dos iban a encargarse de trasladar a Phillippa y a mi hijo hasta su domicilio de Hermosilla, donde se alojarían mientras yo interpretaba mi papel de reportera tramposa.

Entré en Madrid sin cruzar ni una palabra con el conductor, cobijada en la soledad del asiento trasero. Docenas de estampas del pasado reciente, con Marcus dentro de todas ellas, empezaron a acosarme a medida que me rencontraba con rincones, anuncios, carteles y fachadas. Las lágrimas amenazaron alguna vez con asomarse; por suerte llevaba puestas unas grandes gafas de sol para protegerme tanto de la luz de principios de junio como de los brotes de melancolía inoportuna. De aquella ciudad habíamos salido juntos Marcus y yo hacía dos años, exultantes tras la victoria en la gran guerra, orgullosos por haber cumplido e ilusionados ante el arranque de futuro en el que podríamos mostrarnos juntos de forma abierta, sin subterfugios ni embustes. Ahora yo regresaba con un niño que tenía sus ojos y el color de su piel, mientras sus restos despedazados permanecían bajo una losa de mármol en la falda de un monte palestino. Esforzándome para no caer en el desaliento, me dediqué a contemplar calles y gentes a la busca de cambios, guiños, algún rastro de esperanza en ese pobre país mío, tan castigado.

Lo primero que percibí fue que los alemanes y sus estridentes manifestaciones habían desaparecido como si se los hubiera tragado la tierra. A medida que avanzábamos por el paseo de la Castellana —avenida del Generalísimo era su nombre ahora—, ya no vi las banderas rojas, blancas y negras que antes asomaban por todas las esquinas con sus cruces gamadas.

En las dependencias de la que fuera la embajada alemana, muy cercana a la plaza de Colón, no entraban y salían montones de funcionarios y representantes diplomáticos. Dentro, discretamente, el Consejo de Control Aliado acometía ahora la operación Safehaven con el propósito de destruir cualquier vestigio nazi. Para ello estaban llevando a cabo un minucioso proceso de identificación y expropiación de decenas de inmuebles oficiales, tasando todo tipo de entidades e instituciones, bloqueando centenares de empresas e inmovilizando capitales y activos, incluido el célebre oro nazi procedente del expolio en distintos sitios de Europa.

A medida que el auto avanzaba, seguí percibiendo el ocaso del Tercer Reich de una manera palmaria entre mansiones, villas y palacetes. Atrás quedaba, como un cascarón vacío, el Banco Alemán Trasatlántico. Un poco más adelante, en el número 18, la sede de la Gestapo aparecía clausurada a cal y canto, con gruesas cadenas entrecruzando las aldabas de los portones. En la acera de enfrente, las antaño elegantes oficinas de Sofindus mantenían apestilladas las contraventanas, mientras la ampliación de la Deutsche Schule en la esquina con Zurbarán blindaba sus rejas de acceso con un recio candado. En la imponente construcción que antes había alojado el Instituto Alemán de Cultura, haciendo chaflán con el paseo del Cisne —rebautizado en honor de Eduardo Dato—, se percibía el jardín delantero crecido y desgreñado. Junto a la glorieta de Castelar, el óxido estaba empezando a clavarle los dientes a la verja de hierro de la Oficina de Prensa Alemana.

Aunque no lograra verlos en mi recorrido, imaginé que el deterioro acosaría de igual forma al resto de los edificios, siempre opulentos y bien ubicados, en los que había transcurrido el día a día de los nazis en España; a algunos acudí como invitada a eventos y recepciones. La residencia del embajador en Hermanos Bécquer o el animado club social junto a la iglesia de San Fermín de los Navarros. La sede del partido nazi justo enfrente, en la esquina con Zurbano. La Oficina de Turismo en la calle de Alcalá. La Cámara de Comercio Alemana en Claudio Coello. La agencia de prensa Transocean en el número ciento y pico de Serrano. Todas esas propiedades y muchas otras repartidas por España entera estaban ya controladas por los aliados y en negociación con el Gobierno de Franco; ambas partes mantenían un tenso tira y afloja para ver quién lograba llevarse la mejor tajada.

El coche continuó su trayecto hasta el Club de Prensa, un lugar que yo desconocía y en el que habían establecido mi alojamiento. Pasamos también por delante de la residencia de Sir Samuel Hoare, el antiguo embajador británico; me pregunté desde cuál de sus ventanas abiertas de par en par habría visto pasar el cortejo fúnebre de su homólogo Hans Adolf von Moltke, muerto en Madrid a los tres meses de asumir su cargo como cabeza de la legación alemana. Desde el interior de su casa pero a la vista, ataviado de riguroso chaqué, Sir Sam se había quitado la chistera al paso de la caja mortuoria y había agachado solemne la cabeza en señal de duelo: etiqueta diplomática impecable con el enemigo, aun en plena guerra.

Un poco más adelante, cerca ya de los Altos del Hipódromo, el auto giró a la derecha, enfilamos la estrecha calle del Pinar y nos detuvimos frente al número 5, en la puerta de un edificio a caballo entre gran chalé y palacete. El chófer anunció: hemos llegado, señora. Tras apearme, algo se me retorció dentro cuando contemplé la entrada. Conocía ese sitio, había estado allí al menos un par de veces. Y no, por entonces aquello no era la sede de nada parecido a un club de prensa. Ni por lo más remoto.

Apenas entré, me di cuenta de que aún olía a pintura fresca. En el salón del ala derecha, donde mi antigua clienta Helga Henke expuso un día sus mediocres pinturas florales, vi que se distribuían ahora varios grupos de butacas alrededor de un gran aparato de radio. En el hueco de la escalera, donde antes colgaban en cordial armonía un retrato de Hitler y otro de Franco, lucía un gran óleo con una escena de caza. A recibirme salió una señora madura vestida con austera corrección, un formato entre institutriz y ama de llaves. Se presentó por su apellido, Cortés; me dio la bienvenida y se dispuso a mostrarme las zonas comunes: la biblioteca y sala de lectura, los cubículos telefónicos, el comedor con ventanas al jardín trasero y una estancia contigua con una pequeña barra de bar y un surtido de botellas de licores.

Todo estaba reubicado, pero las estancias eran exactamente las mismas que cuando Serrano Suñer, en su bravío fervor proalemán de la temprana posguerra, decidió alquilar este inmueble al barón del Sacro Lirio para crear en él la flamante Asociación Hispano-Germana. Para ponerla en marcha encargaron muebles y enseres, montaron una nutrida biblioteca con libros en alemán o sobre Alemania, y ampliaron el área de cocina instalando modernos electrodomésticos regalados por empresas germanas; incluso alguna entidad donó una vajilla completa con la esvástica y el yugo y las flechas, mano a mano. A lo largo de la contienda mundial se celebraron aquí conferencias y conciertos repletos de patriotismo, exposiciones y charlas a mayor gloria del Tercer Reich y sus armoniosas relaciones con España.

Ahora, dos años después del descalabro nazi, de todos aquellos ponentes, artistas e invitados ya no quedaban ni las sombras. Tras lavar la cara a las instalaciones y extirpar con cuidado todo lo que oliese a nazismo en vísperas de la primera visita oficial de una personalidad foránea a la España de Franco, habían reconvertido sobre la marcha aquella institución cultural en un refinado club para acoger a periodistas extranjeros. A la memoria me volvió el Press Centre que los ingleses del Mandato habían instalado en Jerusalén para comodidad de los reporteros internacionales, el bar donde tomé el primer aperitivo con Fran Nash, cuando supe que ella y Nick Soutter eran amigos. Tener contentos a los profesionales de la prensa parecía ser un empeño tenaz que traspasaba fronteras.

La adusta señora Cortés terminó de mostrarme las instalaciones de la planta principal, yo aún no había percibido rastro de ningún otro residente. Extendió entonces la mano hacia la escalera.

—Permítame que la acompañe a su dormitorio; se alojarán aquí únicamente las señoras periodistas. Los señores han sido emplazados en hoteles, aunque este será para todos el centro de encuentro.

Alguien se había encargado de subir mi equipaje; cuando entré a mi habitación, ya estaba dispuesto contra la pared del fondo. El mobiliario era contemporáneo, moderno casi. Buró con su silla, butaca tapizada junto a la ventana, armario empotrado, pequeño cuarto de baño y cama de cuerpo y medio con un crucifijo sobre el cabecero. Encima de la mesilla de noche encontré un bouquet de flores blancas y una tarjeta. Diego Tovar, director de la Oficina de Información Diplomática, transmitía a Livia Nash, reportera de la BBC, su bienvenida a España. Al lado, un programa para el día siguiente. Se nos convocaba a las diez de la mañana en el salón de reuniones a fin de proporcionarnos la información correspondiente a la jornada de arranque.

La voz de la gobernanta sonó a mi espalda.

—La cena se servirá a partir de las ocho y media.

Sin más, cerró la puerta con sigilo y me dejó sola en mi cuarto. Miré la hora, las siete y veinte. Dudé unos instantes, el alma me pedía correr escaleras abajo, encerrarme en un cubículo telefónico y llamar a mi padre. Quería saber cómo había llegado mi hijo, qué tal estaba reaccionando ante mi ausencia. Pero me contuve: no, desde ese Club de Prensa no iba a hacer ninguna llamada. Para sacarme la preocupación de la cabeza, me dispuse a deshacer mi equipaje.

Cuando bajé al comedor una hora y cuarto más tarde, vi tan solo dos mesas ocupadas. Frente a una de ellas estaba sentada una señora de cuerpo compacto entrada en años, llevaba el pelo corto y gafas de lentes gruesas colgadas del cuello con una cadena de plata. Leía una revista mientras sostenía el tenedor con la otra mano; apenas alzó la cabeza cuando saludé al aire. Claramente, no tenía el menor interés en conocerme; mucho menos en invitarme a acompañarla. En otra mesa, de espaldas a la entrada y mirando al jardín, había una segunda mujer a la que no logré ver la cara. Parecía delgada, supuse que joven por el tono natural de su cabello castaño, no demasiado bien arreglado. También hizo caso omiso a mi saludo, como si no me hubiera oído. Habida cuenta de la común indiferencia, opté por instalarme sola en una esquina.

Me sirvió un camarero silencioso con chaquetilla blanca cerrada al cuello. Estaba terminando los entremeses cuando la joven se levantó y dio las buenas noches en inglés americano, sin mirarnos siquiera. Good night, sweet pie, contestó la de las gafas con cadena, en la misma lengua, con el mismo acento y sin despegar los ojos de su lectura. Acababan de traerme la merluza rebozada con mahonesa cuando ella misma se despidió, igual de escueta.

Comparados con la austeridad de casa de mi suegra, aquellos platos deberían haberme sabido a gloria bendita. Sin embargo, los dejé a medias. Jamás imaginé que fuese a añorar The Boltons, Londres, incluso a Olivia. Y sin embargo, eché de menos su cercanía, la confianza y la solidez que emanaban ella y sus compatriotas; el país entero luchando todos a una por su reconstrucción, austeros, valientes y admirablemente estoicos; afrontando como un solo hombre las penalidades y soportando con esfuerzo común los sacrificios. España en cambio, mi pobre patria, abordaba su reconstrucción dividida por una siniestra grieta.

Tras rechazar las natillas del postre, salí al jardín y me senté en uno de los sillones de forja blanca; solo se oían grillos y chicharras en esa zona alejada del centro de Madrid y su bullicio. La oscuridad aún no era cerrada del todo, olía a jazmín, la temperatura era una delicia: todos los ingredientes para una noche perfecta. Ahí estaba yo, sin embargo, sumida en una soledad honda como un barranco, separada de mi hijo, ignorada por aquellas altivas americanas, cuestionándome por enésima vez la razón de haber dado el sí a otro disparatado compromiso.

Recluida en mi habitación, para alejar los fantasmas saqué una de las carpetas que en su momento me había entregado Kavannagh y me dispuse a repasar un contenido que ya conocía casi de memoria. Además de la primera dama argentina, protagonista del viaje, me habían insistido en que tanteara en todo lo posible a sus acompañantes; a mi criterio quedaba discriminar los miembros útiles de los accesorios, separar el grano de la paja.

Lillian Lagomarsino de Guardo, leí de nuevo. Treinta y cinco años. Hermana de uno de los principales empresarios argentinos y secretario de Industria, Rolando Lagomarsino, y esposa de Ricardo Guardo, el presidente de la Cámara de Diputados. Madre de cuatro hijos, acompañante personal, asesora en cuestiones de protocolo y etiqueta. Juan Duarte, hermano, treinta y tres años, soltero, secretario privado del presidente, antiguo vendedor a comisión de jabones, amante del entretenimiento. Alberto Dodero, sesenta y un años, dos veces casado y separado ambas, potentado empresario del sector naviero, mundano y desprendido, coordinador de la comitiva y financiador de gran parte del viaje. Julio Alcaraz, casado, cincuenta y tantos, peluquero. Asunta Fernández, edad y estado civil irrelevantes, modista de confianza empleada en la casa de alta costura Henriette. Juanita Palmou, edad y estado civil irrelevantes, modista de confianza empleada en la casa Paula Naletoff.

Había más nombres y cargos: edecanes militares, un médico, un fotógrafo, incluso un sacerdote y tres periodistas que me convendría evitar. Uno era el guionista de radioteatros Francisco Muñoz Azpiri, enviado para redactar los discursos; otro, un joven fotógrafo, Emilio Abras, que debía registrar todas las imágenes posibles de la primera dama, y finalmente un tal Valentín Thiebaut, cronista del diario Democracia que contaba además con el visto bueno de la Secretaría de Informaciones de la Presidencia. Por su profesión, quizá podrían dificultar mi labor; mejor dejarlos al margen. Los que más me interesaban eran los anteriores: una señora de la buena sociedad, un hermano calavera, un rico maduro con ganas de jarana, un peluquero y dos modistas eficientes como yo misma había sido. A todos ellos debería intentar abordar de una u otra forma. Cómo lo haría y con qué resultados era todavía una incógnita.

Sumida en el insomnio, volví a mirar el despertador. Las agujas de puntas fluorescentes marcaban las cuatro menos cinco. Apreté los párpados y di la enésima vuelta en la cama.

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