Sira

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Tercera parteEspaña » Capítulo 37

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Llegué con el tiempo justo para tomar un café antes de la convocatoria. Al contrario que la noche anterior, el comedor estaba concurrido, y en su mayoría eran hombres; por el aire flotaban voces, cruces de saludos, humo denso de tabaco. Fingiendo seguridad, me dirigí a la única mesa que quedaba libre. Apenas me habían servido cuando el comedor empezó a vaciarse, pero no me apuré demasiado. Prefería esperar, observar, comprobar cómo se desenvolvían mis futuros compañeros. Fui por eso de las últimas en entrar al salón contiguo. En la cabecera, ya había alguien dispuesto a tomar la palabra.

Llevaba uno de mis cuadernos forrados en piel y el biro que compré en Jerusalén. Me había puesto un traje sastre de lana fría con manga al codo, ni demasiado formal ni informal en exceso. El silencio recorrió el salón, comprobé que seríamos alrededor de la veintena, me alivió confirmar que el cuaderno era una constante en las manos de todos. Desde mi silla en la retaguardia, vi llegar por separado a las dos americanas de la noche anterior, que se sentaron delante de mí; vislumbré además otra cabeza femenina, seguramente la que había oído instalarse a última hora de la noche. El resto eran varones.

Un treintañero estirado dio los buenos días y pidió a los presentes que nos identificásemos, ofreciendo primero nuestro nombre y después el del medio que nos enviaba. Percibí que algunos lo hacían con rotundidad voluntariosa y otros con un deje de desgana; supuse que se trataba en ese caso de corresponsales residentes en Madrid que ya estarían más que hartos de tener que dar su santo y seña constantemente. Un par de ellos dijo trabajar para diarios argentinos, La Tribuna y Democracia. El resto se repartía entre The New York Herald Tribune, Christian Science Monitor, Magazine World Report, The New York Times, Diário da Manhã de Lisboa y Time Magazine. Más la revista alemana Der Spiegel. Más las agencias Associated Press, United Press y Reuters, todas con oficina en Madrid. La americana madura con hechuras de tapón resultó ser Anne Allen, del Lady’s Home Journal. La joven que había cenado de espaldas dijo llamarse Rita Hume y colaborar con la agencia International News Service. No había representación italiana ni francesa de momento porque el viaje de Madame Perón continuaría por esos países y allí sería cubierto in situ, pero los organizadores obviaron comentar ese detalle para no quitar brillo a la gloriosa estancia en España.

Mientras aquellos profesionales auténticos seguían dando cuenta de sus credenciales, yo me preparé intentando mantener a raya mis nervios. Carraspeé sin que se me notara, tragué saliva varias veces, mantuve las rodillas apretadas y me aferré a mi biro como si fuera una tabla de salvamento. Hasta que me llegó el turno.

—Livia Nash, Servicio Latinoamericano de la BBC de Londres.

Ya estaba. Ya lo había dicho. Varias cabezas se volvieron hacia mí; no se trataba de un medio común para muchos.

Terminadas las presentaciones, un señor delgadísimo con el cabello pulcramente peinado hacia atrás dio un paso al frente. Tendría en torno a los cuarenta y llevaba un impecable traje gris perla. El que había ejercido de presentador se desplazó a un lado, dispuesto a escucharlo con deferencia.

—En nombre de la Oficina de Información Diplomática y en el mío propio como su director, es mi intención darles la bienvenida, mis estimadas señoras y señores…

Se trataba de Diego Tovar: el mismo que firmaba las flores que había encontrado la tarde anterior en mi cuarto. Prosiguieron los inevitables minutos protocolarios ensalzando la generosidad y el ímprobo esfuerzo de las autoridades españolas y argentinas para organizar aquella visita, así como el profundo agradecimiento a los medios que íbamos a volcarnos en la cobertura con más o menos empeño. Acto seguido, repitió el mismo mensaje en un inglés más que decente.

—Aunque tenemos previsto informarles de todos los pormenores en una nota detallada, permítanme anticiparles el desarrollo del viaje de la primera dama argentina hasta el momento.

Miré de refilón a izquierda y derecha, confirmé que todos habían abierto sus blocs. Los imité de inmediato.

—En lo que respecta al medio de transporte, les comunico que la señora María Eva Duarte de Perón y su séquito vuelan en un flamante cuatrimotor DC-4 de la compañía Iberia adquirido por orden del Generalísimo ex profeso para este viaje y especialmente acondicionado para brindar el mayor confort a nuestra insigne huésped. Cuenta en su cabina de pasajeros con dos dormitorios decorados en estilo morisco, sala de estar, comedor para ocho comensales, cocina y áreas auxiliares. Los acompaña a través de los aires otro aparato de la Flota Aérea Mercante Argentina, con el personal de asistencia y los equipajes.

Hablaba Tovar con desenvoltura, nada que ver con el tono gritón y exasperado de muchos otros altos cargos. Apenas miró los papeles que llevaba en la mano, continuó alternando con fluidez las dos lenguas. Casi todos a mi alrededor tomaban notas, volví a imitarlos.

—El despegue desde el aeródromo Presidente Rivadavia de la localidad de Castelar, en la provincia de Buenos Aires, tuvo lugar este viernes día 6 de junio en torno a las cuatro y media de la tarde, con presencia del presidente general don Juan Domingo Perón, su Gobierno en pleno, numerosas autoridades y una enorme cantidad de público. Tras horas de vuelo vespertino y nocturno sobre tierras sudamericanas, la aeronave realizó una escala en la base aérea de Parnamirim, próxima a la ciudad brasileña de Natal, al nordeste de dicho país.

Las plumas y los lápices fluían veloces sobre el papel; yo era incapaz de seguirlos al mismo ritmo, confié en que la nota detallada que habían prometido entregarnos no fuera un brindis al sol. Tovar, entretanto, proseguía con su crónica.

—Una vez realizado el repostaje de combustible, se inició el cruce del océano Atlántico. Permítanme comentarles, a modo de anécdota, que los viajeros procedieron a brindar con champaña al cruzar el ecuador, para celebrar el bautismo de aquellos que se estrenaban en tan simbólico instante. Tras casi doce horas de vuelo transoceánico, el avión tomó tierra en el aeródromo de Villa Cisneros, costa atlántica del Sahara español, a las once y quince minutos de la noche de ayer sábado. Después de ser agasajada con una cena de gala en el Casino de Oficiales y descansar en la residencia del gobernador, la señora de Perón y sus acompañantes han remprendido el viaje esta misma mañana con destino al aeropuerto de Las Palmas de Gran Canaria, donde se espera que aterricen…

Hizo una pausa, dobló el codo izquierdo con un gesto elegante y consultó la hora.

—… dentro de unos veinticinco minutos, aproximadamente. Tras una visita al Cabildo Insular y escuchar la santa misa, está previsto que a las dos de la tarde la comitiva embarque por último rumbo a Madrid, con llegada estimada a las ocho y treinta.

Terminó Diego Tovar descendiendo a lo práctico; todo un signo de grata complicidad que lo hiciera y no dejara lo siguiente en manos de un subalterno. Nos informó acerca de nuestro traslado hasta el aeródromo, extendió una invitación a almorzar a todo el que lo deseara en aquel mismo Club de Prensa e incidió en que su oficina quedaba a nuestro entero servicio para cualquier contingencia. Coleaban los últimos detalles cuando yo también miré la hora con discreción. Eran las once y diez, acababa de anunciarnos que un autobús nos recogería allí mismo a las cinco en punto. Calculé el tiempo que tenía para escabullirme hasta casa de mi padre y estar de vuelta a la hora indicada.

Apenas concluyó la intervención, unos cuantos se levantaron y salieron con prisa; los dos argentinos se adelantaron para saludar a Tovar formalmente mientras otros se quedaban hablando entre ellos o rezagados en sus sillas, volcados en sus notas. Sin decir ni mu a nadie, abandoné el salón y me deslicé escaleras arriba hasta mi dormitorio. Aguardé un rato; cuando los ruidos y las voces se fueron debilitando y anticipé que el acceso quedaba despejado, salí a la calle.

El arranque de la calle del Pinar estaba bastante cerca de Hermosilla, podría haber ido andando. No contaba, sin embargo, con encontrarme en la puerta con el director de la Oficina de Información Diplomática. Repartía las últimas instrucciones antes de subir al coche, bajo la sombra de las acacias. Nada más verme, despachó a sus subordinados y pidió al conductor que aguardase.

—Señora Nash —dijo acercándose—. Qué honor saludarla por fin en persona. Quise hacerlo antes, pero me han entretenido los corresponsales argentinos y después me ha resultado imposible encontrarla.

Tomó entre sus dedos la mano que le tendí, la besó con galantería mientras yo me maldecía por no haber esperado un poco más, hasta tener la seguridad completa de que podría ausentarme discretamente.

—Sepa que es un verdadero privilegio tenerla con nosotros, mi estimada amiga. Por favor, no dude en solicitar cualquier cosa que necesite para el desempeño de su trabajo.

Hice un sutil gesto a modo de agradecimiento, lo único que quería era marcharme.

—Voy ahora mismo con una prisa enorme, aún quedan numerosos detalles por ultimar para la tarde y debo pasar antes por el ministerio. Pero puedo llevarla en mi coche al lugar que desee. ¿Hacia dónde se dirige, si no es indiscreción que le pregunte?

Dudé, no había previsto una mentira, volví a culparme por no ser más precavida.

—Voy a…, a…, voy a buscar una iglesia para oír misa, no se moleste.

Acababa de escuchar eso de su propia boca al respecto de Madame Perón, fue lo primero que me vino la cabeza; él asintió complacido, aprobando mi propósito. Era un hombre guapo Diego Tovar, de rasgos afilados, maneras distinguidas y ojos muy claros, casi juvenil en sus facciones a pesar de peinar unas leves canas.

—Me temo que le va a resultar difícil encontrar lo que busca en esta zona, pero puedo dejarla si le parece en el Cristo de Ayala. Es una parroquia magnífica, llegará de sobra para la eucaristía de las doce.

Recordé que Ayala era paralela a Hermosilla y acepté sin dudarlo. Visto por el lado positivo, además, me vendría bien ese primer contacto cercano con el encargado de mimar a los medios extranjeros: tal vez, en algún momento, podría servirme de algo.

En cuestión de minutos me dejó frente a la iglesia reiterando sus disculpas por no poder dedicarme más tiempo. Estaban ya entrando numerosos feligreses, elegantemente ataviados en consonancia con el día grande y la zona distinguida del barrio de Salamanca. Casi todas las señoras llevaban velos de fino encaje sobre las ondas de peluquería, a ningún señor le faltaba sombrero ni traje sastre de verano: una misa dominical de doce en aquella España nacionalcatólica era el mayor evento social de la semana. Los seguí con aparente fervor, me senté en uno de los últimos bancos. En cuanto el sacerdote entonó su In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti, emprendí el vuelo.

Me recibieron todos con alegría en Hermosilla; por fin pude confirmar que Víctor había encajado bien mi ausencia, abrazar a mi padre, cerciorarme de que Phillippa había instalado el pequeño campamento de enseres infantiles y que Miguela se manejaba sin problemas con los nuevos huéspedes. Las horas pasaron en un suspiro, deseé tener más tiempo para sacar a pasear a mi hijo por El Retiro, para charlar con Gonzalo. Pero no pudo ser; había que volver sin tardanza. Miguela tuvo la ocurrencia de traer el gato de la portera como distracción para Víctor mientras yo me escabullía. Subí a un taxi a la carrera y llegué a Pinar 5 cuando algunos reporteros esperaban ya en la puerta.

El autobús con destino a Barajas partió puntual; me acomodé sola en uno de los asientos del centro del vehículo y, sin quitarme las gafas de sol, miré por la ventanilla mientras arrancábamos.

Las penurias patrias en aquellos días, a mediados del 47, eran algo más leves que en los primeros años tras la Guerra Civil, pero aún existía carencia de casi todo en los pueblos, las ciudades y los campos. Ni había con qué subsistir, ni forma de conseguirlo; además de su propio destrozo interno, la Asamblea General de las Naciones Unidas había decidido dar un portazo en la cara al Régimen de Franco impuesto por la fuerza militar, tan en sintonía con las potencias del Eje.

Así las cosas, tan solo un mandatario internacional tendió la mano al país muerto de hambre y falto de amigos. El general Perón, con su régimen justicialista y su próspera economía, ofreció a la paupérrima Madre Patria trigo, carne y huevos, cueros, créditos financieros y un poco de esperanza. No era generosidad del todo altruista, ojo: existían ciertas afinidades ideológicas entre ambos regímenes y además interesaba fortalecer lazos entre países distanciados de los dos bloques en que ya se estaba dividiendo el mundo. El apoyo económico, en definitiva, aportaba pan al pueblo, y para Franco suponía un balón de oxígeno. Y él decidió agradecerlo echando la casa por la ventana. Tampoco el Generalísimo daba puntada sin hilo: de paso, pretendía lavar su imagen y abrir una rendija al mundo gracias al interés de la prensa extranjera.

El Ayuntamiento de Madrid había publicado en los días previos varios bandos para convocar al pueblo, rogando que engalanaran los balcones e invitando a los vecinos a echarse a las calles en masa.

A medida que el autobús avanzaba, comprobé que mis paisanos habían sido cumplidores. Montones de gente llenaban las calles y las plazas, incluso los arcenes de la carretera hacia el aeropuerto, a pesar de la solana.

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