Sira

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Tercera parteEspaña » Capítulo 38

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Contemplé el aterrizaje desde la tribuna de prensa, rodeada por mis supuestos colegas extranjeros más un buen montón de periodistas nacionales llegados desde distintas provincias. A ellos no los pastoreaba la exquisita Oficina de Información Diplomática de Diego Tovar, sino la Dirección General de Prensa, un ente censor bastante menos simpático, vigilante de que el tono y el fondo de la información fueran siempre en armonía con las consignas del Régimen.

Los invitados ocupaban las amplias terrazas voladas y el interior de la terminal; los espontáneos se distribuían más alejados, alrededor del perímetro e incluso por los secarrales cercanos; todo el mundo gritaba y agitaba fervoroso banderas españolas y argentinas, mezclando blancos y celestes, rojos y gualdas. Habían engalanado las instalaciones con colgaduras y alfombras, banderones y frondosas guirnaldas florales. Frente a la torreta principal instalaron un estrado tapizado en granate con tres opulentos sillones; a modo de fondo, un gigantesco estandarte con el escudo del jefe del Estado. El Gobierno en pleno y varios centenares de autoridades militares y civiles se expandían a sus flancos, convocados como testigos de la impactante llegada.

Los altavoces iban informando acerca del recorrido de la aeronave, a qué velocidad se movía, cuánto faltaba para poder verla. La muchedumbre bullente rugió como un solo hombre en el instante en que aparecieron en el horizonte las dos escuadrillas de aviones del Ejército del Aire que la escoltaban. En ese justo momento, Franco y su mujer descendieron a la pista desde el estrado. El artefacto plateado de Iberia surgió entonces en el cielo de la tarde, dio una airosa vuelta a modo de saludo y aterrizó limpiamente. La ovación de los asistentes fue tan ensordecedora que casi tuve que taparme los oídos.

Con el aparato detenido, la expectación pareció enmudecer de pronto mientras los operarios acoplaban una escalera. La puerta empezó a abrirse poco a poco; en primer lugar salieron dos azafatas que se hicieron de inmediato a un lado; a continuación apareció ella. Los aplausos y vítores, los gritos eufóricos y las sacudidas de pañuelos y banderines se tornaron en una locura.

Ahí estaba, vestida con traje sastre azul, la excelentísima señora doña María Eva Duarte de Perón: ningún medio nacional osaría alterarle el larguísimo nombre. Rubia, joven, menuda, peinada con pomposidad y tocada con un sombrero del mismo tono. En la solapa llevaba una flor y en la boca una sonrisa que no desfalleció en ningún instante. Agitó primero la mano derecha a modo de saludo, procedió entonces a descender del avión escoltada por el ministro de Asuntos Exteriores.

El Caudillo y doña Carmen la esperaban al pie de la escalerilla; él gozoso y exultante dentro de su uniforme verde oliva, ella ataviada con una enorme pamela negra y guantes blancos de verano. Los vítores y aplausos proseguían ardientes mientras Franco la iba presentando a las autoridades. Uno a uno besaron su mano; ella a su vez hizo lo mismo con la del obispo. Pasaron a continuación revista a las tropas de la Primera Región Aérea, en el aire sonaron salvas de artillería, alguien le entregó un gigantesco ramo de flores. Una vez en el estrado, la banda militar ejecutó con brío ambos himnos nacionales.

Todos observábamos atentos el show desde la tribuna de prensa. My goodness, musitó a mi lado la joven reportera de International News Service, impactada ante el despliegue. Un poco más allá, otro de los americanos, el socarrón corpulento de United Press, hizo un comentario jocoso y entre los compañeros más próximos a él surgió una carcajada. El argentino del diario Democracia me preguntó qué había dicho y yo me encogí de hombros, como si lo ignorara. Pero sí, lo había entendido, y por eso precisamente reí por dentro y decidí que mejor me lo callaba.

No había cesado el clamor del público cuando nos urgieron para volver a los autobuses, separados los periodistas foráneos de los nacionales. Entretanto, los dignatarios se disponían a atravesar la terminal para subir a sus vehículos. El de Franco era un imponente Mercedes Pullman Limousine, idéntico al que solían usar Himmler y los jerarcas de las SS; aún no había tenido tiempo de sustituirlo por los modelos británicos y estadounidenses que usaría con el paso de los años, en función de los trastoques en sus amistades. En este se acomodaron él mismo y su excelsa invitada, flanqueados por una escolta de motoristas de casco blanco. En los autos siguientes iban su esposa y el ministro de Exteriores; en los posteriores, lo más granado del séquito argentino y las autoridades patrias. Por fin nosotros, cerrando la comitiva, y detrás, montones de niños y muchachos vociferantes, entusiasmados y a la carrera hasta que la velocidad de los motores se impuso a la de sus piernas.

A medida que avanzábamos por la periferia fue aumentando la presencia de gente apelotonada. Más adelante, junto a El Retiro, esperaba en formación una compañía de Infantería; enfrente, a caballo, la Guardia Mora. Empezaba a caer la tarde cuando la comitiva llegó a la Puerta de Alcalá, allí los aguardaban el alcalde y el Ayuntamiento en pleno, más otro enorme plantel de cargos, más personalidades y gentío. Sobrevolaron la zona cuarenta aviones de caza, los vítores y gritos fueron también estruendosos, se agitaron una vez más banderas y pañuelos por millares, de los balcones colgaban estandartes, banderolas y mantones de Manila.

Franco y la primera dama argentina descendieron del Mercedes y pasaron revista a las tropas entre marchas militares y constantes aclamaciones; el alcalde le entregó a ella otro monumental ramo de flores. Tras unos minutos, subieron a un vehículo distinto, esta vez descubierto, y arrancaron de nuevo. Las fuentes de Cibeles y Neptuno y otras tantas plazas y glorietas se habían engalanado con juegos de luces de colores; corría el rumor de que para instalarlas habían hecho falta ocho días y trescientas mil pesetas, nueve ingenieros, una docena de peritos y dos centenares de obreros; el resultado era un espectacular alarde de potencia lumínica en una España donde casi todo el mundo, de puertas adentro, usaba bombillas pelonas de voltaje famélico y sufría cortes de luz cada dos por tres.

Con lentitud, para permitir saludar y ser saludados, la caravana recorrió entre masas humanas la calle de Alcalá, la Gran Vía —a la que entonces llamaban avenida de José Antonio—, la plaza de España y de ahí a la Ciudad Universitaria, donde la ristra de vehículos se disgregó, por último. Franco, su invitada y el cortejo más cercano se dirigirían desde allí hasta el Palacio de El Pardo, la residencia del Generalísimo donde iba a hospedarse también la recién llegada. El resto, cada cual a su esquina, a Dios gracias.

Me alivió inmensamente saber que se daba así por concluida la jornada; todo había sido tan convulso y frenético, tan estrepitoso, aparatoso y excesivo que mi pobre cabeza necesitaba un poco de sosiego. El día resultó larguísimo, pasamos un calor terrible bajo el sol en la tribuna, por las ventanillas abiertas del autobús había entrado polvo y mugre a montones, aún llevaba clavados en los tímpanos los gritos fervorosos, el ruido de los motores de los aviones y las motocicletas, las salvas de honor, los tambores y trompetas de las bandas militares. Había dormido además poco y mal la noche anterior, me encontraba en definitiva exhausta y agradecía en el alma aquella retirada, ansiando que el autobús me dejara en Pinar 5, quitarme el traje lleno de arrugas, darme una ducha fría, meterme en la cama. No contaba, ingenua de mí, con que aquel anhelado reposo iba a saltar por los aires en cuanto llegara.

El sobre me lo entregó la reservada señora Cortés, lo abrí sentada en la butaca de mi habitación mientras me quitaba los zapatos. Al leerlo, de mi boca saltó una exclamación de fastidio. Diego Tovar, director de la Oficina de Información Diplomática, pretendía invitarme a cenar esa noche. Me recogería a las diez y eran exactamente… Miré la hora y solté un lamento. Las diez menos veinte.

En sus ojos percibí una mirada de sumo aprecio al verme bajar la escalera; la alteró con rapidez, consciente de su cargo e intenciones. Nuestro encuentro atendía a cuestiones profesionales, no a un interés particular y, mucho menos, a un cortejo. Aun así, se trataba de una salida nocturna y yo opté por arreglarme de acuerdo con la etiqueta apropiada para cualquier evento after six en un entorno mundano. En el escaso tiempo que tuve, me di una ducha fugaz, me maquillé con relativo esmero y me puse un hermoso vestido estampado, desmangado y escotado de los que había comprado a Digby Morton en Londres. Para no llegar con retraso, me dejé suelta la melena.

—No sabe cuánto agradezco que haya aceptado mi invitación, confío en que no esté demasiado agotada.

Mentí bellacamente, le aseguré que a mí también me agradaba sobremanera ese encuentro, sin la menor mención a mi cansancio o a su deshora. Él también se había cambiado: traía un atuendo semiformal de pantalón oscuro y chaqueta clara, reconocí la mano de un buen sastre en sus piezas y un innegable atractivo en su persona. Aun así, habría preferido quinientas veces no tener que ir con él a ningún sitio.

—¿Qué le apetece más, aire libre o un restaurante cerrado? He pedido que nos reserven en dos sitios, por si acaso.

Preferí, por supuesto, la opción primera. En cuanto salimos, vi que había prescindido del coche oficial y traído el suyo propio, un Mercury de dos plazas con la capota bajada. No era, desde luego, el vehículo de un hombre de familia; tampoco parecía acorde con la austeridad de la nación para la que trabajaba.

—No sé en realidad cuánto conoce usted de España, ni siquiera sé si debo llamarla señora o señorita Nash —dijo sosteniéndome la puerta.

Me costó un mundo, pero logré arrancarme las palabras de la garganta.

—Puede llamarme tan solo Livia.

Él no había estado con nosotros en la tribuna de prensa del aeropuerto; se había ubicado en otra de autoridades, pero se acercó a saludarnos cordial antes del aterrizaje llevando consigo un par de mozos de chaquetilla cargados con refrescos y bandejas de bocados de Viena Capellanes. No había vuelto a verlo desde entonces, parecía ahora tremendamente satisfecho con la marcha del evento. Su misión no era la organización; de eso se ocupaba una comisión concreta. Pero sí formaba parte imprescindible de la periferia, con el objetivo de intentar que la prensa internacional lo cubriera todo con acierto y sin saña. Era muy probable que tratara de tantear a todos los reporteros de una u otra forma, igual que ahora pretendía hacer conmigo. Sin duda me veía más manejable que a los tipos bragados de otros medios y agencias.

Abandonamos Madrid, enfilamos la cuesta de las Perdices, el tráfico era escaso. Tardó poco en girar a la izquierda, hacia un cogollo de luces. Villa Romana, leí en un cartel de letras fluorescentes. Había varias docenas de autos aparcados a la entrada del recinto; tras sostenerme de nuevo la puerta y tenderme una mano para ayudarme a salir, entregó las llaves a un mozo. Dentro nos recibió un gran jardín con pérgolas y vegetación frondosa, restaurante en la terraza y pista de baile, creí distinguir una piscina al fondo. Sonaba una orquesta con música ligera; a pesar de tratarse de un lunes, la clientela era abundante.

—¿Conocía el sitio?

—No sabía ni que existiera, hace ya unos años que no piso España.

Nos ubicaron y pedimos, aguardamos charlando.

—Pero sí había estado antes en Madrid, ¿verdad?

—Muchas veces, sí; tengo aquí… —titubeé—, tengo alguna familia, aunque no suelo verla a menudo.

Quedó callado clavándome la mirada.

—Mire que estoy acostumbrado a tratar con extranjeros —dijo con inesperada confianza—. Viajo constantemente y he tenido varios destinos fuera de España. Aun así, no logro ubicar su acento.

Cómo iba a hacerlo, si todo en mí era una farsa. Para proteger mi cobertura, opté por hablar un español correcto pero, de vez en cuando, introducía términos en inglés, o impostaba una cadencia artificiosa, o articulaba palabras con una pronunciación que me sacaba de la manga.

—Soy originaria de Tánger, con familia de distintas procedencias.

Diplomático como era en todos los sentidos, no preguntó más. Sin embargo, con su silencio dejó discretamente aposentado su interés encima de la mesa. Para redondear mi mentira, yo añadí otro apunte.

—En el Servicio Latinoamericano trabajo con gentes de entornos muy diversos. Quizá por eso mi manera de hablar no le resulte demasiado ortodoxa.

—¿Nash es entonces su apellido paterno?

Estuve a punto de echarme a reír. Además de la geografía de mi linaje, le interesaba conocer también si mi apellido venía por matrimonio o por nacimiento. Yo había esquivado antes su pregunta acerca de mi tratamiento como señora o señorita, pero él no tiraba la toalla. Ante su curiosidad, opté por blindarme.

—Nash es el apellido que tomé de alguien que ahora mismo está lejos mi vida.

En realidad, no mentí demasiado, a pesar de mi respuesta equívoca. Solo que ese alguien era una amiga, y no un marido.

Galanterías aparte, el director de la Oficina de Información Diplomática estaba seriamente interesado en la BBC y el servicio en el que se suponía que yo cumplía mi desempeño.

—Permítame que le sea sincero, ahora que hemos empezado a conocernos. Verá, mi estimada Livia, en esta nueva etapa de nuestro país preocupa una enormidad el contacto con las naciones de la América hispana. Antes… En fin, durante la guerra mundial había otras cuestiones más inmediatas; ahora mismo, sin las inquietudes bélicas de por medio y con nuevos interlocutores, somos conscientes de dónde radica en verdad nuestra esencia.

Estaba al tanto. Por los informes que Kavannagh me había hecho llegar en Londres, y por lo que tuve ocasión de hablar esa misma tarde con mi padre, sabía que ese era uno de los nuevos afanes del Régimen. Desde el fin de la Guerra Civil, había un gran interés por reivindicar el concepto de hispanidad y desempolvar la grandeza del viejo imperio. Ahora, tras la patada de las Naciones Unidas y con la mano tendida de Argentina, las mentes pensantes del franquismo veían el momento óptimo para intentar recuperar a los viejos países amigos del otro lado del charco. No lo tenían fácil, en cualquier caso: varios Gobiernos eran radicalmente contrarios, y la presencia en aquellas tierras de montones de exiliados republicanos les complicaban esas simpatías tan ansiadas.

Sin llegar a preguntarme abiertamente, quedó patente que a Diego Tovar le agradaría conocer el formato que acabaría teniendo mi tarea, su difusión, tono y alcance. Y aunque se cuidó de proponérmelo con todas sus palabras, dejó claro cuánto valoraría que, junto con las idas y venidas de doña Eva, yo tuviera la delicadeza de no hablar mal de España. Aunque fuese una descarada intrusa, en ese momento adquirí plena consciencia de que serían mis impresiones personales, mi criterio y mi mirada lo que acabaría llegando a decenas de miles de oyentes a través del Atlántico. La diferencia estaría en el filtro que usase.

Terminamos el postre; contra pronóstico, había sido una cena grata. Villa Romana resultó un lugar agradable, con su verdor y su música bajo el cielo de junio. Lejos de decaer, en torno a la medianoche el ambiente se había ido animando. Toda la clientela parecía estar pasando un rato magnífico, bien vestidos, bien peinados y calzados, bebiendo combinados y espumosos, comiendo tournedó, salpicón de marisco y turbante de rape. Aquella, y no otra, era sin duda la España sobre la que Tovar quería que yo informase.

En ese momento llegó un grupo nutrido, serían diez o doce. Reían y charlaban en tono alto, los camareros empezaron a juntar dos mesas para que pudieran acomodarse.

—Argentinos —aclaró Tovar haciendo un leve gesto con su cigarrillo—. Madrid se ha llenado de ellos.

—¿Vienen con Madame Perón?

—No exactamente; ella trae su propio cortejo. No tenemos muy claro quiénes son todos esos espontáneos, no siguen un patrón fijo y no ha dado tiempo a averiguarlo. Aun así, es seguro que llegan dispuestos a cobijarse bajo su ala. Suponemos que se tratará de meros oportunistas, individuos que pretenden conseguir algún tipo de beneficio personal o empresarial al albur de la visita de la primera dama.

Terminó el pitillo, lo apagó en el cenicero triangular de Cinzano. La orquesta acababa de arrancar los primeros compases de Solamente una vez. Pensé que iba a sugerir que nos fuésemos cuando se dirigió a mí de nuevo.

—¿Sería demasiado osado por mi parte pedirle que bailemos?

Me retorcí los dedos por debajo de la falda del mantel, pero me armé de valor y musité:

—Claro.

Nos dirigimos a la pista, repleta de parejas. No había vuelto a bailar desde la recta final de mi embarazo; el recuerdo de Marcus embistió con fuerza, pero me esforcé por no hundirme en él mientras acercaba mi cuerpo al de aquel extraño. Resultó ser un bailarín excelente Diego Tovar, airoso y desenvuelto, nada agobiante. Completamos la primera pieza, después vinieron otros dos boleros. El cantante rogó entonces atención, se hizo el silencio, todo el mundo volvió la mirada hacia el estrado. Carraspeó, alzó la voz y, con deleite, comunicó que a continuación iban a interpretar un tango, en homenaje a la recién llegada esposa del general Perón y en honor a los clientes argentinos que esa noche nos acompañaban.

—¿Nos vamos? —susurré mientras sonaba el aplauso entusiasta de la concurrencia.

Avanzamos hacia nuestra mesa mientras el pianista iniciaba las primeras notas de La cumparsita. Algunos de los argentinos recién llegados se dirigían a la pista, en sentido inverso al nuestro. Todos sonreían, ostensiblemente encantados con el tributo a su patria. El resto de los danzantes se hizo a un lado, sin parar de aplaudir, abriéndoles paso.

Contemplé a los dos primeros bailarines: un tipo de cuello recio con una morena delgada. Tras ellos, un individuo calvo y una rubia oxigenada con el pelo recogido en un arreglo de caracoles. Cuando la tercera pareja salió a la pista y los ojos de él se cruzaron con mis ojos, sentí como si un puño de hierro me hubiera quebrado el alma.

Alto, guapo, exultante, peinado con brillantina, llevando de la mano a una treintañera teñida de caoba. Ahí estaba Ramiro Arribas, el hijo de mala madre que me truncó la vida.

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