Sira

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Cuarta parteMarruecos » Capítulo 82

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Todo transcurrió en el tiempo que dura un latigazo; un brusco soplo de aire que forma una tolvanera y, tal como vino, se calma.

El hartazgo de Ramiro jugó a nuestro favor. Haciéndose pasar por un cliente recién instalado, Nick, con su planta de tipo solitario y ajeno, lo persuadió con facilidad para tomar un trago; yo empecé a deslizarme hacia el bungalow en cuanto él se dio la vuelta. Con pasos cautos y un cuidado extremo al girar el picaporte, logré asomarme al interior. Hubo júbilo en el rostro de Víctor, incluso amagó con lanzarme una pieza de madera al verme con un dedo sobre los labios, rogándole que se mantuviera en silencio. Hubo asimismo temblor y pasmo en Phillippa cuando, por señas y sin mediar palabra, le indiqué que se movieran hacia mí con sigilo.

Pero Ramiro de imbécil tenía poco, y que aceptase un whisky a un desconocido inglés no significaba que fuera a desentenderse de su asunto. Por eso sucedió lo previsible cuando yo ya los tenía conmigo en la puerta, lista para dirigirme a la gran casa central con Phillippa a un costado y Víctor en brazos tapado con la chaqueta de Nick, apretado a mi pecho, simulando un juego, una especie de escondite, como el hide-and-seek con el que nos entretuvimos tantas otras veces.

En ese preciso instante, algo oyó o presintió la sagacidad de Ramiro. Se giró entonces suspicaz y nos acabó viendo; de su boca salió un grito animal al intuir la envolvente. Rápido como era de cuerpo y de cabeza, se abalanzó dispuesto a cortarnos de raíz la huida. Traía el rostro desencajado, apenas nos separaban unas decenas de metros. No me increpó ni soltó blasfemias, advertencias o amenazas: tan solo pretendió embestirme, febril y violento, con la sola intención de volver a arrancarme a mi hijo. Fue entonces cuando mi mano libre, la que no sostenía al niño, tanteó un costado de la falda y se hundió en el fondo del bolsillo izquierdo.

—Un paso más y te las clavo.

Quizá lo frenó la seguridad de mi voz o quizá el brillo siniestro del sol sobre las tijeras: en cualquier caso, se detuvo en seco, alzando ambos brazos, rechazándome frontalmente. Y ese instante, justo, fue el que aprovecharon Nick y el taxista surgido entre los rosales para agarrarlo por la espalda, cuatro brazos con firmeza. Pero la vida había acostumbrado a Ramiro a zafarse con habilidad de problemas, tanto tangibles como inmateriales. Y esa misma destreza la usó por enésima para deshacerse de ambos hombres. Ellos recurrían a la fuerza bruta, él apostó por una agilidad resbalosa. Y los ganó por la mano, escabulléndose.

No tenía muchas alternativas, sin embargo. A ambos hombres se les unió el tal Buckingham, el dueño del sitio. Entre los tres le bloqueaban el camino hacia la salida. Y a mí optó por abandonarme como objetivo momentáneo, convencido de que, si me llevaba al límite, mi amago no sería en balde: por proteger a mi hijo, no dudaría en reventarle las tripas a tijeretazos. Así las cosas, su única vía de escape inmediata era el sendero que conducía al mar, una evasión hacia ningún sitio.

Se detuvo unos segundos, miró a unos y otros con los ojos inquietos y el pelo sobre la frente, como si tasara la envergadura del acorralamiento. Entretanto, solo oíamos las chicharras y la brisa moviendo las hojas de los eucaliptos, algún sollozo ahogado de Phillippa a mi espalda y el mar contra las rocas. Hasta que, en mitad de ese silencio, mientras a un lado yo seguía apretando a Víctor contra mi cuerpo, y mientras los tres varones en el otro flanco le hacían ver lo inviable de su intento de escapar, en medio de esa quietud tensa, fue cuando empezamos a oír el ronroneo de los motores.

Unos instantes después, los vimos atravesar raudos la verja, frenaron haciendo crujir la gravilla. Del primer auto salió de un salto el policía belga de la noche previa y un compañero de edad similar, ambos con sendas pistolas; del segundo emergió el comisario Vázquez y el que debía de ser su viejo colega, un individuo calvo y recio.

—¡Quieto, Arribas!

O Buckingham los había llamado, o mi propia espantada había puesto a don Claudio alerta. El caso era que dos jóvenes agentes y dos policías retirados acababan de sumarse para apretar el cerco.

—¡No se mueva!

El sendero de la playa sí que era ahora la única solución para Ramiro, quizá desde allí pudiera encontrar bifurcaciones, ramales o desvíos que le facilitaran la escapada. Sin más opciones, hacia allá salió embalado; no contaba sin embargo con lo escabroso del terreno. El ruido de su caída nos llegó a los oídos en apenas segundos: a tenor de lo escarpado, podría haberse matado, haberse desnucado en su rodada, machacado el cráneo contra las piedras. No fue tanto, por suerte para él. Pero tampoco salió ileso, ni mucho menos.

Bajaron a recogerlo los agentes en activo: el belga insulso y su compañero resultaron ser a la larga tipos eficientes. Incapaz de caminar por sí mismo, lo subieron entre ambos agarrado por las axilas, sin miramientos a pesar de que debía de haberse fracturado al menos una pierna. Le sangraba un lado de la cara y, por la forma de doblar el tronco, parecía sentir un dolor agudo en el abdomen o las costillas. Su atildamiento de siempre, su ropa de calidad y el estilo mundano de sus prendas se habían convertido en jirones sucios y medio arrancados, sin opción siquiera a futuros remiendos. Abajo quedaba, vacía y medio escondida, la playa de Merkala; la que podría haber sido su salvación y no llegó a serlo.

Me negué a enfrentarme a sus ojos, no tuve la tentación de insultarlo o retarlo o decirle te he ganado la revancha, desgraciado. Lo único que quería era que volviese a olvidarse de mí. Jamás imaginé que retornaría después de su primer abandono, pero el rencuentro había sido incluso más cruel que el primer golpe. Tan solo ansiaba ahora, con mi hijo recuperado, librarme de ese canalla para siempre. Evité el cara a cara por eso; tampoco me buscó. Como siempre, su principal preocupación era él mismo.

Una vez comprobé a distancia cómo empezaban a arrastrarlo hacia uno de los coches, me llevé rápidamente a Víctor y a Phillippa hacia el interior de la casa. Nick no tardó en seguirnos, tras él venía el taxista, mientras el propietario finiquitaba con la policía el feo asunto que de forma imprevista había sacudido su pacífico alojamiento. Suerte grandiosa fue que ni su familia ni ninguno de sus huéspedes se encontraran allí en ese momento.

Seis meses hacía que Víctor no veía a Nick, desde que abandonamos Jerusalén rumbo a Londres. Y, aun así, quizá por esas conexiones de su pequeña memoria, pareció reconocerlo. O, al menos, recibió con simpatía la presencia de aquel hombre que tanto supuso en nuestros días más siniestros. Tan grato pareció resultarle que en cuestión de minutos pasó de mis brazos a los suyos con suma confianza, para tirarle de la corbata y subírsela hasta la oreja. El hecho de haber estado retenido por Ramiro no parecía haber marcado a mi hijo, y eso aplacó mi inquietud y me llenó de hondo alivio.

Me acerqué entonces a Nick por detrás, le puse la barbilla sobre el hombro. A la vez que deslizaba una mano en su bolsillo, le dije al oído:

—Te robo la cartera.

Saqué cinco billetes de una libra esterlina; en mi premura por llegar al Monte Viejo, ni siquiera me había parado a coger mi bolso o algo de dinero. Tan solo llevé conmigo las tijeras de coser, que habían vuelto al bolsillo. No habría vacilado en clavarlas en el cuerpo del hombre que tanto amé, de haber llegado el momento.

A un cambio de 98 pesetas en el mercado libre tangerino, la cantidad que acabé pagando al taxista quintuplicaba lo que él mismo me había pedido. Achinó los ojos y casi se le cayó la colilla rechupada de la boca, pero no los rechazó: los dobló tan solo y se los metió en el bolsillo de la camisa, junto al pecho.

Phillippa, entretanto, se había dejado caer en una butaca, al lado del piano de la familia y de una jaula con un loro silencioso. Tenía la mirada perdida en la nada, vacío de expresión el rostro: ni angustia ni desahogo, ni miedo o satisfacción, nada. Le agarré una mano, la presioné entre las mías.

—Siento infinitamente que hayas tenido que pasar por esto, my dear. Y te doy las gracias de corazón por haber cuidado a Víctor con tanta dedicación. Mañana, sin falta, sacaremos tu billete de vuelta.

Bajó y subió la barbilla. No tenía más familia que una tía en algún rincón de las West Midlands; nada apetecible la aguardaba en Inglaterra pero cualquier destino sería para ella, intuí, mejor que seguir junto a nosotros en Marruecos. Jamás imaginó que cuidar a un hijo único pudiera llegar a acarrearle tantas tribulaciones.

Solté su mano en el momento en que percibí la silueta del comisario Vázquez atravesando uno de los arcos que se abrían a la terraza, con el mar de fondo; en la tarde limpia podían verse hasta las dunas de Tarifa, al otro lado del Estrecho. A la vez que él entraba, oímos arrancar el motor del primero de los autos. Se llevaban a Ramiro los agentes de la Policía Internacional, lo alejaban por fin de su refugio y sus presas para trasladarlo primero al calabozo de la Sûreté, yo ignoraba dónde acabaría luego.

Me acerqué con pasos lentos hasta don Claudio.

—Lamento haberlo defraudado una vez más, comisario.

Años atrás me ordenó que buscara un trabajo decente en Tetuán como mera asalariada, y yo le contravine abriendo un negocio con dineros de oscura procedencia. Ahora me había exigido permanecer pasiva hasta recibir sus órdenes pero, apenas se dio la vuelta, lo desobedecí y me aventuré a solventar la situación a mi manera.

—Hace mucho que aprendió a cuidarse sola, señorita; debería haberme dado cuenta.

Las palabras sonaron sobrias y adustas, propias del cargo que ostentó tanto tiempo. En su semblante autoritario, sin embargo, creí intuir algo parecido al aprecio.

—Y en cuanto a ese indeseable —añadió—, no volverá a molestarla, quédese tranquila. —Se giró y señaló la terraza—. Se encargará mi amigo de barrerlo del mapa, todavía tiene influencia.

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