Sira

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Tercera parteEspaña » Capítulo 42

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Entré a un corredor en penumbra. Por todo ruido, oí un pesado tictac, tictac, tictac. Una docena de metros más adelante, encima de una cómoda panzona, encontré su procedencia: un soberbio reloj sobre peana de mármol. Marcaba las seis y veinte.

De las paredes colgaban reposteros y blasones, óleos y grandes tapices. Abrí una puerta girando lentamente el picaporte. Dentro hallé una estancia palaciega con mesas bajas y butacas, gran araña de techo y frescos en las paredes; supuse que se trataba de una sala de espera para gentes principales. Cerré con cuidado y seguí avanzando: mis pisadas no hacían ahora ruido, una gruesa alfombra recorría el pasillo. Agarré el siguiente picaporte haciéndolo girar despacio. Chirrió y contuve el aliento; encontré una sala aún mayor con una enorme mesa cubierta por faldones de damasco que igual podría servir para dar de comer a treinta comensales que para alojar nutridas reuniones. Continué, sin percibir rastro de presencia humana. Tres puertas más adelante, tuve que llevarme la mano a la boca para contener un grito. Acababa de asomarme a lo que supuse que sería el despacho de Franco.

Deshice mis pasos precipitada con la intención de volver al patio; me estaba metiendo en la boca del lobo, tenía que salir de allí como fuera. Pero oí voces a distancia, voces de hombres, no sabría decir si estaban en movimiento o parados. Turbada, opté por adentrarme de nuevo en el corredor y continué andando rápido, rápido, volviendo la cabeza y mirando hacia atrás de tanto en tanto. Hice quiebros y desvíos, me interné en otros pasillos largos como días sin pan, ya no me detuve a abrir ninguna puerta. Encontré finalmente una escalera e imaginé que me conduciría a zonas más privadas, menos a mano para visitantes. Subí de puntillas, sin detenerme. Todo estaba otra vez en silencio, tan solo seguía oyéndose los tictacs constantes, como si hubiera cientos de relojes repartidos por el palacio. Sin reflexionar, me dejé guiar por mi intuición más primaria: si acababa de estar en la parte de recibimientos protocolarios, quizá sería lógico pensar que Madame Perón y su séquito se encontraban alojados en la zona diametralmente opuesta. Tras recorrer largos trechos, empecé a notar un denso olor a flores. Presentí entonces, con alivio, que no me había equivocado.

Encima de todas las cómodas, consolas y repisas aparecieron enormes centros, ramos y composiciones florales compitiendo entre ellos en colorido y jactancia. La mayoría mostraba cintas atravesadas, identificando a sus remitentes. La Organización Sindical Española, la Audiencia Provincial, el Gremio de Impresores, la Hermandad de Ferroviarios… Y así, docenas de muestras de afecto a la primera dama argentina, emanando un aroma dulzón casi mareante.

El mobiliario y los efectos decorativos seguían siendo suntuosos, pero algo se me antojó distinto. Tardé poco en identificarlo: las paredes y techos lucían recién pintados, en un blanco mucho más luminoso que el mortecino tono del resto. Flores a mansalva, pintura fresca y extremo opuesto del palacio: todo eran indicios de que ahora sí, por fin estaba donde tenía que estar. Aunque nadie me esperara.

Empecé a llamar a las puertas con los nudillos, pero ninguna voz respondió tras ellas. Repetí con más brío, esperé. Tampoco. De perdidos al río, debí de pensar entonces. Igual que había hecho en el piso inferior, una a una fui abriéndolas. La primera, doble y amplia, daba paso a un salón de estar, excesivamente recargado como para resultar cómodo. La segunda, a un comedor íntimo con mesa redonda para ocho personas; imaginé que allí desayunaba o almorzaba Eva Duarte cuando quería huir de la aburrida compañía de los Franco. En ninguna de esas dos primeras estancias encontré nada personal más allá de otro montón de obsequios florales.

En la tercera pieza, sin embargo, todo era distinto. Picaporte en mano, contemplé el interior unos instantes, impactada. Habían convertido aquel salón en una especie de guardarropa, tocador, peluquería y camerino. Sin ser consciente apenas, sin prever inconvenientes ni anticipar consecuencias, me adentré con paso lento. Allí tampoco había nadie.

De las barras de las cortinas colgaban más de una docena de vestidos de noche, mantos y echarpes. Sedas, rasos, lamés y terciopelos derramaban sus ondas y pliegues desde las alturas y quedaban flotando en el aire, como si se tratara del vestuario de una ópera. Examiné por encima los modelos; unos breves segundos me bastaron para detectar dos estilos altamente dispares. Algunos eran sobrios y elegantes, dignos de una verdadera dignataria en visita oficial por Europa. Otros, recargados y estridentes, parecían más propios de producciones escénicas que de una primera dama.

Sobre el brocado de las tapicerías de los sofás habían extendido abrigos y estolas de piel: zorros lustrosos, visones raseados, una larga capa de armiño, martas cibelinas. Un enorme armario con puertas abiertas mostraba los conjuntos de día en orden milimétrico. A la izquierda quedaban los trajes sastre con tonos lisos y grandes hombreras: rectos y sobrios como soldados, reminiscencias de la moda en tiempos de la guerra casi recién terminada. A la derecha, los vestidos de mañana, todo un abanico de estampados veraniegos, floreados y lunares.

Deslumbrada por el despliegue, me acerqué a un escritorio que hacía las veces de boudoir; sobre él descansaban tarros de cremas, polveras, labiales, pomos de talco. Aunque siempre la había contemplado a distancia, daba la sensación de que Eva Perón tenía una piel excelente y apenas usaba maquillaje, tan solo se pintaba los labios con carmín vistoso. Tomé una barra de rouge entre los dedos, reconocí la casa. La destapé, hice girar la base hasta que salió un cilindro de tono mandarina nacarado.

Otra mesa, cuya función original quizá fuera servir finas meriendas, había sido cubierta con una toalla blanca. Dispuestos sobre ella, los útiles de peluquería se alineaban impecables. Cepillos y peines con distintas utilidades. Tenacillas, bigudíes, redecillas, rulos de todos los tamaños. Sostenidos en peanas de alambre trenzado, encontré varios postizos con formas de moños y rodetes. Había también botes de esmalte de uñas y unos cuantos frascos de perfume.

En un lateral del salón, dos cómodas estilo Imperio servían de campamento para los sombreros. Cada uno ocupaba su propio soporte: bonetes, casquetes y elaboradas diademas, tocados con tul o plumas, grandes pamelas veraniegas de rafia, sinamay y crin plisada; a duras penas contuve la tentación de probarme alguna. Sobre el suelo aparecía dispuesta una larga fila de zapatos seguramente hechos a medida, calculé más de una veintena. A un lado quedaban los de día, más sobrios, en pitón, lagarto o cuero tintado. Después iban los de noche, forrados con brillos y azabaches.

De una consola esquinera habían retirado un par de candelabros para instalar un pequeño baúl de piel teñida en azul. Probé a abrirlo, sin éxito. Supuse que se trataba del joyero, y que alguien guardaba con celo su llave.

Estando todavía en Londres, los informes de Kavannagh apenas me habían puesto al tanto de la procedencia de la primera dama. Humble origins, mencionaban tan solo. Orígenes humildes, escuetamente. Cinderella from the Pampas, la llamaría la prestigiosa revista norteamericana Time. Allí, en ese salón transmutado, la referencia a una cenicienta adquiría toda su fuerza y sentido. Nadie, nunca, habría podido sospechar que semejante despliegue correspondía a una mujer que aún no había cumplido los treinta, una hija nacida ilegítima y criada entre escaseces en un pueblo polvoriento; una mujer de aspecto corriente, sin grandes talentos ni educación apenas. Persiguiendo el sueño juvenil de convertirse en artista, metió sus cuatro trapos en una vieja maleta de cartón prensado, se puso una blusa cien veces relavada, su pollera —o falda— de percal barato y un par de ajados zapatos heredados de su hermana. Con ese modesto avío más su audacia infatigable, se subió en un tren rumbo a la capital. Tenía entonces quince años y el pelo oscuro, ni contactos ni dinero. Logró, aun así, abrirse paso en el mundo de los radioteatros, hasta que su relación sentimental con Perón alteró el rumbo de sus intereses y la llevó a convertirse en una de las mujeres más poderosas del planeta.

Unos la tachaban de arribista despótica, otros de santa benefactora. Unos la repelían y otros la adoraban. Me faltaba información para alinearme con cualquiera de las dos posiciones, pero en aquel momento, frente a aquella puesta en escena, fui consciente, plenamente consciente, de que Eva Perón era indomable y no tenía miedo a nada.

—¿La puedo ayudar en algo?

Estuve a punto de lanzar un grito. A mi espalda, con acento argentino, acababa de oír la voz de un hombre. Mi presencia, sin duda, lo había sorprendido. Sorprendido y contrariado, a juzgar por su tono. Una flamante moqueta se extendía por las dependencias rehabilitadas para la huésped, por eso no oí sus pasos. Apreté con fuerza los párpados, quise que la tierra me tragara. Hasta que en mi mente se prendió un chispazo y exclamé:

—¡Don Julio!

La ficha completa brotó súbita en mi cabeza. Julio Alcaraz, peluquero particular de Madame Perón. Maduro, serio en su profesión, padre de familia. Se habían conocido cuando ella aspiraba al estrellato artístico; nunca lo logró, pero por el camino forjó algunas amistades. Aquel peinador de actrices era una de las más sólidas. De sus manos salían los elaborados recogidos estilo Pompadour que adornaban la cabeza de la Señora.

Me acerqué a él con pasos rápidos, no se había movido de la puerta. Cincuentón y canoso, percibí, no demasiado alto. Iba vestido con pantalón claro y camisa abierta al pecho, sobre el hombro izquierdo llevaba una toalla. Más que ofrecerle mi mano, agarré la suya y casi lo obligué a estrechármela.

—Es una alegría para mí conocerlo. Estoy aquí por indicación del señor Dodero, él en persona ha autorizado que me encuentre con usted y sus compañeras.

Se mantuvo callado, inmóvil, con el gesto severo aún plantado en el rostro. Quién demonios es esta intrusa que invade nuestro santuario, debía de pensar. Yo tampoco contaba con encontrarme con él, pero ahora era consciente de que debía ganármelo.

—Don Alberto ha insistido en que también lo conozca; es magnífico el trabajo que están ustedes realizando para encumbrar la prestancia de Madame Perón y que este tour sea un éxito.

Dodero. Don Alberto. Don Alberto Dodero. Ahí presentí que quizá estaba la clave para que mi presencia no generara suspicacias: debía insistir en que llegaba hasta ellos respaldada por el magnate, aunque él aparentemente se hubiera olvidado o desentendido de darles el aviso. Pero el peluquero seguía sin mostrarse receptivo. Del bolsillo de su camisa, como seña de identidad, vi que emergía el extremo de un peine.

Ante su falta de reacción, mi cerebro se movió deprisa. La simpatía, desde luego, no parecía ser una buena arma. Opté entonces por otra estrategia, recordando el viejo lema de que no hay mejor defensa que un buen ataque.

—Me alegra una enormidad que por fin acudan a nuestra cita, porque llevo ya un buen rato esperándolos.

Entonces sí alteró el gesto, cuestionando mis palabras con un frunce de cejas.

—¿No han recibido el recado de don Alberto?

La seria ahora era yo. En mi voz sonó un apunte de molesta incredulidad y en la cara planté un fingido ademán de reproche.

—Estos mensajeros son un absoluto desastre —farfullé con supuesta indignación—. Tendrían que haberlos avisado de mi llegada, nuestra reunión estaba prevista para las seis en punto, me ha extrañado muchísimo no encontrarlos aquí a esa hora.

Por fin reaccionó él, alzando los hombros, incómodo.

—No sabíamos que…

Intenté que mi regocijo no se transparentara. Ya lo había conseguido. Ya estaba. Aun así, apreté un poquito más. Por si acaso.

—Puede que no sea culpa de ustedes, pero su retraso me ha hecho sentir tremendamente incómoda, y no sé si esto generará alguna consecuencia…

Lamenté sonar así de impertinente, pero no encontré otra forma de llevarlo a mi terreno. Eva Perón era célebre por su carácter temperamental y sus reacciones impetuosas; estaba claro que el peluquero Alcaraz no tenía el menor interés en generar en ella arrebato alguno.

—Ahora mismo las llamo… —masculló seco.

Salió y yo lo seguí, ya sin rastro de apuro. Se dirigió a una puerta del fondo del pasillo, me quedé unos metros detrás, a la espera. En cuanto la abrió, en primer plano vi tres enormes baúles, más al fondo una alta pila de sombrereras. Y más al fondo aún, intuí los pies de una cama, quizá la del propio Alcaraz, siempre al lado de doña Eva para peinarla y despeinarla según necesitara.

Lo vi abrir una ventana, hacer gestos hacia el exterior agitando el brazo derecho con brío. Nadie pareció responder; siguió intentándolo, moviendo ahora ambos brazos como aspas de molino. Tampoco. Al final, no tuvo más remedio que llevarse los dedos a la boca para soltar, sobre los regios jardines de Su Excelencia, un rotundo silbido.

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