Sira

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Tercera parteEspaña » Capítulo 43

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Las modistas llegaron unos minutos después, azoradas y confusas. Les alarmó el gesto apremiante de don Julio al llamarlas desde la ventana; la señal de que algo no marchaba tal como debiera.

Asunta Fernández, de la casa Henriette, superaba los cuarenta y traía el cabello recogido en un pañuelo de seda. Juanita Palmou, de la maison Paula Naletoff, se le acercaba en edad y sostenía en la mano unas gafas de sol y una pamela de fibra clara. La primera era alta y flaca, la segunda mostraba formas redondas y la piel acalorada. Había supuesto que serían dos jóvenes, dos tiernas asistentes destinadas a planchar prendas y abrochar cierres a las que podría meterme con facilidad en el bolsillo; me sorprendió encontrar a un par de oficialas en sazón, como lo fue mi madre cuando ejercía en el taller de doña Manuela. Solo que ellas procedían de Buenos Aires, donde fluía muchísimo más glamour y dinero que en el Madrid pobretón de antes de la guerra. Como modista, yo me había saltado esa etapa intermedia: pasé de ser una joven costurera con potencial a convertirme en propietaria de mis propios negocios, primero en Tetuán y después en el barrio de Salamanca. Pero eso ellas no tenían por qué saberlo.

Las saludé sin la frívola insolencia que había usado para neutralizar la desconfianza del peluquero. Aun así, me aseguré de seguir activando los resortes necesarios para llevarlas a mi terreno.

—Estoy aquí por mediación de don Alberto Dodero —insistí—; lamento enormemente que nadie las haya avisado de mi llegada.

Esperé alguna reacción, pero las dos mantuvieron un silencio pétreo, a todas luces incómodas. Había sido un día atareado y complejo para ellas, como todos desde su llegada. No, desde su llegada no; quizá habría que remontarse más atrás todavía. Había sido un día atareado y complejo como todos desde que, en sus respectivas maisons de couture, se había recibido la orden de que deberían designar a dos de sus encargadas para responsabilizarse del vestuario de la primera dama durante su viaje a Europa. No era ella clienta fija de ninguna de esas casas de moda, tan solo le prestaban sus servicios de una forma ocasional desde el año anterior, después de que el general Perón alcanzara la presidencia. Y, por cierto, aquellos negocios casi nunca la atendían con agrado. Reputados ateliers y puntos de venta, tanto Henriette como Paula Naletoff llevaban largos años vistiendo a las señoras de la aristocracia porteña, las que tenían gusto, clase, apellido, criterio y dinero a montones. Las mismas contra las que la esposa del presidente mantenía una guerra sin cuartel. O al revés, tanto daba.

Aquel requerimiento había caído en ambos negocios como pedrada contra un cristal: ante el temor de molestar o incluso perder a su exclusiva clientela, no tenían el menor interés en ver su nombre abiertamente asociado a la esposa del presidente. Pero negarse resultaba una temeridad. Nadie negaba nada a Eva Perón. Y quien osara conocería las consecuencias. Terminaron accediendo, claro, y le confeccionaron en exclusiva varios atuendos. Y propusieron a Asunta Fernández y Juanita Palmou como acompañantes: dos empleadas de confianza, prudentes y ponderadas, que cumplieron con total profesionalidad el encargo.

En la jornada de mi visita, las actividades previstas les habían requerido preparativos para cuatro cambios: mañana interior, mañana exterior, tarde taurina y cena de gala. Quizá por eso, cuando acabaron su quehacer y la comitiva oficial voló rumbo a Las Ventas, ellas decidieron concederse una pequeña licencia y se les antojó una visita a la piscina del palacio. Ahora, a juzgar por su actitud, parecían convencidas de que tal idea había sido una torpeza. Nadie les había dado permiso, porque no había nadie a quien pedírselo: su única voz de mando era la Señora y, de forma ocasional, don Alberto Dodero. En su ausencia, se autorizaron a sí mismas y ahora, mudas delante de mí, lamentaban por dentro su desacierto.

—Me envía la BBC de Londres para cubrir el tour de Madame Perón por España. Estoy preparando un reportaje que va a abordar distintos aspectos y, entre ellos, la estética de doña Eva juega un papel importante. El señor Dodero me ha autorizado para hablar con ustedes. Es también decisión personal de don Alberto no molestar a la Señora con comentarios acerca de este encuentro.

Soné convincente. Sin dobleces ni zalamerías, exponiéndoles la verdad. Una verdad que a su vez llevaba dentro una tremenda mentira sobre quién era yo, obviamente. Algo parecieron relajarse, pero ni se movieron ni soltaron palabra.

—Sepan también —añadí— que no mantengo ningún vínculo con las autoridades oficiales españolas ni con este palacio. Soy tan solo, al igual que ustedes, una profesional que desempeña su oficio.

—Y, en concreto, ¿qué es lo que desea de nosotras?

Habló por fin la alta, la del pañuelo. Tenía aspecto de no derrochar su tiempo en tonterías; me volvió a recordar vagamente a mi madre años antes, digna y seria, en su sitio siempre. Por los informes de Kavannagh conocía su identidad, pero me reservé ese extremo.

—¿Usted es la señora Palmou o la señora Fernández?

—Asunta Fernández, jefa de taller en la casa Henriette de Buenos Aires, para servirla.

Hablada con acento mixto, levemente argentino sobre base castellana; supuse que quizá era una emigrante, como tantos que habían marchado a aquellas prósperas tierras. Tampoco se me pasó por alto la mirada que lanzó al peluquero. Intuitivamente, me hice una idea de la función de cada uno de ellos en el trío. Julio Alcaraz era el mayor en edad y también el que más confianza tenía con la Señora. Por eso, antes de acceder a mi petición, ella pretendía consultarle; más que por respeto jerárquico, por temor a que se fuera de la lengua mientras arreglaba la melena de doña Eva. De las dos modistas, Asunta Fernández era la que llevaba la voz cantante. Y de Juanita, de aspecto menos severo, debió de surgir la loca iniciativa de pasar un rato en la piscina esa tarde. Había sido una idea absurda, en eso parecían estar ahora los tres de acuerdo. Pero llevaban casi una semana encerrados, trabajando bajo la presión de la Señora e ignorados por el resto, apartados y aislados, realizando a menudo tareas subalternas muy ajenas a sus cargos, porque Madame Perón viajaba sin mucama ni ayudantes personales, y en El Pardo no le habían ofrecido una doncella. Nadie se molestó en sacarlos de allí unas horas para dar un paseo por Madrid o tomar una triste horchata; nadie se acordaba siquiera de que seguían existiendo. Ellos, que en Buenos Aires llevaban vidas independientes, entraban, salían, decidían, tenían sus buenos sueldos y sus propios departamentos, se veían ahora durmiendo en cuartos de servicio; él rodeado de baúles vacíos, ellas compartiendo una estrecha habitación con sendas camas pelonas.

El peluquero dio al final su plácet con una breve inclinación de cabeza. Procedieron entonces las modistas a describirme las creaciones más relevantes para según qué eventos, primero contenidas y rígidas, después algo más sueltas. Dudé entre sacar o no mi cuaderno para ir tomando notas, o fingir que lo hacía al menos. Decidí al cabo mantenerlo guardado; intuí que así se sentirían más cómodas.

Desde un principio me quedó claro que, salvo alguna excepción, no había por lo general una planificación fija de calendario: ellas proponían modelos en función del programa del día y la Señora, sobre la marcha, tomaba decisiones. Algunas de las prendas que me mostraron las conocía por haber asistido a los actos en que Madame Perón las había lucido, otras eran nuevas para mí. Agradecieron mis comentarios ocasionales, coincidimos en varios pareceres. Nos entendimos, en breve: cómo no hacerlo, si hablábamos el mismo lenguaje. Crêpe mongol, seda charmeuse, chiffón, satén opaco.

A medida que avanzábamos, me reafirmé en la idea de que había dos categorías dispares dentro de las creaciones que fuimos viendo. De las maisons de ambas modistas y de alguna otra selecta firma procedían los modelos más haute couture, los de mayor sobriedad y elegancia. De otras manos muy distintas —un tal Jamandreu, mencionaron— salieron otros ejemplares un tanto excesivos en sus brillos refulgentes, excesos de frunces y drapeados; incluso plumas de marabú llevaba alguno.

Nuestro vocabulario común hizo que las costureras ganaran poco a poco confianza; cuando don Julio se quitó un rato de en medio, soltaron alguna confidencia medio velada. Que entre ellas y doña Lillian intentaban convencer al peluquero para que peinara a la Señora con un estilo menos peliculero y grandilocuente, sin esos bucles abundantes ni esos alzados, postizos, tupés enrollados y bananas. Que ellas y doña Lillian intentaban aconsejarla para que optara por los atuendos más armónicos y menos exagerados. Y que, al final, siempre, sin excepción, doña Eva hacía lo que le daba la real gana.

—Algo así como usted es lo que ella debería llevar —apuntó Juanita tasando mi tailleur con ojos certeros.

Con ademán aprobatorio, Asunta movió la cabeza arriba y abajo. Estrenaba yo un vestido en crêpe granulado, muy alejado ya del rígido patronaje que impuso la gran guerra y a la vez sin caer en futilidades. Con hombreras más livianas, la cintura más marcada y un mayor aire en la falda. No era una creación mía pero, viniendo de ellas, agradecí el halago.

—¿Y este?

Entre los dedos sujeté el ruedo de un larguísimo vestido de encaje azul cielo, plagado de lentejuelas. Las dos volvieron la cabeza hacia la puerta para comprobar que el peluquero seguía fuera.

—Es un modelo un tanto especial de Ana de Pombo. La Señora lo tiene reservado por si finalmente van a Londres —anunció sobria Asunta—. Por si…

Juanita la interrumpió.

—Por si finalmente la reciben los reyes.

Me puse alerta. Eso era justo lo que yo necesitaba saber. Y no había tenido que preguntarlo siquiera.

—Pero… —tanteé— esa etapa del viaje está aún en el aire, ¿no?

Se miraron entre ellas, como para ponerse de acuerdo.

—Ese asunto —reconoció Asunta— lleva a doña Eva por la calle de la amargura, si le somos sinceras.

Ahí era donde tenía que llegar. Afilé mi atención, agucé mis sentidos. Para disimular mi interés, fingí seguir observando el vestido, concentrada ahora en la capa compañera. Lucía un remate de plumas de avestruz y, una vez puesta, arrastraría al menos un metro por el suelo. El llamativo conjunto resultaba desmesurado, carnavalesco casi.

—Y ¿de qué depende que vaya o no vaya a Inglaterra? —pregunté con suma discreción, mientras dejaba que la tela se deslizara entre mis dedos.

Asunta suspiró, como si el tema le generase un cierto hartazgo.

—Aunque no lo ha dicho en público, espera una invitación formal del Palacio de Buckingham. Pretende que la alojen en él y que, al igual que están haciendo en España, le den tratamiento de jefe de Estado. Están viendo las fechas. Oí comentar que podría ser antes del 20 de julio, después de Italia y Francia.

Volví a alzar los pliegues de la estrambótica capa con la que aspiraba a recorrer los salones, escaleras y pasillos de Buckingham Palace. Así que era eso. Regio protocolo exigía Evita. Tête à tête con los monarcas.

—Y dice la Señora que, o los reyes acceden, o por allí no asoma.

No pude evitar una triste sonrisa. A mucho aspiraba la audaz Eva Duarte de Perón, con esa capa pretendidamente majestuosa que parecía sacada de un dramón de Hollywood. Quizá nadie de su entorno le había hablado de la austeridad y la dureza de los tiempos en Gran Bretaña, de cómo la principal obsesión del Gobierno y el pueblo era la subsistencia. O quizá sí lo sabía, y no le importaba.

—Londres es una de sus dos principales preocupaciones —remachó Juanita—. Lo repite acá todo el rato y pregunta constantemente si ya se ha recibido allá la invitación cada vez que telefonea a la Argentina, cuando habla con el presidente y los ministros.

—En España sabe que ya ha triunfado y para ella esto es una etapa superada —aclaró su compañera—. Ahora lo que interesa es Londres y el Santo Padre.

Alcé las cejas, curiosa. A esas alturas, apenas tenía que molestarme en preguntar. Por suerte para mí, los largos días de aislamiento sin cruzar palabra con nadie, mi aparente cercanía y un ligero hartazgo habían soltado la lengua de las modistas.

—Mire, este es el vestido que llevará al Vaticano.

Me mostraron un extravagante ropón negro que colgaba de la barra de las cortinas con capa, capucha y enorme ruedo. Tuve la impresión de que cabrían tres Evas dentro.

—Es un diseño de Madame Gres para la casa de Bernarda Meneses, va a lucirlo con la Gran Cruz de Isabel la Católica en el pecho durante la audiencia con el papa Pacelli, a ver si consigue que la haga marquesa —aclaró Asunta. Conservaba el rostro serio como una estaca, pero en su tono creí percibir un ligerísimo tono de sorna. Después añadió—: Que el Santo Padre la nombre marquesa pontificia, eso es lo que quiere.

—Y después, si lo consigue, para que el tour completo sea un éxito redondo —apuntó Juanita—, lo único que faltaría es entrar en Buckingham Palace por la puerta grande.

—Y… ¿no se contentaría con una invitación menos regia? —tanteé.

Entre ambas estaban recolocando la capa celeste, sincronizadas y sin mirarme, usando sus cuatro diestras manos. Un par de lentejuelas cayeron al suelo, Asunta se agachó a recogerlas. Desde allí, en cuclillas, alzó el rostro hacia mí.

—O la acepta la Corona, o nada.

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