Sira

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Tercera parteEspaña » Capítulo 46

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Circulábamos casi solos por el paseo de la Castellana, el aire de la madrugada nos azotaba el rostro. Atrás habíamos dejado ya la plaza de la Lealtad y a Neptuno con su tridente, saludamos a la diosa Cibeles mientras Diego Tovar me ponía al tanto de los pasos venideros del programa.

—Los vuelos a Granada despegarán mañana a las cinco y media de la tarde; la señora de Perón irá en un avión con su séquito y en el siguiente viajaremos los acompañantes oficiales y la prensa. Tan pronto aterricemos, arrancarán los actos.

Nos cruzamos tan solo con dos o tres autos solitarios en sentido contrario al nuestro. A la altura de la plaza de Colón, un par de operarios regaban la calzada con enormes mangueras, Diego hubo de dar un volantazo para que no nos mojasen. Continuamos avanzando por el ancho paseo entre vegetación, edificios públicos y añosos palacetes; cerré los ojos unos instantes mientras el frescor de la noche se me metía en los poros de la piel y las raíces del pelo.

—Quería pedirte disculpas, Livia; quizá no ha resultado buena idea sentarte en nuestra mesa —reconoció cambiando por completo de tercio—. Foxá no estaba hoy en su mejor momento.

Volví a rememorar a la extraña pareja. Habían salido del Ritz a la vez que nosotros. Ella caminaba delante, erguida, alta y hermosa enfundada en sus gasas. Él iba unos pasos detrás, sudoroso y borracho, moviéndose con zancadas cargantes, la pechera sucia, el lazo de la corbata del frac medio deshecho.

Entre los runrunes del motor, Diego me narró la trayectoria de Mery Larrañaga de Foxá con unas pinceladas escuetas. Hija de un peruano ejecutivo de la compañía Shell y de española de abolengo, trasladada por imperativo familiar en plena juventud de Londres a Sevilla, y empujada poco después a un casamiento con un señor que le doblaba la edad y hacía muchísima gracia a todo el mundo. A todo el mundo, excepto a ella. Pero era aristócrata, rico y célebre. Y diplomático. Quizá eso fuera lo único que le agradó mínimamente: la posibilidad de que se la llevara lejos de esa España pobretona y polvorienta.

—Todos los amigos fuimos conscientes de que la relación era un despropósito desde que asistimos a la boda en Sevilla. No soy ningún entendido en asuntos matrimoniales, carezco de experiencia, pero allí, en la iglesia del Hospicio de los Venerables y durante el aperitivo que después sirvieron en sus patios, vi claro que aquella pareja no tenía ni pies ni cabeza. —Se detuvo unos instantes, como si pretendiera recuperar retazos de memoria—. Ella no le dirigió ni una sola mirada a lo largo de las horas. Él acabó beodo como una cuba.

Hizo un gesto entre la melancolía y el sarcasmo, yo contemplé unos segundos su perfil mientras seguía aferrado al volante. El aire lo había despeinado, el flequillo castaño le flotaba alborotado sobre la frente, dándole un aspecto casi juvenil a pesar de rondar los cuarenta. Era atractivo, Diego Tovar de las Torres. Buena planta, buenos apellidos, buena carrera. Buen partido, en definitiva. Me pregunté por qué razón seguía soltero.

—Pero Agustín la adora —prosiguió, como exculpándolo.

—Ella no lo soporta. Piensa que es un imbécil.

Sonrió con un rictus de amargura.

—Es un bon vivant desmesurado e indolente, no se calla ni debajo del agua y resulta una calamidad en las cuestiones que exigen disciplina y trabajo metódico. Pero es un tipo de ingenio brillante que quiere a su esposa. La quiere mal, pero la quiere. Profundamente.

Adelantamos el carro de un trapero tirado por dos mulas. Iba repleto de trastos, coronado por un frágil equilibro de cartones y paquetones de papeles. Llegó entonces la confidencia.

—Ella ha decidido compensar su infelicidad siéndole infiel. Ni se molesta en disimularlo, lo hace a la vista de cualquiera, lo sabe todo el mundo.

La recordé fumando sobre la banqueta con las piernas cruzadas, la nuca apoyada contra los azulejos. Me pregunté si también había mantenido alguna de esas relaciones con mi acompañante.

—Y él, ¿cómo reacciona?

Soltó Diego una carcajada.

—Con estoicismo admirable. Afirma sin rubor que prefiere un diamante compartido que una mierda para él solo.

Reímos ambos en medio de la noche, apenas había ya luces en ese último tramo de la Castellana, cerca del hipódromo, los descampados y los desmontes.

—Después, para consolarse, atiza con ingenio mordaz a sus rivales y les dedica poemas.

Giró a la derecha, nos adentramos en la calle del Pinar, oscura y desértica. Detuvo el auto ante la puerta del Centro de Prensa; en cualquier otra ocasión, habría salido de inmediato, dirigiéndose ágil a abrir mi portezuela. Esta vez no se movió.

—Son extrañas las relaciones entre hombres y mujeres —musitó haciendo girar la llave del motor hasta pararlo. Se trataba de una afirmación banal, pero le impuso un tono, un algo, que la llenó de sinceridad.

—¿Por qué nunca te has casado, Diego?

Lamenté de inmediato mi pregunta. Aunque mantuviésemos una relación fluida, aunque él acabara de comentar conmigo las confidencias matrimoniales de un amigo, nuestra relación era meramente profesional, y de ahí no debería moverse. Pero me brotó la duda, quizá porque era muy tarde y estaba ya agotada de tanto pretender ser quien no era, o quizá porque se me hacían cada vez menos comprensibles las complejidades del alma humana.

No pareció molestarle mi curiosidad. Ni siquiera sorprenderle.

—Estuve a punto, pero estalló la guerra, ella tuvo que marcharse porque era hija de diplomático y… En fin, no hubo opción a un rencuentro. Después vinieron mis destinos fuera de España, estuve en Brasil, en Chile y en Filipinas, y más tarde, al volver a Madrid…

Se calló de pronto y soltó una risa amarga entre dientes.

—Mentira, Livia. Todo lo que acabo de decirte es mentira. Son las excusas que me pongo a mí mismo. La única verdad es que, después de aquella vez, no he vuelto a plantearme el matrimonio porque no he encontrado a nadie que me haya seducido lo suficiente.

Seguíamos aparcados frente al Club de Prensa, solo se veían destellos tenues en los portones de las villas vecinas, el cielo punteado de estrellas y, en la distancia, un par de farolas amarillentas. Por todo ruido, grillos y chicharras, algún ladrido suelto.

—No he encontrado a nadie… —repitió—, de momento.

En ese instante supe que tenía que irme. Tenía que bajarme de inmediato de ese coche. Pero él me frenó. Su mano cubrió mi mano. Su voz sonó segura, en un susurro ronco.

—Espera.

Lo demás fluyó solo: sus dedos en mi nuca, su boca en mi boca. No pude rechazarlo, me invadió de pronto una especie de flojera. Como si el mundo se desvaneciera alrededor. Como si mi cuerpo se desintegrase y yo no fuese más que un montón de espuma.

Subí la escalera de puntillas, intentando poner orden en mi cabeza. Al entrar en mi dormitorio encontré un sobre deslizado por debajo de la puerta. Con términos inocuos, bajo la apariencia de un inocente encuentro, me citaban a desayunar en Embassy a las diez. Algo me crujió por dentro. Embassy. Cuánto tiempo.

Dormí mal esa noche, soñé mucho y extraño. La mano de Ignacio en mi espalda y yo a punto de caer a un precipicio, el rostro abotargado de Foxá riendo a carcajadas, su mujer sentada sobre la tapa de un inodoro mientras fumaba un pitillo interminable, el beso de Diego Tovar convirtiéndose en un largo silbido. Desperté temprano y, con la mente aún confusa, preparé mi equipaje.

Lo último que hice fue extraer los informes ocultos del fondo de mi maleta; con ellos emprendí el camino a Embassy. Decidí ir andando, aún no hacía calor, así podría ir pensando al ritmo del movimiento de mis piernas. No me habían concretado quién me estaría esperando, si sería alguien desconocido o un rencuentro. Aquello no me inquietaba, en cualquier caso: me acostumbré en el pasado, procedimos así montones de veces. Me recordé a mí misma entonces, más joven y más frágil, más vulnerable y afanosa en mi propio glamour, a la altura de las demandas de mis clientas. Caminaba ahora con un pantalón claro y liviano; apenas ninguna fémina en la muy púdica España franquista osaba llevarlos, pero yo podía permitírmelo, camuflada como iba de extranjera. Por acompañamiento, chaqueta de lino, las grandes gafas de sol y el pelo en un recogido con un pañuelo de seda. Habían transcurrido poco más de dos años desde mis últimas operaciones en ese mismo Madrid; el mundo había alcanzado un nuevo orden desde entonces. Tanto en el fondo como en la forma, yo también era otra.

No suponían tajadas suculentas de información lo que iba a transmitir al servicio secreto británico pero, de momento, cumplía con mis obligaciones con obediencia. Detallaba lo que había hablado con unos y otros, lo que mis propios ojos habían visto, y mis impresiones generales acerca de la primera dama argentina y el desarrollo del viaje. Por delante me esperaba el resto del tour por la Península; a su término y a mi vuelta a Londres, haría entrega de una nueva remesa de informes. Con ello cerraría ese capítulo inesperado de mi vida y retomaría las riendas del presente. Un presente sin definir aún, que abriría paso a un futuro borroso sobre el que prefería no pensar de momento.

La entrada de Embassy hacía chaflán entre la Castellana y la calle Ayala. En uno de los flancos, un limpiabotas departía con un vendedor de cupones; en el otro, una vieja envuelta en una toca de lana negra pedía limosna extendiendo su mano mugrienta. Un joven empleado de uniforme me abrió la puerta acristalada del salón de té; sin quitarme aún las gafas oscuras, percibí que ya había clientela. Unos cuantos extranjeros tempraneros, de los pocos que quedaban por Madrid esos días. Algunos españoles que ya habían cumplido con la misa dominical de primera hora y querían llevar a casa una bandeja de bollería para el desayuno de los suyos o una tarta de limón para el postre. Señoras bien vestidas frente a sus tazas de chocolate, señores que se sentaban a tomar un café con leche mientras leían el ABC o El Alcázar, algún que otro señorito que aún no se había acostado, de retorno de sus francachelas.

Apenas unos años antes, cuando los alemanes aún se paseaban por Madrid amenazantes y presuntuosos, los escasos metros cuadrados de ese local habían sido el epicentro de intrigas, tensiones, conspiraciones y traslado de refugiados. En medio de todo aquello actué yo pasando mensajes codificados al capitán Alan Hillgarth o a alguno de sus hombres, compartiendo inocentes aperitivos con mis clientas y trasladando avisos clandestinos a enlaces diversos. En algunas ocasiones había coincidido también allí con Marcus, aunque siempre fingimos no conocernos.

A mi nariz llegó de inmediato el olor a delicia absoluta, a bateas de bollos suizos recién sacados del horno, pastas, plum cakes y croissants hechos con harina blanca y mantequilla fresca. No, en ese distinguido negocio no necesitaban ansiosamente el trigo que prometía enviar la dadivosa Argentina de Perón para aliviar el hambre de tantos; su propietaria, la admirable Margaret Taylor, conseguía con habilidad remesas de productos básicos traídos desde puntos diversos gracias a sus contactos. Y así, mientras la gran mayoría de los españoles comunes y corrientes arrancaba el domingo con un vaso de leche aguada, un café tramposo a base de achicoria o un simple chusco de pan duro, mientras millones de familias apenas tenían qué llevarse a la boca, en Embassy no había cabida para la palabra penuria.

Apenas me retiré las gafas de sol, lo vi desde la entrada y el corazón me dio un vuelco. Acababa de comprobar que me habían enviado a alguien conocido. Mientras leía un ejemplar atrasado de The Times fumando su pipa, junto al mostrador me esperaba Tom Burns, el antiguo agregado de prensa de la embajada británica. Nunca nos fue posible mantener un trato cercano, pero yo sabía que Marcus había trabajado junto a él hombro con hombro en la lucha contra la amenaza nazi; sabía que él conocía la existencia de nuestro discreto matrimonio, y sabía también que se estimaron mutuamente. El simple recuerdo de todo ello hizo que una ráfaga de melancolía me azotara con fuerza. Logré contenerme y disimulé como pude, rescatando las artes embusteras que usé en otras contingencias entre esas mismas paredes. Con fingida frialdad, para evitar las ganas de echarme a llorar o darle un abrazo, le tendí una mano lánguida.

—Encantado de volver a verte, querida.

Querida, dijo. Ni Livia, ni Arish, ni Sira mucho menos. Ya no había alemanes por allí, se suponía que tampoco confidentes o chivatos. Aun así, convenía mantener la prudencia.

Nos sentamos a una mesa discreta junto a una columna, ambos pedimos té. Una vez se alejó el camarero, Tom Burns me transmitió sus condolencias por la muerte de Marcus mientras a mí se me formaba un nudo en la garganta. Le dedicó unas palabras elogiosas, pero tuvo el tacto de frenar justo a tiempo para que yo no me desmoronase. Ya no trabajaba él para la legación británica; como Sir Samuel Hoare y como tantos de entonces, había vuelto a Londres. De hecho, casi nadie permanecía en la embajada en esos días en que, tras la decisión de Naciones Unidas de vetar a España, la mayoría de los embajadores habían sido retirados del Madrid de Franco y las misiones diplomáticas andaban con flojo rendimiento. Pero la esposa de Tom Burns era española, hija del doctor Marañón, y por eso la pareja regresaba con frecuencia. Y en esas ocasiones, en memoria de otros tiempos, sus viejos amigos del Secret Service le pedían algún favor de tanto en tanto. Como verse conmigo esa mañana, por ejemplo.

Charlamos sobre trivialidades, ninguno mencionó nada relativo a la rendición de Alemania, el legado de los nazis en España o el sangriento atentado contra el King David. Comentamos tan solo el calor que ya amenazaba, su profesión de editor en Inglaterra, el Martínez de Londres o el frío tremebundo que hizo ese invierno. Nadie notó cómo, en mitad del encuentro, yo sacaba del bolso mis informes mientras fingía buscar un pañuelo. Nadie se percató tampoco de cómo los introducía entre las páginas del The Times que él había dejado a propósito sobre el mantel impoluto, junto al azucarero. Cumplido el trámite, nos despedimos sin más demora. Lo seguí con la mirada mientras pagaba en la caja del mostrador, mientras salía con el periódico bajo el brazo y su pipa en la boca. A través de la cristalera lo vi rebuscar en el bolsillo e inclinarse a dar una limosna a la vieja enlutada de la mano inmunda.

Aguanté un par de minutos tras su marcha, frente a mi té ya frío, sintiendo una soledad inmensa. Tom Burns, de la misma edad de Marcus y similar compromiso, retornaba a su vida, a su familia, a la ilusión de construir un futuro y mirar hacia delante. Por esas loterías siniestras del destino, sin embargo, su amigo Marcus Logan, Mark Bonnard, ya no seguía en el mundo de los vivos.

Logré recomponerme, me levanté despacio. Querría haber comprado una bandeja de dulces para llevar a Hermosilla, alguna chuchería con que provocar la alegría de Víctor, unos bombones para agradecer a Phillippa y Miguela sus desvelos con mi hijo. Pero me faltaron las fuerzas. Empecé a andar Castellana arriba, buscando la sombra de las acacias. Tras las gafas oscuras, sin poder ni querer evitarlo, se me escurrieron unas cuantas lágrimas.

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