Sira

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Tercera parteEspaña » Capítulo 48

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El equipaje estaba listo, el taxi en la puerta y mis nervios a punto de saltar por los aires. Me había alterado el encuentro con Ramiro, su descaro presente y el hecho de haberme obligado a retornar a un pasado ingrato y doloroso. Con su visita, además, había provocado que retrasara el momento de acudir junto a mi hijo, acortando más aún el escaso tiempo que tenía para verlo.

Estaba saliendo del Club de Prensa cuando la siempre seria señora Cortés surgió a mi espalda con paso acelerado y me pidió que aguardara un instante; disimulé mi irritación a duras penas. Pensé en advertirle que, durante mi ausencia, negaran la entrada a cualquiera que dijese ser mi amigo o conocido o pariente o lo que fuese; la osadía de los sinvergüenzas admitía formatos muy variables. Pero ella se me adelantó; tenía algo que decirme y darme.

—El señor que ha venido a verla, señora Nash, dejó un mensaje.

Lo saqué del sobre que me tendió, desdoblé el papel con precipitación.

Me olvidé de preguntarte cómo se encuentran tus padres.

De tu madre sé que dejó el barrio hace tiempo. ¿Sigue viviendo

don Gonzalo Alvarado en su gran piso del barrio de Salamanca?

Para contactar conmigo:

Román Altares, hotel Buen Retiro, habitación 417.

Una ráfaga de ira me recorrió entera con la virulencia de un latigazo. Había vuelto Ramiro a mi calle, había preguntado por nosotras a unos y otros. Por fortuna mi madre, juiciosa siempre y con cautela extremada durante los días de guerra, cuando logró marchar a Tetuán no facilitó su paradero. Que ya no vivíamos allí desde hacía un montón de años debieron de decirle los vecinos de la Redondilla. Nadie allí tenía más datos, por suerte.

Al respecto de mi padre, la cosa era distinta. Nunca llegó Ramiro a estar en su casa porque por aquel entonces Gonzalo Alvarado y yo apenas teníamos trato. Pero sí conocía la existencia del señor distinguido cuya paternidad había permanecido callada tanto tiempo. Estaba al tanto también de su opulento piso en el barrio de Salamanca, de su patrimonio y —cómo no— de la herencia que me había entregado inesperadamente, cuando la guerra estaba a punto de estallar y él creyó que iban a matarlo. No recordé, sin embargo, los detalles exactos que en su día compartí con Ramiro. ¿Le aclaré alguna vez que la calle de mi padre era Hermosilla? ¿Le dije que su número era el ocho? ¿Le describí qué aspecto tenía Gonzalo Alvarado, lo reconocería si lo viese? Todas esas preguntas incómodas me persiguieron mientras me dirigía a su encuentro.

Las escasas horas que pasé con los míos volaron en un soplo, el tiempo justo para almorzar con Víctor sentado en mis rodillas y un breve rato de juego sobre la alfombra. Volvimos después a intentar engañarlo para que no notara que me iba, pero esta vez no salió bien el truco. Ni el gato de la portera ni nuestras mil zarandajas surtieron efecto. Harto ya de mis constantes ausencias, su intuición infantil le avisó de que pretendía jugársela de nuevo. Y, para frenarme, sacó sus armas: un descomunal berrinche en el último momento.

El taxi para llevarme al aeropuerto me esperaba abajo a las cuatro en punto, pero me negué a irme dejando así a mi hijo. Entretanto, el reloj avanzaba a las cuatro y cinco, y diez, y cuarto, y veinte. A las cuatro y veinticinco Víctor pareció calmarse y se quedó dormido en el sofá; me dispuse entonces a salir al pasillo con los zapatos en la mano, andando de puntillas. Pero la recia tarima de roble crujió antes de alcanzar yo la puerta del salón y él, mosqueado y en guardia, abrió los ojos. Al no verme a su lado, retornó el llanto: un llanto sentido que me atravesó el alma. Conteniendo la angustia, no tuve más remedio que seguir adelante. Sabía que quedaba al cuidado de Phillippa y de Miguela, bajo el ala de mi padre. Aun así, mientras recorría el pasillo con su desconsuelo clavado en los oídos, mientras agarraba mi equipaje y bajaba en el ascensor y salía a la calle y me metía apresurada en el taxi, en mi cabeza resonaban un puñado de palabras ingratas. Traidora. Desertora. Egoísta. Mala madre.

Iba con retraso, con muchísimo retraso. Para empeorar las cosas, encontramos atascada la carretera hacia el aeropuerto. Ingenua de mí, no conté con que el fin de la estancia de Eva Perón en la capital volvería a sacar a la calle a miles de vecinos. Avanzábamos a paso de caracol, el taxista no paraba de tocar el claxon y soltar exabruptos. Nerviosa, yo insistía para que intentara abrirse paso.

—¡Acelere, por favor! ¡Adelante a esa camioneta!

Iba a llegar tarde. Iba a perder el vuelo. Ante el comité organizador, ante la Oficina de Información Diplomática y ante mis compañeros, quedaría como una informal, una profesional indolente y perezosa.

—¡Métase por la derecha! ¡Por la izquierda ahora!

Los actos principales estaban previstos en Granada para esa misma noche; con aquellos viejos trenes españoles y aquellas masacradas vías férreas, si me quedaba en tierra no iba a ser capaz de llegar a Andalucía hasta el día siguiente. Me moriría de vergüenza al informar a Londres que, por tardona, había perdido una de las etapas del viaje.

—¡Intente avanzar, se lo ruego!

—¡Que no se puede ir más deprisa, coño! —gritó agrio el taxista—. ¿Es que no lo ve, mujer? ¿No se da cuenta de que no hay forma?

Busqué en mi bolso, saqué algo. Le di un toque sobre el hombro con las yemas de los dedos, acto seguido agité un billete de cien pesetas.

—Suyas son si llegamos a tiempo.

Con un brusco volantazo, se salió de la carretera. Atravesando trozos de campo, socavones, trechos de baldío y áridas parcelas, muerta de calor pero con las ventanillas subidas para que no entraran polvo caliente, pedazos de paja resecos y la tolvanera, llegamos a Barajas dando tumbos cuando los aviones ya tenían encendidos los motores.

La banda había acabado los himnos de rigor, en las tribunas se revolvía el público distinguido. En los alrededores, igual que el día de la llegada, se amontonaban invitados y espontáneos bajo el inclemente sol de la tarde, ansiosos todos por largarse en cuanto el aparato de la primera dama alzara el vuelo.

Entré a la terminal a la carrera, con mi maletín en la mano y mis pasos claveteando el terrazo; detrás, el taxista antipático arrastraba mi equipaje a cambio de otros cinco duros extra. Diego Tovar soltó un rugido de alivio al verme. Junto a él, fuera de los aviones, tan solo quedaban tres o cuatro hombres; el resto de la comitiva y acompañantes ocupaban ya sus lugares con los cinturones de seguridad puestos, más de uno susurrando padrenuestros por temor al vuelo.

—¡Vamos, vamos, vamos! —exclamó apresurado, arrancándole al taxista de las manos mi maleta.

Avanzamos unos metros hombro con hombro, rumbo al segundo avión a grandes zancadas. Hasta que nos interrumpió un grito entre el rugido de los motores.

—¡Livia!

Nos volvimos ambos. Era Alberto Dodero quien me llamaba: como organizador y factótum, andaba repartiendo las últimas órdenes al personal de la embajada que quedaba en tierra. Alzó entonces el brazo en un gesto imperioso, reclamándome. Diego Tovar frunció el ceño, yo dudé unos instantes.

—¡Venga conmigo, venga a nuestro avión, hay sitio de sobra!

Busqué los ojos de Diego; sin necesidad de palabras, ambos acordamos que no podía negarme.

Subí junto al naviero la escalerilla y entramos al aparato; un mecánico blindó de inmediato la puerta a mi espalda, ya estábamos todos dentro. Dodero dio órdenes a una azafata para que me acomodase y a Juan Duarte para que informara a doña Eva de mi presencia. Estaba ella sentada en un asiento delantero de ventanilla, junto a la señora Lagomarsino, su sufrida acompañante. Llevaba un vestido estampado de manga corta bastante sobrio y discreto. En la cabeza, sin embargo, había echado los restos con otro de los peinados de don Julio, coronado con un indescriptible tocado con más flores que un vergel. Tanto el peinador como las modistas iban en el segundo avión, por suerte; así no habría necesidad de provocar disimulos ni fingimientos.

La primera dama contemplaba la despedida a través del cristal cuando se le acercó su hermano y se inclinó para hablarle.

—Es una periodista de confianza.

Eso o algo similar debió de decirle, no llegué a oír las palabras exactas. Las de ella, tras mirarme de arriba abajo, resonaron en alto.

—Sé quién es; viene siguiendo el viaje desde el principio, ¿qué creés, que soy ciega?

Él se desplazó a un lado, protocolariamente serio con su bigote y su terno de chaqueta cruzada; yo me adelanté unos pasos.

—Buenas tardes, señora —dije respetuosa.

—Llevás un lindo conjunto —fue su réplica—. También me fijé en los que usaste otros días, hermosos todos. ¿Te los hicieron acá, en España?

—En Londres, señora. Un modista inglés.

—Ah, mirá vos… —exclamó con gesto de sorpresa—. Lilliancita… —dijo entonces dirigiéndose a su acompañante—. Lilliancita, usted que tiene buena letra, ¿tomaría nota del nombre del modista de la señora reportera? Recuérdeme que lo veamos cuando vayamos a Londres.

Desde los asientos cercanos se volvieron varias cabezas suspicaces, atentas. Los edecanes militares. El embajador argentino, Pedro Radío. Los ministros españoles de Justicia y Agricultura con sus esposas. El propio Dodero. Hasta Juancito, a quien todo eso solía importarle un bledo.

—¡Cuando vayamos a Londres dije, sí, no me miren con esas caras! ¡Cuando vayamos a Londres a ver al rey, si es que nos envían la invitación oficial! ¡Y si no, los mando yo a todos a la mierda!

Logré sentarme cuando el avión ya se deslizaba por la pista. Mientras me abrochaba el cinturón, a través de la ventanilla vi cómo la masa aplaudía y agitaba entusiasta centenares, miles de pañuelos. Ajena a las euforias de la despedida, apoyé la nuca contra el reposacabezas y cerré los ojos mientras la aeronave alzaba el vuelo. Me fui serenando poco a poco a medida que volábamos en dirección al sur, atravesando un cielo impoluto sobre campos resecos tras años de atroz sequía; pertinaz sequía, decía la oficialidad del Régimen. Por fin pude empezar a poner mis recuerdos recientes en orden y la memoria me devolvió el encuentro con Tom Burns en Embassy y la nostalgia de Marcus, el llanto de mi hijo y mi congoja por dejarlo, la angustia al temer que no iba a llegar a tiempo, el trote aventurado del taxi entre socavones y pedruscos. Todo eso había quedado ya atrás, por suerte. Confiaba en que Víctor, con su buen carácter, hubiera recuperado las ganas de seguir jugando, riendo por todo y tirando de la cola al gato; imaginé que el taxista andaba por ahí contando que una tarada le había dado la extravagante cantidad de veinticinco duros por llevarla al aeropuerto. Clavado dentro de mí, no obstante, seguía sintiendo la picazón de algo profundamente desagradable. Algo con nombre y apellido, una especie de astilla punzante.

Me habría resultado muy fácil solventar allí mismo el problema, facilísimo. Dada la simpatía que el magnate argentino parecía tenerme, en ese mismo instante podría haberme levantado y acercado a su sitio para charlar con él. En cuestión de minutos podría lograr sin duda lo que Ramiro me había pedido, una cita privada para exponerle sabía Dios qué asunto; pidiéndoselo yo, seguro que Dodero incluso le daría un trato preferente. Pero me negaba en redondo. Ramiro no merecía que yo le hiciera ese favor. Él, que fue conmigo tan cruel, no merecía que yo ahora moviese ni un solo dedo.

Aterrizamos en la base aérea de Armilla en torno a las siete y media, todavía estaba el sol relativamente alto. Al bajar la escalerilla, nos llenamos los pulmones del aire puro de la cercana Sierra Nevada. Nada hacía presagiar la noche bronca que aguardaba por delante.

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