Sira

Sira


Tercera parteEspaña » Capítulo 58

Página 63 de 92

58

Los actores de la Compañía del Teatro Nacional cumplían con creces. La obra, la decoración y los efectos escénicos resultaban magníficos: El sueño de una noche de verano, de Shakespeare. Pero siendo como eran casi las cuatro de la madrugada, el público, por mucho que se esforzaba, no conseguía reprimir el cierre involuntario de ojos, las cabezadas y los bostezos.

Estábamos en Barcelona, en los jardines de Montjuic, en torno a un gran auditorio montado bajo las estrellas. Algún insensato había tenido la idea de programar la representación dramática para pasada la medianoche, a las doce y media en teoría, pero los retrasos se acumulaban como siempre y pasaban ya las tres de la mañana cuando ocupamos nuestros asientos. Por fin había retornado yo a mis obligaciones y parecía concentrada en acumular estampas para mi futuro reportaje. Aquella fachada, no obstante, era solo una verdad a medias: si alguien se me hubiera podido meter dentro de la cabeza, habría percibido que mi cerebro trabajaba como en dos dimensiones. Una de ellas estaba ocupando una de las butacas preferentes previstas para los corresponsales extranjeros. La otra mitad de mis neuronas, en cambio, trotaba a centenares de kilómetros.

Un par de días atrás, salí de mi encuentro con Ramiro en el antiguo Gaylord’s convencida de que todo estaba ya listo: la Gran Cruz escondida en su neceser, él apaciguado gracias a la promesa de una reunión e Ignacio aguardando mi aviso para poder detenerlo. El desenlace sería tan inminente como yo quisiera; una vez atrapado el ciudadano argentino Román Altares como presunto usurpador de la insignia de la primera dama, lo demás rodaría de forma automática. Cierto que él no había cometido ningún robo en este caso, pero sí lo hizo en otro tiempo. Y ahora me había coaccionado suciamente, y se había portado como un miserable con Phillippa, y a saber hasta dónde habría sido capaz de llegar de no haberlo frenado. La pena que le cayera, por una cosa o por otra, estaría de sobra justificada.

Al contrario de lo previsible, sin embargo, no sentí la menor satisfacción tras dejarlo solo frente a su suculento desayuno. Incómoda, pedí a un taxista que me llevara a Hermosilla. Estaba nerviosa, cansada: Granada y su noche turbia, Sevilla y el desconcierto, la vuelta a Madrid en tren, la pensión pobretona de Atocha, mis idas y venidas, las constantes llamadas telefónicas, las entradas y salidas al Gaylord’s, mis mentiras, mis ocultaciones, mis maquinaciones y fingimientos. Necesitaba un descanso, un poco de calma y aire fresco antes del paso siguiente. Un descanso físico, pero no solo. Necesitaba, por encima de todo, dar a mi pobre alma una tregua.

Víctor me recibió gozoso. Se me echó a los brazos, rio a carcajadas, me pellizcó la cara, me tiró del pelo. Tan solo habíamos pasado unos días separados, pero tuve la impresión de que había crecido. Aún no se había soltado a andar del todo, pero sí lo hacía sujeto: agarrado a mi meñique, recorrimos arriba y abajo la tarima del larguísimo pasillo de casa de mi padre media docena de veces. Le di luego de comer un plato de arroz con pollo, se quedó sentado en mi regazo mientras yo terminaba mi almuerzo, nos tumbamos después juntos en el sofá a dormir la siesta en el salón en penumbra; no estaba ese mediodía mi padre, tenía una comida en la Gran Peña. Empecé a cantarle Estaba el señor don Gato con voz queda, tardó apenas un par de estrofas en caer, recostado sobre mi cuerpo. Instantes después, quedé adormecida bajo su peso.

Creí estar soñando cuando un bisbiseo insistente empezó rondarme la cabeza. Señora, señora, señora… Noté un zarandeo, abrí los ojos confusa y me topé con el rostro ajado de Miguela a dos palmos de mi cara.

—Señora —susurró una vez más, para no despertar a Víctor—. La llaman por teléfono. Dicen que es urgente.

Me escurrí del sofá para contestar en la mesa de despacho de mi padre.

—Casi te sale bien la jugada, chica. Casi me lo termino creyendo.

Estaba de pie, descalza. Tragué saliva, era Ramiro.

—No me gusta dar las cosas por resueltas sin apretar antes todas las clavijas, Sira. Quizá no recordabas eso de mí, o quizá es algo que he aprendido a hacer después, con el tiempo. Así que, para asegurarme de que tu promesa iba en firme, me he pasado por el Palace, donde tú misma me dijiste que se alojaba Dodero. De hecho, te estoy llamando desde aquí mismo.

Se oía un mullido ronroneo de fondo; igual podría decir la verdad que estar mintiendo.

—Ahí debe de estar el naviero —dije—. Ayer hablé con él.

—Estaba. Estaba, pasado del verbo estar.

—¿Cómo que estaba?

—Estaba porque ya no está. Se ha ido.

—Se ha ido, ¿adónde?

—Dímelo tú.

Tardé unos instantes en acoplar piezas, despojándome aún de las telarañas del sueño. Si el magnate argentino había dado ya por finalizada la etapa madrileña, lo lógico sería avanzar hacia la siguiente.

—Supongo que su destino será entonces Barcelona, para ir preparando la llegada de…

No me dejó terminar.

—¿Cómo de segura estás de eso?

—Casi completamente.

—¿Y tú irás también?

Podría haberle contestado que eso no era asunto suyo, pero preferí mantener a raya mi insolencia.

—Por supuesto, tengo que seguir cubriendo el viaje.

—Bien, consígueme entonces la reunión con él en Barcelona.

Toda la sosegada cortesía que había mostrado por la mañana parecía haberse desvanecido. El tono de Ramiro era ahora exigente y despegado, frío como un cuchillo clavado en hielo. De forma premonitoria supe que aquello no se debía a un mero cambio de humor. Su manera de hablar anticipaba sapos negros.

—Y déjame aviso en la recepción de mi hotel, pero no te molestes en preguntar por mí. Ya estoy fuera. Yo también me he ido.

Me dejé caer en el butacón de cuero de mi padre con el pesado auricular pegado a la oreja. Dios mío. Dios mío. Dios mío. Ramiro se había marchado del hotel Buen Retiro. Y con él se habría llevado su equipaje, como era normal. Y en su equipaje iría su neceser, con la Gran Cruz dentro. Y yo no sabía dónde se alojaba ahora, y él no parecía tener intención de decírmelo.

—Estoy perdiendo la paciencia, Sira —continuó implacable—. Y lo peor es que lo preveía, intuía que pretenderías librarte de mí con tus falsas promesas y tus enfados, tan dolida, tan herida por mi comportamiento. Me has hecho recordar que siempre fuiste así, sentida, sensible hasta agotarme; por eso me harté de ti y te dejé, seguramente.

Me recosté sobre el respaldo, cerré los ojos.

—No sé al cien por cien en qué te has convertido —prosiguió sin darse un respiro—. Me falta información acerca de tu pasado; si te digo la verdad, desde que me fui de Tánger he estado demasiado ocupado como para interesarme por ti lo más mínimo. He tenido negocios, mujeres, levantadas y caídas, vacas flacas y etapas soberbias; no me ha sobrado el tiempo. Y he tenido, además, amigos. Y uno de ellos, fíjate qué casualidad, resulta que desde hace unos meses anda por Londres. Y resulta que me debía un favor y acaba de compensarme con algo que me inquieta.

Seguía hablando serio, del tirón.

—Nadie te conoce en la BBC, Livia Nash, o Sira Quiroga o como prefieras decir que te llamas. Nadie ha escuchado jamás el nombre que usas ahora, ni tampoco el que tenías antes. El amigo del que te hablo es argentino y está bien relacionado; el círculo de los latinoamericanos y españoles, según me acaba de comentar, no es demasiado extenso. Todo el mundo conoce a todo el mundo o tienen referencia unos de otros, más aún cuando se trata de alguien que se supone que trabaja en la radio. Pero lo curioso es que de ti no ha oído nadie nada. Jamás, nunca.

Ni me molesté en darle réplica. Las excusas y tapaderas que usaba con otros a él no iban a servirle, esas patrañas para Ramiro eran papel mojado. El caso era que él sabía ahora lo que nadie en España debería saber. Y con eso me tenía férreamente agarrada.

—Bien, por concretar —añadió contundente—. Barcelona. Dodero. Necesito avances concretos. Y no me sirve que me ofrezcas un sitio y una hora, y te quites de en medio; no me fío. Quiero que tú asistas a la reunión, que vengas conmigo, empujes a mi favor y te las arregles para que el naviero acepte mis propuestas.

Sabía que yo lo escuchaba, lo mismo que sabía que no iba a contestarle. Hizo una última pausa, sonaron de fondo tenues notas de piano, igual no mentía al decir que estaba en el Palace.

—Tú verás cómo te las arreglas, Sira; todavía se me despistan tus artes con esas gentes, no sé si logras ganártelos haciéndote la ingenua o encendiéndolos entre las sábanas. En cualquier caso, eso a mí ni me va ni me viene; lo que yo necesito lo sabes ya de sobra. O colaboras conmigo, o veré la forma de poner en conocimiento de quien corresponda que la supuesta reportera de la BBC a la que tratan con tanta deferencia, esa que se pasea con jerarcas y anda metiendo las narices en todo, no es más que una farsante.

Dos días más tarde, mi memoria recordaba aquella conversación telefónica por enésima vez mientras yo contemplaba el escenario del parque de Montjuic repleto de personajes salidos de la pluma de Shakespeare. No había vuelto a tener noticias de Ramiro desde aquella llamada; no sabía si seguía en Madrid o estaba ya en Barcelona como yo, a la espera de su cita con el armador. Cuando sonaron los aplausos tras la función y los espectadores nos pusimos en pie, dos incógnitas me seguían machando el pensamiento. Una: dónde estaba Ramiro y, con él, la Gran Cruz. Otra: dónde demonios se había metido Alberto Dodero.

Confiaba en encontrar al naviero allí, asistiendo a los primeros actos de aquellas últimas jornadas. Pero no, no apareció. Sí escoltaban a la primera dama esa noche el hermano zascandil, la acompañante, el embajador a cuyas órdenes fingí yo trabajar delante del joyero, y otros tantos fieles. Pero no, Dodero no se dejó ver en esos primeros actos en la Ciudad Condal en los que, para gozo de la concurrencia, Evita lució otra vez un excesivo peinado de vedette y vestido de tisú blanco, joyas en cascada y una estola de armiño que casi rozaba el suelo. No llevaba a la vista la insignia que le impuso el Caudillo; otra cosa sería la cena de despedida con Franco como anfitrión. Entonces, ese último día, sí acarrearía problemas que no apareciera con ella.

Nos alojaron en el hotel Majestic, en el paseo de Gracia: calidad y lujo para los periodistas extranjeros, como siempre. Apenas quedábamos tres o cuatro de los que arrancamos juntos en aquella primera reunión en Pinar 5, pero a la etapa barcelonesa, como trampolín del salto a Europa, se habían sumado otros tantos. Un pinturero cronista de Il Giornale d’Italia, un señor delgadito de la agencia francesa Havas, un reportero de Pathé News y tres o cuatro más de cuya filiación me despreocupé: mis problemas eran otros.

Me desperté temprano a pesar del trasnoche, lo primero que hice fue preguntar en recepción si había dejado alguien un mensaje a mi nombre.

—No, nadie, señora Nash.

—¿Y el señor Alberto Dodero? ¿Se ha registrado por casualidad en las últimas horas un señor argentino con el nombre de Alberto Dodero?

—No, señora Nash. Tampoco.

A los pocos minutos de colgar, sonó de nuevo el teléfono. Respondí ansiosa, quizá el empleado había cometido un error y resultaba que sí había algo para mí. O que sí había llegado el naviero.

—¿Livia? Buenos días, soy Diego Tovar. Te llamo para informarte de que queda cancelado el programa de esta mañana, se intentarán reajustar las actividades más adelante. La Señora acabó exhausta, mejor que descanse; la tarde y la noche vienen hoy también cargadas.

No supe si fue él consciente de mi alivio al darle las gracias. A tomar viento la visita a la Feria de Muestras, los aplausos, los himnos, las carreras. Iba a despedirme cuando me interrumpió.

—Es un lujo en este viaje contar con un poco de tiempo libre. ¿Conoces Barcelona? ¿Aceptas un paseo y te la enseño?

Titubeé. Era la primera vez que pisaba la ciudad, y la idea de una mañana de descanso sonaba tentadora. Pero no, no debía distraerme. Aunque tampoco me convenía rechazarlo, sobre todo después de mi espantada en los días previos. Indecisa, sugerí una contraoferta.

—¿Te parece mejor que almorcemos? Me gustaría aprovechar este respiro inesperado para adelantar algo de trabajo.

Si yo hubiera sido una reportera auténtica, así lo habría hecho. Como no era más que una tramposa, me volqué en mis otros asuntos. Bajé al gran hall, busqué la centralita. Recordaba que en el Alhambra Palace las telefonistas me trataron con mimo exquisito, confiaba en que ahora también pudieran hacerlo. En consonancia con la magnitud del hotel y el pulso de la ciudad, en vez de dos empleadas a cargo de las líneas, allí encontré a cinco.

Tardaron más en entrar al trapo, no se mostraron en un principio tan dóciles y solícitas como las granadinas. Por unos instantes, incluso temí que tuvieran el colmillo retorcido en exceso: Barcelona era una gran ciudad donde pasaba de todo y el Majestic, un hotel que atendía no solo a turistas relajados sino también a viajeros de pelajes diversos, cargados de asuntos y problemas. No, allí no iba a servir hacerme pasar por la encantadora y atolondrada joven esposa de un millonario maduro. Simulando de nuevo acento porteño, adopté un papel distinto, no me quedó otra. Con temple serio, severo casi, mencioné la Oficina de Información Diplomática, la República Argentina, a Madame Perón y su apretado programa de actividades; casi metí en el saco al lucero del alba, aunque sin llegar a identificarme yo misma con una etiqueta precisa. En cualquier caso, al final me tomaron por alguien con cierto cargo ejecutivo y logré mi empeño.

—¿Qué es entonces lo que necesita exactamente, señora?

—Localizar con la mayor brevedad a don Alberto Dodero. Empiecen por favor por el Palacio de Pedralbes y continúen por todos los hoteles de la ciudad de cinco estrellas, añadan incluso los de cuatro. Les ruego discreción máxima. Por favor contacten conmigo en mi habitación en cuanto…

Mi oído izquierdo captó algo al vuelo, callé en seco. Sentada frente a sus clavijas en la última posición, una de las más jóvenes acababa de soltar una frase magnética.

—Le paso con el señor Duarte de inmediato.

Di un par de pasos hacia ella y redoblé mis aires de autoridad, hasta alcé el índice para enfatizar mis palabras. No sabía quién lo llamaba ni para qué, pero estaba dispuesta a enterarme.

—Si don Juan no contesta, por favor siga insistiendo.

Accedió, obediente. Hasta que logró sacar a Juancito del sueño, de la bañera o sabría Dios de dónde.

—Señor Duarte, muy buenos días. Es una conferencia internacional. Le paso con el embajador de la República Argentina en Londres.

Imposible saber de dónde saqué la desvergüenza o los arrestos, pero tan pronto como arrancó la conversación, ya estaba yo con los auriculares de la chica puestos en mis orejas.

Ir a la siguiente página

Report Page