Sira

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Tercera parteEspaña » Capítulo 61

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—Pide a tu gente que actúe con prudencia. Es listo y es osado. Y, a la vez, prevenido, calculador, cauto. Cuando logres saber dónde se aloja, buscad su neceser y arrancad el fondo del lateral izquierdo; encontraréis la Gran Cruz en el fondo.

Ignacio, en su piso de Madrid, tomaba nota de todo lo que yo le iba diciendo desde el otro extremo del hilo telefónico. Había regresado a mi habitación del Majestic tras dejar la verbena de forma un tanto precipitada, todavía me machacaban el alma las últimas estampas de la noche. La desfachatez de Ramiro para colarse en el Club de Tenis, su insolencia al pedir a Diego Tovar que le permitiera bailar conmigo, la extrañeza de mi piel al volver a sentir la suya tan próxima, su desvergüenza para, a modo de despedida delante de todo el mundo y apenas a unos metros del propio Diego, dejarme un susurro en el oído y, en los labios, un beso.

—Adelanta esta descripción a quien vaya a encargarse. Cuarenta y dos años, aspecto mundano, alto, buen porte. Imagino que vestirá chaqueta y pantalón claros, corbata también porque se supone que irá a una reunión importante. Tiene el pelo lacio y oscuro, abundante, peinado con raya al lado, algunas canas.

—¿Acento español o argentino?

—Usa ambos, según le conviene.

—Correcto todo. Y para terminar, dame el nombre. O los nombres, si es que usa más de una identidad como parece.

Tragué saliva.

—Uno es Román Altares; ese debe de ser el que ha usado en Buenos Aires en los últimos tiempos y el que probablemente consta en el pasaporte con el que entró y se mueve por España.

—Román Altares, de acuerdo. ¿Y el otro?

—El otro…

Volví a intentar tragar, pero noté la garganta cerrada como si se me hubiera atorado un puñado de flema.

—El otro es Ramiro Arribas.

Once años después de mi abandono, la mera mención a aquel hombre provocó en Ignacio un silencio espeso. Sopesé añadir algo, quizá una aclaración, un argumento, tal vez una disculpa por encararlo de nuevo con el tipo que le trastocó la vida: aquel atractivo gerente de la casa Hispano Olivetti en quien él depositó su ingenua confianza. El mismo que con una mano le vendió una máquina de escribir y con la otra, traidor, me arrancó de su lado.

Pero no me dio opción Ignacio. Asumido el dato, retomó el tono neutro y dijo simplemente:

—Anotado queda.

—Perfecto. Ha quedado en llamarme a las once de la mañana para que le dé instrucciones. Intentaré por todos los medios concertar la supuesta entrevista con Dodero para las doce, doce y media máximo, porque más tarde tendrán el almuerzo con la señora de Perón en el barco.

—Bien.

—Te dejaré antes una notificación con los detalles en la centralita del hotel. Pregunta por un mensaje a tu nombre, irá de parte de…

—De Livia Nash, descuida.

A través de la ventana entreabierta llegó el estallido solitario de una lejana ristra de petardos, el estertor de alguna verbena. Antes de acostarme, preparé lo necesario para primerísima hora de la mañana, ropa sobria y discreta.

Tengo que hablar con Diego, me repetí por enésima vez en mi duermevela. Explicarle quién era Ramiro, justificar su invasión y su descaro. O quizá no, quizá mejor permanecer callada. Estrictamente, no me unía a Diego Tovar ningún vínculo firme más allá de mi supuesto trabajo, no tenía obligación de darle explicaciones. Pero su actitud hacia mí superaba el mero trato cortés con una periodista a su cargo. Y yo no le había frenado esa cercanía afectiva, confusa como estaba con mis propios sentimientos.

Empezaba débilmente a amanecer cuando sonó el despertador; me levanté y me aseé, me vestí sin hacer ruido. Nadie había que pudiera oírme, estaba sola, pero ya llevaba dentro de los huesos la cautela. Un taxista solitario aguardaba en la puerta del Majestic, a la espera de algún viajero madrugador rumbo a una de las estaciones de ferrocarril, quizá al aeropuerto del Prat. O al puerto, como yo misma.

—¿A usted le suena que haya atracado estos días un buque argentino cargado de cereal?

—Ya lo creo que sí, señora —replicó el taxista con acento del sur, uno de tantos emigrantes que desde el fin de la guerra empezaban a llegar en oleadas a la próspera Cataluña—. Junto a la Estación Marítima, dos mil toneladas de trigo dicen que trae; el trigo de la Perona.

Sonreí con un rictus. La Perona había dicho, como las chiquillas del Sacromonte. Así debía de llamar el pueblo llano a la señora de Perón, la que según contaban se paseaba por España dadivosa a manos llenas.

—Pues lléveme hasta allí, se lo ruego.

Descendimos por el hermoso paseo de Gracia. Para confirmar que nadie nos seguía, miré varias veces a través de la luna trasera. Recorrimos las Ramblas, lo observé todo con voracidad, atenta. Tras años de contienda y crudeza de posguerra, aquella parte antigua de la ciudad se mostraba sucia, deslucida y exhausta. Por únicas presencias hallamos algún barrendero, algún repartidor de prensa con su cargamento a la espalda, unos cuantos desgraciados que recogían colillas del suelo. Alcanzamos el Portal de la Paz, vi un gigantesco monumento con Cristóbal Colón en bronce señalando el mar. Nos adentramos en el puerto, carreteó el hombre hasta alcanzar el punto más conveniente para que me apease.

—Pues uno de esos mostrencos será el que busca.

Tan solo encontramos dos buques atracados de costado. Sí había embarcaciones menores en los muelles cercanos, viejos veleros, costrosos barcos de pesca, barcas de paseo, lanchas mensajeras. Pero pocas mercancías y pocos viajeros se movían esos días por los mares. Las dos guerras recientes, la civil y la mundial, habían acabado con muchos de los grandes barcos, la carencia de medios y materiales obligaba a reparar poco y construir aún menos: no corrían buenos tiempos para la industria naviera. Aunque había excepciones, claro. Excepciones que florecían en países que no habían sufrido las sangrías bélicas; Argentina era el mejor ejemplo. Y, en consecuencia, había asimismo compañías de navegación que hacían crecer sus flotas comprando remanentes de guerra para reconvertirlos en barcos de emigrantes y carga, implantando nuevas líneas, aumentando servicios, operaciones, clientes, réditos. Aquel Hornero era un símbolo del buen hacer de la empresa de Dodero: un saldo de la gran guerra, uno de los numerosos buques clase Victory producidos a destajo en los Estados Unidos para remplazar a los hundidos por los submarinos nazis. Tras la victoria habían entrado a formar parte de la reserva naval del país; ahora, a cambio de unos miles de dólares, en este ya no ondeaban las barras y estrellas, sino la bandera argentina.

—¿Me esperaría usted un rato, a cambio de veinte duros?

—A mandar, señorita, para eso estamos.

Caminé por la amplia explanada del muelle sin que nadie me importunara. Se alzaba el día con una tenue bruma plateada, cielo y mar parecían juntarse como dos láminas. Alejados, caña al hombro, vi a algunos pescadores tempraneros: sin apenas movimiento de buques, los peces se movían a sus anchas por las aguas del puerto. Entre chillidos alocados de gaviotas, confirmé que el primero de los dos enormes barcos no era el mío: las letras sobre el enorme casco negro me resultaron ininteligibles, supuse que serían nórdicas. Continué, pisé algún charco, esquivé algún pez muerto, mondas de naranja, los trozos puntiagudos de cristal de una botella rota. No sabía nada de barcos, no distinguía el babor del estribor ni la proa de la popa. Sí tenía meridianamente claro, en cambio, lo que iba buscando. Y cuando lo encontré, me hice oír a gritos.

Llamar la atención del joven marinero resultó fácil; que el capitán recién levantado me invitara a subir a bordo, un poco más complejo.

—Necesito ver a don Alberto Dodero, es urgente.

No imposté nada; aquel marino barrigón, canoso y curtido no tenía pinta de tragarse patrañas, ni mucho menos aceptar esos billetes que yo repartía entre mis míseros compatriotas como si fueran las cartas de la baraja.

—Soy reportera de la BBC —dije con serenidad—. Le convendrá verme, puedo ayudarlo en la resolución de un problema.

No fumaba en pipa ese capitán, como se suponía que debería hacerlo según el estereotipo. De buena mañana, lo que llevaba entre los dedos era un grueso habano, ya a medias. Se lo acercó a la boca y achinó los ojos calibrándome mientras aspiraba una chupada profunda.

El naviero me recibió en un camarote que en nada se parecía a las suites de los hoteles en los que solía alojarse. Pero era un refugio discreto, alejado del ruido ensordecedor de todo lo que rodeaba a la visita. Estaba aún en pijama y batín de seda, con el pelo encanecido del pecho asomándole por el triángulo del escote. No le dio tiempo a afeitarse, aunque en mi honor se había peinado y cepillado los dientes. A pesar de esos esfuerzos, y aunque habían abierto un ojo de buey para orear el espacio, el sitio olía a tabaco revenido, a secreciones de hombre entrado en años y a enjuague de mentol mezclado con fragancia.

—Entiendo que mi visita le resulte desconcertante, pero hemos de hablar de la Gran Cruz.

—No, por Dios, Livia, todo lo contrario —dijo ofreciéndome asiento—. Cualquier cosa que pueda decirme al respecto…

Se detuvo cuando vio que yo volvía la cabeza hacia el capitán. Permanecía de pie junto la puerta del que hasta un par de días antes era su propio camarote, con las piernas separadas, con su puro en la boca y los brazos de piel morena y velluda cruzados sobre el vientre. Dodero asintió, y con ese breve gesto entendí que me autorizaba a hablar con confianza, el otro estaba al tanto.

Sinteticé la historia a mi antojo, mencioné información que se suponía obtenida a través de colegas periodistas y otros contactos, retorcí lo que me convino y callé lo que consideré oportuno. Él me escuchó con las cejas fruncidas, sin interrupciones. Debí de sonar convincente porque cuando acabé no pidió explicaciones adicionales. O quizá simplemente no le interesó pedirlas. Lo perentorio para él era recuperar la insignia; el resto se la traía al pairo.

—Procedamos, pues —decidió firme. Para ratificarlo, se sacudió una palmada en el muslo, sobre la seda granate de la bata.

—¿Dónde desea que concertemos la reunión?

Volvieron a mirarse los dos hombres; el capitán hizo una seña escueta.

—Invítele a que venga acá.

—Si me envía al hotel un auto, yo misma puedo traerlo.

—Cuente con ello, querida.

En cuanto volví al Majestic, dejé el recado en centralita para Ignacio: Reunión prevista para las doce del mediodía, buque Hornero, puerto de Barcelona. A las once en punto, según habíamos convenido la noche anterior, entró como una flecha la llamada de Ramiro.

—¿Todo listo?

—En cuarenta minutos te recojo, dime el sitio.

—¿Adónde iremos?

—Lo sabrás en su momento.

Dispuesta con anticipación en el lobby, vi cómo el suntuoso Cadillac del armador estacionaba frente al hotel. Acto seguido, me puse en pie y me dirigí a la puerta. Simulé naturalidad al reconocer al chófer: bajo la gorra de plato gris, dentro de un uniforme que marcaba su silueta voluminosa, no estaba aquel Armando que me llevó otras veces, sino el capitán del barco. Dodero había decidido no dejar ningún cabo suelto.

—Paramos en la plaza de Cataluña, por favor.

Recogimos a Ramiro en la terraza del café Zurich, un establecimiento visible a los cuatro vientos; imposible saber si él mismo se alojaba cerca o lejos. Mantuvimos el silencio a lo largo del trayecto, yo adusta, fría, con los músculos tensos y la mirada al frente. En algún momento deslizó la mano izquierda hacia mí, recorriendo el cuero del asiento. Intentó acariciar mi meñique con su meñique, conciliador; apenas noté el contacto, retiré el brazo brusca. Al adentrarnos en la zona portuaria, de soslayo vi que se le dibujaba en el rostro una mueca de desconcierto, pero no abrió la boca.

Nos detuvimos a escasa distancia del casco imponente.

—Don Alberto nos recibirá a bordo —aclaré al fin.

Frunció el ceño, aquello no le hizo la menor gracia.

—Es un barco de su propiedad, él es quien ha decidido que este sea el lugar del encuentro.

El capitán abrió cortés mi portezuela, Ramiro salió por el lado contrario. Encontramos el muelle vacío; llamativamente vacío para ser el primer mediodía del verano luminoso. Tan solo, en la distancia, se percibían un par de pescadores: a lo suyo, de espaldas. Una ráfaga de sudor me recorrió el cuerpo. ¿Y si no viniera nadie? ¿Y si Ignacio no hubiera montado ningún operativo? ¿Y si se hubiese echado atrás al saber que el sujeto implicado era el propio Ramiro?

—Acompáñenme —ordenó el supuesto chófer.

Un miembro uniformado de la tripulación emergió entonces del barco y descendió por la escala.

—Documentación, por favor —dijo al llegar abajo.

Como si aquellas palabras fueran el santo y seña, todo se precipitó a partir de ese preciso instante. El capitán agarró a Ramiro por la espalda retorciéndole un brazo, los pacíficos pescadores se transmutaron de pronto en ágiles agentes. Se oyó el motor de un coche a nuestras espaldas, las llantas derrapando, un frenazo, voces bruscas, gritos, órdenes frenéticas.

Todo ocurrió rapidísimo, como en fogonazos. Ramiro ignoraba la razón última que provocaba su detención. Culpable de tantas otras cosas, sin embargo, intuyó que de ningún modo le convenía que lo agarrasen. Estaba en forma, era ágil y resbaladizo, no le resultó demasiado difícil escapar del agarre del capitán, más voluminoso pero menos diestro.

Alguien me aferró por los hombros con brusquedad.

—Vamos, entre rápido.

El coche que acababa de llegar tenía las puertas abiertas. Miré desconcertada al desconocido; intentaba empujarme al asiento trasero sin miramientos. Ante mi resistencia, me puso una mano sobre la cabeza y con la otra me obligó a inclinarme, en tres segundos estaba dentro. Arrancó con un acelerón, entre el estrépito del exterior le oí decir:

—Hay que sacarla de aquí, orden de Montes.

Montes era Ignacio, Ignacio Montes. El mismo que en ese preciso momento, a más de seiscientos kilómetros de su Madrid, corría en pos de Ramiro con una pistola en la mano.

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