Sira

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Cuarta parteMarruecos » Capítulo 66

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Las oficinas de Brax Insurance Ltd estaban en un imponente edificio de la City. En King William Street, por ser precisa, muy cerca del monumento levantado en conmemoración del gran incendio que asoló la ciudad siglos antes.

No encontré por allí vendedores de flores en las esquinas, ni chicas con sandalias y vestidos veraniegos. Los hombres eran mayoría, circunspectos, enfundados en oscuros trajes de tres piezas, tan sombríos como los del invierno. Caminaban deprisa con sus zapatos brillantes, siempre negros según la estricta regla de no brown in town: el desatino de llevarlos marrones convertiría a cualquier varón de la zona financiera en un pobre diablo. A las mujeres, escasas, las supuse secretarias con rumbo a algún recado; vestían asimismo austeras, contagiadas por sus superiores y el entorno. Con mi sombrero de sinamay, guantes claros y un tailleur liviano, me sentí de pronto como si, en vez de bajar de un taxi, hubiera descendido de otra galaxia.

Se había ofrecido el tal Gregory Sacks para acudir a verme en persona al lugar de mi elección, pero preferí una vez más ser yo quien se moviera: confiaba en que la distancia física me aliviase la desazón que me corroía por dentro. Mi padre y Olivia juntos, por los clavos de Cristo. No se me iba de la cabeza. De hecho, la conmoción que me causó saberlo fue en gran medida lo que me empujó a dar el paso: una especie de huida hacia delante para alejarme de aquella realidad tan incómoda. Por esa razón la tarde previa, después del anuncio, mientras Gonzalo se preparaba con ilusión de cadete para llevar a mi suegra a cenar a Martínez, yo hice una llamada telefónica desde mi cuarto.

La conversación fue breve y neutra; no tenía la menor idea del tipo de hombre que iba a encontrarme cara a cara a la mañana siguiente. Quien me recibió resultó ser un varón alto y esquelético, con terno sobrio, corbata sobria y rostro sobrio de piel casi transparente, en torno a los cincuenta. Contenido en sus modos, tremendamente serio. En su despacho, como una extensión de sí mismo, no parecían tener cabida la liviandad o la frescura: lo evitaban las paredes paneladas en madera, las cortinas espesas y una alfombra oriental. Un escritorio presidía el despacho; tras él, un sillón Chesterfield giratorio y delante dos butacas. Me ofreció una de ellas, me senté obediente.

—Hemos sido debidamente informados de su eficiencia operativa, su extremada discreción y su solvencia.

¿Hasta dónde habría llegado Kavannagh al exponer mis credenciales a ese individuo? ¿Hasta el Rainbow Tour de Evita, tan solo? ¿Hasta mis funciones en Madrid en favor de los ingleses durante la guerra? ¿Hasta Rosalinda, Beigbeder y el lejano encuentro con Hillgarth en la American Legation? Ni yo pregunté ni él me dio pistas.

—En consecuencia, creemos que puede ser usted la persona adecuada para abordar ciertos cometidos al respecto de un asunto delicado en extremo que tenemos entre manos. Sin abrumarla con detalles internos, sí puedo adelantarle que se trata de algo vinculado a una póliza de seguro muy concreta; una póliza que altera nuestros esquemas tradicionales, tanto en lo que respecta a la naturaleza de la pieza a asegurar como al entorno en el que va a moverse.

Volví a asentir, aunque no tenía la más remota idea de hacia dónde se dirigía el tal Sacks con su parlamento.

—Permítame antes de nada ponerla en antecedentes. Habrá oído hablar de la familia Romanov, supongo.

Los rusos, sí. Aunque mis años de escuela fueron escasos, hasta ahí sí llegaban mis conocimientos. Pero ¿qué demonios teníamos que ver con los zares de Rusia aquel circunspecto inglés y yo misma?

—A ellos hemos de remontarnos para proporcionarle una panorámica completa del asunto. Verá, tras el estallido de la Revolución bolchevique, una gran cantidad de las magníficas joyas que la dinastía había atesorado a lo largo de más de trescientos años se las quedó el nuevo Estado, otras se vendieron en el mercado negro dentro del propio país y hubo asimismo piezas que se desvanecieron sin dejar rastro; todo hace suponer que ciertas manos codiciosas pudieron desmontarlas para darles salida de forma fraccionada, casi piedra a piedra.

Mi barbilla se movió despacio, arriba y abajo, en señal de que no perdía el hilo.

—Al margen de todo eso —continuó—, existe además otro número significativo de joyas que sí salieron de Rusia y a las que se les ha podido seguir el rastro. Una vez atravesaron las fronteras, gran parte fueron vendidas o subastadas, y quedaron en manos a veces a compradores anónimos y en ocasiones de personalidades públicas: millonarios, celebridades o incluso miembros de otras casas reales. De hecho, algunas de ellas, son propiedad ahora mismo de nuestra propia realeza.

La impavidez de mi rostro hizo que Sacks estirara la comisura izquierda de la boca.

—No crea que estoy al tanto de las intimidades de la dinastía zarista, señora Bonnard; todo esto que le estoy contando lo he aprendido muy recientemente, por pura necesidad ante el asunto que nos convoca.

Volví a asentir por cuarta, quinta o sexta vez, ya había perdido la cuenta.

—Y así llegamos a nuestro objetivo. Entre esas joyas que lograron salvarse y hacer el tránsito hacia Occidente, se encuentran las de la viuda del gran duque Vladímir Alexándrovich, tío del zar Nicolás II. Formaban los duques en San Petersburgo, al parecer, una de las parejas más significativas de la corte; cuando las circunstancias se les pusieron difíciles, ella pudo huir a Crimea llevándose solo algunas alhajas de diario. El resto, lo verdaderamente valioso, lo dejó escondido en un compartimento secreto en el palacio de Vladímir. Al final, la gran duquesa logró escapar hasta Venecia; fue la última Romanov que abandonó territorio ruso.

Hizo una pausa y cambió de tono. Suena a novela, ¿verdad?, eso dijo. Me encogí de hombros, no tenía respuesta. Prosiguió entonces el soliloquio.

—Y mientras tanto, un anticuario británico experto en arte y conocido de la familia real, un tal Albert Spotford, al parecer logró adentrarse en el palacio vestido como un simple trabajador, recuperó las joyas clandestinamente y, metidas en un par de grandes bolsones de cuero, logró traerlas hasta Londres, donde residían en el exilio los hijos de la gran duquesa. Unos años después, tras la muerte de ella, la familia repartió la herencia y cada uno hizo lo que se le antojó con su parte; algunas piezas quedaron en la familia y otras, las más valiosas, se acabaron vendiendo. La mítica tiara Vladímir, por ejemplo, es propiedad ahora mismo de la reina Mary. Y el soberbio juego de esmeraldas que la duquesa había recibido como regalo de bodas de su suegro, el zar Alejandro II, pasó a manos del joyero Pierre Cartier por una cantidad no revelada en su momento, pero con seguridad altísima.

Sobre la mesa de su escritorio tenía Sacks una carpeta de piel granate, la abrió con delicadeza. Sacó una fotografía del tamaño de una cuartilla, me la tendió.

—Así estaban montadas originalmente las legendarias esmeraldas de la gran duquesa Maria Pavlovna cuando salieron de Rusia. Se dice incluso que en el pasado pudieron pertenecer a Catalina la Grande.

El blanco y negro de la imagen no me impidió percibir que se trataba de algo bello y suntuoso como yo no había visto nunca. Un gran broche con una enorme esmeralda hexagonal y un collar con un buen número de piedras.

—Para quitarles ese aire un tanto imperial y ajustarlas a la moda del momento Cartier, al comprarlas, las rehízo en este collar largo estilo art déco. Lo llaman sautoir; hasta ahora yo desconocía ese nombre, disculpe mi ignorancia.

Su mano me acercó una segunda fotografía a través del escritorio. Las mismas piedras, en efecto, formaban ahora una composición del todo distinta: un precioso collar largo estilo años veinte, con la gran esmeralda en su parte más baja y el resto, según tamaño, en orden descendente.

—Esta creación fue adquirida por la excéntrica millonaria de Chicago Edith Rockefeller McCormick; se estima que pagó por ella casi medio millón de dólares. Lo de excéntrica no es una valoración mía, entiéndame, por favor. No soy persona dada a emitir juicios de valor con frivolidad; si le comento el detalle es porque hay constancia clínica de que la señora afirmaba ser una reencarnación del faraón Tutankamón.

No supe si echarme a reír o salir corriendo. Todo lo que estaba entrando por mis oídos era tan insólito, tan extravagante y tan ajeno a mí que tuve de pronto la sensación de estar dentro de una opereta. Compartimentos secretos que ocultaban tesoros, anticuarios disfrazados que se los llevaban por la cara y americanas tronadas que creían haber sido faraones egipcios. Más aquel señor tan alto y tan serio, de rostro como de cera, contándome todo aquello dentro de un asfixiante despacho londinense en el que apenas entraba luz a pesar de encontrarnos en una espléndida mañana de julio. ¿Qué haces tú ahí, muchacha?, me habría reprochado mi madre. Deja de escuchar sandeces, vete ahora mismo en busca de tu hijo, separa a tu padre del alacrán de tu suegra y vuelve a casa. A casa, eso me habría ordenado Dolores, la modista de la calle de la Redondilla, tan recta y tan pragmática siempre. A casa. Como si yo supiera dónde estaba eso.

Ajeno a mis pensamientos, Sacks prosiguió con su relato.

—Para concluir la secuencia y enlazar con el presente, las esmeraldas fueron recompradas por Cartier tras el divorcio de la susodicha propietaria. Y se dice que regresaron a Europa desmontadas del collar y enviadas de una manera digamos poco ortodoxa. ¿Sabe cómo?

Alcé las cejas. No, no tenía ni idea de qué nuevo dislate estaba a punto de soltar por su boca.

—Al parecer, fueron escondidas dentro de cargamentos de té, en las bodegas de dos barcos mercantes. En uno de ellos vino la gema principal, y el resto en el otro. Cuentan que la fortuna de la dueña empezaba a flaquear y pretendía evitar problemas aduaneros, seguros e impuestos. Así las cosas, y readquiridas las esmeraldas por la joyería, estas han vuelto a ser vendidas. La composición la integran ahora tan solo siete piedras. Las han redimensionado con forma octogonal y el estilista de la casa Cartier, un tal… —Tomó una tarjeta de la mesa, leyó en voz alta—. Un tal Lucien Lachassagne ha creado una pieza del todo distinta. Por decisión de la nueva compradora, ahora forman una tiara convertible asimismo en gargantilla, vea…

A mis manos llegó una tercera imagen.

—No puede apreciarse bien por la falta de color, pero el engarce es oro amarillo, no platino como anteriormente. Al parecer, el diseño está inspirado en el arte hindú, en las coronas de las dinastías…

—¿Señor Sacks?

Levantó los ojos hacia mí, sorprendido.

—¿Le importaría aclararme de una vez para qué me quiere en este asunto?

—Disculpe. Disculpe —musitó—. Me estoy yendo demasiado por las ramas. Centrémonos, sí. A pesar de mi prolija introducción, creo que le ha quedado claro que yo no soy un experto en joyas, sino en seguros. No entiendo de pureza ni de belleza, ni de cortes o tallados, ni siquiera de quilates. Mi preocupación son tan solo los números: cuánto puedo arriesgar para que algo compense en el negocio. Y puesto que se nos ha ofrecido la posibilidad de asegurar estas esmeraldas, lo que en Brax Insurance estamos sopesando son los límites de la cobertura. Y para eso, necesitamos trabajar con potenciales previsiones.

—Y yo, ¿qué tendría que ver en eso?

—Hemos sido informados de que el próximo destino de las esmeraldas, al menos durante un tiempo, será Tánger. Su propietaria acaba de adquirir allí un palacio, y es su intención lucirlas en la inauguración del mismo. Y ese detalle es lo que nos desconcierta y nos preocupa. Por eso, antes de comprometernos, debemos hacer una exhaustiva valoración del riesgo.

—¿Podría ser más explícito?

Carraspeó, dispuesto a ir al grano.

—Necesitamos un análisis pormenorizado del palacio de Sidi Hosni, su entorno y particularidades. Necesitamos saber quién va a moverse en ese círculo, desde el personal de servicio hasta los posibles visitantes ocasionales de la residencia. Resultaría de nuestro interés asimismo conocer el cariz de la fiesta que se pretende celebrar y otra multitud de detalles que hemos de considerar en la evaluación de los límites de nuestra póliza.

Por fin. Así que eso era, por fin iba entendiendo. Aquí ya no había intereses oficiales ni cuestiones capaces de generar desencuentros entre países. Se trataba ahora de un mero asunto financiero.

—Y lo que ustedes pretenden es… ¿que sea yo quien me encargue de realizar un informe al respecto?

—Así es. Que usted misma acceda a ese entorno y nos ponga al tanto de forma pormenorizada. Después, en función de las particularidades y la potencial vulnerabilidad del lugar, tomaremos nuestras decisiones. Siempre y cuando usted, como compensación por su trabajo, estime correcta la suma de dos mil quinientas libras.

Tragué saliva con disimulo. Aquello era una brutalidad de dinero.

—Permítame que le hable con sinceridad, señora Bonnard. A Brax Insurance le interesa mucho, muchísimo esta clienta. Aunque neoyorquina por nacimiento, sus intereses y propiedades son cada vez más numerosos en Gran Bretaña y el continente europeo. Y a pesar de que su aseguradora hasta ahora ha sido de igual modo neoyorquina, nosotros confiamos en ir poco a poco absorbiendo la cobertura de ese patrimonio, desarrollando para ella un portfolio mucho más amplio. Para establecer, no obstante, las bases de nuestra relación de la manera más óptima, en este primer acercamiento a través de la tiara de esmeraldas, queremos andar con pies de plomo. Verá…

Lo corté. Me daba igual su empresa y sus procedimientos. Necesitaba saber otra cosa.

—Y ¿tienen previsto para mí algún tipo concreto de…, digamos, de pretexto o tapadera o subterfugio con el que acercarme al objetivo propuesto?

Cuando me transmuté en una supuesta modista marroquí primero, y cuando me convertí en una falsa periodista de la BBC después, me dieron esa tarea hecha: alguien decidió de antemano bajo qué cobertura habría de protegerme. El sector de las aseguradoras, sin embargo, resultó ser bastante menos imaginativo.

—Eso lo dejaríamos a su entera elección; anticipamos que usted, por sí misma, hallará la mejor manera.

Empecé a sentir un calor espeso, estuve tentada a acercarme a las ventanas, descorrer de un tirón los cortinones y abrirlas. Pero no me moví de la butaca.

—Falta un último detalle —dije en cambio—. No ha mencionado el nombre de la actual dueña de las esmeraldas y el palacio tangerino.

—Cierto. Entiendo que no reside usted de forma permanente en Gran Bretaña, pero quizá le resulten familiares los almacenes Woolworths.

—Los conozco, sí.

En uno de esos locales había comprado meses atrás unas cuantas cosas para Víctor.

—En tal caso, le resultará sencillo hacer conexiones. Hablamos de Barbara Hutton, la heredera de ese imperio.

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