Sira

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Cuarta parteMarruecos » Capítulo 67

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Tánger empezó a desplegarse ante mis ojos blanca y compacta, recortada contra el cielo luminoso como un montón de pequeños cubos amontonados. A pesar de los esfuerzos por resistirme, no pude evitar rememorar otra llegada semejante. Once años y unos cuantos meses habían transcurrido desde que Ramiro y yo cruzamos el Estrecho con ese mismo rumbo, cuando yo era una joven sometida e incauta. Ahora no viajaba ningún hombre a mi lado, sino que llevaba a mi cargo a un niño, a una niñera y un equipaje voluminoso. Y heridas en el alma. Y una tarea concreta.

Me emocionó identificar a la figura que nos saludaba desde el muelle, agitando los brazos con aspavientos. Vestido de lino tostado, con una pajarita de fantasía y gafas nuevas, allí estaba Félix Aranda, mi vecino en los viejos tiempos del taller en Sidi Mandri. No habíamos perdido el contacto a lo largo de los años, sabía que él se había mudado de Tetuán a Tánger tras morir su madre, que trabajaba en algún tipo de oficina e intentaba, cuando la inspiración y la vida se lo permitían, hacer sus pinitos en el mundo del arte. Le había enviado yo un cablegrama desde Londres anunciando nuestra llegada.

—¡Pero qué alegría verte otra vez, emperatriz del remedo!

No logré contener una carcajada; así me llamaba él en aquellos días del ayer, cuando intentaba enseñarme modos, datos y apaños a fin de engañar a mis clientas, haciéndome pasar por la modista cosmopolita y glamurosa que evidentemente yo no era.

Repartió Félix abrazos, lanzó piropos y elogios, gritó a los mozos en árabe para que se encargaran de nuestros bultos. Una hora después, tomábamos juntos un ginfizz en la terraza del hotel Cecil. Curioso como siempre fue, no dejó de disparar preguntas.

—¿Y nuestra querida Mrs Fox? ¿Qué sabes de Rosalinda?

—Intenté dar con ella, pero no hubo forma.

—Voló la pichona…

—Exacto, aunque no tengo ni idea de adónde.

—Y de nuestro añorado altísimo comisario, ¿hay noticias? Jamás lo nombran ya en los periódicos.

—No sé nada de Beigbeder tampoco.

Bebimos un sorbo de limón y ginebra, mantuvimos luego el silencio, como si estuviéramos concentrados en la playa a nuestros pies o en la línea de costa española al otro lado del Estrecho. Las mentes de ambos, sin embargo, habían retornado a los días en que mi amiga y su amante eran la pareja más controvertida del Protectorado: la inglesa joven y desinhibida y el maduro militar franquista, poderoso, intrigante y un tanto excéntrico. Acariciaron la gloria y, una vez allí, plantaron cara al establishment franquista y cayeron a los infiernos. Él terminó convertido en un juguete roto; ella quizá logró enderezar su suerte.

—Y lo de Marcus, querida…

Estaba Félix al tanto de todo; por eso quizá no terminó la frase, tan solo alzó su copa como si hiciera un brindis por mi marido muerto. Lo imité intentando que tras las gafas de sol no se me escapara una lágrima.

—Bueno, dejémonos de melancolías y vayamos a lo práctico. Cuéntame entonces, ¿vienes tan solo de vacaciones como una lady en toda regla o tienes intención de quedarte?

Me recompuse los pliegues de algodón blanco del vestido, mientras organizaba las palabras.

—Vengo, entre otras cosas, a ofrecerte algo parecido a una colaboración.

Me miró socarrón. Habíamos permanecido en contacto a lo largo de los años, sí, pero de forma somera. Jamás le mencioné mi compromiso con los británicos, ni la verdad tras los supuestos afanes periodísticos de Marcus. Listo como era, sin embargo, seguramente sospechaba bastantes más cosas de las que yo le había contado.

—¿Y qué pretendes de mí? ¿Que haga pespuntes y dobladillos? ¿O que te dibuje bocetos como aquel traje de tenis? ¿Te acuerdas?

—Que te conviertas en una especie de asistente, eso es lo que te ofrezco.

El eco de la carcajada resonó por la terraza, hacia nosotros se volvieron varias cabezas. Era el Cecil un hotel de esencia decimonónica un tanto decadente, volcado al mar, lleno de turistas sobre todo británicos, quizá un poco añosos y trasnochados pero sin duda distinguidos; de esos que se negaban a alterar sus costumbres de todos los veranos.

—¡Chsss, calla, Félix! Escúchame atento. Estoy aquí para realizar un trabajo. Para mi tarea necesito ayuda, refuerzos, conexiones. Y me gustaría que tú pudieras echarme una mano.

—Una mano, otra mano, un pie, otro pie… Lo que haga falta, mi reina.

—Perfecto. Y ahora, respóndeme: ¿cómo de bien conoces el Tánger actual, más allá de tu propio entorno?

—¿Mi entorno? ¿Qué entorno? Desde que murió mi madre y volé de Tetuán, soy un verso suelto, querida. Nada me ata a nada. Voy, vengo, me muevo…

Wonderful, my dear. Quedas contratado, vayamos entonces por partes. Lo primero que necesito es que me ayudes a buscar una casa mientras yo me voy unos días a Tetuán a ver a mi madre.

Atónito, abrió tanto la boca que casi le vi la campanilla.

—¿De verdad piensas comprarte…?

—Comprar no, loco. Alquilar simplemente. Una casa para unos meses; no sé cuánto tiempo nos quedaremos, pero prefiero ser precavida. Una casa con jardín, por el niño. Amueblada, amplia, cómoda, hermosa.

—Bueno, deja que investigue y te cuento. Aunque dicen que los precios están subiendo una barbaridad, te lo advierto. Desde que se largaron los españolitos y acabó la guerra mundial, empezó la risa y esto va camino de convertirse en Montecarlo.

Volví a escuchar entonces una de sus peculiares lecciones, como hacía en las noches tetuaníes cuando cruzaba el descansillo que separaba nuestras viviendas y se instalaba en mi salón, después de dejar a su madre durmiendo la curda, ahíta de anís del Mono. Yo seguía entonces cosiendo mis encargos mientras él, infatigable, me hablaba alborotado de cine americano o grandes personajes literarios, de cotilleos de nuestros vecinos, celebridades, actualidad mundana, frivolidades y truculencias propias y ajenas.

—Agarrándose a la letra pequeña del Estatuto de Tánger como ciudad internacional, tan pronto arrancó la guerra europea, Franco mandó para acá a nuestras aguerridas tropas españolas durante una temporada, y a sus amigos nazis los dejó que camparan a sus anchas. Todo, de pronto, se españolizó con las normativas franquistas, hasta se reguló el uso de lenguas que no fueran el árabe o el castellano. Se prohibió el juego y dieron boleto al despiporre nocturno que aquí era marca de la casa; llegaron estrecheces que nunca se habían visto y el ambiente se volvió mucho más apagado y más rancio, ¿entiendes lo que te digo? Puritito ibérico, válgame Dios y brazo en alto.

No era esa, desde luego, la panorámica que yo contemplaba ahora desde mi sillón de mimbre. La playa estaba llena de gente luciendo luminosos trajes de baño; tumbonas y sombrillas de colores punteaban la arena. Las terrazas y los balnearios se veían repletos de clientes y numerosos autos modernos recorrían la avenida de España, entre las palmeras.

—Poco antes de que terminase, por fortuna —prosiguió Félix—, el Caudillo se dio cuenta de que los aliados igual acababan ganando y ordenó a sus tropas que dejaran de dar la lata. Se devolvieron entonces los privilegios y las competencias del Estatuto de Zona Internacional, y entre eso y el fin de la contienda, esto está que bulle, ya ves; todo el mundo dice que vivimos en el mejor Tánger de la historia, divino, próspero, maravilloso. Se ha llenado esto de bancos, de agencias import-export, de locales nuevos… Con Europa desolada y muerta de hambre ahí al lado, nosotros somos un punto cercano y cotizado en el mapa. Fíjate tú que hasta cuentan que una americana multimillonaria se ha comprado aquí un palacio que te caes de culo.

—¿No me digas? —musité. Preferí no entrar todavía en detalles—. Bien, ahora tenemos que ponernos en marcha, Félix. Ya hablaremos tú y yo de millonarias y palacios; de momento, vamos a organizarnos…

Media hora más tarde, partíamos hacia Tetuán Víctor, Phillippa y yo en un taxi. Llevábamos solo un par de maletas, el resto se había quedado en la consigna del Cecil: más maletas, un baúl, mi radio y algunos paquetes con las últimas compras que hice en Londres. Aunque ahora hubiera en Tánger hoteles más modernos y mundanos, ese establecimiento de opulencia caduca me serviría a la perfección como punto de arranque.

Con un nudo en la garganta, recorrí de nuevo aquella carretera Tánger–Tetuán en la que cada curva me traía un recuerdo. El viaje espantoso en el autobús de La Valenciana, cuando se malogró mi primer embarazo. Las ideas y venidas en el descapotable de Rosalinda para negociar primero la deuda que Ramiro dejó a mi nombre en el Continental, para suplicar después la intervención del cónsul británico a fin de que nos ayudara a que mi madre pudiera dejar Madrid y llegar hasta Marruecos. Los días de asueto, las excursiones con Marcus.

Me recompuse al ver la ciudad al fondo; me pasé un pañuelo debajo de los ojos, por si la máscara de pestañas mezclada con la emoción me hubiera dejado una marca traicionera.

—Mohamed Torres, 17 —ordené al taxista.

Mi madre nos esperaba en el balcón. Había llamado yo por teléfono a Casa Ros, la tienda cercana; dejé un recado anunciando que llegaríamos en torno a las ocho, pero ella probablemente llevaba en guardia desde la hora de la siesta. Todas las lágrimas que logré retener frente a Félix en la terraza del Cecil y a lo largo del camino se me desbordaron ahora, al tenerla enfrente. Mi madre, ahí estaba, vestida de malva sin sombra de afeites. La entereza hecha persona, la voz de mi conciencia. Dignidad con nombre propio, la que me trajo al mundo sola y me crio con sacrificio hasta que yo, su criatura, decidí apartarme de su lado para seguir a un cretino. Mi madre, Dolores, tan estoica siempre, se deshacía ahora en cucamonas con mi hijo mientras permanecía aferrada a mi brazo, clavándome las uñas casi. Como si temiera que fuese a escapar de nuevo.

El piso era sencillo y relimpio; los muebles austeros, con mesa camilla, cocina económica y visillos de muselina. Su marido, Sebastián, resultó un hombre sereno y silencioso, viudo, recién jubilado como empleado de Correos, granadino de origen pero residente en el Protectorado desde la pacificación, allá por el año veintitantos.

Salimos a pasear con Víctor, calle Generalísimo arriba, calle Generalísimo abajo; hasta la plaza de España primero, luego vuelta atrás hasta la plaza Primo, saludando a gente ellos, orgullosa mi madre al mostrar su nieto a los conocidos que le salían al paso mientras yo me rencontraba con rincones de mi ayer, chispazos de nostalgia agazapados. Tetuán estaba abarrotada a la caída de la tarde, hermosa y cálida con sus fachadas blancas y sus pinceladas verdes y esa luz tan única. Parejas, familias, grupos de amigos, algunos militares de Infantería, de Artillería, de Aviación, de Regulares: todos recorrían sin prisa las calles o se sentaban en las terrazas de los bares y cafés a tomar un granizado de limón o una cerveza, un helado en La Glacial o simples cucuruchos de pipas y frutos secos recién tostados. Entreverados con ellos, los moros con sus chilabas, las moras con sus jaiques. Terminamos comiendo los célebres pinchitos en un cafetín cerca de la Alta Comisaría. Hube de hacer un hondo esfuerzo para que la melancolía no se me atragantara entre los bocados.

Habría resultado bastante más cómodo quedarnos en el hotel Nacional o en el Dersa, pero no quise rechazar los esfuerzos de mi madre. Una vecina le había prestado una cuna para Víctor, ya la tenía preparada con sábanas impolutas, recién planchadas. A mí me correspondió una estrecha cama en la misma habitación y a Phillippa, una especie de diván desplegado en el cuarto interior donde estaban las máquinas de coser, la de Dolores y la que fuera mía, limpias y silenciosas, detenidas en el tiempo. En un momento en que nadie pudo verme, mientras el alboroto seguía en el otro extremo del pasillo, volví a pasar la mano por ellas, despacio.

El día había sido largo, yo estaba exhausta. Aun así, saqué fuerzas y me quedé charlando con mi madre cuando todos se durmieron, el balcón del comedor abierto a la noche de par en par, el cielo lleno de estrellas frente a nosotras, la silueta imponente del Gorgues al fondo.

—¿Y tu padre, qué es de él? ¿Lo has visto últimamente?

Para mi contrariedad, Gonzalo se había quedado en Londres. En The Boltons, por más señas; instalado en el mismo dormitorio que yo ocupé durante meses. Cuando me informó de su decisión, no di crédito. Pero ¿cómo? Tú, tú, tú… —tartamudeé—. ¿Cómo vas tú a meterte en casa de…, de…, de…? Como un simple invitado, Sira, insistió él. Olivia me lo ha propuesto, y creo que es una buena idea. Más cómodo y económico que un hotel, y así nos haremos compañía el uno al otro.

En nuestra pacata España, aquella situación habría sido inadmisible: hembra y varón no santificados por el vínculo del matrimonio jamás deberían compartir el mismo techo. Y menos todavía tratándose de ciudadanos de bien, maduros, conservadores y formales burgueses. Incluso en Londres, menos rancia que Madrid, el apaño también resultaba un desatino. ¿Y no piensas ir a Fuenterrabía?, pregunté intentando atraerlo con un reclamo apetitoso. Ya veremos más adelante, dijo tan solo. Opté por no seguir insistiendo, tampoco le avancé nada sobre los entresijos del testamento de Marcus. De quererlo yo, podría haber hecho saltar por los aires aquel desvarío ejerciendo mis derechos legales sobre la propiedad de la vivienda. Dominic Hodson lo dejó todo bien atado antes de volver a Nairobi, todos los trámites formales realizados. Pero ni abrí la boca a ese respecto ni moví un dedo: me limité a cenar con ellos como despedida, en el comedor de tantas otras veces. Yo misma llevé el vino y las viandas que compré en una nueva visita a Fortnum & Mason y las bajé a la cocina a escondidas, para que después Gertrude las sirviese en la mesa. Preferí no ser yo quien desencantara a mi padre en nuestra última noche juntos, confiaba en que la realidad se encargase de hacerlo.

En cualquier caso, en aquel rencuentro con mi madre, Gonzalo Alvarado y Olivia Bonnard quedaban muy lejos.

—Se encuentra bien —respondí tan solo; para qué dar más explicaciones—. Cumpliendo años como todos, pero en orden.

Estábamos aún desayunando a la mañana siguiente cuando llamaron a la puerta, abrió Sebastián.

—¿Dónde están las manos más hacendosas del África entera, la mejor modista del mundo? ¿Y dónde está ese niño, que me lo voy a comer enterito a besos?

Quien gritaba sin recato mientras taconeaba a lo largo el pasillo no podía ser otra más que Candelaria: la deslenguada, descarada y entrañable matutera.

—¡Muerta de ganas por venir me quedé anoche, hasta a la peluquería había ido! Pero no quise yo meterme entre la familia, para no ser desconsiderada. Ahora, que esta mañana, de la que he abierto el ojo, para mí que me he dicho: ya está bien de esperas.

Acabó su parlamento justo en el momento de asomarse a la puerta del comedor, por fin la tuve enfrente. Más vieja, más oronda, con los labios pintados en mi honor y el bolso sin lustre apretado en la sobaquera; entre las manos traía un paquetón de churros. Genio y figura, mi vieja patrona, siempre tremenda. Ya solo le quedaban acantonadas en su pensión de La Luneta, como restos del naufragio, las dos hermanas resecas de mis viejos tiempos.

—El resto de los huéspedes —confesó tras abrazarme— o se han marchado o se han muerto. Y nuevos, poquitos llegan.

Pasamos el día juntas, mi madre y ella peleándose por empujar el cochecito de Víctor por las calles; mi hijo un tanto apabullado hasta que ganó poco a poco confianza y entonces les desplegó todas sus gracias y ellas se las rieron henchidas de orgullo, colgándoles casi la baba. Al final de la tarde llegó la hora de abandonar Tetuán. Ocho, diez, doce veces tuve que repetirle a mi madre que no podíamos quedarnos más, pero que no se preocupase; que no sufriera, que a lo largo del verano nos seguiríamos viendo constantemente. No acabó muy convencida y le costó trabajo disimularlo.

Arrancaba ya el taxi cuando Candelaria dio un par de palmetazos sobre el techo y me gritó a través de la ventanilla abierta.

—Búscame tú por Tánger un marido o un trabajo o lo que te se ocurra, ¿eh, Sirita? Que una está muy necesitada, y a mí todito me vale, prenda.

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