Sira

Sira


Cuarta parteMarruecos » Capítulo 69

Página 75 de 92

69

Buscar Sidi Hosni fue mi siguiente objetivo. Salí temprano a la mañana siguiente, antes de que Víctor se despertara y la casa se llenase de movimiento. El cielo presagiaba otro día luminoso cuando abandoné mi nuevo barrio, parte de la antigua gran hacienda de un ciudadano inglés que se iba vendiendo a pedazos para que la ciudad moderna prosiguiera su despliegue. En paralelo a la tapia del cementerio musulmán, la larga Sidi Bouarrakia me llevó hasta el Zoco de Afuera. Pasé delante del bar Las Palomas y de la Mendoubia, al atravesar la gran Bab el Fhas vi a los comerciantes marroquíes trajinando en sus bakalitos, colocando sartenes y plumeros, matamoscas, cacerolas y barreños, preparando el género para los clientes que irían llegando a lo largo de la jornada.

Enfilé desde allí la avenida de Italia, con sus edificios de hermosos balcones curvos, apreté el paso al cruzarme con el cine Capitol, luego el Alcázar. Preferí que mi memoria no se detuviera en ellos: allí había estado con Ramiro varias veces en esos días desocupados y veleidosos en los que yo vivía cegada por su amor mientras en el hotel Continental, a mi espalda, se iba nutriendo una factura de la que al cabo hube de hacerme cargo. Sacudiéndome de encima los recuerdos ingratos, emprendí con brío la subida a la casbah. Llevaba sandalias sin tacón, pantalón claro y un carré de seda cubriéndome el pelo; ocultaba los ojos tras mis gafas de sol, podría haber pasado por una turista cualquiera. Solo que por allí no había turistas; ni a aquella hora ni casi a ninguna. Estos se quedaban en los balnearios de la playa y en las piscinas de los hoteles; como mucho alcanzaban a ver las grutas de Hércules o se sentaban en la terraza de algún café del Zoco Chico a fin de disfrutar de lo pintoresco de la ciudad por una tarde. A adentrarse en la vieja alcazaba, en la zona alta de la medina, tan solo se atrevían los aventureros y los excéntricos.

Por eso me extrañó tanto saber que ese, precisamente, era el entorno elegido por la millonaria Barbara Hutton para comprar un palacio. El vendedor, según me informó el lánguido Sacks en su despacho de la aseguradora, fue un tal Maxwell Blake, diplomático estadounidense, decano del cuerpo consular en Tánger. Tras décadas de servicio en Marruecos, con la jubilación le llegó el momento de volver a casa; a Kansas City, of all places. Antes, a lo largo de las décadas y los distintos propietarios, mediante el desembolso tanto de dinero como de paciencia, y con la suma sucesiva de hasta siete viviendas, la casa se había expandido, uniendo unas construcciones con otras hasta formar un lugar tan laberíntico como hermoso. Entre sus dueños originales estuvo el propio Sidi Hosni, santo musulmán que daba nombre al lugar y cuyos restos se decía que descansaban debajo de la edificación. Otro célebre propietario fue el legendario periodista de The Times Walter Harris, que acabó construyéndose una villa en la zona de Malabata, más allá de los arenales. Así, pasando de unos a otros y sufriendo transformaciones, acabó el palacio en manos de Barbara Hutton.

Todos los materiales a la vista eran originales; artesanos locales habían trabajado con manos hábiles y tradición legendaria la escayola, el barro, la forja y la madera. O eso constaba, al menos, en el informe de dos páginas que Sacks me entregó. La transacción se llevó a cabo por la cantidad de cien mil dólares americanos y el mobiliario original iba incluido en el precio. Punto final. Hasta ahí llegaban los datos que me aportaron. El resto tendría que averiguarlo por mi cuenta.

Intenté preguntar por el sitio a una mujer musulmana envuelta en su jaique, pero siguió su camino sin hacerme caso. Paré después a unos niños. ¿Sidi Hosni?, les dije. Se encogieron de hombros, rieron y me pidieron un duro. Continué subiendo, sorteando callejas, socavones, mondas de melón y patata, hoyos, mugre y gatos, preguntándome por qué demencial razón se le había ocurrido comprar allí una casa a una de las mujeres más ricas del planeta. De haber venido conmigo el precavido Gregory Sacks, de Brax Insurance Ltd, se habría muerto del susto. Fue un viejo de chilaba roñosa quien acabó señalando mi objetivo. Alzando una ruda muleta de palo, con la puntera me marcó el rumbo: hacia arriba y a la derecha. Tras dejar diez pesetas sobre su mano áspera, me dirigí a mi destino.

En lugar de celadores, guardianes o vigilantes, encontré un par de sacos de tierra junto a la cancela abierta. Sin nadie a quien preguntar, me adentré con andar cauto por un amplio pasillo descubierto. No había nadie tampoco en el primer patio que encontré; tan solo una imponente puerta de madera con clavos bruñidos, entornada. En la cercanía percibí indicios de que alguien debería estar allí trabajando: una azada, una burda carretilla, tijeras de podar medio oxidadas. Un poco más allá, macetas y macetones, esquejes y plantas listas para hundir sus raíces en la tierra. Sin pretenderlo, recordé de pronto a Olivia trabajando en el jardín de The Boltons, lanzando órdenes a su par de torpes ayudantes. De haber estado mi autoritaria suegra a cargo de esa faena, no se le habrían escapado los jardineros. Lejos de detenerme, lo que la ausencia de humanidad logró fue darme alas. Sin encomendarme a nadie, en tres pasos, cuatro pasos, cinco pasos, estaba dentro.

Lo primero que encontré en el zaguán fueron unos grandes paquetones llenos de etiquetas extranjeras. Me incliné para ver de dónde provenían, encontré el emblema y la dirección de una tienda de decoración en Sloane Street, Knightsbridge, London. Dos o tres de ellos estaban aún cerrados, otros abiertos; de uno sobresalían grandes pedazos de telas. No logré resistirme, los tomé entre los dedos y los acaricié entre las yemas con delicadeza. El mero tacto me sirvió para distinguir magníficos terciopelos destinados a vestir ventanas, arcadas, balcones.

Las suelas de mis sandalias me permitieron moverme con sigilo por aquel laberinto de estancias y patios, terrazas y tramos imprevistos de escaleras. Ahora entendía cómo se habían ido incorporando las siete casas originales: con fluida armonía, pero sin forzar un orden. Y aun así, el palacio desprendía paz y belleza. Había algunos muebles y a la vez abundantes huecos que intuí recién vaciados, a la espera de que ocuparan esos espacios otras piezas al gusto de la nueva propietaria. Había alfombras enrolladas, cuadros y espejos descolgados, cosas fuera de sitio. Salones y dormitorios se sucedían inesperados, desplegando artesonados de madera labrada, zócalos llenos de volutas, rejas de forja.

Sin seguir un orden concreto, acabé asomándome a un bello patio; imaginé que era el principal de la casa. En el centro, una enorme higuera proporcionaba sombra a lo que intuí que era un comedor de verano. Otra escalera me condujo a la zona de la antecocina, la cocina, la despensa, el lavadero; subiendo más tramos anárquicos, terminé en la azotea abierta al cielo, una suerte de sucesión de terrazas comunicadas desde las que se contemplaba la medina entera con sus tejados llenos de ropa tendida, algunos tramos de la ciudad moderna y la grandiosidad del mar al fondo. Chillaron las gaviotas, la brisa del Atlántico me acarició la cara.

No era un palacio monumental Sidi Hosni. No era ostentoso ni excesivo ni grandilocuente. Pero ahora podía entender por qué razón había enamorado a la millonaria neoyorquina. Tenía magia y encanto, alma, personalidad propia.

El ruido metálico de las herramientas me sacó del embeleso. Alguien abajo, un jardinero seguramente, había empezado a trabajar, hora de quitarme de en medio. Mi objetivo era salir con discreción de aquel sitio; deslizándome sin ruido, empecé a descender escaleras y desandar tramos, perdiéndome varias veces. Hasta que logré llegar al zaguán principal y suspiré con alivio: casi lo había logrado, encontré allí otra vez los paquetones de telas medio abiertos. En cuestión de segundos estaría en el primer patio; en medio minuto, en la calle, casbah abajo.

Había dado un par de pasos, de puntillas hacia la puerta, cuando me paralizó una especie de murmullo, algo así como un ronroneo de fastidio. Tardé solo segundos en identificarlo: salía de la boca de una mujer que en ese preciso instante emergió desde detrás de uno de los grandes bultos. Estaba agachada, por eso no la había visto. Ahora quedaba a apenas tres metros de mí, imposible quitarme de en medio.

—Mon dieu, ¡qué susto! —dijo llevándose la mano al pecho. Era delgadísima, tenía los pómulos altos, el cuello largo y la piel transparente. En la nariz sostenía unas gafas diminutas y sobre la frente le caía una especie de flequillo lleno de canas, el resto del pelo lo llevaba recogido en un rodete.

—Yo… —titubeé—. Disculpe, no pretendía…

—Aaah… —exclamó entonces aliviada—. ¡Es usted la costurera!

No dije ni sí ni no. Tan abrumada quedé que fui incapaz de articular palabra. ¿Quién era esa madura extranjera? ¿Por qué sabía quién era yo? ¿De qué me conocía si no nos habíamos visto nunca?

—¡Por fin ha llegado! —Su voz era seca, fuerte el acento. Con cuidado para no tropezar, empezó a moverse entre los paquetes—. Soy Ira Belline, housekeeper, encargada de la casa. Estuve esperándola ayer, Toni dijo que vendría por la tarde.

Abriéndose paso entre los bultos, logró salir a la parte vacía del zaguán, donde yo me había quedado inmóvil. Llevaba un pequeño cuaderno en una mano y un portaminas en la otra. Hizo una pausa, me contempló de arriba abajo, frunció el ceño.

—No la imaginaba así, pensé que sería una mujer de…

Lanzó una mano al aire, con un gesto difuso que venía a decir da igual.

—En fin, lo importante es que ya está aquí. Déjeme que le explique…

Pasó los siguientes minutos explicándose, en efecto. En el exclusivo establecimiento de Londres donde un afamado decorador de interiores había encargado cortinas para toda la casa, se habían equivocado con las medidas; una confusión absurda entre centímetros, pulgadas, pies y yardas. Conclusión: las habían hecho largas en exceso y había que cortarlas y recomponerlas. En una tarjeta llevaba anotadas las nuevas proporciones, me la tendió.

—¿Cuándo cree que podrá tenerlas listas?

En ese preciso instante debería haberla sacado de su equívoco. No, no es a mí a quien esperaba, disculpe, señora. En el pasado sí fui modista, ahora ya no. Ahora soy simplemente una intrusa que se pasea por el palacio sin permiso ni vergüenza; alguien a quien han encargado sopesar las particularidades de este lugar y las gentes que se mueven por él, sin que los implicados se enteren.

Lo que dije, sin embargo, fue algo muy distinto.

—¿Para cuándo las necesita?

—Lo antes posible, naturalmente. Pero es mucho trabajo, necesitará ayuda. La princesa llegará en dos semanas y aún quedan montones de cosas por hacer; si pudiéramos librarnos de esto antes de que empezaran con…

La interrumpí.

—Deme un par de días.

En el rostro dibujó una mueca entre la incredulidad y el desconcierto.

—¿En serio?

—Absolutamente. Solo necesito que lleven los paquetes a mi casa.

C’est merveilleux

Tan desahogada quedó que se le escapó el francés sin darse cuenta.

—Vivo en la zona del Parque Brooks, hay un gran pino en la entrada de mi villa, dele esa instrucción a quien vaya a encargarse del porte.

Todavía no se le había borrado el gesto cuando me dirigí a la puerta y salí al patio; vi a un jardinero revolviendo tierra en los macetones, un marroquí tan viejo como sus herramientas. Lo ayudaban un par de muchachos; otros cargaban bultos desde la calle, la vida en Sidi Hosni había empezado a moverse.

A mi espalda oí entonces un carraspeo.

Excusez-moi, madame

Me di la vuelta, Ira Belline me había seguido. La miré desde detrás de mis grandes gafas.

—¿Y su nombre es…?

Le tendí la mano: lánguida, farsante, con una ligereza casi plumosa. Ya estaba allí la que no era yo, con una nueva identidad agarrada al vuelo.

—Arish Bonnard, encantada. Soy couturière, recién llegada de Buenos Aires, aunque ya viví aquí en Tánger años atrás durante un tiempo. Me dedico a la alta costura y no suelo hacer este tipo de trabajos de índole decorativa, como es obvio. Considérelo un favor especial, por tratarse de…

Iba a decir Barbara Hutton, el nombre que me llevaba resonando desde hacía días en el cerebro. Pero rescaté súbitamente la forma en que ella misma la había nombrado solo un minuto antes.

—… por tratarse de la princesa.

El contraste al volver a pisar la medina fue violento. Ruidos y gritos, olores, moscas, gentes: como si la parte vieja de la ciudad se hubiese despertado con furia durante el tiempo que yo había estado dentro del palacio. Empecé a descender entre hombres y mujeres vestidos con chilabas, ropones y jaiques, niños descalzos, viejos con harapos. Había algunos puestos y tenderetes, vendedores ambulantes, alfombras colgadas en las ventanas, jaulas, charcos, mendigos en cuclillas cubiertos por capuchones, con las manos costrosas extendidas. Vida, vida desparramada, auténtica y propia, ajena a la suntuosidad cosmopolita de la interzona.

Algo más adelante, sin embargo, percibí una presencia distinta. Una cristiana madura vestida de oscuro y entrada en carnes subía acalorada la cuesta, extraña entre el gentío. Traía un gesto de abatimiento plantado en el rostro; aun estando a unos metros de distancia, noté su alivio al verme.

—Perdóneme usted, señorita, ¿habla español? Estoy buscando una casa que se llama Sidihoni o algo así.

La tasé rápido. Una costurera andaluza, desarraigada de su pueblo por las durezas de la vida y trasplantada a Tánger como tantos otros, dispuesta a ganarse unos francos, unas libras o unas pesetas trabajando en cualquier cosa que se le pusiera por delante.

—¿Es usted la costurera?, ¿la manda Toni?

—Sí, señorita, para servirla. Ayer estuve por aquí también, dando más vueltas que una peonza, pero no encontré el sitio.

Así fue como entró en mi vida Maruja Peña.

Ir a la siguiente página

Report Page