Sira

Sira


Cuarta parteMarruecos » Capítulo 75

Página 81 de 92

75

Tampoco estaba lejos de mi casa el paseo del Doctor Cenarro; las indicaciones para llegar hasta allí me las dio un chavalillo mellado de pantalón corto y acento andaluz con el que me crucé en el Boulevard de Alejandría. Siguiendo la dirección de su dedo tieso, hacia allí me dirigí, en busca de Maruja Peña.

Tenía las ideas más o menos claras al respecto de las prendas a confeccionar, pero aún necesitaba detalles. Para conseguirlos, había hecho un nuevo encargo a Félix en el trayecto de vuelta a Tánger: que se documentara sobre vestimenta tradicional marroquí para eventos suntuosos, igual que en otro tiempo hizo en Tetuán, cuando una exigente clienta alemana me encargó un traje de tenis y yo aún no sabía en qué consistía ni el juego ni el atuendo. Una vez sumara aquella información a mis intuiciones, podría adaptar las futuras prendas a la esquelética silueta de mi nueva clienta, usando las telas indias y dándoles a la vez un vuelo sofisticado y propio. Acerca de todo eso debería ir yo reflexionando esa mañana mientras me dirigía en busca de mis futuras operarias. Pero no, no lo hacía. Todo lo que me cabía en la cabeza era mi rencuentro con Nick Soutter.

En aquel pasillo sombrío, nuestro primer mutuo impulso fue abrazarnos. Conmovida hasta los tuétanos, con mi rostro hundido en su pecho y mis brazos alrededor de su espalda, no logré contener el llanto. Por la Jerusalén devastada que dejamos atrás, por Marcus y por mi niño que nació sin padre. Por lo que Nick supuso durante mi duelo y por cuánto había añorado su apoyo desde que me marché de Palestina y de su lado.

Nos pusimos luego al día, extrañados aún por el azar, asombrados frente a la pequeñez de los pliegues en los que puede llegar a doblarse el mundo. Todo tenía su lógica y una razón de ser, sin embargo. PBS, la radio pública de Palestina en la que Nick había volcado durante los últimos años sus esfuerzos, había sido también víctima del conflicto cada vez más devastador entre judíos, árabes y británicos. Apenas existía ya como la sólida entidad que en su día fue y, en consecuencia, apenas quedaba espacio para un profesional como él, vinculado a ese Mandato colonial que estaba a punto de saltar por los aires. Así las cosas, sopesó otros posibles destinos, pero las perspectivas eran igualmente desalentadoras por todo el Imperio: a nadie le quedaba ya la duda de que el poderío británico estaba llegando a su término.

La sensatez y los intestinos le pidieron entonces retornar a Occidente.

—Pero Londres —dijo—, con el divorcio en marcha, preferí descartarlo de momento.

Surgió entonces la posibilidad de empezar a montar una radio civil en Gibraltar aprovechando antiguas instalaciones militares, algo vinculado a la BBC y a la vez independiente. Solo hacía unas semanas que había asumido el cargo.

—Se trata de un proyecto pequeño en magnitud y escaso de recursos, simplemente noticias tres veces al día. Pero me lo tomo como una etapa de transición, ya veremos lo que me depara el tiempo.

Sentados frente a frente en aquel insípido estudio, seguimos hablando de mí, de él, de Víctor, de sus hijos, de nuestra común amiga Fran Nash, que se negaba a abandonar su apartamento en el Austrian Hospice de la Ciudad Vieja mientras cubría el conflicto como cotizada reportera free-lance cada vez para más periódicos. Me puso al día de la tensión insoportable en Palestina, acerca de la violencia creciente y los posicionamientos cada vez más extremos, acerca del American Colony y Bertha Vester, de Katy Antonius y otras gentes de entonces. Yo, a cambio, le relaté mis andanzas por Londres y el viaje siguiendo los pasos de Eva Perón por España, le puse al tanto de mi imprevisto contrato con la aseguradora londinense y mi nueva función en Marruecos. Incapaz de contenerme, le confesé asimismo mis desencuentros con su esposa. Frente a los micrófonos apagados, sin haber almorzado ninguno de los dos y sin noción de la velocidad a la que transcurrían las horas, así proseguimos hasta que caí en la cuenta de que estaba a punto de perder el avión que habría de devolverme al otro lado del Estrecho.

—Vamos, tengo el auto en la puerta.

Salimos precipitados del Wellington Front, condujo rápido hasta el cercano aeropuerto. Desde la distancia, al acercarnos percibí a Félix moviéndose nervioso frente a la terminal, rodeado de uno de los dependientes hindúes y montones de paquetes, el pelo y los faldones de la chaqueta arrebatados por el viento. Se preguntaba seguramente dónde demonios me había metido, faltaban veinte minutos para que nuestro vuelo despegase.

No hubo más abrazos entre Nick y yo pero, justo antes de abrir mi portezuela, nuestras manos se cruzaron entre los asientos. Fue solo un instante, mis dedos flacos enredados con sus dedos recios.

—¿Querrás que vaya a verte a Tánger?

La respuesta se me quedó atorada en la garganta, hubo de conformarse con un leve movimiento afirmativo.

Aterrizamos al anochecer, Víctor estaba ya dormido cuando llegué a casa. Me moría de hambre, y Candelaria, portentosa en sus nuevas funciones, me tenía lista la cena y puesta la mesa en el porche. Antes de sentarme, no obstante, subí a ver a mi hijo y en voz bajita, susurrándole casi al oído, le conté que nuestro amigo Nick estaba de nuevo cerca.

Dando vueltas a todo aquello, intentando no confundir sensaciones con sentimientos, subí a la mañana siguiente aquella cuesta del Doctor Cenarro que a su término culminaba en el Marshan, o el Marchán, como decían mis compatriotas. Caminando por una de sus aceras, pasé frente a los talleres del diario España; no sabía que estuvieran situados allí, ni preveía aún lo que iba a depararme el hecho de haberme dejado retratar en la Emsallah Garden por su fotógrafo. Reconocí asimismo una casa que me resultó vagamente familiar, recordé entonces haber estado en ella con Rosalinda mucho tiempo atrás, encargando unos tocados a una tal Mariquita la Sombrerera, una creadora algo singular cuyo tímido hijo Antoñito, sentado en el suelo a sus pies, hacía caligrafías y contemplaba a las clientas con ojos redondos y cortos de vista; no sospechábamos entonces que de adulto acabaría narrando la futura decadencia de la ciudad en una novela.

Continué avanzando; eran numerosas las villas burguesas con jardín delantero en aquel largo paseo, pero lo que yo buscaba era otro tipo de vivienda. Tras volver a preguntar a un par de chicas, logré dar con el lugar donde vivía Maruja, el patio Pinto.

Eran comunes los patios de vecinos en aquel Tánger rumboso, testimonios de que no todo era abundancia. Aquel mismo patio Pinto, el patio del Inglés en la calle San Francisco, el patio Marché, el patio Benchimol, el patio Eugenio… Así solían llamarse en honor al propietario que, por un puñado de pesetas al mes o unos duros hassani, proporcionaba a familias a menudo numerosas unos cuantos metros de modesta vivienda. En ellos residían, pared con pared, los menos tocados por la fortuna: cristianos, hebreos y árabes a los que el pujante bienestar de la ciudad dejaba de lado sin misericordia; gente que nada tenía que ver con los boyantes negocios de import-export, la banca esplendorosa y los apaños libres de impuestos. Accedí a una explanada de suelo de tierra con una gran palmera central, había ropa tendida de los alambres y unos cuantos pollos sueltos, pregunté por Maruja a unos chiquillos.

La costurera accedió a mi propuesta, cómo no; a duras penas logró disimular el alivio que sintió al oír lo que le ofrecía pagarle.

—Pero será a destajo, Maruja. Nos esperan semanas complejas.

—A mandar, señorita. Ahora mismo recluto yo a mi vecina la Luisa, a mi sobrina la Higinia, a mi cuñada la Pruden, a mi comadre la Paca y a mi paisana la Pepa. Seis seremos, como pide usted, dispuestas a lo que haga falta.

—Cada una con su máquina —insistí.

—Este mismo mediodía nos las lleva para su casa mi yerno y esta misma tarde empezamos la faena.

Me encaminé después a Sidi Hosni, a confirmarle a Ira Belline que todo avanzaba. Encontré la casbah igual que en mi visita anterior, llena de un tipo de humanidad que chocaba de manera brutal con lo que se presuponía el entorno de una mansión palaciega. Accedí a la residencia, di con la housekeeper en uno de los salones encaramada a una escalera de obra junto a un par de electricistas, intentando colgar del techo un enorme farol moruno. Tras saludarla, aproveché su incómodo quehacer para dejarme resbalar por la casa: más allá de mis funciones como couturière, no debía olvidarme de mi otro encargo. Saqué entonces el pequeño cuaderno que siempre llevaba conmigo y el biro que compré en Jerusalén; a mi recuerdo, por enésima vez en el día, volvió Nick Soutter.

Estancia tras estancia, empecé a tomar nota rápida de accesos y cerramientos, número de ventanas, balcones, miradores y puertas; hacia dónde volcaban, con qué otras habitaciones o patios comunicaban, cómo de fácil o complejo sería para un intruso entrar sin ser visto y volver a escabullirse limpiamente. Para mi contrariedad, hube de parar pronto, cuando solo había logrado recorrer una parte de la residencia: Ira Belline requería mi opinión para colgar un tapiz persa en el comedor principal, dudaba entre la pared izquierda o la derecha. Intenté escaparme de nuevo, apenas tuve tiempo para inspeccionar otra sala antes de que me requiriera para una nueva consulta. Llegó así el mediodía, corre que te pillo, hora de volver a casa.

A las tres teníamos todas las máquinas de coser en sus sitios correspondientes y las seis mujeres listas para recibir órdenes. A las tres y media envié a las sirvientas marroquíes a su casa y a Víctor con Phillippa a la piscina del Parque Brooks con orden de que volvieran en torno a las siete. Necesitábamos serenidad sin distracciones, comenzaba el trabajo. Formé dos equipos de tres costureras: Maruja, Higinia y Paca; Luisa, Prudencia y Pepa. Cada grupo se encargaría de confeccionar un caftán diferente comenzando por los de día; ya iríamos progresando. Félix, entre otros hallazgos, me había conseguido una revista del Protectorado Francés con algunas fotografías de princesas marroquíes en los escasísimos actos oficiales en que podían ser vistas. Lalla Abla bint Tahar, segunda esposa de Mohamed V, sus hijas mayores Lalla Aisha y Lalla Malika, su hermana Lalla Hania bint Tahar. Parecían sus vestimentas recargadas y pesadas en exceso, pero eran una buena referencia con la que marcar las pautas.

Se nos unió la matutera como mi diestra asistente; la estancia se llenó de ruido de pedales, chasqueo de tijeras, telas que crujían y un vocabulario que llevaba mucho tiempo sin oír y me reconcilió con otros tiempos. Voló la tarde, tan concentrada, tan ensimismada estaba en mi quehacer que ni me di cuenta.

—Nos vamos a ir yendo ya, señorita —anunció Maruja tras rematar los últimos pespuntes—. Que la familia andará pronto pidiendo la cena.

Candelaria encendió la luz del techo, casi había anochecido.

Alcé la mirada, detuve la aguja en el aire. Y en ese instante, justo, algo me estalló dentro. Una especie de macabra premonición, como un latigazo de pavor en las entrañas.

Me puse en pie casi de un salto, la seda en la que estaba trabajando resbaló hasta el suelo. Abrí la puerta de un tirón, salí llamándolos. Me asomé al salón grande y al pequeño, al comedor, a la cocina. Subí de dos en dos los escalones hasta llegar a los dormitorios del piso superior, volví a bajar precipitada repitiendo sus nombres a gritos. Entré en el cuarto de la matutera, salí como un rayo al porche y al jardín, recorrí la parcela en una carrera hasta el patio trasero.

Nada. No estaban en ningún sitio.

Eran más de las nueve, prácticamente de noche.

Y Phillippa y Víctor no habían vuelto.

Ir a la siguiente página

Report Page