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Aarón

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I’m losing the best of me

Dressed up as myself

To live in the shadow

Of who I’m supposed to be.

All Time Low, «Sick Little Games»

—¿Yogures? ¿Lo dices en serio?

—No un yogur cualquiera. ¡Nadiur! —apuntó Leo desde la pantalla del ordenador.

—¿No eran los que tomaba la abuela?

—Ni idea. Lo que está claro es que después de que salga por la tele no habrá adolescente que se resista a… Naaadiiiuuur —dijo entonando la cancioncita del eslogan.

—Si tú lo dices…

—Al menos podrías mostrar un poco de entusiasmo, ¿no? No todos tenemos la suerte de que nos den el trabajo hecho.

Yo, que hasta ese momento había estado algo distraído, fulminé a mi hermano con la mirada a través de la cam.

—¿Suerte?

Leo suspiró, como si estuviera harto de que no le entendiera.

—Ya sabes a qué me refiero. Ahora no te vayas a picar…

—Sí, sé a lo que te refieres. Y precisamente por eso deberías pensar dos veces antes de hablar. O al menos una.

—Bah, lo que tú digas. ¿Alguna novedad por ahí?

Respiré hondo para calmarme antes de contestar:

—Hay una chica nueva. Se llama Zoe y tiene mi edad.

—¿Está buena? ¿Te la has tirado?

—¿Eres imbécil?

—¿Qué pasa? Has sido tú quien ha sacado el tema de la tía sexy.

—¡Yo no he dicho que fuera sexy!

—¿Y no lo es? —preguntó él alzando las cejas varias veces. Cuando vio que no contestaba, puso los ojos en blanco—. Estoy de coña, Aarón. Deberías relajarte un poco y no preocuparte tanto. Seguro que es una tía maja.

—A mí me lo parece —accedí—. Toca el violín y baila.

Mi hermano frunció el ceño y se acercó a la pantalla de su ordenador.

—¿Qué es eso que estoy viendo ahí? ¿Esa luz?

—¿El qué? —pregunté yo buscando a mi alrededor.

—Ah, ya, es la llama del amour brillando en tus ojos —entonó antes de soltar una carcajada.

—¡Serás gilipollas!

—¡No te olvides de practicar con la escopeta, que los ciempiés son muy…!

No escuché el final de la frase. Antes de que pudiera terminar la broma, me desconecté y cerré la tapa del ordenador. Justo en ese instante, llamaron a la puerta.

Zoe esperaba al otro lado con su sempiterna sonrisa.

—¿Estás listo? —me preguntó.

Esa noche llevaba una camisa de manga larga de cuadros negros y morados y una falda azul hasta los muslos. De uno de los bolsillos pendía una cadena con una diminuta cámara de fotos de plástico. Se había maquillado los ojos de negro y del cuello le colgaba un collar que se ocultaba bajo la ropa.

—No sabía que tuviéramos ningún plan —respondí invitándola a entrar.

—No lo teníamos, pero he improvisado uno. Cena, paseo y concierto. ¿Qué te parece?

—¿Lo sabe la señora Coen? Habrá que avisar a Hermann.

—O… podríamos intentar escaparnos —sugirió ensanchando la sonrisa. Cuando vio mi reacción, juntó las manos en señal de súplica—. Venga, por favor, solo por una noche. Necesito desconectar un poco de tanto control.

Sonreí con lástima. Zoe apenas llevaba cuatro días en Develstar y ya se había cansado de sus estrictas normas. Y eso que, hasta el momento, le habían dado total libertad para hacer lo que quisiera mientras iba conociendo a fondo las instalaciones y ventajas del edificio. Sin embargo, y aunque se había colado en algunos de mis ensayos con Haru, nosotros apenas habíamos coincidido fuera del restaurante a las horas de la comida.

—No es tan sencillo —le dije—. No puedo salir fuera sin escolta.

—¿Lo has intentado?

—Alguna vez… —mentí.

—No conmigo. —Tiró de mi brazo en dirección a la puerta—. En serio, prometo cuidarte y no dejar que te suceda nada malo. Confía en mí…

—Eso debería estar diciéndotelo yo a ti —bromeé.

—Vamos, coge tus cosas. Así vas perfecto.

Hablaba en serio, y no admitía réplica. Quería que escapásemos y pasásemos una noche solos por Nueva York sin más compromisos que disfrutar. Sabía que era peligroso, que podía acabar en catástrofe, pero Leo tenía razón: ya era hora de dejar de ser tan precavido. Además, me lo merecía.

—Vas a meternos en un lío —la advertí guardando en los bolsillos el móvil y la cartera—. Lo sabes, ¿no?

—Soy consciente, pero si tú no se lo dices a nadie, yo tampoco lo haré.

Escapar de Develstar fue mucho más sencillo de lo que había imaginado. Me avergonzaba reconocer lo rápido que Zoe había conseguido burlar al sistema y encontrar el mismo camino que Leo había utilizado en su día para ir a ver a Sophie: la escalera de incendios y el montacargas del restaurante.

Una vez libres, nos escabullimos por los callejones colindantes sin decir una palabra hasta encontrarnos en la Cincuenta y nueve con la avenida Lexington.

Tres manzanas más adelante, me atreví a respirar tranquilo y a levantar los ojos del asfalto. Hacía tanto tiempo que no paseaba por Nueva York a mis anchas que me pareció una ciudad nueva, aunque sabía que no eran ni los edificios ni las luces los que habían cambiado. Era yo. Ya fuera por el tiempo que llevaba allí o por los muchos recuerdos que atesoraba en el corazón de su jungla de cristal, por primera vez en todo ese tiempo sentí que formaba parte de esa ciudad; que, de algún modo, me pertenecía.

La gente paseaba a mi alrededor sin reparar en mí. Con las manos en los bolsillos y la cabeza en alto, seguí a Zoe de un escaparate a otro. Aquella zona estaba llena de tiendas grunge y vintage repletas de prendas y accesorios. A pesar de la hora que era, algunas de ellas seguían abiertas y mi nueva amiga no dudó en entrar en una para echar un vistazo.

El local se encontraba iluminado por focos azules, rojos y violetas que proporcionaban un ambiente moderno y opresivo. Por los altavoces tronaban All Time Low y su «Hello, Brooklyn». Los maniquíes, algunos con los peinados más originales y estrafalarios que había visto nunca, posaban con prendas que, tuve que reconocer, me gustaban bastante más que las pijadas que Develstar me obligaba a vestir últimamente.

Zoe iba por delante, cruzando de un pasillo a otro. Cuando veía algo que le llamaba la atención, se lo probaba por encima y me preguntaba mi opinión. Estaba claro que los gorros y los pañuelos eran su perdición: si no se los ponía ella, me los pasaba a mí para ver cómo me quedaban. Antes de darme cuenta, me descubrí con un montón de ropa en los brazos.

—No recuerdo que el plan incluyese ir de compras —dije asomando la cabeza por un lado del batiburrillo de prendas.

—Y no lo incluía. Pero voy a renovar un poco tu armario. Me duele verte siempre vestido de marcas que sé que detestas.

Nos detuvimos delante de los probadores y yo dejé la pila sobre un banco de madera.

—¿Tanto se me nota? —pregunté.

—Lo ocultas bastante bien, pero es fácil ver que tu música y tu aspecto —y señaló mi cuerpo— no cuadran. Toma, pruébate esto y esto y… esto —dijo lanzándome unos vaqueros descosidos y con un desgarrón a la altura de las rodillas, una camiseta con la bandera del Reino Unido y una camisa azul oscura.

Más resignado que otra cosa, me metí en el cubículo de al lado y corrí la cortina. Me desvestí y me puse los nuevos vaqueros. Cuando iba a coger la camiseta, Zoe asomó la cabeza por el agujero.

—¡Espera! —exclamé.

Ella se rió sin apartar la mirada de mi torso desnudo.

—Ni que fueras una chica —dijo—. Solo estaba impaciente por ver cómo te quedaba. Ya me voy. —Y me sacó la lengua antes de desaparecer—. Y no sé por qué eres tan vergonzoso; deberías decirle a Develstar que en tu próxima aparición fueras así. Más de una se desmayaría…

—Ya lo hacen —respondí mientras sentía que la sangre se me subía a la cabeza de golpe y amenazaba con noquearme.

Cuando terminé de vestirme, abrí la cortina y descalzo pregunté: —¿Cómo me ves?

—Me gustabas más solo con pantalones, pero así no estás mal. Nada mal. Pero te falta algo… —Me miró unos segundos antes de decidirse. Después salió corriendo y regresó con una bufanda larga y fina que enrolló con varias vueltas alrededor de mi cuello—. Listo —dijo. Me agarró de los hombros y me dio la vuelta para que me viera en el espejo del probador.

La diferencia apenas era perceptible, pero estaba allí, latente. Desde que Leo regresó a España me había convertido en el nuevo títere de Develstar, y aunque no había recibido apenas clases de baile o cómo comportarme frente a las cámaras, sí había dejado de vestir como antes; de actuar como siempre, en realidad. Había olvidado una identidad que no sabía que me pertenecía hasta que la perdí. Una identidad que estaba presente más allá de mi música y que, de pronto, en el espejo de aquella tienda mal iluminada, había vuelto a encontrar.

Zoe se compró también un par de camisetas y varias pulseras que insistí en regalarle a cambio de sus servicios como estilista. Lo más sorprendente de todo fue que todas las bolsas con las que salimos no costaban más que uno solo de los polos de marca que la empresa me había obligado a llevar la semana anterior.

—¿Y ahora?

Ella se adelantó unos pasos, se dio la vuelta sin dejar de caminar y respondió: —Ahora toca cena. ¿Hamburguesas, ensaladas, sándwiches?

—Dime que no me vas a llevar a un McDonald’s…

—¿Y qué problema tienes con los McDonald’s?

—¡Ninguno! ¿No has visto mis ojos brillando de ilusión? Hace que no voy a uno desde… Ya ni me acuerdo.

Ella se echó a reír.

—Otro día. Hoy toca un sitio diferente que hay aquí cerca.

Paseamos sin prisa evitando las calles principales, solo por precaución, hasta que nos detuvimos frente a un garito tan oscuro como la tienda de la que veníamos. Empezaba a sospechar que Zoe tenía cierta tendencia por los sitios penumbrosos. Pero en cuanto entramos me di cuenta de lo equivocado que estaba: aquel lugar resultaba todo lo contrario, cálido, íntimo, secreto.

Tomamos asiento en una mesa cerca de la ventana. La única iluminación del local provenía de las lamparitas y velas que reposaban sobre las mesas. Una vez que hubimos dicho lo que queríamos al camarero y nos sirvieron los habituales vasos con agua llena de hielos, dije: —Gracias por haberme raptado.

—Por que se repita muchas otras veces —respondió ella alzando su vaso para brindar.

Di un trago al mío y después la miré pensativo.

—Eres tan diferente de lo que busca Develstar…

—¿Y qué se supone que buscan?

—¿Artistas manejables? ¿Comerciales? —dije intentando mantener mi resentimiento al mínimo.

—Y no crees que yo sea comercial…

—No creo que seas manejable, más que nada.

—No me hagas reír, Aarón; tú tampoco eres manejable, y estás aquí. Por lo que me explicaron, buscan artistas diferentes para cubrir los diferentes intereses de la gente. Sí, tu música es comercial… en el buen sentido de la palabra —añadió ensanchando la sonrisa—. Pero la mía no es muy habitual. No canto. Solo bailo y toco el violín, y aun así les gusté.

A pesar de la confianza que se había creado entre nosotros, no me parecía justo contaminar su ilusión con mis problemas. Si había algo que Develstar había demostrado en ese tiempo era una fuerza arrolladora cuando se decidía a apostar por alguien. Por mucho que los detestara, tal vez Zoe los necesitara para hacerse un hueco en ese mundo. Solo esperaba que no acabara como nosotros…

—Supongo que tienes razón. Y estoy encantado con ello. —Esta vez fui yo quien alzó el vaso para brindar.

La comida llegó unos minutos después; momento en el que Zoe cogió de su bolsillo una cajita de metal que parecía más un tarjetero y sacó de ella una pastilla blanca. Se la metió en boca y le dio un trago a su vaso. Cuando me descubrió mirándola con el ceño fruncido, explicó: —Son vitaminas. —E hizo un gesto de sacar músculo con el brazo.

No me había dado cuenta del hambre que tenía hasta que olí el delicioso aroma de mi hamburguesa. Y aunque después del primer mordisco se me desmontó entera, seguí dando buena cuenta de ella con los cubiertos hasta que no quedaron ni las migas.

—Ya le gustaría a La Delicia Escondida tener platos como este —dije refiriéndome al restaurante de Develstar.

—Sí, a quinientos pavos la patata frita —replicó ella riéndose.

Me recliné en el banco y me distraje mirando a la gente pasar por la ventana. De pronto me había sobrevenido un ataque de nostalgia al recordar la comida del Jamburger y a David y Oli. Con la mano puesta en la pulsera de mi cumpleaños, me juré encontrar tiempo para hablar con ellos antes de que acabara la semana.

Me obligué a volver al presente y dije:

—Aún no me has contado cómo te encontró Develstar. Supongo que no sería por YouTube, como a nosotros, ¿no?

—Pues en realidad, sí. La señora Tessport grabó mi actuación de fin de curso en la que toqué y bailé una canción compuesta por mí y la subió a su canal, en el que, básicamente, solo tiene vídeos de sus perros haciendo monerías.

—¿Y eso fue todo? —pregunté sorprendido.

Asintió.

—No sé qué vio la gente en mí, pero de pronto comenzó a correrse la voz por el instituto, el pueblo, la ciudad… y para cuando quise darme cuenta, la grabación se había hecho bastante conocida y hasta hubo gente que subió sus propias versiones a otros canales. Me entrevistaron en algunas radios y televisiones locales y, una semana después, la señora Coen y el señor Gladstone aparecieron en la puerta de mi casa. Me citaron un par de veces más en unas oficinas para que les interpretara diferentes temas, hasta que se convencieron de que era lo que buscaban.

Asentí impresionado. No podía imaginar cuánta gente trabajaría para la empresa rastreando diariamente vídeos nuevos en busca de futuras estrellas. Pero en el fondo me tranquilizó saber que lo que hicimos Leo y yo no era algo tan poco corriente.

—Bueno —dijo Zoe levantándose—, ¿estás listo para un poco de música?

Pagamos y salimos de vuelta a la sofocante noche de la Gran Manzana.

—Nuestra siguiente parada se encuentra en Allen Street. Tenemos que coger el F. —Me agarró de la mano y me arrastró hasta la boca de metro más cercana.

El bofetón de calor que recibí al llegar a las vías me dejó aturdido unos instantes. Me remangué y nos apoyamos en una de las columnas del andén. Todo resultaba tan normal…, dos amigos esperando el metro entre otros desconocidos con otras vidas y otros destinos, que se me escapó una sonrisa.

Un cuarto de hora y un transbordo más tarde llegamos al Lower East Side. El bar se llamaba Rockwood Music Hall. Cuando llegamos a la entrada, Zoe se acercó corriendo al portero, un tipo tan grande como Hermann, pero con mucho pelo, y le dio un abrazo. Yo me llevé tal susto que a punto estuve de agarrarla y pedirle disculpas al tipo. Pero antes de que hiciera nada, el hombre le devolvió el abrazo a Zoe.

—¡Pensé que ya no aparecerías! Me alegro de verte.

—Lo mismo digo. ¿Cómo te va todo?

—Sin novedad. ¿Y tú? ¿Sigues con la música?

—Por supuesto —respondió ella haciéndose la ofendida—. Dentro de nada te vas a hartar de escucharme en todas las emisoras del país.

Él se echó a reír, le pasó el brazo por encima de los hombros y después reparó en mí.

—¿Es tu colega? —preguntó.

—El mismo —respondió ella.

—De acuerdo. Pasad, pero no se os ocurra pediros algo con alcohol. Capisci?

Zoe le lanzó un beso con una mano mientras con la otra me metía dentro del bar. Igual que el resto de los sitios a los que habíamos ido, también se encontraba a oscuras, pero tenía un motivo: en la esquina opuesta había un escenario en el que un trío de chicas se preparaban para dar un concierto. Apenas cabrían unas cuarenta personas de pie, en las mesas o en la barra. Nosotros tomamos asiento en los taburetes junto a esta y pedimos un par de refrescos.

—¿Cómo puedes conocer tantos sitios de Nueva York siendo de Boston? —le pregunté.

—De los doce a los dieciséis años estuve becada en una escuela de música de aquí. Me conozco esta ciudad como la palma de la mano. Y este es mi lugar favorito. Hemos tenido suerte de que Andrei siga siendo el portero después de tanto tiempo porque no dejan entrar a menores de veintiuno. Le escribí para decirle que veníamos.

Bajo aquella luz, después de todo lo vivido, Zoe me parecía una misteriosa estrella underground con los ojos perfilados y las pulseras bailando en su muñeca cada vez que tomaba un trago. De repente giró la cabeza y me pilló observándola.

—¿Sabes que este sitio es tan conocido que el mismísimo Bruce Springsteen ha venido a escuchar a los artistas que tocan aquí?

—¿The Boss?

Ella asintió, orgullosa de haberme impresionado. Se recolocó en su taburete y una repentina luz blanca iluminó su cadera. Se trataba de la pequeña cámara de juguete que llevaba colgada del bolsillo.

—¿Vas de paparazzi? —le pregunté señalando la máquina.

Zoe se rió y sacó el teléfono móvil, del que pendía la cámara.

—Siento decepcionarte, pero es de mentira —dijo, y me la pasó para que comprobara que no era más que plástico con una luz dentro—. ¿Has visto la película Solteros?

—No —respondí—. ¿Debería?

Ella se encogió de hombros.

—Es mi película favorita, pero a mucha gente le aburre.

—¿Sale un llavero como este?

Ella acarició distraída el colgante hasta que apretó el botoncito que tenía detrás y se disparó el falso flash.

—Algo parecido. Algún día quizá te cuente la historia —contestó, misteriosa.

Una de las chicas del escenario llamó nuestra atención en ese instante y todo el público guardó silencio. Durante la siguiente media hora no cruzamos ni una sola palabra, atentos a la música de ese grupo llamado The Back Door. Su estilo, pop alternativo, era de lo más pegadizo y decidí comprarles uno de los CD que vendían cuando terminasen la actuación.

Fui a comentárselo a Zoe cuando descubrí que era ella quien me estaba mirando a mí. Sin previo aviso, se acercó a mis labios y me dio un beso. Fue tan repentino que no me aparté. Muy al contrario, la atraje hacia mí y pasé la mano por su espalda mientras con la otra le acariciaba la nuca. No había nada que pensar. Nada que sopesar. Sus labios eran el único compás que encajaba en aquella noche tan perfecta.

Pronto los primeros besos, más pausados y vacilantes, dieron paso a otros más exigentes y apremiantes. Mientras nuestras bocas se enredaban, seguí recorriendo su espalda, pero esta vez por debajo de la camisa de cuadros. Tenía todos los sentidos puestos en ella. No escuchaba, ni notaba, ni veía más allá de su piel.

No sé cuánto tiempo estuvimos pegados, pero cuando la música terminó y la gente a nuestro alrededor prorrumpió en aplausos, todavía tardamos unos minutos más en separarnos. Ambos respirábamos entrecortadamente y ella tenía los labios enrojecidos. Supuse que yo también. Zoe me dedicó la sonrisa más inocente del mundo y yo volví a atraerla hacia mí para un segundo beso más corto.

¿Qué me estaba pasando? No lo sabía, pero tampoco me importaba.

Dos horas más tarde, regresamos a Develstar y me despedí de ella. Solo en ese momento, al llegar a mi habitación, me asaltó como un batallón de fusilamiento el recuerdo de Emma llorando junto a mi puerta antes de marcharse.

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