Shirley

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CAPÍTULO XXXIV

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CAPÍTULO XXXIV

UN CASO DE PERSECUCIÓN FAMILIAR.

UN EJEMPLO EXTRAORDINARIO

DE PERSEVERANCIA PIADOSA EN EL CUMPLIMIENTO

DE LOS DEBERES RELIGIOSOS

Tras haber probado el gusto de la aventura, Martin quería una segunda dosis; tras haber sentido la dignidad del poder, aborrecía la idea de renunciar a él. La señorita Helstone —esa chica que siempre le había parecido fea y cuyo rostro tenía ahora continuamente en la cabeza, día y noche, a oscuras y a la luz del sol— había estado por una vez a su alcance; le daba miedo pensar que esa visita tal vez no volviera a repetirse.

Aunque era todavía un adolescente, no era un adolescente común: estaba destinado a ser único. Unos años más tarde hizo grandes esfuerzos por refinarse y adaptarse al patrón del resto del mundo, pero nunca lo logró: siempre estuvo marcado por la originalidad. Se encontraba ahora sentado en su pupitre de la escuela, dándole vueltas al modo de añadir un nuevo capítulo a su recién iniciado idilio: aún no sabía cuántos de estos idilios que se inician están condenados a no pasar jamás del primer o, como mucho, del segundo capítulo. El medio día de fiesta del sábado lo pasó en el bosque con su libro de cuentos de hadas y ese otro libro no escrito de su imaginación.

Martin abrigaba una impía resistencia al domingo. Cuando llegaba ese sagrado día, sus padres —pese a rechazar la comunidad con la Iglesia oficial— no dejaban de llenar su largo banco de la iglesia de Briarfield con todos sus retoños. En teoría, el señor Yorke equiparaba todas las sectas y religiones; para la señora Yorke, la palma se la llevaban moravos y cuáqueros, por la corona de humildad que ostentaban tales proceres. Sin embargo, jamás se los había visto poner los pies en una de sus reuniones.

A Martin, digo, no le gustaban los domingos, porque el servicio religioso de la mañana era largo y por lo general el sermón no era de su agrado. Aquel sábado por la tarde, empero, sus meditaciones en el bosque lo llevaron a ver en el día siguiente un encanto que antes no tenía.

El nuevo día trajo consigo una intensa nevada, tan intensa que la señora Yorke anunció durante el desayuno su convicción de que era mejor que tanto los niños como las niñas se quedaran en casa, y su decisión de que, en lugar de ir a la iglesia, debían sentarse en silencio durante dos horas en la salita de atrás, mientras Rose y Martin se turnaban para leer una serie de sermones de John Wesley. Dado que era reformista y agitador, John Wesley gozaba del favor de la señora Yorke y de su marido.

—Rose hará lo que le venga en gana —dijo Martin, sin alzar la vista del libro que, según su costumbre, entonces y en su vida futura, leía mientras desayunaba su pan con leche.

—Rose hará lo que se le ordene, y Martin también —dijo su madre.

—Yo voy a la iglesia.

Ésta fue la réplica del hijo, con el inefable sosiego de un auténtico Yorke que sabe lo que quiere y pretende imponer su voluntad y que, puesto entre la espada y la pared, se dejará matar siempre que no halle el modo de librarse, pero no cederá jamás.

—Con este tiempo no es recomendable —dijo el padre.

No hubo respuesta; el estudioso joven siguió leyendo; lentamente partió el pan y se tomó la leche.

—Martin detesta ir a la iglesia, pero aún detesta más obedecer —dijo la señora Yorke.

—¿Debo suponer que es por pura perversidad?

—Sí, en efecto.

—No, madre, no lo es.

—¿Por qué es entonces?

—Por una combinación de motivos, cuya complejidad estoy tan poco dispuesto a explicarte como a abrirme en canal para mostrar la maquinaria interna de mi cuerpo.

—¡Escuchad a Martin! ¡Oídle hablar! —exclamó el señor Yorke—. A este hijo mío acabaré viéndolo en la magistratura. La Naturaleza le reserva el destino de vivir de su labia. Hesther, tu tercer hijo será abogado, sin duda; tiene todo lo que hace falta: descaro, engreimiento y palabrería, palabrería y más palabrería.

—Pásame un poco de pan, Rose, por favor —pidió Martin con gran gravedad, serenidad y flema.

El muchacho tenía una voz de por sí baja y quejumbrosa y que, en sus momentos «tercos», apenas pasaba de ser un susurro de señorita. Cuanto más obstinado e inflexible era su estado de ánimo, más suave y lastimero era su tono. Tocó la campanilla y pidió amablemente sus chanclos.

—Pero, Martin —insistió su progenitor—, hay tanta nieve en el camino que hasta a un hombre le costaría andar. Sin embargo, muchacho —continuó, viendo que su hijo se levantaba cuando la campana de la iglesia empezaba a sonar—, en este caso, no voy a frustrar tu empecinada voluntad. Ve a la iglesia. El viento es cortante y cae una fría aguanieve, además del grueso manto que tendrás bajo los pies. Vete, ya que prefieres eso a un buen fuego.

Martin se puso tranquilamente el abrigo, la bufanda y la gorra, y salió sin prisas.

«Mi padre tiene más sentido común que mi madre —pensó—. ¡Cuánta falta les hace a las mujeres! Clavan las uñas en la carne pensando que las hunden en una piedra insensible».

Llegó a la iglesia temprano.

«Bueno, si el tiempo la asusta (y estamos en medio de una auténtica tormenta de diciembre), o si la señora Pryor no la deja salir y no consigo verla, me enfadaré. Pero, con tormenta o con tornado, con granizo o con hielo, tiene que venir, y si tiene un cerebro digno de sus ojos y sus facciones, vendrá. Vendrá con la esperanza de verme, igual que yo he venido con la esperanza de verla a ella. Querrá saber algo de su condenado enamorado, igual que yo quiero probar de nuevo lo que me parece la esencia de la vida: un sorbo de existencia que conserva el espíritu sin que se haya evaporado. La aventura es al estancamiento lo que el champán a la insípida cerveza negra».

Miró a un lado y a otro. La iglesia estaba fría, silenciosa y vacía casi por completo; tan sólo había una anciana además de él. A medida que el carillón dejaba de sonar y la única campana repicaba lentamente empezaron a llegar, uno tras otro, los ancianos feligreses que ocupaban su humilde posición en los bancos gratuitos. Son siempre los más frágiles, los más viejos y pobres los que desafían el peor tiempo para probar y mantener su fidelidad a la querida y vieja madre Iglesia. Aquella tempestuosa mañana no asistió ninguna de las familias opulentas, no apareció ni un solo carruaje; todos los bancos forrados y con cojines estaban vacíos; sólo en los asientos de roble desnudo se alineaban los ancianos de cabellos grises y los pobres.

—La despreciaré, si no viene —musitó Martin rotundamente y con rabia. El sombrero de teja del rector había pasado por delante del pórtico. El señor Helstone y su sacristán estaban en la sacristía.

Cesó el sonido de la campana; en el atril se colocó el libro; se cerraron las puertas; comenzó el servicio: el banco de la rectoría seguía vacío; ella no estaba en él; Martin la despreció.

«¡Criatura indigna! ¡Criatura insípida! ¡Saco de palabras huecas! ¡Es como todas las demás chicas: débil, egoísta y superficial!».

Tal era la liturgia de Martin.

«No es como nuestro retrato; sus ojos no son grandes ni expresivos; su nariz no es recta ni delicada, ni helénica; su boca no tiene ese encanto que yo le había atribuido, que yo imaginaba que podía aliviar mi tristeza cuando estoy de peor humor. ¿Qué es? Una percha, una muñeca, un juguete: una chica, en definitiva».

Tan absorto estaba el joven cínico que olvidó levantarse en el momento indicado, y siguió arrodillado en ejemplar actitud de devoción cuando —terminada la letanía— se atacó el primer himno. Verse así sorprendido no contribuyó a apaciguar su ánimo: se levantó rojo como la grana (pues era tan susceptible al ridículo como cualquier jovencita). Para empeorar las cosas, la puerta de la iglesia había vuelto a abrirse y los pasillos empezaban a llenarse: unos pasos ligeros; cien pies menudos entraron apresuradamente. Eran los alumnos de la escuela dominical. Siguiendo la costumbre de Briarfield durante el invierno, los niños esperaban en una habitación donde había una estufa caliente y los llevaban a la iglesia justo antes del salmo y el sermón.

Los más pequeños se instalaron primero y, por fin, cuando los niños y niñas estuvieron todos sentados —cuando el sonido del órgano subía y el coro y la congregación se levantaban para elevar las notas del salmo— entró silenciosamente una clase de jovencitas, cerrando la procesión. Cuando también ellas estuvieron sentadas, su maestra ocupó el banco de la rectoría. Martin conocía aquella capa gris azulada y el pequeño sombrero de castor: era precisamente el atuendo que su mirada anhelaba captar. La señorita Helstone no había permitido que la tormenta fuera un impedimento; al final, había ido a la iglesia. Seguramente Martin susurró su satisfacción a su libro de himnos; en cualquier caso, hundió su rostro en él durante dos minutos.

Satisfecho o no, tuvo tiempo de encolerizarse de nuevo con ella antes de que terminara el sermón; la señorita Helstone no le había mirado ni una sola vez; al menos, no había tenido la suerte de interceptar una mirada.

«Si no se fija en mí —pensó—, si demuestra que no estoy en sus pensamientos, tendré peor opinión que nunca de ella. Sería de lo más despreciable que hubiera venido por esos colegiales con cara de borrego de la escuela dominical y no por mí o por ese esqueleto larguirucho de Moore».

El sermón llegó a su término; se dio la bendición; la congregación se dispersó; la señorita Helstone no se había acercado en ningún momento.

Cuando Martin emprendió el regreso a casa, notó, ahora sí, que el aguanieve era realmente intenso y el viento del este realmente frío.

El camino más corto atravesaba unos campos; era peligroso, porque la nieve estaba sin pisar; no le importó; lo cogería igual. Junto a la segunda cerca con escalera se alzaba un bosquecillo. ¿Era un paraguas lo que esperaba allí? Sí, un paraguas que se sostenía con dificultad bajo la ventisca. Detrás del paraguas ondeaba una capa gris azulada. Martin sonrió al tiempo que subía esforzadamente la empinada cuesta cubierta de nieve, tan difícil para el pie como una pendiente en las regiones superiores del Etna. Su rostro tenía una expresión inimitable cuando, al llegar a la escalera, se sentó en ella, impasible, e inició una conversación que, por su parte, estaba dispuesto a prolongar indefinidamente.

—Creo que sería mejor que hiciera un trato: cámbieme por la señora Pryor.

—No estaba segura de que fuera a venir por este camino, Martin, pero he decidido arriesgarme. Ni en la iglesia ni en el cementerio se puede hablar en privado.

—¿Está de acuerdo? ¿Mandaría a la señora Pryor con mi madre, y me pondría a mí en su papel?

—¡Como si le entendiera! ¿Cómo se le ha metido la señora Pryor en la cabeza?

—Usted la llama «mamá», ¿no es así?

—Es mi madre.

—Imposible; una madre tan poco eficiente, tan descuidada; yo sería cinco veces mejor. Puede usted reírse; no pongo objeciones a verla reír: sus dientes… detesto los dientes feos, pero los suyos son tan bonitos como un collar de perlas, un collar incluso con las perlas más blancas y más regulares.

—Martin, ¿a qué viene eso? Creía que los Yorke no hacían jamás cumplidos.

—No los han hecho hasta esta generación, pero yo me siento como si mi vocación fuera a llegar a ser una nueva variedad de la especie Yorke. Estoy cansado de mis propios antepasados; tenemos tradiciones que se remontan a cuatro siglos: historias de Hiram, que fue hijo de Hiram, que fue hijo de Samuel, que fue hijo de John, que fue hijo de Zerubbabel Yorke. Todos, desde Zerubbabel hasta el último Hiram, fueron tal como usted ve a mi padre. Antes de eso hubo un Godfrey; tenemos su retrato, está colgado en la habitación de Moore: es igual que yo. De ese personaje no sabemos nada, pero estoy seguro de que era diferente de sus descendientes: tiene los largos cabellos negros y rizados; viste con pulcritud de caballero. Habiendo dicho antes que es igual que yo, no es necesario que añada que es apuesto.

—Usted no es apuesto, Martin.

—No, pero espere un poco, deme tiempo. Tengo intención de empezar a cultivarme, a refinarme, desde hoy mismo, y ya veremos.

—Es un muchacho muy extraño, Martin, pero no crea que llegará a ser apuesto: no puede.

—Pienso intentarlo. Pero estábamos hablando de la señora Pryor; debe de ser la madre más desnaturalizada que existe para dejar que su hija salga a la intemperie con este tiempo. La mía se ha enfadado de veras porque he querido ir a la iglesia; ha estado a punto de lanzarme el escobón de la cocina.

—Mamá estaba muy preocupada por mí, pero me temo que he sido más obstinada que ella: tenía que salir.

—¿Para verme a mí?

—Exactamente. No pensaba en otra cosa. Temía que la nieve le impidiera venir. No sabe lo que me he alegrado al verlo solo en el banco.

—He ido para cumplir con mi deber y dar un buen ejemplo a la parroquia. Así que ha sido obstinada, ¿verdad? Me gustaría verla en uno de esos momentos, ya lo creo que sí. ¿No conseguiría yo imponerle disciplina si fuera su dueño? Déjeme sostenerle el paraguas.

—No puedo quedarme ni dos minutos; la comida en la rectoría debe de estar ya lista.

—Y también la nuestra, y siempre comemos platos calientes los domingos. Hoy será ganso asado con pastel de manzana y pudín de arroz. Siempre me las arreglo para saber cuál será el menú. Bien, todos esos platos me entusiasman, pero me sacrificaré, si usted también lo hace.

—Nosotros tendremos una comida fría: mi tío no permite que se cocine especialmente el día del Señor. Pero debo regresar; se armaría un gran revuelo en casa si no apareciera.

—¡También en Briarmains, por Dios! Ya me parece oír a mi padre enviando al capataz y a cinco de sus tintoreros en seis direcciones diferentes para que busquen el cuerpo de su hijo pródigo en la nieve, y a mi madre arrepintiéndose de los muchos agravios que me ha infligido, ahora que ya no estoy.

—Martin, ¿cómo está el señor Moore?

—Para eso ha venido, sólo para hacer esa pregunta.

—Vamos, dígamelo ya.

—¡Que lo cuelguen! No está peor, pero lo tratan tan mal como siempre, enjaulado, encerrado y solo. Quieren convertirlo en un idiota o en un maníaco, y que lo declaren loco. Horsfall lo mata de hambre; ya vio lo delgado que estaba.

—Fue muy bueno el otro día, Martin.

—¿Qué día? Yo soy siempre bueno, un modelo.

—¿Cuándo volverá a serlo?

—Ya veo lo que pretende, pero no conseguirá engatusarme. Yo no soy ningún gato.

—Pero debe hacerse; es absolutamente correcto y necesario.

—¡Cómo abusa de mí! Recuerde que fui yo el que lo hizo todo la otra vez por propia voluntad.

—Y volverá a hacerlo.

—No. Todo ese asunto me dio demasiados quebraderos de cabeza. Me gusta la tranquilidad.

—El señor Moore quiere verme, Martin, y yo quiero verlo a él.

—Lo supongo —con frialdad.

—Es una crueldad que su madre excluya a los amigos.

—Dígaselo a ella.

—A sus propios parientes.

—Vaya y écheselo en cara.

—Sabe perfectamente que no se conseguiría nada. Bueno, no cejaré en mi empeño. Tengo que verlo y lo veré. Si usted no me ayuda, me las arreglaré sola.

—Hágalo; no hay nada como la confianza en uno mismo y no depender de nadie más.

—Ahora no tengo tiempo de discutir, pero creo que es usted irritante. Buenos días.

Así se fue la señorita Helstone, con el paraguas cerrado, pues no podía sujetarlo contra el viento.

«No es insulsa, no es superficial —se dijo Martin—. Será interesante observar cómo se desenvuelve sin ayuda. Aunque la tormenta no fuera de nieve, sino de fuego, como el que cayó para arrasar las ciudades de la llanura[173], ella la arrostraría con tal de conseguir hablar cinco minutos con ese Moore. Bueno, creo que he disfrutado de una mañana placentera: las decepciones han servido para pasar el tiempo; los miedos y arrebatos de ira han hecho que esta corta conversación haya sido más agradable cuando se ha producido al fin. Ella esperaba convencerme en seguida. No lo va a conseguir a la primera; tendrá que venir una y otra y otra vez. Me gustaría enfurecerla, hacerla llorar; quiero descubrir hasta dónde estaría dispuesta a llegar, qué se atrevería a hacer, para imponer su voluntad. Me parece extraño y novedoso encontrar a un ser humano que piensa tanto en otro como ella piensa en Moore. Pero es hora de volver a casa; mi apetito me lo dice. ¿Voy yo a renunciar al ganso? Y veremos si hoy es Matthew o soy yo quien se lleva la tajada más grande del pastel de manzana».

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