Shirley

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CAPÍTULO XXXV

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CAPÍTULO XXXV

EN EL QUE SE HACEN CIERTOS PROGRESOS,

AUNQUE ESCASOS

Martin lo tenía todo bien pensado: había trazado un hábil plan para su divertimento particular, pero intrigantes más viejos y sabios que él están a menudo condenados a ver barridos proyectos mejor hilvanados por la súbita escoba del Destino, esa cruel ama de casa cuyo brazo colérico nadie puede dominar. En el caso presente, esa escoba estaba fabricada con las duras fibras de la terca resolución de Moore, firmemente atadas con el hilo de su voluntad. Empezaba a recobrar la fuerza y a hacer extraños progresos en detrimento de la señora Horsfall. Cada mañana asombraba a la matrona con algo nuevo. Primero, la liberó de sus deberes como ayudante de cámara: se vestiría solo. Después, rechazó el café que le llevaba: desayunaría con la familia. Finalmente, se negó a dejarla entrar en la habitación. El mismo día, en medio de las protestas de todas las mujeres de la casa, salió al aire libre. A la mañana siguiente fue con el señor Yorke a la oficina de contabilidad y solicitó que se enviara a alguien a Redhouse Inn a pedir un tílburi. Estaba decidido, dijo, a regresar al Hollow aquella misma tarde. En lugar de oponerse, el señor Yorke le hizo de cómplice: mandó ir en busca del tílburi, aunque la señora Yorke afirmó que eso sería la muerte de Moore. El tílburi llegó. Moore, parco en palabras, hizo hablar a su bolsa: expresó su gratitud a los sirvientes y a la señora Horsfall con el tintineo de sus monedas. Esta última aprobó y comprendió su lenguaje perfectamente, que reparaba toda contumacia previa; su paciente y ella se despidieron como los mejores amigos del mundo.

Una vez visitada y apaciguada la cocina, Moore se dirigió a la salita: tenía que aplacar a la señora Yorke, tarea que no resultaría tan fácil como pacificar a sus criadas. Allí estaba ella, sumida en una hosca ira, absortos sus pensamientos en las más sombrías especulaciones sobre la profundidad de la ingratitud del hombre. Moore se acercó y se inclinó sobre ella. Ella se vio obligada a alzar la vista, aunque fuera sólo para echarlo. Aún había belleza en los rasgos pálidos y consumidos del joven; había seriedad y una especie de dulzura —pues sonreía— en sus ojos hundidos.

—¡Adiós! —dijo y, cuando habló, su sonrisa resplandeció y se difuminó. Ya no tenía un dominio férreo sobre sus sentimientos: en su estado de debilidad, cualquier emoción insignificante se hacía patente.

—¿Y por qué nos abandona? —preguntó ella—. Nosotros le cuidaremos y haremos todo lo que nos pida, si se queda hasta que esté un poco más fuerte.

—¡Adiós! —repitió él, y añadió—: Ha sido usted como una madre para mí. Dele un abrazo a su obstinado hijo.

Como extranjero que era, le ofreció primero una mejilla y luego la otra: ella le dio sendos besos.

—¡Qué trastorno, qué carga he sido para ustedes! —musitó.

—¡Ahora sí que nos trastorna, joven testarudo! —fue la réplica—. ¿Quién va a cuidar de usted en la casa del Hollow? Su hermana Hortense sabe tanto de estas cosas como una niña.

—¡Gracias a Dios! Porque he tenido cuidados suficientes para toda la vida.

En aquel momento entraron las hijas de la señora Yorke: Jessie llorando, Rose tranquila, pero seria. Moore se las llevó al vestíbulo para consolarlas y darles un beso. Sabía que, por su carácter, la madre no soportaba ver que se prodigaban muestras de cariño a otra persona que no fuera ella misma: se habría enojado si Moore hubiera acariciado a un gatito en su presencia.

Los chicos estaban junto al tílburi cuando Moore se montó en él, pero de ellos no se despidió. Al señor Yorke se limitó a decirle:

—Por fin se libra de mí. Fue un disparo desafortunado para usted, Yorke; convirtió Briarmains en un hospital. Venga pronto a verme al Hollow.

Moore subió el cristal de la ventanilla; el tílburi emprendió la marcha. Al cabo de media hora Moore se bajaba frente al portillo de su jardín. Tras pagar al cochero y despedir el vehículo, se apoyó en ese portillo un instante para descansar y meditar a la vez.

«Hace seis meses salí por esta puerta —se dijo— como un hombre orgulloso, furioso y decepcionado. Vuelvo ahora más triste y más sabio; débil, pero no preocupado. Me rodea un mundo frío y gris, pero sereno. Un mundo del que, si bien poco espero, tampoco temo nada. No siento ya el terror a la vergüenza que antes me esclavizaba. Si llegara lo peor, puedo trabajar, igual que Joe Scott, para ganarme la vida honradamente. En ese destino funesto veo aún dificultades, pero no degradación. Antes, la ruina me parecía equivalente al deshonor. Ahora ya no: conozco la diferencia. La ruina es un mal, pero para ese mal estoy preparado; sé qué día llegará, pues lo he calculado. Aún puedo aplazarla seis meses, ni una hora más. Si cambian las cosas antes de esa fecha, lo que no es probable; si se libera nuestro negocio de las trabas que ahora parecen insolubles (de todas las cosas, la que menos probabilidades de suceder tiene), puede que todavía venza en esta larga contienda, puede que… ¡Dios bendito! ¿Qué no podría hacer? Pero la idea no es más que una locura pasajera. Seamos cuerdos. La ruina llegará; que caiga su hacha sobre las raíces de mi fortuna para cortarlas. Arrancaré un árbol joven, cruzaré el mar y lo plantaré en los bosques americanos. Louis vendrá conmigo. ¿No vendrá nadie más que Louis? No puedo decirlo… no tengo derecho a preguntarlo».

Entró en casa.

Era por la tarde y fuera todavía había luz. En el cielo crepuscular no había estrellas ni luna, pues, aunque la helada era tan intensa que ennegrecía la vegetación, el cielo llevaba una máscara de nubes congeladas y compactas. También el embalse de la fábrica estaba helado. El Hollow estaba sumido en un silencio absoluto; dentro ya era de noche. Sarah había encendido un buen fuego en el gabinete y preparaba el té en la cocina.

—Hortense —dijo Moore cuando su hermana se apresuró a ayudarle a quitarse la capa—. Estoy contento de volver a casa.

Hortense no se dio cuenta de la singular novedad de aquella expresión en boca de su hermano, que antes jamás había considerado aquella casa como suya, y a quien sus estrechos límites habían parecido siempre más restrictivos que protectores. Sin embargo, todo lo que contribuyera a la felicidad de su hermano la hacía feliz a ella, y así lo manifestó.

Robert se sentó, pero pronto volvió a levantarse; se acercó a la ventana; regresó junto al fuego.

—¡Hortense!

—Mon frère?

—Este gabinete está muy limpio y agradable; parece especialmente alegre.

—Es cierto, hermano. En tu ausencia he mandado limpiar escrupulosamente la casa de arriba abajo.

—Hermana, creo que en este primer día de mi regreso a casa deberías invitar a alguna amiga a tomar el té, aunque sólo sea para enseñarle lo pulcra que la has dejado.

—Cierto, hermano; si no fuera tan tarde, podría enviar recado a la señorita Mann.

—Sí, pero realmente es demasiado tarde para molestar a esa buena señora, y hace demasiado frío para que salga.

—¡Qué considerado eres, querido Robert! Tendremos que posponerlo para otro día.

—Quiero invitar a alguien hoy, querida hermana. A alguna persona tranquila que no nos canse a ninguno de los dos.

—¿La señorita Ainley?

—Excelente persona, según dicen, pero vive demasiado lejos. Dile a Harry Scott que vaya a la rectoría y que diga de tu parte que invitas a Caroline Helstone a pasar la velada contigo.

—¿No sería mejor mañana, querido hermano?

—Me gustaría que viera la casa ahora mismo. Su limpieza y su pulcritud te honran.

—Podría ser beneficioso para ella, a modo de ejemplo.

—Podría y debe serlo. Tiene que venir.

Moore se dirigió a la cocina.

—Sarah, retrasa el té media hora —dijo.

Luego encargó a la criada que enviara a Harry Scott a la rectoría y garabateó apresuradamente una nota a lápiz, enrollada y dirigida a «la señorita Helstone».

Apenas había tenido tiempo Sarah de impacientarse por miedo a que se estropearan las tostadas ya preparadas cuando regresó el mensajero y, con él, la invitada.

Ésta entró por la cocina, subió tranquilamente la escalera de la cocina para quitarse el sombrero y las pieles, y bajó con la misma calma, con los hermosos rizos graciosamente peinados, el encantador vestido de lana y el delicado cuello sin mácula, y su pequeña y alegre bolsa de labores en la mano. Se detuvo a intercambiar unas cuantas palabras amables con Sarah, a contemplar al gatito moteado recién nacido que se calentaba junto al fuego de la cocina, y a hablar con el canario al que había sobresaltado una súbita llamarada; luego se dirigió al gabinete.

El saludo amable y la calurosa acogida se dispensaron con la naturalidad propia de un encuentro entre primos. Una sensación de placer, serena y sutil como un perfume, se esparció por la habitación; la lámpara que acababan de encender ardía alegremente; llegó la bandeja con el hervidor borboteante.

—Estoy contento de haber vuelto a casa —repitió el señor Moore.

Se sentaron en torno a la mesa. Fue Hortense quien más habló. Felicitó a Caroline por la evidente mejoría de su salud: le había vuelto el color a las mejillas, se la veía más lozana, dijo. Era cierto. El cambio en la señorita Helstone era evidente: todo en ella parecía ágil; habían desaparecido la depresión, el miedo y la melancolía. Ahora que no estaba ya abatida, ni triste, ni apática, ni lánguida, tenía el aspecto de quien ha probado el cordial que aligera el corazón, y se ha elevado en las alas de la esperanza.

Después del té, Hortense subió a su habitación: hacía un mes que no revolvía sus cajones, y el impulso de hacerlo se volvió irresistible. En su ausencia, la charla corrió por cuenta de Caroline, que asumió la tarea con desenvoltura, adoptando su tono de conversación más ameno. Una placentera facilidad de palabra y un lenguaje elegante dieron un nuevo encanto a temas familiares; un nuevo tono musical en la siempre dulce voz sorprendió gratamente a su interlocutor y lo cautivó; nuevas sombras y luces en la expresión elevaron el joven semblante, dándole carácter y vivacidad.

—Caroline, parece como si te hubieran dado una buena noticia —dijo Moore tras contemplarla con seriedad durante unos minutos.

—¿En serio?

—Te he enviado recado esta noche porque creía que podías animarme, pero me has animado más de lo que esperaba.

—Me alegro. ¿Y realmente te animo?

—Estás radiante; te mueves como flotando; tu voz es musical.

—Es agradable volver a estar aquí.

—Ciertamente es agradable; es lo mismo que yo siento. Y ver la salud en tus mejillas y la esperanza en tus ojos también es agradable, Cary. Pero ¿qué es esa esperanza y cuál es la fuente de esa dicha que percibo en ti?

—Primero, soy feliz por mamá. La quiero muchísimo y ella me quiere a mí. Me cuidó con amor durante mucho tiempo; ahora que me he restablecido gracias a sus cuidados, soy yo la que se ocupa de ella todo el día. Le digo que ahora me toca a mí atenderla, y eso es lo que hago. Soy su camarera, además de su hija. Me gusta… te reirías si supieras cómo me complace hacerle vestidos y coser para ella. Está tan elegante ahora, Robert. No le permito ser anticuada. Y además, su charla es amena, llena de sabiduría, juiciosa, bien informada, y de recursos inagotables que han amasado calladamente sus dotes de observación. Cada día que pasa me gusta más, más alto es mi concepto de ella, más la quiero.

—Eso es entonces lo primero, Cary. Esa forma de hablar de «mamá» basta para que uno sienta celos de la vieja señora.

—No es vieja, Robert.

—De la joven señora, entonces.

—No pretende ser joven.

—Bueno, pues de la matrona. Pero has dicho que el cariño de «mamá» era lo primero que te hacía feliz. ¿Qué es lo otro?

—Que me alegro de que estés mejor.

—¿Qué más?

—Me alegro de que seamos amigos.

—¿Tú y yo?

—Sí. Hubo un tiempo en que pensé que no lo seríamos.

—Cary, tengo intención de contarte un día una cosa de mí que me avergüenza y que, por lo tanto, no te agradará.

—¡Ah! ¡No lo hagas! No soporto la idea de pensar mal de ti.

—Y yo no soporto la idea de que pienses mejor de mí mismo de lo que merezco.

—Bueno, pero lo cierto es que ya estoy al tanto de esa «cosa». En realidad, creo que lo sé todo.

—No, no lo sabes.

—Creo que sí.

—¿A quién concierne, aparte de mí?

Caroline enrojeció; vaciló; calló.

—¡Habla, Cary! ¿A quién concierne?

Ella intentó pronunciar un nombre y no pudo.

—Dímelo; estamos solos. Sé sincera.

—Pero ¿y si me equivoco?

—Te lo perdonaré. Susúrralo, Cary.

Robert acercó la oreja a los labios de Caroline, que, aun así, no quiso o no pudo contestar. Viendo que él aguardaba y que estaba dispuesto a arrancarle una respuesta, dijo por fin:

—Hace una semana, la señorita Keeldar pasó un día en la rectoría. Cuando llegó la noche, helaba, y la convencimos para que se quedara.

—¿Y os dedicasteis a rizaros el pelo?

—¿Cómo lo sabes?

—Y entonces os pusisteis a charlar y ella te contó…

—No fue entonces, así que no eres tan listo como crees. Además, no me contó nada.

—¿Dormisteis juntas?

—Compartimos la habitación y la cama. No dormimos gran cosa. Nos pasamos la noche hablando.

—¡Pondría la mano en el fuego! Y entonces salió todo a relucir. Tant pis[174]. Habría preferido que lo supieras por mí.

—Te equivocas. Shirley no me contó lo que sospechas; no es del tipo de personas que airean tales cosas, pero yo deduje algo por varias cosas que me dijo, comprendí otras por los rumores y adiviné el resto por instinto.

—Pero si no te contó que quería casarme con ella por su dinero, y que me rechazó, indignada y con desprecio (no es necesario que te sobresaltes ni que te ruborices; tampoco es necesario que te pinches esos dedos temblorosos con la aguja: es la verdad, tanto si te gusta como si no); si no fue ése el asunto del que trataron vuestras augustas confidencias, ¿qué rumbo tomaron? Has dicho que hablasteis toda la noche: ¿de qué?

—De cosas sobre las que nunca antes habíamos hablado en profundidad, pese a haber sido íntimas amigas. Pero no esperarás que te las cuente a ti.

—Sí, sí, Cary, cuéntamelas. Has dicho que somos amigos y los amigos han de confiar siempre el uno en el otro.

—Pero ¿te comprometes a no contar a nadie lo que te diga?

—Totalmente.

—¿Ni siquiera a Louis?

—¿Ni siquiera a Louis? ¿Qué le importan a él los secretos de unas señoritas?

—Robert, Shirley es una persona curiosa y magnánima.

—Supongo. Imagino que tiene sus virtudes y sus defectos.

—Es cautelosa cuando se trata de expresar sus sentimientos, pero cuando éstos fluyen como un río y pasan caudalosos y rápidos ante tus ojos, casi sin su consentimiento, te quedas mirando, te asombras, la admiras y… creo… que la amas.

—¿Viste tú ese espectáculo?

—Sí, en medio de la noche, cuando toda la casa estaba en silencio e iluminada por las estrellas, y el frío reflejo de la nieve brillaba tenuemente en el dormitorio; entonces vi el corazón de Shirley.

—¿Su corazón? ¿Crees que te lo mostró?

—Su corazón.

—¿Y cómo era?

—Como un altar, pues era sagrado; como la nieve, pues era puro; como una llama, pues era cálido; como la muerte, pues era fuerte.

—¿Ama? Dímelo.

—¿Tú qué crees?

—Que no ha amado todavía a nadie que la haya amado.

—¿Quiénes son esos que la han amado?

Robert enumeró una lista de caballeros que se cerraba con sir Philip Nunnely.

—No ha amado a ninguno de ellos.

—Sin embargo, algunos son dignos del afecto de una mujer.

—Del de algunas mujeres, pero no del de Shirley.

—¿Es mejor ella que otras de su sexo?

—Es peculiar y más peligrosa si se casa uno con ella… irreflexivamente.

—Me lo imagino.

—Habló de ti…

—¡Oh! ¡Así que lo hizo! Antes lo has negado.

—No habló como tú imaginas, pero yo le pregunté y la obligué a que me dijera qué pensaba o, más bien, qué sentía por ti. Quería saberlo; hacía tiempo que quería saberlo.

—También yo, pero oigamos el resto. Sin duda piensa que soy un ser vil y despreciable, ¿no?

—La opinión que tiene de ti es casi la más elevada que puede tener una mujer de un hombre. Ya sabes que Shirley puede ser muy elocuente cuando quiere; todavía me parece sentir la pasión de las ardientes palabras con que se expresó.

—Pero ¿qué siente?

—Hasta que tú la escandalizaste (me dijo que la habías escandalizado, pero no quiso contarme cómo), sentía lo mismo que una hermana por un hermano al que quiere y del que está orgullosa.

—No volveré a escandalizarla, Cary, pues su indignación rebotó sobre mí, haciendo que me tambaleara. Pero esa comparación entre hermana y hermano es una tontería: ella es demasiado rica y orgullosa para abrigar sentimientos fraternales por mí.

—No la conoces, Robert, y ahora creo (antes pensaba de otra forma) que no llegarás a conocerla: tú y ella no estáis hechos para entenderos.

—Puede que sea así. Siento aprecio por ella; la admiro. No obstante, mis impresiones acerca de ella son duras, quizá despiadadas. Creo, por ejemplo, que es incapaz de amar…

—¡Shirley incapaz de amar!

—Que no se casará jamás. La imagino celosa de su orgullo, reacia a renunciar a su poder, a compartir su propiedad.

—Shirley ha herido tu amor propio.

—Cierto, aunque no sentía cariño, ni una chispa de pasión, por ella.

—Entonces, Robert, fue una maldad por tu parte querer casarte con ella.

—Y una vileza, mi pequeña pastora, mi hermosa sacerdotisa. Jamás he deseado besar a la señorita Keeldar en toda mi vida, a pesar de que tiene unos labios bonitos, de color escarlata y redondeados como cerezas maduras; o, si lo deseé, fue un mero impulso visual.

—Ahora dudo de si dices la verdad: las uvas y las cerezas son amargas… «cuando cuelgan demasiado alto».

—Tiene una bonita figura, un bonito rostro, hermosos cabellos: sé ver todos sus encantos, pero no soy sensible a ellos o, si lo soy, es de un modo que ella desdeñaría. Supongo que me tentó el dorado exterior del cebo. Caroline, ¡qué noble persona es tu Robert, grande, bueno, desinteresado, y tan puro!

—Pero no perfecto; cometiste un gran error en una ocasión, pero no volveremos a oír hablar de eso.

—¿Y no pensaremos más en ello, Cary? ¿No lo despreciaremos en el fondo de nuestro corazón amable, pero justo, compasivo, pero recto?

—¡Jamás! Recordaremos que, con la vara que lo midamos, seremos medidos, y no tendremos desprecio que mostrar, sino sólo afecto.

—Que no será suficiente, te lo advierto. Un día se te exigirá algo mucho más fuerte, más dulce y cálido que el afecto. ¿Podrás dármelo?

Caroline estaba conmovida, realmente conmovida.

—Cálmate, Lina —dijo Moore con tono apaciguador—. No tengo intención, porque no tengo derecho, de alterarte ahora, ni en los meses venideros. No pongas esa cara, como si fueras a dejarme. No haremos ninguna otra alusión perturbadora; volveremos a los cotilleos. No tiembles; mírame a la cara, ve el pobre fantasma, pálido y gris, en que me he convertido, más lastimoso que imponente.

Ella lo miró tímidamente.

—Todavía tienes algo que impone, a pesar de tu palidez —dijo cuando sus miradas se cruzaron.

—Volviendo a Shirley —prosiguió Moore—, ¿crees que se casará algún día?

—Ama.

—Platónicamente, teóricamente, ¡todo disparates!

—Ama, como yo digo, con todo su corazón.

—¿Te lo dijo ella?

—No puedo afirmar que lo dijera con esas palabras; no confesó que amara a un hombre en concreto.

—Eso pensaba.

—Pero el sentimiento se abrió paso a su pesar, y yo lo vi. Habló de un hombre en un tono que no dejaba lugar a dudas; su sola voz fue testimonio más que suficiente. Tras haberle sonsacado su opinión sobre tu carácter, pedí una segunda opinión sobre… otra persona acerca de la cual tenía yo mis conjeturas, aunque eran las más confusas y enmarañadas del mundo. Me empeñé en que hablara: la zarandeé, la regañé, le pellizqué los dedos cuando intentó eludirme con sarcasmos y burlas de esa extraña e irritante manera suya, y por fin salió: la voz, digo, fue suficiente; la elevó apenas por encima de un susurro, pero con una intensa vehemencia. No fue una confesión, no hubo confidencias; ella no se rebaja a tales cosas, pero estoy segura de que la felicidad de cierto hombre es tan preciosa para ella como su propia vida.

—¿Quién es él?

—La acusé directamente; no lo negó; no lo reconoció, pero me miró y vi sus ojos al reflejo de la nieve. Me bastó: la vencí sin piedad.

—¿Qué derecho tenías a vencer? ¿Quieres decir con eso que su corazón está libre?

—Esté yo como esté, Shirley es una cautiva. ¡La leona ha encontrado su domador! Puede que sea dueña de todo cuanto la rodea, pero no lo es de sí misma.

—¿De modo que te regocijaste al reconocer a una compañera de cautividad en una mujer tan hermosa y señorial?

—Sí. Robert, dices bien, en una mujer tan hermosa y señorial.

—Lo confiesas, entonces, ¿eres una compañera de cautividad?

—No confieso nada, pero digo que la altanera Shirley no es más libre de lo que fue Agar.

—¿Y puedes decirme quién es el Abraham, el heroico patriarca que ha logrado tal conquista?

—Hablas aún con cinismo y desprecio, y con amargura, pero yo te haré cambiar de actitud.

—Ya lo veremos. ¿Puede casarse Shirley con ese Cupido?

—¡Cupido! Es tan Cupido como tú eres un Cíclope.

—¿Puede casarse con él?

—Ya lo verás.

—Quiero saber su nombre, Cary.

—Adivínalo.

—¿Es alguien de la vecindad?

—Sí, de la parroquia de Briarfield.

—Entonces es alguien indigno de ella. No conozco una sola alma en la parroquia de Briarfield que sea su igual.

—Adivina.

—Imposible. Supongo que está engañada y al final cometerá un disparate.

Caroline sonrió.

—¿Apruebas la elección? —preguntó Moore.

—Totalmente.

—Entonces estoy desconcertado, pues la cabeza que ostenta esa abundante cascada de rizos castaños es una excelente máquina de pensar, de alta precisión, que se vanagloria de un juicio correcto y equilibrado, heredado de «mamá», supongo.

—Y yo apruebo la elección totalmente, y a mamá le encantó.

—¡A «mamá» le encantó! A la señora Pryor. ¿No es entonces un amor romántico?

—Es romántico, pero también es razonable.

—Dímelo, Cary. Dímelo, por piedad. Estoy demasiado débil para que me atormentes de esta manera.

—Has de sufrir un poco; no te hará ningún daño, no estás tan débil como pretendes.

—Dos veces se me ha pasado ya por la cabeza esta noche la idea de caer al suelo a tus pies.

—Más vale que no lo hagas; me negaría a ayudarte a levantarte.

—Y de adorarte. Mi madre era católica; te pareces a la más encantadora de las imágenes de la Virgen que tenía. Creo que abrazaré su fe para arrodillarme y adorarte a ti.

—Robert, Robert, estate quieto, no seas ridículo. Me iré con Hortense si haces extravagancias.

—Me has robado el sentido; ahora mismo no me viene nada a la cabeza más que les litanies de la sainte Viérge. «Rose celeste, reine des Anges!»[175].

—«Tour d’ivoire, maison d’or[176]»; ¿no es ésa la jerga? Bueno, siéntate y acierta la adivinanza.

—Pero ¡«mamá», encantada! Ahí está lo asombroso.

—Te diré lo que dijo mamá cuando se lo conté: «Puedes estar segura, querida mía, de que esa elección hará feliz a la señorita Keeldar».

—Haré un intento y nada más. Es el viejo Helstone. Va a ser tu tía.

—Se lo contaré a mi tío; ¡se lo contaré a Shirley! —exclamó Caroline, entre risas gozosas—. Prueba otra vez, Robert. Tus errores son muy divertidos.

—Es el párroco, Hall.

—Desde luego que no; él es mío, con tu permiso.

—¡Tuyo! ¡Sí! Todas las mujeres de Briarfield parecen haber convertido a ese sacerdote en un ídolo. Me gustaría saber por qué; es calvo, corto de vista y con los cabellos grises.

—Vendrá Fanny a buscarme antes de que hayas resuelto el acertijo, si no te das prisa.

—No más adivinanzas, estoy cansado. Además, no me importa. Por mí como si se casa con le grand Ture[177].

—¿Quieres que te lo susurre?

—Eso sí, y rápido. Ahí viene Hortense; acércate un poco más, Lina mía. Me importa más el susurro que las palabras.

Caroline susurró un nombre. Robert dio un respingo, sus ojos centellearon, él soltó una breve carcajada. Entró la señorita Moore, y detrás de ella Sarah para informar de que había llegado Fanny. No había más tiempo para conversaciones.

Robert encontró un momento para intercambiar unas cuantas frases más entre cuchicheos; aguardaba al pie de la escalera cuando Caroline bajó para ponerse el chal.

—¿Debo llamar noble criatura a Shirley ahora? —preguntó él.

—Si quieres decir la verdad, por supuesto.

—¿Debo perdonarla?

—¿Perdonarla? ¡Qué malo eres, Robert! ¿Quién obró mal, tú o ella?

—¿Debo amarla por fin, Cary?

Caroline alzó el rostro con vehemencia e hizo un movimiento hacia él entre cariñoso y malhumorado.

—Una palabra tuya, e intentaré obedecerte.

—Por supuesto que no debes amarla; la sola idea es perversa.

—Pero es hermosa, peculiarmente hermosa: la suya es una belleza que se hace notar poco a poco; la primera vez que la ves, sólo te parece bonita; no descubres que es hermosa hasta que no pasa un año.

—No eres tú quien dice esas cosas. Vamos, Robert, sé bueno.

—¡Oh! Cary, no tengo amor que dar. Aunque me cortejara la diosa de la belleza, no podría responder a sus requerimientos: no hay en este pecho un corazón que pueda llamar mío.

—Mejor que mejor; estás a salvo sin él. Buenas noches.

—¿Por qué has de irte siempre, Lina, en el momento justo en que más quiero que te quedes?

—Porque deseas más conservar cuando más seguro es que pierdas.

—Escucha, una palabra más. Vigila tu propio corazón, ¿me oyes?

—No hay peligro.

—No estoy seguro de eso; ese párroco platónico, por ejemplo…

—¿Quién? ¿Malone?

—Cyril Hall; a él le debo más de un arrebato de celos.

—En cuanto a ti, has estado coqueteando con la señorita Mann. El otro día me enseñó una planta que le habías regalado. Fanny, estoy lista.

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