Shirley

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CAPÍTULO XXXVI

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CAPÍTULO XXXVI

ESCRITO EN LA SALA DE ESTUDIOS

Las dudas de Louis Moore con respecto a la inmediata evacuación de Fieldhead que pensaba llevar a cabo el señor Sympson estaban bien fundadas, como se vio. Al día siguiente de la gran pelea acerca de sir Philip Nunnely se produjo una especie de reconciliación entre tío y sobrina: Shirley, que era demasiado buena para faltar a la hospitalidad o parecerlo (excepto en el caso único del señor Donne), rogó a toda la familia que se quedara unos días más. Tan insistentes fueron sus ruegos que se hizo evidente que existía algún motivo por el que deseaba que se quedaran. Los Sympson le tomaron la palabra; en realidad, el tío no se resignaba a dejarla sin vigilancia y en libertad para casarse con Robert Moore tan pronto como el estado de dicho caballero le permitiera (el señor Sympson rezó piadosamente para que esto no sucediera jamás) renovar sus supuestas pretensiones a la mano de Shirley. Se quedaron todos.

En un primer momento, ofuscado por la ira contra la casa de los Moore, el señor Sympson se había conducido de tal modo con el señor Louis que éste —paciente con el duro trabajo o el sufrimiento, pero intolerante con la insolencia grosera— había dimitido de su cargo en el acto, y sólo aceptó volver a ocuparlo hasta que la familia abandonara Yorkshire. Sólo eso consiguieron las súplicas de la señora Sympson; el afecto que sentía Louis por su pupilo fue un motivo adicional para que accediera, y seguramente tenía un tercer motivo, más fuerte que cualquiera de los otros dos; seguramente le habría resultado realmente penoso abandonar Fieldhead en aquel preciso momento.

Todo fue bien durante un tiempo; la señorita Keeldar recobró la salud y el buen ánimo; Moore había hallado el modo de disipar todas sus aprensiones nerviosas y, verdaderamente, desde el momento mismo en que Shirley se confió a él, todos los miedos parecieron alzar el vuelo, su corazón volvió a ser tan alegre y su actitud tan despreocupada como las de una niña que, sin pensar ni en su propia vida ni en la muerte, delega toda la responsabilidad en sus padres. Louis Moore y William Farren —por cuyo medio inquirió el primero acerca del estado de Phoebe— convinieron en afirmar que la perra no estaba rabiosa, que sólo los malos tratos la habían inducido a huir, pues estaba demostrado que su amo tenía la costumbre de castigarla con violencia. Su afirmación podía ser o no ser cierta; el mozo de cuadra y el guardabosques decían lo contrario, y afirmaban que, si aquél no era un caso claro de hidrofobia, era porque no existía tal enfermedad. Louis Moore no dio crédito a tales pruebas y a Shirley le informó únicamente de lo que podía ser alentador. Ella le creyó y, verdadero o falso, lo cierto es que en su caso el mordisco fue totalmente inocuo.

Pasó noviembre; llegó diciembre. Por fin los Sympson se marchaban: consideraban un deber estar en casa por Navidad; hacían el equipaje; partirían al cabo de pocos días. Una noche de invierno, durante la última semana de su estancia, Louis Moore volvió a coger su cuaderno de hojas blancas y conversó con él como sigue:

Está más encantadora que nunca. Desde que se despejó aquella pequeña nube, el deterioro y la palidez se han desvanecido. Fue maravilloso ver la prontitud con que la mágica energía de la juventud le devolvió la vivacidad y la lozanía.

Después del desayuno de esta mañana, después de verla y escucharla, después de —por así decirlo— sentirla con cada átomo sensible de mi cuerpo, he pasado de su resplandeciente presencia al frío del salón. Al coger un pequeño libro encuadernado en oro, he descubierto que contenía una selección poética. He leído un par de poemas; no sé si el hechizo estaba en mí o en los versos, pero mi corazón se ha conmovido, mi pulso se ha acelerado; estaba enardecido, pese al ambiente helado. Yo también soy joven todavía; aunque ella dijo que nunca me ha considerado joven, apenas he cumplido los treinta. Hay momentos en que la vida —sin otro motivo más que el de mi juventud— me sonríe con dulzura.

Era la hora de ir a la sala de estudios y allí fui. La habitación es bastante agradable por las mañanas; el sol se filtra entonces a través de la baja celosía; los libros están ordenados; no hay papeles esparcidos; el fuego es limpio y claro; no han caído todavía cenizas ni se han acumulado. Encontré a Henry allí, y con él a la señorita Keeldar: estaban juntos.

He dicho que estaba más encantadora que nunca: es cierto. En sus mejillas se abren sendas rosas de un tono que no es intenso, sino delicado; sus ojos, siempre oscuros, nítidos y expresivos, expresan ahora un lenguaje que no puedo traducir. Es la manifestación, vista, que no oída, mediante la que debían de comunicarse los ángeles entre sí cuando había «silencio en el cielo». Sus cabellos han sido siempre negros como la noche y finos como la seda, su cuello ha sido siempre blanco, flexible, nacarado, pero ahora tienen un nuevo encanto: sus bucles son suaves como las sombras y los hombros sobre los que caen tienen la gracia de una diosa. Antes sólo veía su belleza, ahora la siento.

Henry le decía la lección aprendida antes de decírmela a mí; ella sostenía el libro con una mano, la otra mano la sostenía él. Ese muchacho disfruta de más privilegios de los que le corresponden; se atreve a acariciar y es acariciado. ¡Cuánta indulgencia y cuánta compasión le demuestra ella! Son excesivas; de continuar así, en unos cuantos años, cuando el alma de Henry estuviera ya formada, se la entregaría a ella en ofrenda como yo le he entregado la mía.

He visto que sus párpados se agitaban cuando he entrado yo, pero no ha levantado la vista; ahora apenas me mira. También parece más callada; a mí casi nunca me habla y, cuando estoy presente, habla poco con los demás. En mis horas bajas, atribuyo este cambio a la indiferencia… a la aversión… a quién sabe qué. En los momentos de euforia, le doy otro significado, me digo que si fuera su igual, encontraría recato en esa timidez, y amor en ese recato. Tal como están las cosas, ¿puedo atreverme a buscarlo? ¿Qué haría con él, si lo encontrara?

Esta mañana me he atrevido por fin a buscar la manera de pasar a solas una hora con ella; no sólo deseaba esa entrevista, estaba dispuesto a obtenerla. Me he atrevido a buscar el abrigo de la soledad. Con gran decisión he pedido a Henry que viniera a la puerta y le he dicho sin vacilar; «Vaya a donde quiera, muchacho, pero no vuelva hasta que yo le llame».

Noté que a Henry no le gustaba que lo echara; el muchacho es joven, pero también es un pensador. Sus ojos reflexivos me miran a veces con un extraño brillo; intuye lo que me une a Shirley; adivina que hay un placer mayor en la reserva con la que ella me trata a mí que en todas las expresiones de afecto que le dispensa a él. El joven león lisiado me rugiría alguna que otra vez por haber domado a su leona y ser ahora su guardián, si no fuera porque el hábito de la disciplina y el instinto del afecto lo mantienen a raya. Adelante, Henry, debes aprender a aceptar tu parte de amargura en la vida, como el resto de la estirpe de Adán, la que ha existido antes y la que vendrá después de ti; tu destino no puede ser una excepción a la suerte de toda la humanidad; agradece que tu amor se desengañe en época tan temprana, antes de que pueda reclamar su afinidad con la pasión. El enojo de una hora, una punzada de envidia, bastan para expresar lo que sientes; el clima de tus emociones no conoce aún los celos ardientes como el sol en lo alto, la rabia destructora como una tormenta tropical… todavía.

Ocupé mi lugar habitual en el escritorio, como acostumbraba a hacer. Tengo la suerte de ser capaz de disimular mi agitación interna con una calma aparente. Nadie que observe mi rostro imperturbable podrá adivinar el torbellino que se revuelve a veces en mi corazón, se traga mis pensamientos y hace zozobrar la prudencia. Es agradable tener el don de seguir el curso de la vida con tranquilidad y firmeza sin alarmar a nadie con un movimiento excéntrico. No tenía intención en aquel momento de pronunciar una sola palabra de amor, ni de revelar ni una sola chispa del fuego en el que me consumía. Jamás he sido presuntuoso, nunca lo seré. Antes que parecer siquiera egoísta e interesado, me levantaría decididamente, haría de tripas corazón y me alejaría de ella para siempre, para buscar en el confín del mundo una vida nueva, fría y estéril como la roca que diariamente baña la marea salada. Mi propósito esta mañana era observarla a ella detenidamente, leer una línea en la página de su corazón. Antes de marcharme, estaba resuelto a saber qué era lo que dejaba atrás.

Tenía varias plumas que arreglar; a la mayoría de los hombres les habrían temblado las manos teniendo el corazón tan agitado; las mías han trabajado sin que les fallara el pulso, y mi voz, cuando me he decidido a ejercitarla, no ha vacilado.

—Dentro de una semana estará usted sola en Fieldhead, señorita Keeldar.

—Sí, creo que mi tío tiene ahora la seria intención de marcharse.

—Se va descontento.

—Está disgustado conmigo.

—Se va tal como vino, su estancia aquí no le ha servido de nada; eso le mortifica.

—Confío en que el fracaso de sus planes le quite las ganas de trazar otros nuevos.

—A su modo, el señor Sympson era sincero al desear lo mejor para usted. Todo lo que ha hecho, o pretendía hacer, creía que era por su bien.

—Dice mucho en su favor que quiera defender a un hombre que se ha permitido tratarle a usted con tanta insolencia.

—Jamás me he escandalizado cuando lo que dice una persona está de acuerdo con su carácter, ni le he guardado resentimiento por ello, y desde luego el ataque vulgar y virulento de que fui objeto después de que usted lo hubiera derrotado estaba en perfecta consonancia con su carácter.

—¿Dejará de ser el preceptor de Henry?

—Me separaré de Henry por un tiempo (si él y yo vivimos, volveremos a encontrarnos, porque existe un afecto mutuo), y seré expulsado del seno de la familia Sympson para siempre. Por fortuna este cambio no me deja desamparado, pero precipita la ejecución prematura de proyectos concebidos hace ya tiempo.

—No hay cambio que lo pille a usted desprevenido. Estaba segura de que estaría preparado para cualquier alteración repentina con su calma característica. Siempre he pensado que vive usted en el mundo como un arquero solitario en un bosque, atento y vigilante, pero el carcaj que cuelga de su hombro contiene más de una flecha y su arco está provisto de una segunda cuerda. Tal es también la costumbre de su hermano. Podrían partir ambos como cazadores errantes hacia las tierras más salvajes y remotas del Oeste, y saldrían adelante. Los árboles les servirían para hacerse una cabaña, el seno desnudo del bosque talado les proporcionaría campos de labranza, los búfalos probarían los disparos de sus rifles, y, agachando cuernos y joroba, les rendirían homenaje.

—¿Y una tribu india de pies negros o de cabezas achatadas nos proporcionaría sendas esposas, tal vez?

—No —vaciló—, creo que no. Lo salvaje es sórdido; creo, es decir, espero que ninguno de los dos compartiera su hogar con alguien a quien no pudiera entregar el corazón.

—¿Cómo se le ha ocurrido hablar del salvaje Oeste, señorita Keeldar? ¿Ha estado conmigo en espíritu sin que yo la viera? ¿Se ha introducido en mis ensoñaciones y ha contemplado mi cerebro elaborando un proyecto de futuro?

Ella había roto en pedazos un trozo de papel para encender velas, pajuela lo llaman; arrojó al fuego un fragmento tras otro y contempló cómo se consumían pensativamente. No dijo nada.

—¿Cómo se ha enterado de lo que parece saber sobre mis intenciones?

—No sé nada; acabo de descubrirlo; yo hablaba al azar.

—Su azar parece adivinación. Nunca volveré a ser preceptor; jamás volveré a tener un pupilo después de Henry y de usted; nunca más volveré a sentarme diariamente a la mesa de otro hombre, ni seré el apéndice de una familia. Soy un hombre de treinta años; jamás he sido libre desde que era un niño de diez. Es tanta mi sed de libertad, siento una pasión tan profunda por conocerla y hacerla mía, un deseo de día y un anhelo de noche tan grandes por obtenerla y poseerla, que incluso cruzaría el Atlántico para conseguirla; la seguiré hasta el corazón de los bosques vírgenes. No aceptaré a una salvaje como esclava; no podría ser una esposa. No conozco a ninguna mujer blanca a la que ame que quiera acompañarme, pero estoy convencido de que me aguarda la libertad, sentada bajo un pino. Cuando la llame, vendrá a mi casa de troncos y colmará mi abrazo.

Shirley no pudo oírme hablar así sin sentirse conmovida, y ciertamente se conmovió. Era bueno; era lo que yo pretendía. No pudo responderme, ni mirarme; yo habría lamentado que hubiera podido hacerlo. Tenía las mejillas encendidas como si una flor de color carmesí, a través de cuyos pétalos brillara el sol, hubiera arrojado su luz sobre ella. En los párpados blancos y las cejas negras de sus ojos bajos temblaba cuanto de delicado hay en un sentido del pudor entre doloroso y placentero.

Pronto pudo dominar su emoción y reprimir sus sentimientos. Vi que había notado la insurrección y despertaba para aplastarla; se sentó. Pude leer la expresión de su cara; decía: «Veo la línea que es mi límite; no hay nada que pueda hacer que lo traspase. Siento, sé hasta dónde puedo revelar mis sentimientos, y cuándo debo cerrar el libro. He avanzado cierta distancia, toda la que me permite la naturaleza auténtica y soberana de mi sexo. Aquí me planto. Mi corazón puede romperse si es rechazado; que se rompa, jamás me deshonrará, jamás deshonrará a mis hermanas. ¡Sufrir antes que rebajarse! ¡Muerte antes que traición!».

Yo, por mi parte, me decía: «Si ella fuera pobre, estaría a sus pies. Si fuera menor su rango, la estrecharía entre mis brazos. Su dinero y su posición son dos grifos que la guardan, uno a cada lado. El amor mira y suspira, pero no se atreve. La pasión revolotea sobre ella, pero se mantiene a raya. La verdad y la devoción se espantan. No hay nada que perder en ganarla, no hay que hacer sacrificio alguno; el beneficio es neto y, por lo tanto, indescriptiblemente difícil».

Difícil o no, tenía que hacer algo, tenía que decir algo. No podía ni quería permanecer en silencio ante aquella beldad que la modestia enmudecía. Hablé, y aún hablé con calma pero, aunque mis palabras eran serenas, noté que adquirían un tono marcado, rotundo y grave.

—Aun así, sé que me sentiría extraño con esa ninfa de las montañas, la libertad. Sospecho que es pariente de esa soledad que cortejé en otro tiempo y de la que ahora quiero divorciarme. Estas oréadas son peculiares: se acercan a ti con su embrujo sobrenatural, como una noche estrellada; te inspiran un deleite intenso, pero sin calor; su belleza es la belleza de los espíritus; su gracia no es la gracia de la vida, sino la de las estaciones o los paisajes naturales; el suyo es el húmedo arrebol de la mañana, el lánguido resplandor del anochecer, la paz de la luna, la volubilidad de las nubes. Quiero algo distinto y lo tendré. Ese esplendor élfico es frío a la vista y helado al tacto. No soy un poeta: no puedo vivir con abstracciones. Usted, señorita Keeldar, con su humor sarcástico, me ha llamado a veces filósofo materialista, dando a entender que me basta con vivir de lo sustancial. Ciertamente me siento materialista de los pies a la cabeza y, aunque la Naturaleza es gloriosa y yo la adoro con la sólida intensidad de un sólido corazón, preferiría contemplarla a través de los suaves ojos humanos de una esposa amante y amada antes que a través de las fieras órbitas de la más alta diosa del Olimpo.

—Juno no podría asarle un filete de búfalo como a usted le gusta —dijo ella.

—No, no podría. Pero yo le diré quién podría hacerlo: una joven huérfana, sin dinero ni amigos. Ojalá encontrara a alguien así; lo bastante bonita para que yo la amara, con una mente y un corazón que fueran de mi gusto, que no carecieran de educación, sinceros y modestos. Nada me importan los conocimientos adquiridos, pero aceptaría de buena gana el germen de esas dulces dotes naturales con las que no puede rivalizar nada de lo que se adquiere. En cuanto al carácter, el que el Destino disponga: puedo dominar cualquiera, por apasionado que sea. De una criatura como ésa, me gustaría ser, primero tutor y después marido. Le enseñaría mi lenguaje, mis hábitos y mis principios, y luego la recompensaría con mi amor.

—¡Recompensarla! ¡Señor de la creación! ¡Recompensarla! —exclamó ella con una mueca.

—Y ella me lo devolvería multiplicado por mil.

—Si quisiera, señor mío.

—Querría.

—Ha estipulado usted cualquier carácter que sea voluntad del Destino. Un carácter compulsivo es pedernal y fuelle para el metal de algunas almas.

—Y el amor la chispa que desprende.

—¿A quién le interesa el amor que no es más que una chispa que se ve, vuela hacia lo alto y desaparece?

—Debo encontrar a mi joven huérfana. Dígame cómo, señorita Keeldar.

—Ponga un anuncio, y no se olvide de añadir, cuando describa los requisitos, que ha de ser buena cocinera.

—Tengo que encontrarla y, cuando la encuentre, me casaré con ella.

—¡No me lo creo! —Y su voz adquirió de pronto un singular tono de desdén.

Esto me gustó: había conseguido sacarla de las hondas meditaciones en que la había encontrado, y quise provocarla aún más.

—¿Por qué lo duda?

—¡Casarse usted!

—Sí, por supuesto; no hay nada más obvio: puedo hacerlo, y lo haré.

—Lo contrario es lo evidente, señor Moore.

Me hechizaba cuando se volvía desdeñosa, casi insultante; cuando el orgullo, el genio y la mofa se mezclaban en sus grandes y bellos ojos, que justo en aquel momento tenían la expresión de un esmerejón.

—Hágame el favor de decirme qué razones tiene para sostener esa opinión, señorita Keeldar.

—¿Cómo conseguirá casarse?, me pregunto yo.

—Con facilidad y presteza cuando halle a la persona adecuada.

—¡Resígnese al celibato! —Hizo un ademán, como entregándome algo—. ¡Acepte su destino!

—No, no puede usted darme lo que ya tengo. El celibato ha sido mío durante treinta años. Si desea ofrecerme un regalo, un obsequio de despedida, un recuerdo, habrá de cambiar su bendición.

—¡Pues entonces, resígnese a algo peor!

—¿Cómo? ¿Qué?

Me sentía ahora, y parecía, exaltado, y hablaba con vehemencia. Fue una imprudencia abandonar mi tabla de salvación, la calma, siquiera por un instante, pues me privó de una ventaja que fue para ella. La pequeña chispa de genio se disolvió en sarcasmo y se extendió por su semblante en los remolinos de una sonrisa burlona.

—Tome una esposa que le haya hecho la corte para salvar su modestia y se haya arrojado en sus brazos para ahorrarle escrúpulos.

—Dígame dónde hallarla.

—En cualquier viuda robusta que haya tenido unos cuantos maridos y sepa de tales cosas.

—Entonces no puede ser rica. ¡Oh, esas ricachonas!

—Jamás habría recolectado usted los frutos del jardín dorado. ¡No tiene valor para enfrentarse con el dragón insomne; no tiene la astucia para conseguir la ayuda de Atlas[178]!

—Parece acalorada y altiva.

—No tan altiva como usted. El suyo es el orgullo monstruoso que finge humildad.

—Soy un asalariado: sé cuál es mi lugar.

—Soy una mujer: sé cuál es el mío.

—Soy pobre: he de ser orgulloso.

—He de someterme a ordenanzas y tengo obligaciones tan rigurosas como las suyas.

Habíamos alcanzado un punto crítico y nos detuvimos para mirarnos. Tuve la impresión de que ella no iba a ceder. Aparte de esto, no vi ni sentí nada más. Aún disponía de unos instantes, se acercaba el final —oía su bullicio—, pero aún no llegaba; me demoraría, esperaría, hablaría y, cuando me acuciara el impulso, pensaba actuar. Nunca me precipito; jamás me he precipitado en toda mi vida. Las personas con prisas beben el néctar de la existencia cuando aún escalda; yo lo saboreo frío como la escarcha. Procedí.

—Al parecer, señorita Keeldar, es tan poco probable que se case usted como yo. Sé que ha rechazado tres, no, cuatro propuestas ventajosas, y creo que también una quinta. ¿Ha rechazado a sir Philip Nunnely?

Formulé esta pregunta de manera repentina.

—¿Creía usted que debía aceptarlo?

—Pensé que tal vez lo haría.

—¿Y en qué se basaba, si puede saberse?

—Rangos y edades compatibles; una agradable diferencia de carácter, pues él es afable y apacible; armonía de gustos intelectuales.

—¡Bonita frase! Vayamos por partes. «Rangos compatibles». El suyo está muy por encima del mío: compare mi casa con su palacio, por favor; sus parientes y amigos me menosprecian. «Edad adecuada». Nacimos el mismo año, en consecuencia, él es aún un muchacho, mientras que yo soy una mujer, que podría tener diez años más que él a todos los efectos. «Diferencia de carácter». Él es apacible y afable; yo… ¿qué? Dígamelo usted.

—Hermana de la radiante, rápida y fiera leoparda.

—¿Y usted quería emparejarme con un muchacho, cuando los mil años están todavía a millones de siglos de la humanidad; cuando es todavía, en realidad, un arcángel que se encuentra en el séptimo cielo y no ha recibido la orden de descender[179]? ¡Bárbaro injusto! «Armonía de gustos intelectuales». Él es aficionado a la poesía y yo la detesto…

—¿En serio? Eso es nuevo para mí.

—Siempre que voy al Priory o sir Philip viene a Fieldhead, me estremezco ante la visión de unos metros o el sonido de unas rimas. ¡Armonía, dice! ¿Cuándo he compuesto yo sonetos edulcorados o he ensartado estrofas frágiles como fragmentos de cristal? ¿Y cuándo he dado a entender que esos abalorios eran brillantes auténticos?

—Podría tener la satisfacción de elevar su nivel, de mejorar sus gustos.

—¡Elevar y mejorar! ¡Enseñar y dirigir! ¡Paciencia e indulgencia! ¡Bah! Mi marido no ha de ser mi bebé. No voy a pedirle que aprenda una lección diariamente y comprobar luego que se la sabe, y darle un confite si es bueno o un sermón paciente, reflexivo y patético, si es malo. Pero es normal en un preceptor hablar de la «satisfacción de enseñar». Supongo que cree usted que es la mejor ocupación del mundo. Yo no, me niego. ¡Mejorar a un marido! No. Insisto en que mi marido ha de mejorarme a mí o habremos de separarnos.

—¡Dios sabe que lo necesita!

—¿Qué quiere decir con eso, señor Moore?

—Lo que oye. Es absolutamente necesario mejorar.

—Si fuera usted una mujer, educaría usted a monsieur, votre man, divinamente. Le iría de perlas; enseñar es su vocación.

—¿Puedo preguntarle si, en su estado de ánimo actual, amable y equitativo, pretende usted echarme en cara que sea preceptor?

—Sí, amargamente, y también todo lo que usted quiera, cualquier defecto del que sea dolorosamente consciente.

—¿Ser pobre, por ejemplo?

—Por supuesto; eso le escocería. Su pobreza le resulta dolorosa; no hace más que darle vueltas y vueltas.

—¿No ser más que una persona sumamente vulgar para ofrecerse a la mujer que podría ser la dueña de mi corazón?

—Exactamente. Tiene usted la mala costumbre de llamarse a sí mismo vulgar. Es muy susceptible en lo tocante a sus facciones, porque no son apolíneas. Las insulta más de lo necesario, con la débil esperanza de que los demás digan una palabra en su favor, cosa que no ocurrirá. Desde luego su cara no tiene nada de lo que alardear: no se encuentran en ella ni un bello rasgo ni un agradable matiz.

—Compárela con la suya.

—Es como la de un dios egipcio: una enorme cabeza de piedra enterrada en la arena; pero no, no voy a compararla con algo tan elevado; se parece a la de Tartar, es usted primo de mi mastín. Creo que es todo lo parecido a él que un hombre puede parecerse a un perro.

Tartar es su querido compañero. En verano, cuando se levanta usted temprano y sale a los campos para mojarse los pies con el rocío y refrescarse la cara y alisarse el cabello con la brisa, siempre lo llama para que la acompañe. A veces lo llama con un silbido que yo le enseñé. En la soledad de su bosque, cuando cree que no la escucha nadie más que Tartar, silba las melodías que imita de mis labios o canta las canciones que ha aprendido de oído de mi boca. No preguntaré de dónde surge la emoción que vierte en esas canciones, pues sé que es su corazón quien la derrama, señorita Keeldar. En las noches invernales, Tartar se tiende a sus pies: le permite que descanse la cabeza sobre su perfumado regazo; le deja echarse sobre el borde de su vestido de raso; el tosco pelaje conoce el tacto de su mano. En una ocasión la vi besarlo en ese lunar blanco como la nieve que destaca en su ancha frente. Es peligroso decir que soy como Tartar, me sugiere que puedo reclamar que me traten como a él.

—Quizá, señor, pueda conseguir lo mismo de su joven huérfana sin dinero y sin amigos, cuando la encuentre.

—¡Oh! Podría encontrar a esa joven tal como la imagino. Alguien a quien domar primero y enseñar después, a quien enseñar y acariciar luego. Sacaría a la pobre criatura orgullosa de la pobreza, le impondría mi dominio y luego sería indulgente con los caprichos que antes no estaban influidos por nadie, y que nadie le había concedido. La vería irritarse y apaciguarse una docena de veces en un mismo día y, quizá, con el tiempo, cuando su aprendizaje hubiera concluido, la vería como madre ejemplar y paciente de una docena de niños; sólo de vez en cuando le daría un cachete al pequeño Louis a modo de pago de los intereses de la enorme deuda contraída con el padre. ¡Oh! —proseguí—, mi huérfana me daría muchos besos; esperaría en el umbral de la puerta a que llegara a casa por la noche; se lanzaría a mis brazos; mantendría la luz y el calor de mi hogar. ¡Dios bendiga esta dulce idea! Tengo que encontrarla.

Los ojos de Shirley centellearon, sus labios se abrieron, pero volvió a cerrarlos e impetuosamente se dio la vuelta.

—¡Dígamelo usted, dígame dónde está, señorita Keeldar!

Otro movimiento por su parte, todo altivez, pasión e impulso.

—Tengo que saberlo. Usted puede decírmelo. Tiene que decírmelo.

—Jamás.

Volvió a darse la vuelta para marcharse. ¿Podía yo dejarla marchar como siempre que se separaba de mí? No; había llegado demasiado lejos. Estaba demasiado cerca del fin para no alcanzarlo. Tenía que deshacerme al instante del obstáculo de las dudas, de los disparates de la indecisión, y averiguar la verdad simple y llana. Ella tenía que representar su parte y decirme cuál era. Yo tenía que aceptar la mía, y atenerme a ella.

—Un minuto aún, señora —dije, sin quitar la mano del picaporte antes de abrir la puerta—. Hemos sostenido una larga conversación esta mañana, pero aún no se ha dicho la última palabra; es usted quien debe hacerlo.

—¿Puedo pasar?

—No, yo guardo la puerta. Preferiría morir antes que dejar que se vaya ahora sin decirme lo que quiero saber.

—¿Qué espera que le diga?

—Lo que muero por saber, lo que debo y quiero oír; lo que ya no se atreve a callar.

—Señor Moore, no sé de qué me habla; no es usted el mismo de siempre.

Supongo que realmente no era el de siempre, porque la asustaba, eso era evidente. Bien estaba; tenía que asustarla para ganarla.

—Sabe perfectamente lo que quiero decir, y por primera vez soy yo de verdad lo que tiene ante usted. He dejado a un lado al preceptor y le presento al hombre; recuerde que es un caballero.

Shirley temblaba. Puso su mano sobre la mía como si quisiera apartarla del picaporte; fue igual que si con su suave tacto hubiera querido arrancar metal soldado a metal. Se sintió impotente y retrocedió, de nuevo temblorosa.

No tengo palabras para explicar mi transformación, pero su emoción me transmitió un nuevo espíritu. No me desanimaban ni me alegraban ni sus tierras ni su oro; no pensaba en ellos, no me importaban, no eran nada más que escoria que no podía estorbarme. Sólo la veía a ella, su hermosa y grácil figura, la gracia, la majestad y la modestia de su juventud.

—Mi pupila —dije.

—Mi maestro —respondió en voz baja.

—Tengo algo que decirle.

Ella aguardó con la frente baja y los rizos caídos.

—Tengo que decirle que durante cuatro años se ha ido ganando el corazón de su maestro, y que ahora es suyo. Tengo que declarar que me ha embrujado, a pesar de mi juicio y mi experiencia y de la diferencia de posición y de fortuna. Por sus expresiones, su manera de hablar y de moverse, por el modo en que me ha mostrado sus defectos y sus virtudes (o más bien cualidades, pues carecen de la seriedad de la virtud), la amo, la amo con todas mis fuerzas. Ya está dicho.

Ella buscó las palabras con que expresarse, pero no las encontró; intentó reírse, pero en vano. Apasionadamente repetí que la amaba.

—Bueno, señor Moore, ¿y entonces qué? —fue la respuesta que recibí, en un tono que habría sido malhumorado si no fuera porque se le quebró la voz.

—¿No tiene nada que decirme? ¿No tiene amor que darme?

—Un poco.

—No dejaré que me torture; ni siquiera quiero jugar en este momento.

—No quiero jugar, quiero marcharme.

—¡Cómo se atreve a hablar de marcharse ahora! ¡Marcharse! ¡Cómo! ¿Con mi corazón en la mano, para dejarlo sobre su tocador y traspasarlo con sus alfileres? No se moverá de mi presencia, no se alejará de mí, hasta que reciba un rehén (prenda por prenda), su corazón a cambio del mío.

—Lo que usted quiere se extravió, se perdió hace algún tiempo. Déjeme ir a buscarlo.

—Proclame que está donde suelen estar sus llaves: en mi poder.

—Usted debería saberlo. ¿Y dónde están mis llaves, señor Moore, por cierto? He vuelto a perderlas, la señora Gill me ha pedido dinero y no tengo nada más que esta moneda de seis peniques.

Se sacó la moneda del bolsillo de su delantal y la mostró en la palma de la mano. Podría haber jugado con ella, pero de nada me habría servido, era la vida y la muerte lo que estaban en juego. Apoderándome a un tiempo de la moneda y de la mano que la sostenía, pregunté:

—¿He de morir sin usted o vivir para adorarla?

—Haga lo que le parezca; por nada del mundo dictaría yo su elección.

—Tiene que decirme con sus propias palabras si me condena al exilio o me llama a la esperanza.

—Váyase. Podré sobrellevar que me deje.

—Tal vez también yo pueda sobrellevar dejarla, pero respóndame, Shirley, mi pupila, mi soberana, respóndame.

—Muera sin mí, si quiere. Viva para mí, si se atreve.

—No le tengo miedo, leoparda mía. Me atrevo a vivir para usted y con usted desde este momento hasta mi muerte. Bien, entonces es mía, no dejaré que se separe de mí nunca jamás. Esté donde esté mi hogar, he elegido a mi esposa. Si me quedo en Inglaterra, en Inglaterra se quedará usted; si cruzo el Atlántico, también lo cruzará usted: nuestras vidas están selladas; nuestros destinos, entrelazados.

—¿Y somos iguales entonces, señor? ¿Somos iguales por fin?

—Usted es más joven, más frágil y débil, más ignorante que yo.

—¿Será bueno conmigo y no un tirano?

—¿Me dejará respirar y no me llevará por la calle de la amargura? No debe sonreír en este momento. El mundo da vueltas y cambia a mi alrededor. El sol es una vertiginosa llamarada escarlata; el cielo es un torbellino violeta que gira sobre mí.

Soy un hombre fuerte, pero me tambaleé al hablar. Toda la creación se volvió exagerada: el color más vivo, el movimiento más rápido, más vital la vida misma. Por un instante, apenas la veía a ella, pero oí su voz, cruelmente dulce. No quiso atenuar uno de sus encantos por compasión; tal vez no sabía lo que yo sentía.

—Me has llamado leoparda; recuerda: la leoparda es indomable —dijo.

—Mansa o fiera, salvaje o sometida, eres mía.

—Me alegro de conocer a mi guardián; estoy acostumbrada a él. Sólo su voz obedeceré, sólo su mano me dirigirá, sólo a sus pies reposaré.

La llevé de vuelta a su asiento y me senté junto a ella. Quería volver a oírla hablar; nunca tendría bastante de su voz y sus palabras.

—¿Cuánto me amas? —pregunté.

—¡Ah! Ya lo sabes. No voy a darte gusto; no voy a halagarte.

—No sé ni la mitad de lo que querría saber; mi corazón anhela su alimento. Si supieras el hambre y la ferocidad que siente, te apresurarías a aplacarlo con una palabra amable.

—¡Pobre Tartar! —dijo ella, tocando y palmeando mi mano—. Pobrecito; mi fiel amigo; ¡túmbate, mimado y favorito de Shirley!

—Pero no me tumbaré hasta que me alimentes con palabras cariñosas.

Y por fin las pronunció.

—Querido Louis, sé fiel, no me abandones nunca. Nada me importa la vida a menos que pueda pasarla a tu lado.

—Algo más.

Me dio entonces la de arena; no era su costumbre ofrecer el mismo plato dos veces.

—¡Señor! —dijo, levantándose—. Dios le libre de volver a mencionar cosas tan sórdidas como el dinero, la pobreza o la desigualdad. Sería realmente peligroso que me atormentara con esos exasperantes escrúpulos. Ni se atreva.

Enrojecí. Una vez más deseé no ser tan pobre o que ella no fuera tan rica. Shirley notó mi momentáneo pesar y fue entonces, realmente, cuando me acarició. Mezclado con mi tormento, experimenté el éxtasis.

—Señor Moore —me dijo, mirándome con semblante dulce, franco y serio—, enséñeme y ayúdeme a ser buena. No le pido que libere mis hombros de todas las preocupaciones y deberes de mis bienes, pero sí que comparta mi carga y me enseñe a sostener bien mi parte. Su juicio es equilibrado, su corazón es benevolente; sus principios son firmes. Sé que es sensato, siento su bondad, creo que tiene conciencia. Sea mi compañero el resto de nuestras vidas, sea mi guía en lo que ignoro, sea mi maestro cuando yerre, ¡sea mi amigo siempre!

—¡Todo ello seré, con la ayuda de Dios!

Una vez más, sigue un pasaje del cuaderno, si te apetece, lector; si no, pásalo por alto:

Los Sympson se han marchado, pero no antes de descubrirlo todo y pedir explicaciones. Mi actitud, o tal vez mi expresión, debieron de dejar traslucir algo; estaba tranquilo, pero a veces olvidaba ser precavido. Me quedaba en la sala más tiempo del habitual; no podía soportar estar lejos de ella; regresaba para verla y me regodeaba en su visión como Tartar al sol. Si ella salía del gabinete de roble, yo me levantaba instintivamente y salía también. Ella me censuró este proceder en más de una ocasión; yo la seguía con la vaga idea de hablar a solas en el vestíbulo o en algún otro lugar. Ayer, hacia el anochecer, la tuve para mí solo durante cinco minutos, junto a la chimenea del vestíbulo: estábamos de pie, uno al lado del otro; ella se reía de mí y yo disfrutaba oyendo su voz; pasaron las señoritas Sympson y nos miraron; no nos separamos; al poco rato, volvieron a pasar y a mirarnos otra vez. Llegó la señora Sympson; no nos movimos. El señor Sympson abrió la puerta del comedor; Shirley le lanzó una mirada furiosa en pago por su mirada de espía, hizo una mueca de desprecio y se echó hacia atrás los rizos. Su mirada fue aclaratoria y desafiante a un tiempo; decía: «Me gusta la compañía del señor Moore, y le desafío a que ponga alguna objeción».

—¿Quiere darle a entender nuestra situación? —pregunté.

—Sí —dijo—, pero lo dejaré en manos del azar. Habrá una escena. Ni la busco ni la temo, pero usted debe estar presente, pues estoy indescriptiblemente cansada de enfrentarme con él a solas. No me gusta verlo en uno de sus ataques de ira; deja a un lado todo el decoro y el disimulo convencionales, y el auténtico ser humano que hay debajo es lo que usted llamaría commun, plat, bas, vilain et un peu méchant[180]. Sus ideas no son limpias, señor Moore, necesitan que las restrieguen con jabón y tierra de batán. Creo que podría añadir su imaginación al contenido de la cesta de la ropa sucia de la señora Gill y dejar que la ponga a hervir en su caldera con agua de lluvia y polvo de blanquear (espero que me considere ahora una lavandera aceptable); le haría mucho bien.

Esta mañana, creyendo oír que Shirley bajaba la escalera temprano, bajé al instante. No me había engañado: allí estaba, cosiendo muy atareada en la salita del desayuno, donde la criada estaba acabando de ordenar y limpiar el polvo. Se había levantado cuando alboreaba para acabar un pequeño recuerdo que pensaba regalar a Henry. Me recibió con frialdad, que yo acepté, ocupándome en leer en silencio en el asiento de la ventana, hasta que salió la criada. Incluso cuando nos quedamos solos, tardé en molestarla; el mero hecho de tenerla a la vista era la dicha para mí, y una dicha idónea para aquella hora temprana: serena, incompleta, pero progresiva. De haberla importunado, sé que habría sufrido un desaire. «No estoy para pretendientes», estaba escrito en su cara; por lo tanto, seguí leyendo, mirándola furtivamente de vez en cuando; observé que su semblante se suavizaba, y se despejaba, al notar que yo respetaba su estado de ánimo y que disfrutaba del goce apacible del momento.

La distancia entre nosotros se hizo más corta y la ligera capa de escarcha se derritió gradualmente: antes de que transcurriera una hora estaba a su lado, viéndola coser, cosechando sus sonrisas dulces y sus palabras alegres, que cayeron para mí en abundancia. Estábamos como teníamos derecho a estar, sentados uno junto al otro: mi brazo descansaba sobre el respaldo de su silla; estaba lo bastante cerca de ella para contar las puntadas de su labor y distinguir el ojo de su aguja. De repente se abrió la puerta.

Creo que si me hubiera sobresaltado, apartándome de ella en aquel preciso instante, Shirley me habría despreciado. Gracias a mi carácter flemático, son raras las veces en que me sobresalto. Cuando estoy contento, bien, cómodo, no me altero fácilmente; bien estaba, très bien, en consecuencia, seguí inmutable, no moví ni un solo músculo. Apenas miré hacia la puerta.

—Buenos días, tío —dijo, dirigiéndose a esa persona, que se detuvo en el umbral de la puerta, petrificado.

—¿Lleva mucho rato aquí, señorita Keeldar, a solas con el señor Moore?

—Sí, mucho. Los dos hemos bajado temprano; apenas había amanecido.

—Este proceder es impropio…

—Lo era al principio; yo estaba de mal humor y no he sido cortés con él, pero se dará cuenta de que ahora somos amigos.

—Me doy cuenta de muchas más cosas de las que ustedes desearían.

—Lo dudo, señor —dije yo—. No ocultamos nada. Permítame comunicarle que cualquier otro comentario que tenga a bien hacerme lo dirija a mí. A partir de ahora, yo me interpondré entre la señorita Keeldar y todo lo que la moleste.

—¡Usted! ¿Qué interés tiene usted en la señorita Keeldar?

—El de protegerla, cuidarla y servirla.

—¿Usted, señor? ¿Usted, el preceptor?

—Ni una sola palabra insultante, señor —intervino ella—, ni una sílaba irrespetuosa al señor Moore en esta casa.

—¿Se pone de su parte?

—¿De su parte? ¡Oh, sí!

Shirley se volvió hacia mí en un repentino arranque afectuoso, al que yo respondí rodeándola con el brazo. Nos levantamos los dos.

—¡Jesús bendito! —exclamó el hombre en bata que seguía en la puerta, temblando de pies a cabeza. Creo que «Jesús» debe de ser el apellido de los lares del señor Sympson, pues en momentos de apremio siempre invoca a ese ídolo[181].

—Entre, tío, y lo sabrá todo. Cuénteselo todo, Louis.

—¡Que se atreva a hablar! ¡Mendigo! ¡Bribón! ¡Hipócrita farisaico! ¡Lacayo vil, intrigante e infame! ¡Apártese de mi sobrina, señor, suéltela!

Ella se agarró a mí con energía.

—Estoy al lado de mi futuro marido —dijo—. ¿Quién osará tocarlo a él o a mí?

—¡Su marido! —gritó, extendiendo las manos, y se desplomó en una silla.

—No hace mucho quiso usted saber con quién pensaba casarme. Mi intención se había formado ya entonces, pero aún no estaba madura y no podía comunicársela; ahora está en sazón, madurada por el sol, perfecta. Acepte el fruto: ¡acepte al señor Moore!

—Pero —su tono era frenético— no se casará con él; no será suya.

—Prefiero morir antes que ser de otro. Me moriría si no puedo ser suya.

El señor Sympson profirió exclamaciones con las que jamás mancillaré estas páginas.

Shirley se quedó blanca como el papel; presa de temblores, le fallaron las fuerzas. La tumbé en el sofá, la miré para comprobar que no se había desmayado, lo que ella me aseguró con una sonrisa divina, la besé, y luego, aunque me fuera en ello la vida, no conseguiría recordar con claridad lo que ocurrió en los cinco minutos siguientes. Shirley me contó después —entre lágrimas, risas y temblores— que me volví loco y que se me llevaron todos los demonios; según ella, la dejé en el sofá, crucé la habitación de un salto, el señor Sympson desapareció por la puerta, también yo desaparecí, y oyó chillar a la señora Gill.

La señora Gill seguía chillando cuando recobré el juicio. Me encontraba entonces en otra estancia: el gabinete de roble, creo. Tenía al señor Sympson aplastado contra una silla, agarrándolo por el corbatín. Tenía los ojos desorbitados; creo que lo estaba estrangulando. El ama de llaves se retorcía las manos y me suplicaba que desistiera. Desistí en aquel momento y en el acto recobré la sangre fría, pero le dije a la señora Gill que fuera en busca del tílburi de la Redhouse Inn al instante e informé al señor Sympson de que debía abandonar Fieldhead en cuanto llegara el vehículo. Pese a que estaba muerto de miedo, afirmó que no pensaba marcharse. Repetí la orden anterior y añadí que mandaran llamar a un agente del orden. Dije:

—Se irá de aquí, por las buenas o por la malas.

Él me amenazó con entablar una acción judicial; no me importaba nada. No era la primera vez que me imponía, no con tanta violencia como en ese momento, pero sí con el mismo rigor. Fue una noche en que unos ladrones intentaron robar en Sympson-Grove; la lamentable cobardía del señor Sympson habría hecho que se limitara a dar estúpidamente la alarma, sin atreverse a ofrecer resistencia. Me vi entonces obligado a proteger su morada y a su familia, haciéndome valer por encima de él… y lo había conseguido. En cualquier caso, ahora no lo perdí de vista hasta que llegó el tílburi y lo metí en él, sin que dejara de vociferar en todo ese tiempo. Estaba terriblemente perplejo, además de colérico; se habría resistido, pero no sabía cómo. Quiso llamar a su mujer y a sus hijas. Le dije que lo seguirían tan pronto como estuvieran preparadas; se comportó de un modo inenarrable: echaba humo, bufaba de cólera, pero era una cólera incapaz de suscitar una acción; aquel hombre, bien dirigido, siempre será impotente. Sé que jamás me atacará con la ley; conozco a su mujer, a la que tiraniza en cosas triviales, pero que es su guía en los asuntos importantes. Hace tiempo que me gané la eterna gratitud de la madre por mi devoción hacia el hijo; decía que había curado a Henry de alguna de sus dolencias mejor que cualquier mujer, y eso jamás lo olvidará. Ella y sus hijas se han ido hoy, mudas de ira y de consternación, pero sé que me respeta. Cuando Henry se ha aferrado a mi cuello al alzarlo yo para colocarlo junto a su madre en el carruaje, cuando le he arreglado a ella la manta para que no tuviera frío, he visto que estaban a punto de brotar las lágrimas, pese a que me ha vuelto el rostro. Tanto mayor será su celo en la defensa de mi causa, por haberse marchado furiosa conmigo. Me alegra; no por mí, sino por la que es mi vida y mi ídolo: mi Shirley.

Una semana más tarde, vuelve a escribir:

Ahora estoy en Stilbro; me alojo temporalmente en casa de un amigo, al que puedo ayudar en su profesión. Todos los días voy a Fieldhead a caballo. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para que pueda considerar mi hogar esa casa y llamar mía a su dueña? No me siento cómodo, estoy intranquilo, atormentado, torturado a veces. Viéndola ahora, cualquiera diría que nunca ha apoyado la mejilla en mi hombro, ni se ha abrazado a mí con afecto o confianza. Me siento inseguro; ella me hace desgraciado; me rehúye cuando la visito; se aleja de mí. Hoy la he obligado a alzar el rostro, resuelto a sondear las profundidades de sus negros ojos. ¡Qué difícil describir lo que he leído en ellos! ¡Pantera! ¡Hermosa hija de la selva! ¡Naturaleza salvaje, indómita, sin igual! Mordisquea su cadena; ¡veo los dientes blancos royendo el acero! Sueña con su jungla y suspira por su libertad virginal. Ojalá volvieran los Sympson para obligarla a abrazarme de nuevo. Ojalá el peligro de perderme fuera el mismo que el de que yo la pierda a ella. No, no temo una pérdida definitiva, pero un largo aplazamiento…

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