Shirley

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CAPÍTULO II

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CAPÍTULO II

LOS CARROS

Era noche cerrada: grises nubes tormentosas apagaban estrellas y luna; grises habrían sido de día, de noche parecían negras. Malone no era un hombre dado a la atenta observación de la Naturaleza, cuyos cambios le pasaban, en su mayor parte, desapercibidos; podía caminar durante kilómetros en un día de abril de lo más variable y no ver en ningún momento el hermoso jugueteo entre la tierra y los cielos, no percibir jamás cuándo un rayo de sol besaba las cimas de las colinas, arrancándoles una clara sonrisa bajo la verde luz, ni cuándo las barría la lluvia, ocultando sus crestas entre la suelta y desordenada cabellera de una nube. Así pues, no se molestó en comparar el cielo tal como aparecía entonces —una bóveda embozada y chorreante, toda negra salvo hacia el este, donde los hornos de las fundiciones de Stilbro arrojaban un resplandor lívido y trémulo en el horizonte— con ese mismo cielo de una noche de helada y sin nubes. No se molestó en preguntarse adonde habían ido planetas y constelaciones, ni en lamentarse por la serenidad «negroazulada» del aire-océano tachonado de esas blancas isletas bajo el que otro océano, de un elemento más denso y pesado, se ondulaba y ocultaba. Se limitó a seguir su camino obstinadamente, inclinándose un poco mientras caminaba y llevando el sombrero en la coronilla, lo cual constituía uno de sus hábitos irlandeses. Avanzaba con dificultad por la carretera empedrada, donde el camino se envanecía del privilegio de tal comodidad; caminaba chapoteando por las roderas llenas de barro, donde el empedrado era sustituido por un lodo blanduzco. No buscaba más que ciertos puntos de referencia: la aguja de la iglesia de Briarfield; más adelante, las luces de Redhouse. Se trataba de una posada y, cuando llegó a ella, el resplandor del fuego a través de una ventana con la cortina a medio correr y la visión de vasos sobre una mesa redonda y de unos juerguistas en un banco de roble estuvo a punto de apartar al coadjutor de su camino. Pensó con afán en un vaso de whisky con agua; en otro lugar habría hecho realidad ese sueño inmediatamente, pero el grupo reunido en aquella cocina estaba formado por feligreses del señor Helstone; todos le conocían. Suspiró y pasó de largo.

Debía abandonar la carretera en aquel punto, puesto que la distancia que le quedaba por recorrer hasta la fábrica de Hollow podía reducirse considerablemente atajando campo a través. Los campos eran llanos y monótonos; Malone siguió una ruta que los atravesaba directamente, saltando setos y muros. No pasó más que por un edificio, que parecía grande y tenía aires de casa solariega, aunque irregular: podía verse un alto gablete, luego un denso montón de elevadas chimeneas; detrás había unos cuantos árboles. Estaba a oscuras, ni una sola bujía brillaba en las ventanas; estaba sumida en un completo silencio: la lluvia que discurría por los canalones y el silbido del viento, violento pero bajo, alrededor de las chimeneas y entre las ramas eran lo único que se oía en torno a la casa.

Pasado este edificio, los campos, llanos hasta entonces, descendían en rápida pendiente; era evidente que acababan en un valle, por el que se oía correr el agua. Una luz brillaba al final de la pendiente: hacia aquel faro se desvió Malone.

Llegó a una casita blanca —se veía que era blanca incluso en medio de aquella densa oscuridad— y llamó a la puerta. La abrió una criada de tez rubicunda; la bujía que llevaba iluminó un estrecho pasillo que terminaba en una escalera angosta. Dos puertas tapizadas de bayeta de color carmesí y la alfombra carmesí que cubría la escalera contrastaban con las paredes de color claro y el suelo blanco; daban al pequeño interior un aspecto limpio y fresco.

—El señor Moore está, supongo.

—Sí, señor, pero no en la casa.

—¡No está en la casa! ¿Dónde está entonces?

—En la fábrica, en la oficina de contabilidad.

En aquel momento se abrió una de las puertas de color carmesí.

—¿Han llegado los carros, Sarah? —preguntó una voz femenina, y al mismo tiempo apareció una cabeza de mujer. Puede que no fuera la cabeza de una diosa (de hecho, los papeles de rizar envueltos que llevaba en ambas sienes impedían completamente hacer tal suposición), pero tampoco era la cabeza de una Gorgona. Sin embargo, Malone pareció verla bajo esta última forma. Con toda su corpulencia, retrocedió tímidamente bajo la lluvia ante aquella visión y, diciendo: «Voy a buscarlo», recorrió presuroso un corto camino, visiblemente turbado, y atravesó un oscuro patio en dirección a una enorme fábrica negra.

La jornada laboral había concluido; la «mano de obra» se había marchado ya; la maquinaria se hallaba en reposo; la fábrica estaba cerrada. Malone rodeó el edificio; en algún lugar de su gran pared lateral ennegrecida halló otro resquicio de luz; llamó a otra puerta, utilizando para tal fin el grueso extremo de su garrote, con el que dio una vigorosa sucesión de golpes. Una llave giró; la puerta se abrió.

—¿Eres Joe Scott? ¿Qué noticias hay de los carros, Joe?

—No… soy yo. Me envía el señor Helstone.

—¡Oh! Señor Malone. —La voz sonó con otra levísima cadencia de decepción al pronunciar ese nombre. Tras unos instantes de pausa, continuó, cortésmente, pero con cierta formalidad—: Pase, señor Malone, se lo ruego. Lamento extraordinariamente que el señor Helstone haya creído necesario molestarle enviándole tan lejos; no había necesidad alguna. Se lo he dicho, y en una noche como ésta… pero entre.

Malone siguió al que hablaba por una oscura estancia, donde nada se distinguía, hasta una habitación interior clara e iluminada; muy clara e iluminada parecía en verdad a los ojos que durante una hora se habían esforzado por penetrar la doble oscuridad de la noche y la niebla; pero, excepto por su excelente fuego y un quinqué encendido de elegante diseño y brillante cerámica vidriada que había sobre una mesa, era un lugar realmente sencillo. No había alfombras en el suelo entarimado; las tres o cuatro sillas de respaldo alto pintadas de verde parecían haber amueblado en otro tiempo la cocina de alguna granja; una mesa de fuerte y sólida estructura, la mesa antes mencionada, y unas cuantas hojas enmarcadas en las paredes de color pétreo que representaban planos de edificación y ajardinamiento, diseños de maquinaria, etcétera, completaban el mobiliario de la pieza.

Pese a su sencillez, el aposento pareció satisfacer a Malone, quien, una vez se despojó y colgó su levita y su sombrero mojados, acercó a la chimenea una de las sillas de aspecto reumático y se sentó con las rodillas casi pegadas a las barras de la rejilla roja.

—Un lugar muy acogedor tiene usted aquí, señor Moore, perfecto para usted.

—Sí, pero mi hermana se alegraría de verle, si prefiere usted entrar en la casa.

—¡Oh, no! Las señoras están mejor solas. Nunca he sido un hombre que andara entre mujeres. ¿No me confundirá usted con mi amigo Sweeting, señor Moore?

—¡Sweeting! ¿Cuál de ellos es? ¿El caballero de la levita de color chocolate o el caballero menudo?

—El menudo, el de Nunnely. El caballero andante de las señoritas Sykes, de las que él está enamorado, de las seis a la vez, ¡ja!, ¡ja!

—En su caso, mejor que esté enamorado de todas en general que de una en particular, creo yo.

—Pero es que está enamorado de una en particular, pues cuando Donne y yo le instamos a que eligiera una entre el grupo de mujeres, nombró… ¿a quién cree usted?

—A Dora, por supuesto, o a Harriet —respondió el señor Moore con una sonrisa extraña y tranquila.

—¡Ja!, ¡ja!, es usted un excelente adivino, pero ¿qué le ha hecho pensar en esas dos?

—Que son las más altas y las más hermosas, y Dora, al menos, es la más corpulenta y, teniendo en cuenta que el señor Sweeting es bajo y de complexión menuda, he deducido que, según una regla frecuente en estos casos, prefirió su contrario.

—Está usted en lo cierto; es Dora. Pero no tiene posibilidades, ¿verdad, Moore?

—¿De qué dispone el señor Sweeting aparte de su coadjutoría?

La pregunta pareció divertir a Malone extraordinariamente; se carcajeó durante tres minutos enteros antes de responderla.

—¿De qué dispone Sweeting? Pues de su arpa, o de su flauta, que viene a ser lo mismo. Tiene una especie de reloj de imitación; ídem con un anillo; ídem con un monóculo; eso es todo.

—¿Cómo se propondría pagar siquiera lo que la señorita Sykes gasta en vestidos?

—¡Ja!, ¡ja! ¡Excelente! Se lo preguntaré la próxima vez que lo vea. Me mofaré de su presunción. Pero sin duda espera que el viejo Christopher Sykes se muestre generoso. Es rico, ¿no? Viven en una gran casa.

—Sykes tiene numerosos intereses.

—Por lo tanto debe de ser rico, ¿eh?

—Por lo tanto debe de tener muchas cosas en las que emplear su dinero, y en estos tiempos es tan probable que piense en retirar dinero de sus negocios para dotar a sus hijas como que yo sueñe con tirar mi casa para construir sobre sus ruinas una mansión tan grande como Fieldhead.

—¿Sabe qué oí el otro día, Moore?

—No, quizá que estaba a punto de efectuar ese cambio. Sus chismosos de Briarfield son capaces de decir eso y tonterías mayores.

—Que iba a alquilar usted Fieldhead. A propósito, me ha parecido un lugar deprimente cuando he pasado por delante de él esta noche. Y que su intención es instalar allí a una de las señoritas Sykes como dueña y señora; que se casa, en resumidas cuentas, ¡ja!, ¡ja! Bueno, ¿cuál es? Dora, estoy seguro; ha dicho usted que era la más hermosa.

—¡Me pregunto cuántas veces se habrá dado por sentado que iba a casarme desde que llegué a Briarfield! Me han emparejado por turnos con todas las solteras casaderas de las cercanías. Fueron las dos señoritas Wynn, primero la morena y luego la rubia. Fue la pelirroja señorita Armitage, luego la madura Ann Pearson; ahora echa usted sobre mis hombros a toda la tribu de señoritas Sykes. En qué se basan tales rumores, sólo Dios lo sabe. Yo no visito a nadie; busco la compañía femenina más o menos con la misma asiduidad que usted, señor Malone. Si alguna vez voy a Whinbury, es sólo para ver a Sykes o a Pearson en sus oficinas, donde nuestras conversaciones giran sobre temas distintos al matrimonio y nuestros pensamientos están ocupados en cosas bien diferentes de cortejos, noviazgos y dotes: la tela que no podemos vender, los obreros que no podemos emplear, las fábricas que no podemos dirigir, el adverso curso de los acontecimientos que por lo general no podemos alterar; creo que estos asuntos llenan por el momento nuestros corazones, con la casi completa exclusión de invenciones tales como el galanteo, etcétera.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted, Moore. Si hay una idea que odie más que ninguna otra es la del matrimonio. Me refiero al matrimonio en el sentido vulgar y blando de la palabra, como una mera cuestión de sentimientos: dos estúpidos miserables que acuerdan unir su indigencia por un fantástico vínculo sentimental. ¡Bobadas! Pero una relación ventajosa como la que puede formarse en consonancia con dignidad de puntos de vista y continuidad de intereses sólidos no está tan mal, ¿eh?

—No —respondió Moore con aire ausente. El tema no parecía interesarle y no siguió con él. Tras seguir un rato mirando el fuego con aire pesaroso, volvió de repente la cabeza—. ¡Escuche! —dijo—, ¿no ha oído unas ruedas?

Se levantó, se acercó a la ventana, la abrió y aguzó el oído. Pronto volvió a cerrarla.

—Sólo es el sonido del viento, que se ha levantado —comentó—, y el arroyo que baja un poco crecido hacia el valle. Esperaba que los carros llegaran a las seis; ahora son casi las nueve.

—Hablando en serio, ¿cree que instalando esa nueva maquinaria correrá usted peligro? —preguntó Malone—. Eso es lo que piensa Helstone, al parecer.

—Ojalá las máquinas, los telares, ya estuvieran aquí, a salvo y guardados en el interior de la fábrica. Una vez instalados, desafío a los que intenten romperlos; que se atrevan a venir y carguen con las consecuencias: mi fábrica es mi castillo.

—Esos canallas sinvergüenzas son despreciables —señaló Malone, en una profunda vena reflexiva—. Casi me gustaría que esta noche apareciera por aquí un grupo, pero el camino estaba extremadamente tranquilo cuando he pasado yo; no he visto moverse ni una sombra.

—¿Ha pasado por la Redhouse?

—Sí.

—No habría visto nada por allá; es de Stilbro de donde viene el peligro.

—¿Y cree usted que existe ese peligro?

—Lo que esos individuos han hecho a otros podrían hacérmelo a mí. Sólo hay una diferencia: la mayoría de los industriales parecen quedarse paralizados cuando los atacan. Sykes, por ejemplo, cuando prendieron fuego a su fábrica de apresto, cuando arrancaron la tela de sus bastidores y dejaron los jirones en pleno campo, no dio ningún paso para descubrir o castigar a los muy bellacos; se rindió con la misma docilidad de un conejo en las fauces de un hurón. Pues bien, por mi parte yo defenderé mi negocio, mi fábrica y mi maquinaria.

—Helstone dice que esos tres son sus dioses, que las Reales Ordenes[19] son para usted otra manera de nombrar los siete pecados capitales, que Castlereagh[20] es su Anticristo y los partidarios de la guerra sus legiones.

—Sí, aborrezco todas esas cosas porque me arruinan, se interponen en mi camino; no puedo seguir adelante. No puedo llevar a la práctica mis planes por su culpa; a cada momento me veo obstaculizado por sus efectos adversos.

—Pero usted es rico y emprendedor, Moore.

—Soy muy rico en telas que no puedo vender; debería usted entrar en mi almacén y observar que está lleno de piezas hasta los topes. Roakes y Pearson se hallan en la misma situación; antes su mercado era América, pero las Reales Ordenes han acabado con eso.

Malone no parecía dispuesto a enzarzarse en una conversación de ese tipo; empezó ajuntar los talones de sus botas y a bostezar.

—Y pensar además —continuó el señor Moore, que parecía demasiado enfrascado en la corriente de sus pensamientos para advertir los síntomas de ennui de su invitado—, ¡pensar que esas ridículas chismosas de Whinbury y Briarfield seguirán importunándome para que me case! Como si no hubiera nada más que hacer en la vida que «fijarse», como dicen ellas, en una señorita, y luego pasar por la vicaría con ella, y luego iniciar un viaje de bodas, y luego hacer toda una ronda de visitas, y luego, supongo, «tener familia». Oh, que le diable emporte[21]…! —Interrumpió la expresión del deseo al que iba a lanzarse con cierta energía, y añadió, con más calma—: Creo que las mujeres hablan y piensan sólo en esas cosas, y naturalmente, imaginan que los pensamientos de los hombres están ocupados de forma similar.

—Por supuesto, por supuesto —asintió Malone—, pero no se preocupe por ellas. —Y soltó un silbido, miró a un lado y a otro con impaciencia y pareció sentir una gran necesidad de algo. Esta vez Moore se percató y, al parecer, comprendió sus manifestaciones.

—Señor Malone —dijo—, necesitará tomar algo después de su húmeda caminata; he olvidado las normas de la hospitalidad.

—En absoluto —replicó Malone, pero su expresión daba a entender que por fin había dado en el clavo. Moore se levantó y abrió un armario.

—Me gusta —dijo— disponer de todas las comodidades a mi alcance y no depender de las féminas de la casa para cada bocado que doy y cada gota que bebo. A menudo paso la velada y ceno aquí solo, y duermo con Joe Scott en la fábrica. Algunas veces hago de vigilante; no necesito dormir mucho y me agrada pasear con mi mosquete durante un par de horas por el valle en una buena noche. Señor Malone, ¿sabe usted cocinar una chuleta de cordero?

—Póngame a prueba; lo hice cientos de veces en la universidad.

—Pues tengo una fuente llena y una parrilla. Hay que darles la vuelta rápidamente; ¿conoce usted el secreto para que queden jugosas?

—No tema… ya verá. Deme un tenedor y un cuchillo, por favor.

El coadjutor se remangó las mangas de la levita y se aplicó con brío a la tarea de cocinar. El industrial colocó sobre la mesa platos, una barra de pan, una botella negra y dos vasos. Luego sacó un pequeño hervidor de cobre —también del bien provisto escondrijo, su armario—, lo llenó con agua de una gran jarra de piedra que había en un rincón, lo depositó en el fuego junto a la siseante parrilla, sacó limones, azúcar y un pequeño recipiente de ponche de porcelana; pero cuando preparaba el ponche, un golpe en la puerta desvió su atención.

—¿Eres tú, Sarah?

—Sí, señor. ¿Querría usted venir a cenar, por favor, señor?

—No, esta noche no iré, dormiré en la fábrica. Conque cierra las puertas y dile a tu señora que se acueste. —Volvió a la mesa.

—Tiene usted la casa bien organizada —comentó Malone con aprobación mientras, con el bello rostro enrojecido como las ascuas sobre las que se inclinaba, daba vueltas con regularidad a las chuletas de cordero—. No se deja gobernar por las faldas, como el pobre Sweeting; un hombre… ¡fiuuu!, ¡cómo chisporrotea la grasa!, me ha quemado la mano, un hombre destinado a que le manden las mujeres. Pero usted y yo, Moore… aquí tengo una buena chuleta bien jugosa y muy hecha para usted. Usted y yo no tendremos yeguas en los establos cuando nos casemos.

—No sé, nunca pienso en eso. Si la yegua es hermosa y dócil, ¿por qué no?

—Las chuletas están hechas, ¿está preparado el ponche?

—Ahí tiene un vaso lleno, pruébelo. Lo compartiremos con Joe Scott y sus compañeros cuando vuelvan, siempre que traigan los telares intactos.

Durante la cena, Malone experimentó una creciente euforia: se rió estrepitosamente de cualquier nadería; hizo chistes malos y se aplaudió a sí mismo; y, en resumidas cuentas, se volvió absurdamente ruidoso. Su anfitrión, por el contrario, siguió tan tranquilo como antes. Es hora ya, lector, de que tengas alguna idea sobre el aspecto de ese anfitrión; debo esforzarme en describirlo mientras está sentado a la mesa.

Se trata de lo que seguramente a primera vista calificaríamos como un hombre extraño, pues es delgado, moreno y de tez cetrina, con una apariencia de extranjero muy acusada, con cabellos oscuros que caen al descuido sobre la frente: al parecer no dedica mucho tiempo a su aseo personal, pues de lo contrario se lo peinaría con mejor gusto. Parece no darse cuenta de que tiene bellas facciones, de una simetría meridional, con claridad y regularidad en su cincelado; tampoco un observador se percata de ese atributo hasta haberlo examinado bien, pues su semblante inquieto y un perfil del rostro hundido, casi macilento, perturba la idea de belleza con otra de preocupación. Sus ojos son grandes y graves y grises; su expresión es atenta y reflexiva, más penetrante que suave, más pensativa que cordial. Cuando entreabre los labios en una sonrisa, su fisonomía es agradable, no porque sea franca o alegre, ni siquiera entonces, sino porque se nota la influencia de cierto encanto sosegado que sugiere, sea verdad o ilusión, una naturaleza considerada, quizá incluso bondadosa, y unos sentimientos que pueden ser duraderos: paciencia, indulgencia, posiblemente fidelidad. Aún es joven; no sobrepasa los treinta; es alto de estatura y de figura esbelta. Su forma de hablar desagrada: tiene un acento extranjero que, pese a su estudiada indiferencia por la pronunciación y la dicción, rechina a los oídos británicos, sobre todo si son de Yorkshire.

El señor Moore en realidad no es más que medio britano, y a duras penas. Sus antepasados eran extranjeros por parte de madre y él mismo había nacido, y crecido en parte, en suelo extranjero. De naturaleza híbrida, es probable que tuviera sentimientos ambivalentes sobre muchos aspectos: el patriotismo, por ejemplo; es posible que fuera incapaz de sentir apego por partidos políticos y sectas, o incluso por climas y costumbres; no es imposible que tuviera tendencia a aislar su persona individual de cualquier comunidad en la que su suerte pudiera empeorar temporalmente, ni que creyese que lo más sensato era defender los intereses de Robert Gérard Moore, sin incluir una consideración filantrópica por los intereses generales, de los que consideraba al mencionado Gérard Moore desligado en gran medida. El comercio era la vocación heredada del señor Moore: dos siglos habían visto generaciones de Gérards mercaderes, pero las incertidumbres, las contingencias del negocio se habían abatido sobre ellos; especulaciones desastrosas habían debilitado paulatinamente los cimientos de su crédito; la casa había resistido sobre su tambaleante base durante una docena de años y, por fin, con la conmoción de la Revolución francesa, se había precipitado su ruina total. En su caída había arrastrado a la firma inglesa Moore, de Yorkshire, muy vinculada a la casa de Amberes, y uno de cuyos socios, Robert Moore, residente en esta ciudad, se había casado con Hortense Gérard con la perspectiva de que la novia heredara la participación de su padre, Constantine Gérard, en el negocio. No heredó, como hemos dicho, más que su parte de las acciones en la firma, y de estas acciones, aunque debidamente anuladas por un acuerdo con los acreedores, se decía que su hijo Robert las había aceptado, a su vez, como herencia, y que aspiraba a rehabilitarlas algún día y a reconstruir la firma hundida de Gérard y Moore a una escala cuando menos igual a su antigua grandeza. Se suponía incluso que se tomaba muy a pecho las circunstancias pasadas y, si una infancia junto a una madre melancólica, bajo el presagio de un mal próximo, y una juventud destrozada y empapada por la cruel llegada de la tormenta podían dejar una dolorosa huella en el espíritu, seguramente ni infancia ni juventud estaban impresas en el suyo en letras de oro.

Si bien su gran empeño era la perspectiva de la restauración, no tenía facultad para emplear grandes medios a fin de conseguirlo; se veía obligado a contentarse con las pequeñas cosas cotidianas. Al llegar a Yorkshire, él —cuyos antepasados habían sido dueños de tinglados en varios puertos marítimos y de fábricas en varias localidades del interior, y habían disfrutado de casa en la ciudad y de casa en el campo— no vio más solución ante sí que alquilar una fábrica textil en un rincón remoto de una zona remota, ocupar una casita contigua como residencia y, para aumentar sus posesiones, como pasto para su caballo y espacio para sus bastidores de tela, unos cuantos acres del terreno empinado y desigual que bordeaba la hondonada por la que discurría impetuosa el agua que pasaba por su saetín. Todo ello lo tenía pagando un alquiler bastante alto (pues aquellos tiempos de guerra eran duros y todo era caro) a los administradores de la finca de Fieldhead, que era entonces propiedad de un menor.

En la época en que esta historia comienza, Robert Moore no llevaba viviendo más de dos años en la zona, periodo durante el cual había demostrado al menos que poseía el atributo de la vitalidad. La sucia casita se había convertido en una residencia pulcra y de buen gusto. Una parte del terreno agreste la había convertido en huertos, que cultivaba con precisión y esmero singulares, propios de un flamenco. En cuanto a la fábrica, que era un viejo edificio equipado con maquinaria vieja, que estaba anticuada y había perdido toda su utilidad, Moore había expresado desde un principio un fuerte desprecio por su equipamiento y sus estructuras: su propósito había consistido en llevar a cabo una reforma radical, que había ejecutado con la mayor rapidez que permitía su limitadísimo capital, y la estrechez de ese capital, con el freno consiguiente en sus avances, era un obstáculo que mortificaba grandemente su ánimo.

Moore quería avanzar sin parar; «adelante» era la divisa grabada en su alma; pero la pobreza lo refrenaba: algunas veces (figurativamente) echaba espumarajos por la boca cuando las riendas tiraban demasiado.

Con este estado de ánimo, no era de esperar que se lo pensara dos veces antes de decidir si su progreso era o no perjudicial para los demás. No siendo natural de la tierra, ni habiendo residido en los contornos más que un corto tiempo, no le importó demasiado cuando los nuevos inventos dejaron sin empleo a los trabajadores: jamás se preguntó dónde encontraban el pan de cada día los que ya no cobraban el salario semanal que él les pagaba, y su negligencia no era diferente de la de otros miles a quienes los pobres que se morían de hambre en Yorkshire parecían tener más derecho a reclamar.

El período del que escribo fue una época oscura en la historia británica, y sobre todo en la historia de las provincias del norte. La guerra estaba entonces en todo su apogeo. Toda Europa se hallaba inmersa en ella. Inglaterra, si no harta, estaba agotada por la larga resistencia. Sí, y la mitad de su pueblo estaba harta también, y reclamaba la paz a cualquier precio. El honor nacional se había convertido en un mero nombre hueco, que carecía de valor a los ojos de muchos, porque su visión estaba nublada por el hambre, y por un pedazo de carne habrían vendido sus derechos de nacimiento.

Las «Reales Órdenes», consecuencia de los decretos de Napoleón de Milán y Berlín, que prohibían a las potencias neutrales el comercio con Francia, habían ofendido a América, cerrando así el principal mercado para el comercio de la lana de Yorkshire, y conduciéndolo al borde de la ruina. Otros mercados extranjeros de menor importancia estaban saturados y no aceptaban más: Brasil, Portugal, Sicilia tenían existencias para casi dos años de consumo. En medio de esta crisis, ciertos ingenios recién inventados empezaban a introducirse en las principales fábricas del norte, lo cual, con la drástica reducción de la mano de obra necesaria, dejó a miles de obreros sin trabajo y sin medios legítimos de ganarse el sustento. Sobrevino una mala cosecha. La angustia alcanzó su punto culminante. La resistencia, más que acicateada, tendió la mano de la fraternidad a la sedición. Bajo las colinas de los condados del norte se notaba el doloroso palpitar de las ansias de una especie de terremoto moral. Pero, como suele suceder en estos casos, nadie le prestó demasiada atención. Cuando se producían disturbios por el hambre en una localidad industrial, cuando una fábrica gigantesca ardía hasta los cimientos, o asaltaban la casa de un industrial, arrojaban sus muebles a la calle y obligaban a la familia a huir para salvar la vida, el magistrado de la zona tomaba o no algunas medidas de tipo local; se descubría a un cabecilla, o bien, con mayor frecuencia, conseguía éste eludir ser descubierto; se escribían unos cuantos párrafos en el periódico sobre el tema y allí se acababa todo. En cuanto a los que sufrían, cuya única herencia era el trabajo y que habían perdido tal herencia —pues no conseguían encontrar empleo y, en consecuencia, no cobraban salario alguno y, en consecuencia, no podían comer—, los dejaban que siguieran sufriendo, quizá porque era inevitable: no serviría de nada detener el progreso de la inventiva, ni dañar la ciencia desalentando sus mejoras; no podía ponerse fin a la guerra; no se podían recaudar fondos de socorro; no había, pues, socorro posible, de modo que los desempleados sobrellevaban su destino, comían y bebían el pan y el agua de la aflicción.

La miseria genera odio; aquellos que sufrían odiaban las máquinas que, según creían, les habían arrebatado el pan; odiaban los edificios que contenían esas máquinas; odiaban a los industriales a los que pertenecían esos edificios. En la parroquia de Briarfield, de la que estamos tratando ahora, la fábrica de Hollow era considerada el lugar más aborrecible; Gérard Moore, en su doble papel de medio extranjero y perfecto progresista, era el hombre más aborrecido. Y quizá concordaba más con el temperamento de Moore ser odiado por todos que otra cosa, sobre todo porque creía que lo odiaban por algo que era justo y conveniente. Así pues, con cierta excitación belicosa se hallaba sentado aquella noche en su oficina de contabilidad, esperando la llegada de sus carros cargados de telares. La llegada y la compañía de Malone puede que fueran sumamente inoportunas para él, hubiera preferido esperar solo, pues le gustaba una soledad silenciosa, sombría y llena de peligro; el mosquete del vigilante habría sido compañía suficiente para él; el arroyo crecido en la cañada le habría ofrecido sin interrupción el discurso más reconfortante para sus oídos.

*

Con la expresión más extraña del mundo había pasado el industrial unos diez minutos contemplando al coadjutor irlandés, mientras éste daba buena cuenta del ponche, cuando de repente aquellos firmes ojos grises cambiaron, como si otra visión se hubiera interpuesto entre Malone y ellos. Moore alzó una mano.

—¡Chist! —exclamó, al modo francés, cuando Malone hizo un ruido con el vaso. Escuchó un momento, luego se levantó, se puso el sombrero y salió a la puerta de la oficina de contabilidad.

La noche era silenciosa, oscura e inmóvil; el agua seguía discurriendo con ímpetu y abundancia: parecía casi una inundación en medio de aquel completo silencio. El oído de Moore, empero, captó otro sonido —muy distante, pero muy definido— variable, desigual: en resumen, el sonido de unas pesadas ruedas crujiendo sobre un camino pedregoso. Volvió a entrar en la oficina de contabilidad y encendió un quinqué con el que atravesó el patio de la fábrica, y procedió a abrir la verja. Los grandes carros se acercaban; se oía el chapoteo de los enormes cascos de los caballos de tiro en el agua y en el fango. Moore saludó.

—¡Eh, Joe Scott! ¿Todo va bien?

Seguramente Joe Scott estaba todavía a demasiada distancia para oír la pregunta; no la respondió.

—¡Que si todo va bien, digo! —volvió a preguntar Moore cuando el hocico cuasi elefantino del caballo guía estuvo a punto de tocarle la nariz.

Alguien saltó del primer carro al suelo; una voz exclamó:

—¡Sí, sí, diablo, todo va bien! Los hemos destrozado.

Y se produjo una estampida. Los carros no se movieron; se habían quedado vacíos.

—¡Joe Scott! —Joe Scott no respondió—. ¡Murgatroyd! ¡Pighills! ¡Sykes! —No hubo respuesta. El señor Moore alzó el quinqué y miró el interior de los vehículos; no había hombres ni maquinaria: estaban vacíos y abandonados.

El señor Moore amaba su maquinaria: había arriesgado lo que le quedaba de su capital en la compra de los telares y las tundidoras que esperaba esa noche; especulaciones importantísimas para sus intereses dependían de los resultados que se obtuvieran con ellos: ¿dónde estaban?

Las palabras «¡los hemos destrozado!» resonaron en sus oídos. ¿Cómo le afectaba a él la catástrofe? A la luz del quinqué que sostenía, sus facciones eran visibles, y se relajaban en una singular sonrisa: la que se observa en un hombre de espíritu resuelto cuando llega a una coyuntura en su vida en que se pone a prueba la fortaleza de ese espíritu, cuando se ha de ejercer la tensión y ese don debe resistir o romperse. Sin embargo, permaneció en silencio, e incluso inmóvil, pues en aquel instante no sabía qué decir ni qué hacer. Dejó el quinqué en el suelo, se cruzó de brazos y, con la vista baja, reflexionó.

El ruido del impaciente pisoteo de uno de los caballos hizo que alzara la cabeza; en aquel momento sus ojos captaron el tenue brillo de algo blanco sujeto a una parte del arnés. Un examen a la luz del quinqué desveló que se trataba de un papel doblado: una nota. No llevaba dirección por fuera; dentro leyó la siguiente apelación:

Para el Diablo de Hollow’s Mili.

No copiaremos el resto de la ortografía, que era muy peculiar, sino que la traduciremos a un inglés legible. Rezaba así:

Su diabólica maquinaria está hecha añicos en el páramo de Stilbro y sus hombres están tirados en una zanja junto al camino, atados de pies y manos. Considérelo como un aviso de hombres que se están muriendo de hambre y encontrarán a sus mujeres e hijos muertos de hambre cuando vuelvan a sus casas después de esta acción. Si compra usted nuevas máquinas, o si continúa como hasta ahora, volverá a tener noticias nuestras. ¡Cuidado!

—¿Que volveré a tener noticias vuestras? Sí, volveré a tener noticias vuestras y vosotros tendréis noticias mías. Hablaré con vosotros directamente: en el páramo de Stilbro sabréis de mí en un instante.

Tras meter los carros en el recinto, se encaminó a la casa con prisa. Abrió la puerta, dijo unas cuantas palabras rápidamente, pero en voz baja, a dos mujeres que corrieron para salirle al encuentro en el pasillo. Moore apaciguó la aparente alarma de una de ellas con un breve relato atenuado de lo que había ocurrido. A la otra le dijo:

—Ve a la fábrica, Sarah, aquí tienes la llave, y toca la campana lo más fuerte que puedas. Después ve a buscar otro quinqué y ayúdame a iluminar la fachada.

Regresó junto a los caballos, les quitó los arneses, los alimentó y los metió en los establos con igual celeridad y cuidado, deteniéndose a veces, mientras lo hacía, como para oír la campana de la fábrica. Finalmente la campana sonó con estrépito, irregular, pero fuerte y alarmante: el repiqueteo apresurado y torpe daba mayor sensación de urgencia que la que hubiera dado una mano firme y experta. En aquella noche serena, a hora tan insólita, se oyó en muchas millas a la redonda: el estruendo sobresaltó a los clientes de la cocina de la Redhouse que, manifestando que «debe de haber algo especial que hacer en la fábrica de Hollow», mandaron traer quinqués y salieron en grupo a toda prisa hacia dicho lugar. Y apenas habían llegado en tropel al patio con sus lámparas resplandecientes cuando se oyó el estrépito de unos caballos y un hombre menudo con sombrero de teja, que cabalgaba muy erguido a lomos de un poni lanudo, entró al trote, seguido por un ayuda de campo que montaba un caballo mayor.

El señor Moore, mientras tanto, después de haber metido sus caballos de tiro en el establo, había ensillado su caballo de silla y, con la ayuda de Sarah, la criada, iluminó su fábrica; la amplia fachada quedó bañada en un gran resplandor, arrojando sobre el patio luz suficiente para evitar toda posibilidad de confusión causada por la oscuridad. Un grave murmullo de voces empezaba ya a hacerse audible. El señor Malone había salido por fin de la oficina de contabilidad, tras haber tomado previamente la precaución de sumergir rostro y cabeza en el aguamanil de piedra, y esta precaución, junto con la súbita alarma, le habían devuelto casi la posesión de aquellos sentidos que el ponche había dispersado parcialmente. Con el sombrero en la coronilla y el garrote aferrado con el puño derecho, respondió al azar a las preguntas del grupo recién llegado de la Redhouse. El señor Moore apareció entonces, e inmediatamente se encontró cara a cara con el sombrero de teja y el poni lanudo.

—Bueno, Moore, ¿qué es lo que quiere de nosotros? Imaginaba que nos necesitaría esta noche, a mí y a este líder de los cosacos —palmeó el cuello de su poni—, y a Tom y a su corcel. Cuando he oído la campana de su fábrica, no he podido estarme quieto un momento más, así que he dejado solo a Boultby acabando de cenar; pero ¿dónde está el enemigo? No veo máscaras ni caras tiznadas, ni hay ningún cristal roto en sus ventanas. ¿Le han atacado, o espera que lo hagan?

—¡Oh, en absoluto! Ni ha habido ataque, ni espero que lo haya —respondió Moore fríamente—. He ordenado que tocaran la campana sólo porque quiero que dos o tres vecinos se queden aquí, en la hondonada, mientras yo voy al páramo de Stilbro con un par más.

—¡Al páramo de Stilbro! ¿Para qué? ¿Para ir al encuentro de los carros?

—Los carros llegaron hace una hora.

—Entonces ya está. ¿Qué más quiere?

—Han llegado vacíos, y a Joe Scott y compañía los han dejado en el páramo, junto con los telares. Lea estos garabatos.

El señor Helstone cogió el documento cuyo contenido se ha mencionado antes y lo leyó.

—¡Mmm! Sencillamente le han dado el mismo trato que a los demás. Sin embargo, los pobres tipos de la zanja estarán esperando ayuda con impaciencia; menuda noche para dormir en semejante cama. Tom y yo iremos con usted; Malone puede quedarse aquí y vigilar la fábrica. ¿Qué le pasa? Parece que los ojos se le van a salir de las órbitas.

—Ha comido una chuleta de cordero.

—¡Vaya! Peter Augustus, vigile bien. No coma más chuletas de cordero esta noche. Lo dejamos aquí a cargo de la fábrica: ¡un puesto honorable!

—¿No se quedará nadie conmigo?

—Todos los que quieran de los que están aquí reunidos. Muchachos, ¿cuántos de vosotros os quedaréis aquí, en Hollow, y cuántos haréis un corto trayecto con el señor Moore y conmigo por la carretera de Stilbro para ir a buscar a unos hombres a los que han emboscado y asaltado esos que se dedican a destrozar telares?

Apenas tres se ofrecieron a acompañarlos, el resto prefirió quedarse. Mientras el señor Moore montaba a caballo, el rector le preguntó en voz baja si había guardado las chuletas de cordero bajo llave para que Peter Augustus no pudiera hacerse con ellas. El industrial asintió y el grupo de rescate emprendió la marcha.

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