Shirley

Shirley


CAPÍTULO III

Página 5 de 49

CAPÍTULO III

EL SEÑOR YORKE

La alegría, al parecer, es algo que depende tanto del estado de cosas interior como del estado de cosas externo y del que nos rodea. Hago este comentario trillado porque da la casualidad de que sé que los señores Helstone y Moore salieron al trote por la verja del patio de la fábrica, al frente de su escueto grupo, con el mejor de los ánimos. Cuando el haz luminoso de una lámpara (los tres del grupo que marchaban a pie llevaban una cada uno) cayó sobre el rostro del señor Moore, pudo verse una chispa en sus ojos, insólita por lo vivaz, y una nueva animación que encendía su morena fisonomía; y cuando la luz iluminó la faz del rector, se pusieron al descubierto sus duras facciones, sonrientes y radiantes de júbilo. Sin embargo, diríase que una noche de llovizna y una expedición un tanto peligrosa no son las mejores circunstancias para animar a los que deben exponerse a la lluvia para embarcarse en la aventura. Si algún miembro o miembros del grupo que había actuado en el páramo de Stilbro le hubieran echado el ojo a aquel grupo, habrían sentido un gran placer en disparar a cualquiera de los dos cabecillas desde detrás de un muro, y los cabecillas lo sabían; lo cierto es que, teniendo ambos nervios de acero y corazón tenaz, los regocijaba saberlo.

Soy consciente, lector, y no es necesario que me lo recuerdes, de que es horrible en un párroco ser belicoso; soy consciente de que debería ser un hombre de paz. Tengo una vaga idea de lo que constituye la misión de un clérigo entre sus congéneres, y recuerdo claramente a quién sirve, de quién es el mensaje que transmite, de quién debería seguir el ejemplo; aun así, si eres de los que odian a los párrocos, no esperes que siga todos tus pasos por el lúgubre camino que desciende a la impiedad; no esperes que participe en tus oscuros anatemas, tan estrechos y amplios a la vez, ni en tu rencor ponzoñoso, tan intenso y absurdo, contra «el clero», ni que alce ojos y manos con un Supplehough, o infle los pulmones con un Barraclough, para condenar, horrorizada, al diabólico rector de Briarfield.

No era diabólico en absoluto. Lo malo consistía simplemente en que había equivocado su vocación. Debería haber sido soldado y las circunstancias le habían llevado a ser sacerdote. Por lo demás, era un hombre pequeño, concienzudo, realista, de fuerte temperamento, valiente, severo, implacable y leal: un hombre casi antipático, brusco, rígido, lleno de prejuicios, pero también fiel a sus principios, honorable, sagaz y sincero. Soy de la opinión, lector, de que no siempre se puede cortar a los hombres según el patrón de su profesión, y de que no hay que anatematizarlos porque esa profesión no les siente como un guante; tampoco yo anatematizaré a Helstone, por muy cosaco clerical que parezca. No obstante, había quien lo anatematizaba, y muchos de ellos se contaban entre sus propios feligreses, igual que otros lo adoraban: destino frecuente de hombres que demuestran parcialidad en la amistad y encono en la enemistad, de quienes se aferran a sus principios y a sus prejuicios por igual.

Teniendo en cuenta que tanto Helstone como Moore se hallaban de un humor excelente y que los unía por el momento una causa común, habría sido de esperar que, mientras cabalgaban uno al lado del otro, conversaran amigablemente. ¡Oh, no! Aquellos dos hombres, ambos de fuerte carácter y naturaleza biliosa, se veían raras veces, pero se irritaban mutuamente. Su manzana de la discordia solía ser la guerra. Helstone era un ultra tory (había tories en aquella época) y Moore era un whig acérrimo, al menos en cuanto a opositor al partido que defendía la guerra, siendo ésta la cuestión que afectaba a sus intereses personales, pues sólo en ella tenía un punto de vista sobre política británica. Gustaba de enfurecer a Helstone manifestando su certeza acerca de la invencibilidad de Bonaparte, burlándose de Inglaterra y Europa por sus impotentes esfuerzos para derrotarle, y avanzando fríamente la opinión de que sería mejor rendirse a él, cuanto más pronto mejor, puesto que al final tendría que aplastar a todos sus adversarios para reinar sobre ellos.

Helstone no podía soportar tales sentimientos; sólo pensando que Moore era una especie de paria extranjero y que no tenía más que una mitad de sangre británica para atemperar la hiel foránea que corroía sus venas, podía escucharle sin satisfacer su deseo de golpearle con una vara. Otra cosa aliviaba un tanto su repugnancia, a saber, un sentimiento afín al tono obstinado con que el otro expresaba sus opiniones, y un respeto por la solidez de la malhumorada contumacia de Moore.

Cuando el grupo tomó la carretera de Stilbro, se enfrentaron con el poco viento que soplaba; la lluvia les azotó el rostro. Moore, que había enojado ya a su compañero, animado ahora por la brisa fría, e irritado quizá por la fuerte lluvia, empezó a aguijonearle.

—¿Siguen siendo satisfactorias las noticias que le llegan de la península Ibérica? —preguntó.

—¿Qué quiere usted decir? —fue la desabrida respuesta del rector.

—Le pregunto si todavía tiene fe en ese Baal de lord Wellington.

—¿Y qué quiere decir ahora con eso?

—¿Sigue creyendo que ese tipo con cara de palo y corazón de piedra que tiene Inglaterra por ídolo tiene poder para hacer que el fuego de los cielos consuma a los franceses en el altar del sacrificio que quiere usted ofrendar?

—Creo que Wellington arrojará al mar a latigazos a los mariscales de Bonaparte el día que desee levantar el brazo.

—Pero, mi querido señor, no hablará usted en serio. Los mariscales de Bonaparte son grandes hombres que actúan guiados por un espíritu maestro omnipotente. Su Wellington es el más vulgar de los militares ordenancistas, cuyos movimientos, lentos y mecánicos, ha entorpecido aún más un gobierno ignorante.

—Wellington es el alma de Inglaterra. Wellington es el justo campeón de una buena causa, el digno representante de una nación poderosa, resuelta, sensata y honrada.

—Su buena causa, tal como yo la entiendo, es simplemente la restauración de ese rastrero y débil Fernando en un trono que ha deshonrado; su digno representante es un boyero imbécil que actúa en nombre de un campesino imbécil, y contra ellos se alinean la supremacía victoriosa y el genio invencible[22].

—Contra la legitimidad se alinea la usurpación; contra una resistencia a la invasión, modesta, resuelta, justa y valiente se alinea una ambición de poder jactanciosa, hipócrita, egoísta y traidora. ¡Dios está del lado de la justicia!

—A menudo Dios está del lado de los poderosos.

—¡Qué! Supongo que el puñado de israelitas que llegaron a pie enjuto a la orilla asiática del mar Rojo eran más fuertes que las huestes egipcias que se ahogaron en la orilla africana. ¿Eran más numerosos? ¿Estaban mejor pertrechados? En otras palabras, ¿eran más poderosos?, ¿eh? No conteste, o tendrá que mentir, Moore, lo sabe usted muy bien. No eran más que un grupo de pobres esclavos extenuados. Los tiranos los habían oprimido durante cuatrocientos años; una débil mezcolanza de mujeres y niños mermaba sus escasas fuerzas; sus amos, que vociferaban a sus soldados para que cruzaran el mar dividido y los siguieran, eran un puñado de etíopes consentidos, tan fuertes y brutales como los leones de Libia, estaban armados, montaban a caballo y en carros; los pobres vagabundos hebreos marchaban a pie, es probable que pocos de ellos empuñaran mejores armas que sus cayados de pastores o sus herramientas de canteros; su propio caudillo, dócil y poderoso, no disponía más que de su vara. Mas, recuerde, Robert Moore, la justicia estaba de su parte, el Dios de las batallas estaba de su parte. La injusticia y el ángel caído mandaban las fuerzas del faraón, ¿y quién triunfó? Lo sabemos muy bien: «De esta suerte libró el Señor en aquel día a Israel de las manos de los egipcios. Y vieron en la orilla del mar los cadáveres de los egipcios», sí, «sepultados quedan en los abismos: hundiéronse como piedras hasta lo profundo». ¡La diestra del Señor demostró su soberana fortaleza; la diestra del Señor hirió al enemigo[23]!

—Tiene usted razón, pero olvida cuál es el auténtico paralelismo: Francia es Israel y Napoleón es Moisés. Europa, con su viejos imperios ahítos y sus dinastías podridas, es el Egipto corrupto; la galante Francia son las Doce Tribus y su nuevo y vigoroso usurpador es el pastor de Horeb[24].

—No merece contestación.

Moore, por tanto, se contestó a sí mismo; al menos añadió un comentario más a los que acababa de decir, pero en voz más baja.

—¡Oh, en Italia era tan grande como cualquier Moisés! Era lo que se necesitaba allí; capaz de encabezar y organizar medidas para la regeneración de las naciones. Aún sigue asombrándome que el vencedor de Lodi haya condescendido a convertirse en emperador, un vulgar y estúpido farsante; y más aún que el pueblo, que antes se llamaba a sí mismo republicano, haya vuelto a hundirse en la categoría de meros esclavos. ¡Desprecio a Francia! Si Inglaterra hubiera llegado tan lejos como Francia en la marcha de la civilización, no se habría retirado de manera tan vergonzosa.

—No querrá dar a entender que la embrutecida Francia imperial es peor que la sangrienta Francia republicana —dijo Helstone, acaloradamente.

—No quiero dar a entender nada, pero puedo pensar lo que quiera, ¿comprende, señor Helstone?, tanto de Francia e Inglaterra como de la revolución, los regicidas y las restauraciones en general, y sobre el derecho divino de los reyes, que a menudo defiende usted con fervor en sus sermones, y sobre el deber de la no resistencia y sobre la cordura de la guerra, y…

La frase del señor Moore quedó interrumpida por el sonido de una calesa que se acercaba rápidamente, y porque ésta se detuvo de repente en medio del camino; tanto Moore como el rector estaban demasiado ocupados en su discusión para darse cuenta de que la calesa se acercaba hasta que la tuvieron encima.

—Bueno, señor, ¿han llegado los carros a casa? —preguntó una voz desde el vehículo.

—¿Eres tú, Joe Scott?

—¡Sí, sí! —replicó otra voz, pues la calesa llevaba a dos personas, como se vio a la luz de su farol; los hombres de las lámparas se habían quedado rezagados, o más bien los jinetes del grupo de rescate habían dejado atrás a los que iban a pie.

—Sí, señor Moore, es Joe Scott. Te lo llevaba a casa, y en bonito estado. Lo he encontrado allá, en medio del páramo, a él y a otros tres. ¿Qué me darás por devolvértelo?

—Vaya, creo que las gracias, pues difícilmente hallaría a un hombre mejor y no puedo permitirme perderlo. Por la voz, supongo que es usted, señor Yorke.

—Sí, muchacho, soy yo. Volvía a casa desde el mercado de Stilbro y justo cuando me hallaba en medio del páramo y azuzaba a los caballos para que volaran como el viento (¡porque dicen que éstos no son tiempos seguros, por culpa de un gobierno desastroso!), he oído un quejido. Me he parado; algunos habrían azuzado aún más a los caballos, pero yo no tengo nada que temer, que yo sepa. No creo que haya un solo muchacho en los contornos capaz de hacerme daño, al menos les daría tanto como recibiera si quisieran hacérmelo. He dicho: «¿Ocurre algo malo por ahí?». «Sí, por cierto», contesta alguien, y su voz parecía salir de la tierra. «¿Qué es? Sea rápido y dígamelo», le he ordenado. «Nada más que cuatro personas tiradas en una zanja», ha dicho Joe, como si tal cosa. Yo les he dicho que debería darles vergüenza, que se levantaran y echaran a andar, si no querían probar mi látigo, pues creía que estaban todos bien. «Lo habríamos hecho hace una hora, pero estamos atados con correas», dice Joe. Así que al cabo de un momento me he bajado y he cortado las correas con mi navaja, y Scott ha querido venir conmigo para contarme todo lo ocurrido, y los otros vienen detrás con todo lo que dan de sí sus piernas.

—Bueno, le estoy sumamente agradecido, señor Yorke.

—¿En serio, muchacho? Sabes que no. Sin embargo, ahí llegan ya los demás. Y aquí, ¡Dios santo!, hay otro grupo con luces en los cántaros, como el ejército de Gedeón[25], y, como tenemos al párroco entre nosotros, buenas noches, señor Helstone, ya estamos todos.

El señor Helstone devolvió el saludo al individuo de la calesa, muy envarado, ciertamente. El individuo prosiguió:

—Somos once hombres fuertes, y contamos tanto con caballos como con carros. Si tropezáramos con unos cuantos de esos golfos hambrientos que se dedican a destrozar telares, obtendríamos una gran victoria; todos seríamos un Wellington, eso le complacería, señor Helstone. ¡Y qué párrafos nos dedicarían los periódicos! Briarfield se haría célebre; pero, en mi opinión, deberíamos tener una columna y media en el Stilbro’ Courier por este trabajo: no espero menos.

—Y no le prometo menos, señor Yorke, pues yo mismo escribiré el artículo —replicó el rector.

—¡Desde luego! ¡Por supuesto! Y no se olvide de recomendar que se cuelgue a los que han destrozado los telares y han atado las piernas de Joe Scott con correas, y nada de fuero eclesiástico[26]. Merecen la horca, sin duda.

—¡Si los juzgara yo, pronto los despacharía! —exclamó Moore—, pero pienso dejarlos tranquilos por esta vez para darles cuerda suficiente, con la certeza de que al final se ahorcarán ellos mismos.

—¿Dejarlos tranquilos, dices, Moore? ¿Lo prometes?

—¿Prometer? No. Lo que quiero decir es que no me tomaré especiales molestias para atraparlos; pero si tropiezo con alguno de ellos…

—Lo atraparás al vuelo, naturalmente, sólo que preferirías que hicieran algo más grave que limitarse a detener un carro antes de ajustarles las cuentas. Bueno, no diremos nada más al respecto por el momento. Hemos llegado a mi casa, caballeros, y espero que entren ustedes y los hombres; a ninguno le iría mal tomar algo.

Moore y Helstone rechazaron esta sugerencia por innecesaria; sin embargo, les insistieron tan cortésmente, la noche además era tan desapacible, y el resplandor que traspasaba las cortinas de muselina de las ventanas de la casa ante la que se habían detenido parecía tan tentador, que por fin cedieron. Tras apearse el señor Yorke de la calesa, que dejó en manos de un hombre que a su llegada había salido de una dependencia exterior, los condujo al interior de la casa.

Como se habrá observado, el señor Yorke tenía dos formas de hablar un tanto distintas; ahora hablaba el dialecto de Yorkshire, y al poco se expresaba en el más puro inglés[27]. Sus modales parecían tender a parecidas alternancias; podía ser cortés y afable, y también brusco y desabrido. No era fácil, por tanto, determinar su posición social por su manera de hablar ni por su comportamiento; tal vez se decida por el aspecto de su residencia.

A los hombres, les aconsejó que tomaran el camino de la cocina, afirmando que haría que les sirvieran algo para comer inmediatamente. Los caballeros entraron por la puerta principal. Se encontraron entonces en un vestíbulo alfombrado, con las paredes prácticamente cubiertas de cuadros hasta el techo; atravesándolo, los condujeron a un amplio gabinete con un magnífico fuego en la chimenea; en conjunto daba la impresión de ser una habitación sumamente alegre y, cuando uno se detenía a examinar los detalles, ese efecto que la animaba no disminuía. No denotaba esplendor, pero reinaba el buen gusto —un gusto poco habitual—, diríase que el gusto de un hombre viajero y estudioso, de un caballero. Una serie de paisajes italianos adornaban las paredes, ejemplos todos ellos del verdadero arte; los había elegido un experto, eran auténticos y valiosos. Incluso a la luz de las bujías, los cielos claros y fulgurantes, las suaves distancias y el aire azul titilando entre el ojo y las colinas, los ricos matices y las luces y sombras bien agrupadas, deleitaban la vista.

Todos eran de tema pastoril y reproducían lugares soleados. Había una guitarra y unas partituras sobre un sofá; camafeos, hermosas miniaturas; un juego de vasijas de estilo griego sobre la repisa de la chimenea; libros bien ordenados en dos elegantes estanterías.

El señor Yorke invitó a sus huéspedes a sentarse, luego tiró de la campanilla para pedir vino; al criado que llegó con él le dio hospitalarias órdenes de que se sirviera bien a los hombres de la cocina. El rector permaneció de pie; no parecía gustarle la casa; no quiso probar el vino que su anfitrión le ofrecía.

—Como usted quiera —dijo el señor Yorke—. Supongo que piensa usted en las costumbres orientales, señor Helstone, y no quiere comer ni beber bajo mi techo por miedo a que nos veamos obligados a ser amigos, pero yo no soy tan delicado ni supersticioso. Podría usted beberse todo el contenido de esa licorera y darme una botella del mejor vino de su bodega, y seguiría sintiéndome libre de contradecirle a cada paso, en todas las juntas parroquiales y en todas las vistas judiciales en las que nos encontráramos.

—Es exactamente lo que esperaría de usted, señor Yorke.

—¿Le sienta bien a su edad, señor Helstone, salir a caballo en pos de unos alborotadores en una noche lluviosa?

—Siempre me sienta bien cumplir con mi deber, y en este caso mi deber es también un placer. Ir en busca de unos canallas es una noble ocupación, digna de un arzobispo.

—Digna de usted, desde luego; pero ¿dónde está su coadjutor? ¿Se ha ido por casualidad a visitar a algún pobre enfermo, o casualmente ha ido a perseguir canallas en otra dirección?

—Está de guardia en la fábrica de Hollow.

—Espero que le hayas dejado un sorbo de vino, Bob —volviéndose hacia el señor Moore—, para mantener viva la llama de su coraje. —No esperó la respuesta, sino que continuó rápidamente, dirigiéndose todavía a Moore, que se había desplomado en una anticuada silla junto al fuego—. ¡Muévete, Robert! ¡Levántate, muchacho! Ésta es mi casa. Siéntate en el sofá, o en las otras tres sillas, si te place, pero en ésta no; me pertenece a mí y a nadie más.

—¿Por qué es tan quisquilloso con esa silla, señor Yorke? —preguntó Moore, obedeciendo con pereza la orden de dejar la silla libre.

—Mi padre lo fue antes de mí y ésa es toda la explicación que voy a darte, y es una razón tan buena como cualquiera que pueda dar el señor Helstone para la mayor parte de sus ideas.

—Moore, ¿está usted listo para partir? —inquirió el rector.

—No, Robert no está listo, o más bien yo no estoy listo para despedirme de él: es un muchacho malo y necesita un correctivo.

—¿Por qué, señor? ¿Qué he hecho yo?

—Crearte enemigos por todos lados.

—¿Qué me importa eso a mí? ¿Qué interés puede tener para mí que sus patanes de Yorkshire me odien o me quieran?

—Sí, ahí está. Este muchacho tiene hechura de extranjero entre nosotros; su padre no habría hablado jamás de ese modo. Vuelve a Amberes, donde naciste y te educaste, mauvaise tête[28]!

—Mauvaise tête vous-méme; je ne fais que mon devoir, quant à vos lourdauds de paysans, je m’en moque!

—En revanche, mon garfon, nos lourdauds de paysans se moqueront de toi; sois en certain[29] —replicó Yorke, hablando con un acento francés casi tan perfecto como el de Gérard Moore.

—C’est bon!, c’est bon! Etpuisque cela m’est égal, que mes amis ne s’en inquiétent pas[30].

—Tes amis! Où sont-ils, tes arms?

—Je fais echo, où sont-ils?, et je suis fort aise que l’écho seuly répond. Au diable les amis! Je me souviens encore du moment où mon père et mon oncle Gérard appellèrent autour d’eux leurs amis, et Dieu sait si les amis se sont empressés d’accourir à leur secours! Tenez, monsieur Yorke, ce mot, ami, m’irrite trop; ne m’en parlez plus.

—Comme tu voudras[31].

Y aquí el señor Yorke guardó silencio. Mientras él sigue recostado en su silla tallada de roble triangular, aprovecharé la oportunidad para dibujar el retrato de este caballero de Yorkshire que habla francés.

Ir a la siguiente página

Report Page