Shirley

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CAPÍTULO VII

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Sentado entre la señora Sykes y la señorita Mary, que se mostraban muy amables con él, el menudo señor Sweeting parecía y se sentía más satisfecho que un monarca, con la bandeja de tartas delante de él y la mermelada y los bollos en el plato. Le gustaban todas las señoritas Sykes, a todas ellas les gustaba él; el señor Sweeting creía que eran unas jóvenes magníficas, absolutamente adecuadas para emparejarse con alguien de su altura. Si algún motivo para lamentarse tenía en aquel gozoso momento era la ausencia de la señorita Dora, pues ella era a quien secretamente esperaba algún día llamar señora de David Sweeting, con quien soñaba que daría majestuosos paseos, conduciéndola como a una emperatriz por la aldea de Nunnely, y una emperatriz habría sido, si dependiera únicamente del tamaño. Dora era corpulenta, pesada; vista por detrás, tenía el aspecto de una cuarentona muy robusta; sin embargo, era bien parecida y de buen carácter.

Por fin terminaron de tomar el té; habrían terminado mucho antes si el señor Donne no hubiera insistido en seguir sentado con la taza medio llena de té frío mucho después de que los demás ya se lo hubieran tomado y de que él mismo hubiera devorado todas las viandas que se sintió capaz de engullir; ciertamente, mucho después de que todos hubieran manifestado claros signos de impaciencia: hasta que las sillas se retiraron, hasta que languideció la charla, hasta que se hizo el silencio.

En vano inquirió Caroline repetidamente si quería otra taza, si quería un poco de té caliente, pues el que aún tenía debía de estar frío, etcétera: Donne no quería beberlo ni dejarlo. Parecía pensar que su aislada posición le confería cierta importancia, que le daba dignidad y majestuosidad ser el último, que era distinguido hacer esperar a todos los demás. Tanto se demoró que incluso la tetera se apagó y dejó de sisear. No obstante, al final hasta el rector, que hasta entonces estaba demasiado entretenido con Hannah para preocuparse por el retraso, acabó impacientándose.

—¿A quién estamos esperando? —preguntó.

—Creo que a mí —respondió Donne, satisfecho de sí mismo; parecía considerar un gran mérito que todo un grupo dependiera de sus movimientos.

—¡Vaya! —exclamó Helstone; luego, levantándose, añadió—: Demos gracias a Dios por estos alimentos —lo que hizo inmediatamente, y todos abandonaron la mesa. Sin el menor desconcierto, Donne siguió sentado diez minutos completamente solo, después de lo cual, el señor Helstone hizo sonar la campanilla para que recogieran la mesa; el coadjutor se vio obligado finalmente a vaciar su taza y a renunciar al rôle que, según él creía, le había otorgado tan afortunada distinción, atrayendo sobre él la sumamente halagadora atención general.

Y, siguiendo el curso natural de los acontecimientos (Caroline, que lo sabía, había abierto el piano y sacado las partituras con presteza), se pidió música. Aquélla era la oportunidad del señor Sweeting para presumir: estaba impaciente por comenzar; emprendió, por tanto, la ardua tarea de persuadir a las señoritas para que obsequiaran a los demás con una melodía, una canción. Con gran celo procedió a suplicar, a rogar, a resistirse a las excusas y a allanar las dificultades, y logró por fin convencer a la señorita Harriet para que se dejara conducir hasta el instrumento. Aparecieron entonces las piezas de su flauta (siempre las llevaba en el bolsillo, tan infalibles como su pañuelo). Las enroscó y dispuso correctamente; mientras tanto, Malone y Donne se juntaron y lo miraron con una sonrisa burlona de la que se percató el hombrecillo al mirar por encima del hombro, pero a la que no prestó la menor atención: estaba convencido de que el sarcasmo de sus colegas tenía la envidia como único motivo, porque ellos no podían acompañar a las señoritas como él; él, que estaba a punto de gozar de su triunfo sobre ambos.

El triunfo empezó. Sumamente contrariado al oírle tocar con extraordinario estilo, Malone decidió distinguirse también, si eso era posible, y asumiendo de inmediato el papel de galán (papel que había intentado representar en una o dos ocasiones anteriores, pero con el que no había tenido hasta entonces el éxito del que sin duda se creía merecedor), se acercó al sofá en el que estaba sentada la señorita Helstone y, depositando su voluminosa figura irlandesa junto a ella, probó suerte (o más bien lengua) con un par de elegantes frases acompañadas de muecas de lo más extraordinarias e incomprensibles. En el curso de sus esfuerzos por hacerse agradable, consiguió tomar posesión de los dos cojines largos del sofá y de uno cuadrado, con los que, después de enrollarlos durante un rato con extraños gestos, consiguió erigir una especie de barrera entre el objeto de sus atenciones y él mismo. Caroline, que estaba totalmente de acuerdo en que debían separarse, pronto inventó una excusa para marcharse al extremo opuesto de la habitación y colocarse junto a la señora Sykes; a esta buena señora le solicitó instrucciones sobre un nuevo punto de tejido ornamental, favor que ella le concedió de buena gana, y así fue rechazado Peter Augustus.

Muy hosca se volvió su expresión cuando se vio abandonado enteramente a sus propios recursos en un gran sofá y a cargo de tres pequeños cojines. Lo cierto era que se sentía seriamente inclinado a cultivar la relación con la señorita Helstone, porque creía, en consonancia con otros, que su tío tenía dinero, y deducía que, puesto que el rector no tenía hijos, seguramente se lo dejaría a su sobrina. Gérard Moore estaba mejor enterado: había visto la pulcra iglesia que debía su construcción al celo y al dinero del rector y, en más de una ocasión, en su fuero interno, había maldecido el caro capricho que frustraba sus deseos.

La velada pareció larga a toda la concurrencia. De vez en cuando Caroline dejaba caer el punto sobre el regazo y se entregaba a una suerte de letargo cerebral —cerrando los ojos y bajando la cabeza— causado por el murmullo que la rodeaba y que a ella le parecía carente de sentido: el repiqueteo sin gusto ni armonía de las teclas del piano; las notas chillonas y entrecortadas de la flauta; la risa y el regocijo de su tío y de Hannah y Mary, cuyo origen no conseguía adivinar, puesto que no oía nada cómico ni alegre en su conversación; y, por encima de todo, los interminables chismorreos que la señora Sykes murmuraba cerca de su oído, chismorreos que abarcaban cuatro temas: la salud de la señora Sykes y de su familia, la cesta del misionero y la del judío y el contenido de ambas, la última reunión en Nunnely, y la próxima, que se esperaba para la semana siguiente en Whinbury.

Cansada por fin hasta la extenuación, Caroline aprovechó la oportunidad que le brindó el señor Sweeting al acercarse a hablar con la señora Sykes y se escabulló sigilosamente, abandonando la estancia en busca de un momento de respiro en soledad. Se fue al comedor, en cuya chimenea ardían aún los restos de un fuego, con llamas pequeñas, pero nítidas. La estancia estaba vacía y tranquila, se habían retirado vasos y licoreras de la mesa, las sillas se habían devuelto a su lugar, todo estaba ordenado. Caroline se dejó caer en el butacón de su tío, entornó los ojos y descansó, descansó al menos sus miembros, sus sentidos, su oído, su vista, cansados de escuchar naderías y mirar al vacío. En cuanto a su pensamiento, voló directamente hacia el Hollow; allí se detuvo en el umbral de la puerta del gabinete, luego pasó a la oficina de contabilidad y se preguntó qué lugar gozaría de la presencia de Robert. Daba la casualidad de que ninguno de los dos lugares disfrutaba de ese honor, pues Robert se hallaba a un kilómetro casi de ambos, y mucho más cerca de Caroline de lo que su embotado espíritu sospechaba: en aquel momento cruzaba el cementerio de la iglesia en dirección a la verja del jardín de la rectoría; sin embargo, no era su intención visitar a su prima, sino únicamente comunicar una breve información al rector.

Sí, Caroline, oyes vibrar el cable de la campanilla que suena de nuevo por quinta vez; te sobresaltas y estás convencida de que esta vez tiene que ser el hombre con el que sueñas. No puedes explicar por qué estás tan segura, pero lo sabes. Adelantas el torso, aguzando el oído cuando Fanny abre la puerta: ¡sí!, es la voz, baja, con el leve acento extranjero, pero tan dulce como la imaginas. Te levantas a medias: «Fanny le dirá que el señor Helstone tiene visita y se irá». ¡Oh! No puede dejar que se marche; a su pesar, en contra de su sentido común, cruza la mitad del comedor, dispuesta a salir corriendo si oye que Robert se retira, pero él ha entrado en el corredor.

—Puesto que tu señor está ocupado —dice—, llévame al comedor, tráeme papel y tinta; le escribiré una breve nota.

Tras captar estas palabras, y oyéndole avanzar, Caroline deseó que en el comedor hubiera otra puerta para desaparecer por ella. Se siente atrapada, encerrada; teme que su inesperada presencia le moleste. Hace un segundo hubiera volado hacia él; pasado ese segundo, quiere rehuirle. No puede, no hay modo de escapar: el comedor sólo tiene una puerta, por la que ahora entra su primo. La expresión de sorpresa y contrariedad que esperaba ver en su rostro ha aparecido, la ha conmocionado, y se ha ido. Caroline ha balbucido una disculpa:

—He dejado la salita hace un momento buscando un poco de tranquilidad.

Había tanta timidez y abatimiento en la actitud y en el tono con que dijo esa frase, que cualquiera habría podido advertir que sus perspectivas habían experimentado un triste cambio y que la facultad de un alegre dominio de sí misma la había abandonado. Seguramente, el señor Moore recordó que antes acostumbraba a recibirlo con gentil vehemencia y confianza esperanzada; debe de haber visto ahora qué resultado ha dado la contención de la mañana. Tenía ahora la oportunidad de poner en práctica su nuevo sistema con efecto, si decidía mejorarlo. Quizá le resultaba más fácil practicar ese sistema a plena luz del día, en el patio de su fábrica, en medio de las ajetreadas ocupaciones de su negocio, que en una tranquila estancia, libre de compromisos y al anochecer. Fanny encendió las bujías que antes estaban apagadas sobre la mesa, trajo los útiles de escritura y abandonó la habitación; Caroline estaba a punto de seguirla. Para actuar con coherencia, Moore debería haberla dejado marchar, pero se quedó en el umbral y, extendiendo la mano hacia ella, suavemente la retuvo; no le pidió que se quedara, pero no la dejaba marchar.

—¿Le digo a mi tío que estás aquí? —preguntó ella, aún con la misma voz apagada.

—No, puedo decirte a ti todo lo que tenía que decirle a él. ¿Serás mi mensajera?

—Sí, Robert.

—Entonces puedes informarle de que tengo una pista sobre la identidad de al menos uno de los hombres que me rompió los telares, que pertenece a la misma banda que atacó a Sykes y la fábrica de Pearson, y que espero tenerlo bajo custodia mañana. ¿Lo recordarás?

—¡Oh, sí! —Estos dos monosílabos los pronunció en un tono más triste que nunca y, al decirlos, movió la cabeza ligeramente y suspiró—. ¿Lo llevarás a juicio?

—Sin duda.

—No, Robert.

—¿Y por qué no, Caroline?

—Porque pondrá a todo el vecindario en contra tuya más que nunca.

—Ésa no es razón para que no cumpla con mi deber y defienda mi propiedad. Ese individuo es un canalla y debería impedírsele que perpetre nuevos delitos.

—Pero sus cómplices querrán vengarse de ti. No sabes hasta dónde puede conducir el rencor a la gente de este lugar. Algunos de ellos alardean de que pueden llevar una piedra en el bolsillo durante siete años, darle la vuelta al final de ese tiempo, guardarla siete años más, y tirarla y dar en el blanco «por fin».

Moore se echó a reír.

—Una jactancia muy significativa —dijo—, que redunda ampliamente en los méritos de tus queridos amigos de Yorkshire. Pero nada temas por mí, Lina: estoy en guardia contra esos compatriotas tuyos que son como corderos; no te inquietes por mí.

—¿Cómo evitarlo? Eres mi primo. Si ocurriera algo… —no concluyó la frase.

—No ocurrirá nada, Lina. Usando su propio lenguaje, la Providencia todo lo rige, ¿no es así?

—Sí, querido Robert. ¡Que ella te guarde!

—Y si las plegarias son eficaces, las tuyas me beneficiarán. ¿Rezas por mí alguna vez?

—Alguna vez no, Robert. No os olvido ni a ti, ni a Louis, ni a Hortense.

—Eso he pensado a menudo. Cuando, cansado e irritado, me acuesto como un pagano, se me ocurre que otro ha pedido perdón por mis acciones del día, y que esté a salvo durante la noche. No creo que semejante piedad indirecta sirva de mucho, pero las súplicas emanan de un corazón sincero, de unos labios inocentes: deberían ser tan aceptables como la ofrenda de Abel, y sin duda lo serían, si el objeto las mereciera.

—Aniquila esa duda; no tiene fundamento.

—Cuando a un hombre se le ha educado únicamente para que gane dinero y vive sólo para conseguirlo y apenas respira otro aire que el de las fábricas y los mercados, parece extraño pronunciar su nombre en una plegaria o mezclarlo con un pensamiento divino; y mucho más extraño parece que un corazón bueno y puro lo acepte y lo cobije, como si tuviera algún derecho a semejante nido. Si yo pudiera guiar a ese benévolo corazón, creo que le aconsejaría que excluyera a quien profesa no tener propósito más elevado en la vida que el de remendar su descalabrada fortuna y limpiar de su blasón burgués la horrible mancha de la bancarrota.

La insinuación, aunque hecha de modo tan delicado y modesto (así pensaba Caroline), fue claramente percibida y comprendida.

—Ciertamente yo sólo pienso, o sólo pensaré, en ti como en mi primo —fue la rápida respuesta—. Empiezo a comprender mejor las cosas, Robert, que cuando llegaste a Inglaterra, mejor que hace una semana, un día. Sé que es tu deber intentar salir adelante, y que no te servirá de nada ponerte romántico, pero en el futuro no debes interpretarme mal si te parezco demasiado cordial. Esta mañana me has interpretado mal, ¿verdad?

—¿Qué te ha hecho pensar eso?

—Tu mirada, tu actitud.

—Pero fíjate en mí ahora…

—¡Oh!, ahora es diferente: ahora me atrevo a hablarte.

—Sin embargo, soy el mismo, salvo en que he dejado al comerciante en el Hollow; ante ti tienes tan sólo a tu pariente.

—A mi primo Robert, no al señor Moore.

—Ni una pizca del señor Moore. Caroline…

En aquel momento oyeron el ruido que hacían en la otra habitación al levantarse; se abrió la puerta; se pidió el carruaje del poni; se solicitaron chales y sombreros; el señor Helstone llamó a su sobrina.

—Debo ir, Robert.

—Sí, debes ir, o vendrán aquí y nos encontrarán, y yo, antes que encontrarme con todos los invitados en el corredor, saldré por la ventana; por suerte se abre igual que una puerta. Un minuto tan sólo, baja la bujía un instante; ¡buenas noches! Te beso porque somos primos y, siendo primos, uno, dos, tres besos están permitidos. ¡Buenas noches, Caroline!

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