Shirley

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CAPÍTULO XII

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CAPÍTULO XII

SHIRLEY Y CAROLINE

Shirley demostró que había sido sincera al decir que la alegraría la compañía de Caroline, pues la solicitó con frecuencia; y, ciertamente, no la habría tenido de no haberla solicitado, pues a la señorita Helstone le costaba trabar nuevas amistades. La detenía siempre la idea de que las demás personas no podían quererla, que ella no podía ser divertida para nadie, y de que una criatura vivaz, feliz y juvenil como la heredera de Fieldhead dependía muy poco de una compañía tan carente de atractivos como la suya para llegar a recibirla con verdadera gratitud.

Tal vez Shirley fuera brillante, y seguramente era igual de feliz, pero nadie se libra de la dependencia de una compañía inteligente y, aunque en un mes había conocido a la mayoría de las familias de los alrededores y se trataba con libertad y desenvoltura con todas las señoritas Sykes y todas las señoritas Pearson, así como con las dos superlativas señoritas Wynne de Walden Hall, al parecer ninguna de ellas le parecía muy inteligente: no fraternizaba con ninguna, por usar sus mismas palabras. Si hubiera tenido la dicha de ser realmente el señor Shirley Keeldar, del señorío de Briarfield, no hubiera habido una sola beldad en aquella parroquia y las dos parroquias vecinas a la que se hubiera sentido inclinado a pedir que se convirtiera en la señora Keeldar. Esta declaración hizo en persona a la señora Pryor, que la escuchó con suma tranquilidad, como solía hacer con todos los discursos improvisados de su pupila, para luego responder:

—Querida mía, no permita que la costumbre de referirse a sí misma como un caballero arraigue: es un hábito extraño. Los que no la conocen, al oírla hablar así, creerán que sus modales son masculinos.

Shirley no se reía jamás de su antigua institutriz, incluso las pequeñas formalidades e inofensivas peculiaridades de aquella señora eran respetables a sus ojos; en caso contrario, habría demostrado inmediatamente una debilidad de carácter, pues sólo los débiles convierten un sencillo valor en blanco de sus burlas; en consecuencia, aceptó el reproche en silencio. Se quedó tranquilamente junto a la ventana, contemplando el gran cedro de su jardín, mirando un pájaro posado en una de sus ramas más bajas. Al poco, empezó a gorjear al pájaro; pronto sus gorjeos se hicieron más claros, no tardaron mucho en ser silbidos; el silbido se hizo melodía, que fue ejecutada con gran dulzura y destreza.

—¡Querida! —exclamó la señora Pryor.

—¿Estaba silbando? —dijo Shirley—. Me había olvidado. Le ruego que me perdone, señora. Había decidido poner mucho cuidado en no silbar delante de usted.

—Pero, señorita Keeldar, ¿dónde ha aprendido a silbar? Debe de ser un hábito adquirido en Yorkshire. No le conocía ese defecto.

—¡Oh! Aprendí a silbar hace tiempo.

—¿Quién le enseñó?

—Nadie: lo aprendí escuchando, y lo dejé, pero ayer por la tarde, cuando subía por el sendero, oí a un caballero silbar esa misma melodía en el campo del otro lado del seto, y eso me lo recordó.

—¿Qué caballero era?

—Sólo tenemos un caballero en la región, señora, y es el señor Moore; al menos es el único caballero que no tiene los cabellos plateados: mis dos favoritos venerables, el señor Helstone y el señor Yorke, son magníficos galanes maduros, es cierto, infinitamente mejores que cualquiera de esos jóvenes estúpidos.

La señora Pryor guardó silencio.

—¿No le gusta el señor Helstone, señora?

—Querida mía, el ministerio del señor Helstone le protege de las críticas.

—Por lo general, busca usted una excusa para salir de la habitación cuando lo anuncian a él.

—¿Saldrá esta mañana, querida?

—Sí, iré a la rectoría a buscar a Caroline Helstone y la obligaré a hacer ejercicio: dará un paseo bajo la brisa hasta el ejido de Nunnely.

—Si van en esa dirección, querida, tenga la amabilidad de recordar a la señorita Helstone que se abrigue bien, porque el aire es fresco y creo que necesita cuidarse.

—Será usted obedecida en todo, señora Pryor, pero ¿no quiere acompañarnos?

—No, querida, sería un estorbo: soy robusta y no puedo caminar tan deprisa como querrían.

Shirley convenció fácilmente a Caroline para que paseara con ella y, cuando se hallaban ya bastante lejos, en el tranquilo camino que atravesaba la vasta y solitaria extensión de tierra del ejido de Nunnely, consiguió que conversara con igual facilidad. Superado un primer sentimiento de timidez, Caroline pronto se alegró de charlar con la señorita Keeldar. El primer intercambio de observaciones superficiales bastó para dar a ambas una idea de cómo era la otra. Shirley dijo que le gustaba el verde prado del ejido y, mejor aún, el brezo de sus lomas, pues le recordaba los páramos: había visto páramos cuando viajaba cerca de la frontera con Escocia. Recordaba especialmente una región que había atravesado durante una larga tarde de un bochornoso día de verano, pero sin sol; habían viajado desde el mediodía hasta el ocaso por lo que parecía un yermo sin límites de densos brezos; no habían visto nada más que ovejas salvajes, ni habían oído nada aparte de los gritos de los pájaros.

—Sé qué aspecto tendría el brezo en un día como ése —dijo Caroline—: negro púrpura, de un tono más oscuro que el color del cielo, que sería plomizo.

—Sí, completamente plomizo, y las nubes tenían los bordes de color cobrizo, y aquí y allá había un resplandor blanco, más espectral que el tono ceniciento, que esperabas ver encendido de un momento a otro por un rayo cegador.

—¿Tronaba?

—Se oían truenos distantes, pero la tormenta no estalló hasta la noche, cuando ya habíamos llegado a nuestra posada: una casa solitaria al pie de una cadena montañosa.

—¿Vio cómo descendían las nubes sobre las montañas?

—Sí, me quedé una hora junto a la ventana contemplándolas. Las colinas parecían envueltas en una lúgubre neblina, y cuando la lluvia cayó en cortinas blanquinosas se borraron de repente del paisaje: arrancadas del mundo.

—He visto tormentas así en las colinas de Yorkshire, y en el momento de mayor fragor, cuando el cielo se había convertido en una gran catarata y la tierra estaba toda inundada, recordé el Diluvio.

—Es especialmente vivificante después de tales huracanes notar cómo torna la calma y recibir un rayo de sol consolador entre las nubes que se abren: prueba benevolente de que el sol no se ha apagado.

—Señorita Keeldar, ahora no se mueva, y contemple el valle y el bosque de Nunnely.

Se detuvieron ambas en la verde cima del ejido: contemplaron el profundo valle vestido de mayo que tenían a sus pies, los prados diversos, unos perlados de margaritas y otros que los botones de oro hacían parecer dorados; aquel día, toda aquella fresca vegetación sonreía luminosa a la luz del sol; destellos transparentes de color ámbar y esmeralda jugueteaban por todas partes. En Nunnwood —el único resto del antiguo bosque británico en una región cuyas tierras bajas fueron en otros tiempos tierras de caza, como sus tierras altas eran espesos brezales— dormía la sombra de una nube; las colinas distantes aparecían moteadas; el horizonte tenía sombras y matices nacarados; azules de plata, suaves púrpuras, verdes evanescentes y tonos rosados, fundidos todos en los vellones de una nube blanca, pura como la nieve azul celeste, seducían la vista como efímeras visiones remotas de la creación de los cielos. El aire que soplaba en la cima era fresco y dulce, y fortalecedor.

—Nuestra Inglaterra es una bella isla —dijo Shirley—, y Yorkshire es uno de sus rincones más bonitos.

—¿Es usted también de Yorkshire?

—Sí, soy de Yorkshire por nacimiento y por linaje. Cinco generaciones de mi raza reposan bajo la nave de la iglesia de Briarfield; respiré mi primer aliento en la vieja mansión negra que hemos dejado atrás.

Caroline le ofreció entonces la mano, que la otra tomó y estrechó.

—Somos compatriotas —dijo.

—Sí —convino Shirley, asintiendo con gravedad.

—¿Y eso —preguntó la señorita Keeldar, señalando el bosque—, eso es Nunnwood?

—Sí.

—¿Ha estado alguna vez?

—Muchas veces.

—¿En el corazón del bosque?

—Sí.

—¿Cómo es?

—Como un campamento de los hijos de los enaceos[83]: los árboles son altos y viejos. De pie junto a sus raíces, las copas parecen estar en otra región; los troncos están inmóviles y firmes como columnas, mientras que las ramas se balancean bajo la brisa. En medio de la calma más profunda, sus hojas no callan jamás completamente y, con vientos fuertes, son como un torrente impetuoso, como un mar embravecido.

—¿No fue una de las guaridas de Robin Hood?

—Sí, y quedan recuerdos de él. Penetrar en Nunnwood, señorita Keeldar, es volver a los borrosos días de antaño. ¿Ve ese claro que hay en el bosque, hacia el centro?

—Sí, perfectamente.

—Ese claro es un pequeño valle, una profunda hondonada cubierta de hierba tan verde y corta como la de este ejido; al borde del valle se apiñan los árboles más viejos, robustos robles retorcidos; en su fondo se encuentran las ruinas de un convento.

—Iremos a ese bosque, Caroline, usted y yo solas, una bonita mañana de estío, temprano, y pasaremos allí todo el día. Podemos llevarnos lápices y cuadernos de dibujo, y cualquier libro de lectura interesante que nos apetezca; y naturalmente también comida. Tengo dos cestas pequeñas en las que la señora Gill, mi ama de llaves, puede ponernos las provisiones, y cada una llevará la suya. ¿No le cansará a usted caminar hasta tan lejos?

—Oh, no, sobre todo si nos quedamos todo el día en el bosque; además, conozco los lugares más amenos: sé dónde podríamos coger nueces cuando llegue la época; sé dónde abundan las fresas silvestres; conozco ciertos claros solitarios que nadie ha pisado antes, cubiertos por un manto de musgos extraños, algunos amarillos, como dorados, otros de un sobrio gris, otros verdes como las gemas. Sé dónde hay arboledas que deleitan la vista con su perfección casi pictórica: duros robles, delicados abedules y hayas relucientes agrupados, haciendo contraste; y fresnos majestuosos como Saúl, solitarios; y gigantes de los bosques, arrinconados y ataviados con esplendentes mantos de hiedra. Yo sería su guía, señorita Keeldar.

—¿No se aburriría, sola conmigo?

—No. Creo que nos llevaríamos bien, ¿y cuál sería la tercera persona cuya presencia no arruinara nuestro placer?

—Es cierto, no conozco a nadie de nuestra edad; a ninguna señorita al menos, y en cuanto a caballeros…

—Una excursión se convierte en algo muy diferente cuando hay caballeros de por medio —interrumpió Caroline.

—Estoy de acuerdo con usted; algo muy diferente de lo que nos proponemos.

—Nosotras iríamos simplemente a ver los viejos árboles, las viejas ruinas; a pasar un día en otra época, rodeadas por el viejo silencio y, sobre todo, por la quietud.

—Tiene usted razón; la presencia de caballeros disipa ese último encanto, creo yo. Si no son como han de ser, como los Malone, y los jóvenes Sykes y Wynne, la irritación sustituye a la serenidad. Y si son como han de ser, las cosas también cambian, no sabría decir cómo; es tan fácil de sentir como difícil de describir.

—En primer lugar, olvidamos la naturaleza.

—Y luego la naturaleza nos olvida a nosotras; cubre su vasto y tranquilo semblante con un oscuro velo, oculta su cara y retiene la pacífica alegría con que habría llenado nuestros corazones si nos hubiéramos contentado con adorarla sólo a ella.

—¿Qué nos da entonces?

—Más regocijo y más ansiedad: una excitación que hace que las horas pasen deprisa, y una agitación que perturba su curso.

—Creo que la capacidad de ser felices se halla en buena medida en nosotros mismos —comentó Caroline con sensatez—. He ido a Nunnwood con un grupo numeroso: todos los coadjutores y otros caballeros de los contornos, además de varias damas, y todo aquello me pareció insufriblemente tedioso y absurdo; y he ido completamente sola, o acompañada tan sólo por Fanny, que se quedaba en la cabaña del guardabosques, cosiendo o hablando con su mujer mientras yo deambulaba por el bosque y dibujaba o leía: entonces he disfrutado de una dicha serena durante todo el día. Pero eso fue hace dos años, cuando yo era más joven.

—¿Ha ido alguna vez con su primo, Robert Moore?

—Sí, una.

—¿Qué clase de acompañante es en esas ocasiones?

—Un primo, como comprenderá, es diferente de un conocido.

—Me doy cuenta de ello, pero los primos, si son estúpidos, resultan aún más insoportables que los conocidos, porque no se les puede mantener a distancia tan fácilmente. Pero su primo no es estúpido, ¿no?

—No, pero…

—¿Y bien?

—Si la compañía de los tontos irrita, como usted dice, la de los hombres inteligentes deja también su propia desazón. Cuando la bondad y el talento de un amigo está más allá de toda duda, a menudo se duda de merecer su compañía.

—¡Oh! En eso no puedo estar de acuerdo; es una idea que jamás se me ha pasado por la cabeza. Me considero digna de relacionarme con el mejor de ellos; de los caballeros, quiero decir. Aunque eso es decir mucho. Creo que cuando son buenos, son muy buenos. Su tío, por cierto, no es mal ejemplar como caballero maduro; me alegra siempre ver su viejo rostro moreno, perspicaz y sensato, sea en mi propia casa o en cualquier otra. ¿Le tiene usted cariño? ¿Es bueno con usted? Vamos, dígame la verdad.

—Me ha criado desde la infancia, exactamente como habría criado a su propia hija, de haberla tenido, de eso no me cabe la menor duda, y eso es bondad, pero no le tengo cariño; preferiría evitar su compañía.

—¡Qué extraño! Tiene el arte de hacerse agradable.

—Sí, en presencia de otros, pero en casa es severo y callado. Igual que guarda el bastón y el sombrero de teja en el vestíbulo de la rectoría, también encierra su animación en la biblioteca y el escritorio: el ceño y la conversación escueta para el hogar; la sonrisa, la broma, las ocurrencias ingeniosas para la sociedad.

—¿Es tiránico?

—En absoluto; no es tiránico ni hipócrita: es sencillamente un hombre más generoso que bondadoso, más brillante que afable, más escrupulosamente equitativo que realmente justo, si entiende usted tan sutiles distinciones.

—¡Oh, sí!: la bondad implica indulgencia, que él no tiene; la afabilidad, un corazón afectuoso, del que él carece; y la auténtica justicia es el resultado de la comprensión y la consideración, de las cuales bien puedo imaginar que mi viejo amigo de bronce está totalmente desprovisto.

—A menudo me pregunto, Shirley, si la mayoría de hombres se parecen a mi tío en sus relaciones domésticas; si es necesario ser nuevas y desconocidas para parecer simpáticas o estimables a sus ojos; y si es imposible para su naturaleza conservar un interés y un afecto continuados por las mujeres a las que ven cada día.

—No lo sé; no puedo despejar sus dudas. A veces también yo les doy vueltas a preguntas similares. Pero voy a contarle un secreto: si estuviera convencida de que son necesariamente y universalmente distintos a nosotras (volubles, inclinados a la inmovilidad, poco comprensivos), no me casaría jamás. No me gustaría descubrir que el hombre a quien amara no me amaba, que se había cansado de mí, y que, por mucho que me esforzara en agradarle, sería menos que inútil, puesto que su naturaleza haría inevitable que cambiara y se volviera indiferente. Una vez hecho ese descubrimiento, ¿qué podría esperar? Irme, alejarme de quien no hallara placer en mi compañía.

—Pero no podría hacerlo si estuviera casada.

—No, no podría, en efecto. Nunca más podría ser mi propia dueña. ¡Terrible pensamiento! ¡Me oprime! ¡Nada me irrita más que la idea de ser una carga y un aburrimiento, una carga inevitable, un aburrimiento perpetuo! Ahora, cuando noto que mi compañía es superflua, puedo envolverme cómodamente en mi independencia como si fuera una capa y dejar caer mi orgullo como si fuera un velo, y retraerme. Si estuviera casada, no lo podría hacer.

—Me pregunto por qué no decidimos todas quedarnos solteras —dijo Caroline—. Es lo que deberíamos hacer si atendiéramos a la sabiduría de la experiencia. Mi tío habla siempre del matrimonio como de una carga, y creo que siempre que se entera de que algún hombre se casa, invariablemente lo considera un estúpido o, en cualquier caso, cree que comete una estupidez.

—Pero, Caroline, no todos los hombres son iguales a su tío. Desde luego que no; espero que no.

Hizo una pausa y reflexionó.

—Supongo que todas encontramos la excepción en el que amamos, hasta que nos casamos con él —sugirió Caroline.

—Supongo que sí, y creemos que esa excepción es de buena ley; imaginamos que es como nosotras; imaginamos una sensación de armonía. Creemos que su voz pronuncia la más dulce y sincera promesa de un corazón que jamás se endurecerá; leemos en sus ojos ese leal sentimiento: afecto. No creo que debamos confiar en absoluto en lo que ellos llaman pasión, Caroline. Creo que tan sólo es un fuego de ramas secas que arde de pronto y se extingue. Pero a él lo observamos, y vemos que es amable con los animales, con los niños, con los pobres. También es amable con nosotras, bueno, considerado: no halaga a las mujeres, pero es paciente con ellas, y parece desenvolverse bien en su presencia y disfrutar de su compañía. No le gustan únicamente por razones vanas y egoístas, sino igual que él nos gusta a nosotras, porque nos gusta. Luego observamos que es justo, que siempre dice la verdad, que tiene conciencia. Sentimos alegría y paz cuando él entra en una habitación; sentimos tristeza y desasosiego cuando la abandona. Sabemos que ese hombre ha sido un buen hijo, que es un buen hermano: ¿osará alguien decirme que no será un buen marido?

—Mi tío lo afirmaría sin vacilar. «Estaría harto de usted en un mes», diría.

—La señora Pryor daría a entender lo mismo con toda seriedad.

—La señora Yorke y la señorita Mann lo sugerirían con tono sombrío.

—Si esos oráculos son verdaderos, es mejor no enamorarse nunca.

—Muy bien, si se puede evitar.

—Yo prefiero dudar de su veracidad.

—Me temo que eso demuestra que ya ha caído.

—No; pero, si así fuera, ¿sabe a qué adivinos consultaría?

—Cuénteme.

—Ni a hombre ni a mujer, ni a jóvenes ni a viejos: al pequeño mendigo irlandés que llega descalzo hasta mi puerta, al ratón que sale por la grieta en el zócalo, al pájaro que picotea en mi ventana buscando migajas en medio de la nieve, al perro que me lame la mano y se sienta a mis pies.

—¿Ha visto alguna vez a alguien que sea amable con tales criaturas?

—¿Ha visto alguna vez a alguien a quien tales criaturas parezcan seguir, como si confiaran en él?

—Tenemos un gato negro y un perro viejo en la rectoría. Al gato le encanta encaramarse a las rodillas de cierta persona, y ronronear contra su hombro y su mejilla. El viejo perro siempre sale de su perrera y menea la cola y gimotea afectuosamente cuando pasa.

—¿Y qué hace esa persona?

—Acaricia al gato tranquilamente, y deja que se siente mientras él está sentado y, cuando ha de incomodarlo para levantarse, lo deja suavemente en el suelo, y nunca lo aparta con brusquedad; en cuanto al perro, siempre le silba y lo acaricia.

—¿Eso hace? ¿No es ése Robert?

—Pues sí, es Robert.

—¡Apuesto hombre! —dijo Shirley con entusiasmo; sus ojos centelleaban.

—¿Verdad que es apuesto? ¿Acaso no tiene unos bellos ojos y las facciones bien formadas, y una frente despejada y principesca?

—Tiene todo eso, Caroline. ¡Bendito sea! Es a la vez agraciado y bueno.

—Estaba segura de que usted se daría cuenta; lo supe desde que la vi por primera vez.

—Estaba predispuesta hacia él antes de conocerlo. Me gustó cuando lo vi; ahora lo admiro. La belleza en sí misma tiene su encanto, Caroline; combinada con la bondad, es un encanto poderoso.

—¿Y cuando se le añade la inteligencia, Shirley?

—¿Quién puede resistírsele?

—Recuerde a mi tío, a las señoras Pryor, Yorke y Mann.

—¡Recuerde cómo croaban las ranas de Egipto[84]! Él es un ser noble. Le aseguro que cuando son buenos, son los señores de la creación, son los hijos de Dios. Moldeados a imagen y semejanza de su Creador, la más insignificante chispa de Su espíritu los eleva casi por encima de la mortalidad. Sin lugar a dudas, un hombre grande, bueno y apuesto es el primero entre todas las criaturas.

—¿Por encima de nosotras?

—Me negaría a luchar por el poder con él; me negaría. ¿Ha de disputar mi mano izquierda la primacía a la derecha? ¿Ha de pelearse mi corazón con mi pulso? ¿Han de envidiar mis venas la sangre que las llena?

—Hombres y mujeres, maridos y mujeres tienen terribles disputas, Shirley.

—¡Pobrecitos! ¡Pobres seres perdidos y envilecidos! Dios les reservaba otro destino, otros sentimientos.

—Pero ¿somos iguales a los hombres, o no?

—Nada me deleita más que hallar a un hombre superior a mí, a alguien que me hace sentir sinceramente que es superior a mí.

—¿Lo ha conocido ya?

—Me alegraría verlo cualquier día de éstos: cuanto más alto esté, mejor: agacharse rebaja; alzar la vista es glorioso. Lo que me preocupa es que, cuando intento querer, me siento desconcertada: cuando me siento inclinada a la religión, no hay más que falsos dioses a los que adorar. Desdeño ser una pagana.

—Señorita Keeldar, ¿quiere entrar? Estamos ya en la verja de la rectoría.

—Hoy no, pero mañana vendré a buscarla para que pase la velada conmigo. Caroline Helstone, si es usted realmente lo que ahora me parece que es, nos llevaremos muy bien. Nunca había podido hablar con una señorita como he hablado con usted esta mañana. Deme un beso, y adiós.

*

La señora Pryor parecía tan dispuesta como Shirley a cultivar el trato con Caroline. Ella, que no iba a ningún otro sitio, se presentó al poco tiempo en la rectoría. Fue por la tarde, cuando el rector se hallaba fuera casualmente. Era un día sofocante; el calor había encendido sus mejillas y también parecía agitada por el hecho de entrar en una casa desconocida, pues al parecer llevaba una vida muy retirada y no salía apenas.

Cuando la señorita Helstone fue a recibirla en el comedor, la encontró sentada en el sofá, temblando y abanicándose con el pañuelo; parecía pugnar con una alteración nerviosa que amenazaba con convertirse en histeria.

Caroline se asombró un tanto por aquella falta de dominio de sí misma, tan poco habitual en una señora de su edad, y también por la falta de auténtica fortaleza física en una mujer que parecía casi robusta, pues la señora Pryor se apresuró a aducir la fatiga del paseo, el calor del sol, etcétera, como motivos de su momentánea indisposición; y mientras enumeraba una y otra vez tales causas de extenuación con más precipitación que coherencia, Caroline procuró aliviarla amablemente, abriéndole el chal y quitándole el sombrero. Atenciones de ese tipo, la señora Pryor no las habría aceptado de cualquiera: en general, rehuía cualquier contacto o acercamiento, con una mezcla de turbación y frialdad que estaba lejos de halagar a quienes le ofrecían ayuda. A la mano menuda de la señorita Helstone, no obstante, se sometió dócilmente, y su contacto pareció calmarla. Al cabo de unos minutos dejó de temblar y se mostró tranquila y serena.

Habiendo recobrado sus maneras habituales, empezó a charlar sobre temas corrientes. En compañía de varias personas, la señora Pryor raras veces abría la boca y, si se veía obligada a hablar, lo hacía con reservas, y, en consecuencia, no lo hacía bien. Cuando dialogaba, era buena conversadora: su lenguaje, siempre un poco formal, era acertado; sus sentimientos, justos; su información, variada y correcta. A Caroline le pareció agradable escucharla, más de lo que hubiera esperado.

En la pared opuesta al sofá colgaban tres cuadros: el del centro, sobre la repisa de la chimenea, era de una señora, los otros dos eran de sendos caballeros.

—Hermoso rostro —dijo la señora Pryor, interrumpiendo una breve pausa que había seguido a media hora de animada conversación—. Podría decirse que las facciones son perfectas; ningún escultor podría mejorarlas con su cincel. Supongo que es un retrato del natural, ¿no?

—Es un retrato de la señora Helstone.

—¿De la señora de Matthewson Helstone? ¿De la esposa de su tío?

—Sí, y dicen que está muy conseguido. Antes de casarse, se la consideraba la beldad de la región.

—Yo diría que merecía esa distinción. ¡Qué perfección en todos los rasgos! Sin embargo, es un rostro pasivo: el original no debió de ser lo que suele llamarse «una mujer de carácter».

—Creo que era una persona extraordinariamente callada y apacible.

—Nadie diría, querida, que la elección de su tío habría de recaer en una compañera con esa descripción. ¿No gusta acaso de entretenerse con un poco de charla animada?

—En compañía sí, pero siempre dice que jamás podría soportar a una mujer parlanchina: en casa necesita silencio. Se sale fuera de casa para chismorrear, afirma; a casa se vuelve para leer y reflexionar.

—La señora Matthewson vivió pocos años después de casarse, creo haber oído.

—Unos cinco años.

—Bueno, querida —añadió la señora Pryor, levantándose para marcharse—, confío en que quede entendido que vendrá usted a menudo a Fieldhead; espero que lo haga. Debe de sentirse muy sola aquí, sin ninguna pariente femenina en la casa; necesariamente ha de pasar la mayor parte de su tiempo en soledad.

—Estoy acostumbrada; he crecido sola. ¿Me permite que le arregle el chal?

La señora Pryor permitió que la ayudara.

—Si por casualidad necesitara usted ayuda en sus estudios —dijo—, me tiene a su disposición.

Caroline expresó lo que sentía ante tal amabilidad.

—Espero tener frecuentes conversaciones con usted. Desearía serle útil.

Una vez más la señorita Helstone le dio las gracias. Pensó que bajo la frialdad aparente de su visitante se escondía un corazón bondadoso. Observando que la señora Pryor volvía a mirar con interés los retratos al cruzar la habitación, Caroline explicó sin darle importancia:

—Verá usted que el retrato que cuelga cerca de la ventana es de mi tío, cuando tenía veinte años menos; el otro, el de la izquierda de la repisa de la chimenea, es de su hermano James, mi padre.

—Se parecen en cierta medida —dijo la señora Pryor—; sin embargo, se adivina una diferencia de carácter en la forma distinta del entrecejo y la boca.

—¿Qué diferencia? —inquirió Caroline, mientras la acompañaba hasta la puerta—. Generalmente se considera que James Helstone, es decir, mi padre, era mejor parecido. He advertido que los que lo ven por primera vez exclaman siempre: «¡Qué hombre tan apuesto!». ¿Encuentra usted apuesto su retrato, señora Pryor?

—Es mucho más amable y de rasgos más finos que los de su tío.

—Pero ¿dónde está o qué es esa diferencia de carácter a la que ha aludido? Dígamelo: deseo ver si lo ha adivinado.

—Querida mía, su tío es un hombre de principios: su frente y sus labios son firmes y su mirada leal.

—Bueno, ¿y el otro? No tema ofenderme: prefiero siempre la verdad.

—¿Prefiere la verdad? Hace bien: mantenga esa preferencia; no se desvíe nunca de ella. El otro, querida mía, de vivir ahora, seguramente habría proporcionado escaso apoyo a su hija. Es, sin embargo, una bella cabeza, pintada en su juventud, supongo. Querida —se dio la vuelta bruscamente—, ¿reconoce usted un valor inestimable en los principios?

—Estoy convencida de que no hay carácter que tenga un valor auténtico sin ellos.

—¿Siente lo que dice? ¿Ha pensado en ello?

—A menudo. Las circunstancias me obligaron a prestarle atención desde edad temprana.

—Entonces aprendió la lección, aunque llegara de manera tan prematura. Supongo que el suelo no es blando ni pedregoso, de lo contrario la semilla arrojada en esa estación jamás habría dado fruto. Querida, no se quede en la puerta, cogerá frío; buenas tardes.

La nueva amistad de la señorita Helstone resultó pronto valiosa: Caroline reconoció que tratarla era un privilegio. Descubrió que habría sido un error dejar escapar aquella oportunidad de alivio, haber desdeñado aquel feliz cambio: sus pensamientos dieron un giro; se abrió un nuevo cauce para ellos que, desviándolos al fin de la única dirección a la que hasta entonces habían tendido, aplacó el ímpetu de su curso y disminuyó la fuerza de su presión sobre un punto ya erosionado.

Pronto se alegró de pasar días enteros en Fieldhead, haciendo por turnos cuanto Shirley o la señora Pryor le pidieran; ora la reclamaba una, ora la otra. Nada podía ser menos expresivo que la amistad de la antigua institutriz, pero tampoco había nada que fuera más solícito, asiduo e incesante. He dado a entender que la señora Pryor era un personaje peculiar, y en nada se demostraba tanto su peculiaridad como en la naturaleza de su interés por Caroline. Observaba todos sus movimientos: parecía como si quisiera proteger todos sus pasos; le causaba un gran placer que solicitara su consejo y ayuda; daba esa ayuda, cuando se la pedían, con tan callado pero obvio disfrute, que al poco tiempo Caroline se deleitaba dependiendo de ella.

La absoluta docilidad que Shirley Keeldar mostraba a la señora Pryor había sorprendido a la señorita Helstone al principio, y no menos el hecho de que la reservada ex institutriz se desenvolviera de manera tan familiar en la residencia de su joven pupila, donde ocupaba con tan tranquila independencia un empleo tan dependiente, pero pronto descubrió que no hacía falta más que conocer a ambas mujeres para desvelar completamente el enigma. Le pareció que a todo el mundo tenía que gustarle; la gente tenía que amar y valorar a la señora Pryor cuando llegaba a conocerla. Nada importaba su perseverancia en llevar vestidos anticuados, que su manera de hablar fuera excesivamente formal y su actitud antipática, que tuviera veinte pequeñas manías que nadie más tenía; seguía siendo tal apoyo, tal consejera, tan fiel y amable a su manera, que, en opinión de Caroline, nadie que se acostumbrara a su presencia podía permitirse fácilmente prescindir de ella.

En cuanto a dependencia o humillación, Caroline no sentía ninguna de ambas cosas en su relación con Shirley, ¿por qué habría de sentirlas la señora Pryor? La heredera era rica, muy rica, comparada con su nueva amiga: una poseía mil libras netas al año; la otra no tenía ni un penique, y sin embargo, en su compañía se experimentaba un sentido de la igualdad que Caroline jamás había conocido entre las buenas familias de Briarfield y Whinbury.

La razón era que Shirley tenía el pensamiento puesto en cosas ajenas al dinero y a la posición social. La alegraba ser independiente gracias a sus propiedades: en ciertos momentos, incluso la regocijaba la idea de ser la dueña de un señorío y tener arrendatarios; la complacía especialmente que le recordaran «toda aquella propiedad» del Hollow, que constaba de una excelente fábrica de paños, una teñiduría y un almacén, además de la casa con sus dependencias, jardines y tierras, denominada Hollow’s Cottage; pero su júbilo era totalmente inofensivo, por no ser en absoluto disimulado y, en cuanto a sus pensamientos serios, tendían a seguir otra dirección. Admirar la grandeza, reverenciar la bondad y alegrarse con la cordialidad era, en gran medida, la inclinación del alma de Shirley. Meditaba, por tanto, el modo de seguir esa inclinación con mucha más frecuencia con que sopesaba su superioridad social.

La señorita Keeldar se había interesado por Caroline primero porque era tranquila, retraída y de aspecto delicado, y porque parecía necesitar que alguien la cuidara. Su predilección aumentó grandemente cuando descubrió que su nueva amiga comprendía su manera de pensar y de hablar y era sensible a ellas. No lo esperaba. Imaginaba que la señorita Helstone tenía un rostro demasiado bonito y unos modales y una voz demasiado gentiles para que su intelecto y sus conocimientos se salieran de lo común; de modo que se asombró al ver las suaves facciones animarse maliciosamente con el estímulo de un par de ocurrencias irónicas que se arriesgó a decir; y más aún la sorprendió descubrir los conocimientos, adquiridos por sí misma, que atesoraba Caroline, y las especulaciones propias que ocupaban aquella cabeza juvenil, velada por los bucles. El gusto instintivo de Caroline era también semejante al suyo: los libros que la señorita Keeldar había leído con mayor placer eran asimismo el deleite de la señorita Helstone. Tenían, además, muchas aversiones comunes, y podían consolarse riéndose juntas de obras de pomposas pretensiones y falso sentimentalismo.

Pocos hombres y mujeres, concebía Shirley, tienen buen gusto en poesía: el sentido justo para discriminar entre lo que es real y lo que es falso. Una y otra vez había oído a personas muy inteligentes afirmar que tal o cual pasaje, en tal o cual versificador, era absolutamente admirable, pasaje que, cuando ella lo leía, su alma se negaba a reconocer como algo más que palabrería trivial, ostentosa y de oropel, o bien, en el mejor de los casos, verbosidad alambicada, curiosa, inteligente, erudita quizá, incluso casualmente teñida de los fascinantes matices de la imaginación, pero Dios sabía que era tan distinta a la poesía auténtica como una magnífica vasija maciza de mosaico a la pequeña copa de metal puro, o, por ofrecer al lector una selección de símiles, como la guirnalda artificial de la sombrerería a las azucenas recién cogidas en el campo.

Shirley descubrió que Caroline distinguía el valor del verdadero mineral y conocía la decepción de la escoria reluciente. El espíritu de ambas jóvenes armonizaba hasta el punto de sonar a menudo dulcemente en sintonía.

Una noche se hallaban casualmente a solas en el gabinete de roble. Habían pasado juntas un largo día lluvioso sin aburrirse; pronto caería la noche; aún no les habían llevado las bujías; a medida que crecía la penumbra, ambas se quedaron meditabundas y silenciosas. Un viento del oeste bramaba alrededor de la mansión, trayendo consigo nubes tormentosas y lluvia del remoto océano: todo era tempestuoso al otro lado de las antiguas celosías; en el interior reinaba una profunda paz. Shirley estaba sentada junto a la ventana, contemplando la masa de nubes en el cielo, la niebla en la tierra, escuchando ciertas notas de la tempestad que gemían como almas atormentadas, notas que, de no haber sido ella tan joven, alegre y saludable, habrían pulsado sus nervios temblorosos como un presagio, como un canto fúnebre anticipado. En la flor de la vida y en todo el esplendor de su belleza, no hicieron más que abatir su vivacidad y entregarla a la meditación. En sus oídos no dejaban de sonar retazos de dulces baladas; de vez en cuando cantaba una estrofa: su voz obedecía al caprichoso impulso del viento; crecía cuando aumentaba el fragor de las ráfagas y se extinguía cuando éstas se perdían en la distancia. Caroline, que se había retirado al rincón más alejado y oscuro de la habitación, y cuya figura era apenas distinguible al resplandor de color rubí del fuego sin llamas, paseaba de un lado a otro, musitando para sí fragmentos de poemas memorizados. Hablaba en voz muy baja, pero Shirley la oía, y la escuchaba mientras cantaba suavemente. Esto era lo que Caroline decía:

Obscurest night involved the sky,

the Atlantic billows roar’d,

when such a destined wretch as I,

washed headlong from on board,

of friends, of hope, of all bereft,

his floating home for ever left[85].

Aquí se detuvo el fragmento, porque la canción de Shirley, que hasta entonces había sonado con fuerza y emoción, se había vuelto delicadamente tenue.

—Sigue —dijo Shirley.

—Entonces, sigue tú también. Yo sólo repetía «El náufrago».

—Lo sé. Recítalo entero, si lo recuerdas.

Y, puesto que era casi de noche y, al fin y al cabo, la señorita Keeldar no era una oyente temible, Caroline lo recitó en su totalidad. Lo recitó tal como debía hacerlo. Se notaba que comprendía el mar proceloso, el marinero caído al océano, el barco reacio a merced de la tormenta, y más vívidamente aún comprendía el corazón del poeta, que no se lamentaba por el náufrago, sino que, en la hora de una angustia sin lágrimas, trazaba la semblanza de su propio dolor, abandonado por Dios, en el destino del marinero abandonado por los hombres, y lloraba desde las profundidades en las que se debatía:

No voice divine the storm allayed,

no light propitious shone,

when, snatch’d from all effectual aid,

we perish’d — eaeh alone!

But I — beneath a rougher sea,

and whelm’d in deepergulfs than he[86].

—Espero que William Cowper esté ahora a salvo y en paz en el Cielo —dijo Caroline.

—¿Sientes lástima por lo que sufrió en la tierra? —preguntó la señorita Keeldar.

—¿Lástima de él, Shirley? ¿Cómo no iba a sentirla? Tenía el corazón destrozado cuando escribió ese poema, y casi le rompe a uno el corazón al leerlo. Pero le alivió escribirlo, lo sé, y creo que ese don de la poesía, el más divino de los concedidos al hombre, le fue otorgado para calmar las emociones cuando su fuerza amenaza con hacer daño. Tengo para mí, Shirley, que nadie debería escribir poesía para exhibir su intelecto o sus conocimientos. ¿A quién le interesa ese tipo de poesía? ¿A quién le interesa la erudición, a quién le interesan las palabras rimbombantes en poesía? ¿Y a quién no le interesa el sentimiento, el sentimiento auténtico, por simple, incluso tosco, que sea el modo de expresarlo?

—Parece que a ti te interesa, en todo caso, y desde luego, al oír ese poema, uno descubre que Cowper seguía un impulso tan fuerte como el viento que empujaba el barco; un impulso que, si bien no le permitía detenerse para adornar una sola estrofa, le dio fuerzas para completarlo con consumada perfección. Has conseguido recitarlo con la voz firme, Caroline: me admira.

—La mano de Cowper no tembló al escribir los versos; ¿por qué habría de vacilar mi voz al repetirlos? Puedes estar segura, Shirley, de que ninguna lágrima abrasó el manuscrito de «El náufrago»; no oigo en él sollozo alguno de pesar, tan sólo el grito de desesperación, pero después de ese grito, creo que su corazón se liberó del espasmo mortal, que lloró copiosamente y se sintió consolado.

Shirley reanudó su balada juglaresca. Al poco se interrumpió de repente y dijo:

—Podría haber amado a Cowper, aunque hubiera sido sólo por tener el privilegio de consolarlo.

—Jamás habrías amado a Cowper —replicó Caroline rápidamente—. No estaba hecho para ser amado por una mujer.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Sé que hay ciertas naturalezas en el mundo, y muy nobles y elevadas son también, a las que jamás les llega el amor. Quizá tú hubieras buscado a Cowper con la intención de amarlo, y lo hubieras observado, compadecido y abandonado, obligada a alejarte de él por la sensación de imposibilidad, de incongruencia, como «la violenta ráfaga» alejó a la tripulación del camarada que se ahogaba.

—Puede que tengas razón. ¿Quién te ha dicho eso?

—Y lo que digo de Cowper, lo diría también de Rousseau. ¿Fue amado? Él amó apasionadamente, pero ¿fue alguna vez correspondida esa pasión? Estoy segura de que no. Y si hubiera alguna Cowper o Rousseau femenina, afirmaría lo mismo de ellas.

—¿Quién te ha dicho eso, pregunto? ¿Fue Moore?

—¿Por qué habría de decírmelo alguien? ¿No tengo yo instinto? ¿No puedo adivinar por analogía? Moore no me ha hablado jamás ni de Cowper ni de Rousseau ni de amor. La voz que oímos en soledad me ha dicho todo lo que sé sobre esos asuntos.

—¿Te gustan los personajes del tipo de Rousseau, Caroline?

—En conjunto, ni lo más mínimo. Siento una gran simpatía por ciertas cualidades que poseen: ciertas chispas divinas de su naturaleza deslumbran mis ojos y hacen que mi alma resplandezca. Pero, por otro lado, los desprecio. Están hechos de arcilla y oro. El mineral y la escoria forman una masa de debilidades: juntos me parecen antinaturales, malsanos, repulsivos.

—Creo que yo sería más tolerante con un Rousseau que tú, Cary: a ti, que eres sumisa y contemplativa, te gusta lo severo y lo práctico. A propósito, debes de echar mucho de menos a ese primo Robert tuyo, ahora que no os veis nunca.

—Sí.

—¿Y él a ti?

—No, él no.

—No puedo por menos que imaginar —prosiguió Shirley, que había adquirido el hábito de introducir el nombre de Moore en la conversación, aunque no pareciera venir a cuento—, no puedo por menos que imaginar que te tenía aprecio, puesto que tanta atención te prestaba, al hablarte y enseñarte tantas cosas.

—Nunca me tuvo aprecio: jamás manifestó que me tuviera aprecio. Se esforzaba en demostrar que tan sólo me toleraba.

Resuelta a no pecar de optimismo en la apreciación de la estima en que la tenía su primo, ahora Caroline solía pensar y hablar de ello de la forma más sucinta posible. Tenía sus propias razones para mostrarse más pesimista que nunca respecto a sus perspectivas de futuro, y se entregaba cada vez menos a agradables retrospecciones sobre el pasado.

—Entonces, claro está —señaló la señorita Keeldar—, ¿tú sólo lo tolerabas, a tu vez?

—Shirley, hombres y mujeres son muy diferentes, se encuentran en posiciones muy diferentes. Las mujeres tienen muy pocas cosas en que pensar y los hombres demasiadas; una mujer puede sentir amistad hacia un hombre, mientras él se muestra casi indiferente. Puede que una gran parte de lo que alegra tu vida dependa de él, mientras que él no tenga sentimiento o interés relacionado contigo que considere importante. Robert tenía la costumbre de ir a Londres, algunas veces para quedarse allí una semana, o una quincena; bien, mientras él estaba fuera, yo sentía su ausencia como un vacío: algo me faltaba, Briarfield era más deprimente. Naturalmente, tenía mis ocupaciones habituales; aun así, lo echaba de menos. Cuando me hallaba sola por la tarde, sentía una extraña certeza, una convicción que no sé describir: que si un mago o un genio me hubieran ofrecido en aquel momento el tubo del príncipe Alí (¿lo recuerdas de Las mil y una noches[87]?), y si, sirviéndome de él, hubiera podido ver a Robert, ver dónde estaba y qué hacía, habría conocido de un modo sobrecogedor cuán amplio era el abismo que se abría entre alguien como él y alguien como yo. Sabía que, por mucho que yo pensara en él, sus pensamientos estaban lejos de mí a todos los efectos.

—Caroline —preguntó la señorita Keeldar bruscamente—, ¿no desearías tener una profesión, un empleo?

—Lo deseo cincuenta veces al día. Tal como estoy ahora, me pregunto a menudo para qué he venido a este mundo. Siento el deseo imperioso de tener algo absorbente que deba hacer por obligación y que ocupe mi cabeza y mis manos, y que llene mis pensamientos.

—¿Puede el trabajo por sí solo hacer feliz a un ser humano?

—No, pero puede procurarle diversidad de sufrimientos e impedir que se nos rompa el corazón por culpa de una única tortura tiránica. Además, el trabajo fructífero tiene sus recompensas; una vida vacía, tediosa, solitaria y sin esperanzas no tiene ninguna.

—Pero el trabajo físico y las profesiones liberales, según dicen, hacen a las mujeres masculinas, groseras y poco femeninas.

—¿Y qué importa que mujeres solteras que jamás se casarán carezcan de atractivo y elegancia? Siempre que sean decentes y limpias, y guarden el decoro, será suficiente. Lo máximo que se debería exigir a las solteronas, en lo tocante a su apariencia, es que no ofendan las miradas de los hombres cuando se los crucen por la calle; en cuanto al resto, deberían permitirles sin demasiado desprecio que sean tan graves, que estén tan concentradas en su trabajo y tengan un aspecto tan vulgar como les plazca.

—Tú misma podrías ser una solterona, Caroline, por la seriedad con la que hablas.

—Lo seré: es mi destino. Jamás me casaré con un Malone o un Sykes, y nadie más querrá casarse conmigo.

Se produjo aquí una larga pausa; Shirley la rompió. Una vez más el nombre por el que parecía hechizada fue casi el primero en salir de sus labios.

—Lina… ¿no te llamaba Moore así algunas veces?

—Sí; a veces se usa como diminutivo de Caroline en su país natal.

—Bueno, Lina, ¿recuerdas el día en que noté que había una desigualdad en tus cabellos, que faltaba un rizo en el lado derecho, y tú me contaste que era culpa de Robert, que te había cortado un largo rizo de ahí en una ocasión?

—Sí.

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