Shirley

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CAPÍTULO XXXVII

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CAPÍTULO XXXVII

LA CONCLUSIÓN

Sí, lector, ha llegado el momento de ajustar cuentas. Sólo queda por narrar brevemente el destino final de algunos de los personajes a los que hemos conocido en este relato, y luego tú y yo tendremos que estrecharnos la mano y despedirnos por el momento.

Volvamos a nuestros muy amados coadjutores, a los que habíamos descuidado tanto tiempo. ¡Acércate, humilde mérito! Veo que Malone responde a la invocación con presteza: sabe reconocer su descripción cuando la oye.

No, Peter Augustus, no tenemos nada que decirle; no puede ser. Es imposible encomendarnos a la conmovedora historia de sus hazañas y destinos. ¿No se da cuenta, Peter, de que un público entendido tiene sus manías; de que la verdad sin adornos no sirve; de que los hechos desnudos nadie los cree? ¿No sabe acaso que ahora se disfruta tan poco con el chillido de un cerdo auténtico como en épocas pretéritas? Si relatara el desenlace de su vida y milagros, el público se alejaría dando alaridos histéricos, y se elevarían grandes voces pidiendo sales y plumas quemadas. «¡Imposible!», se declararía aquí; «¡falso!», se respondería allá. «¡Nada artístico!», se decidiría solemnemente. ¡Fíjese bien! Siempre que se presenta la verdad, llana y lisa, acaba denunciándose como mentira: la repudian, la expulsan, la condenan al ostracismo. Mientras que el producto de la imaginación, la pura ficción, se adopta, se mima, se considera hermosa, adecuada, delicadamente natural; la pequeña bastarda se lleva todos los dulces; la criatura sincera y legítima, las bofetadas. Así es el mundo, Peter, y siendo usted un pilluelo legítimo, tosco, sucio y pícaro, debe retirarse.

Deje su lugar al señor Sweeting.

Aquí llega, con su dama del brazo, la mujer más espléndida y pesada de Yorkshire: la señora Sweeting; de soltera, la señorita Dora Sykes. Se casaron bajo los mejores auspicios. Al señor Sweeting acababan de instalarlo en un holgado beneficio eclesiástico y el señor Sykes estaba en situación de dar a Dora una sustanciosa dote. Vivieron largos y felices años, amados por sus feligreses y por un numeroso círculo de amigos.

¡Bien! Creo que le he dado una bonita capa de barniz.

Avance, señor Donne.

Este caballero se condujo de manera admirable; mucho mejor de lo que tú y yo podríamos haber esperado, lector. También él se casó con una mujercita sensata, callada y digna. El matrimonio fue obra de Donne, que se convirtió en un marido ejemplar y en un párroco verdaderamente activo (como pastor se negó a actuar escrupulosamente hasta el final de sus días). El exterior del cáliz y el plato lo pulió con el mejor pulimento; los accesorios y el mobiliario del altar y del templo los cuidó con el celo de un tapicero, con el esmero de un ebanista. Su pequeña escuela, su pequeña iglesia, su pequeña casa parroquial; todos estos edificios se construyeron gracias a él y a él hicieron honor; cada uno era un modelo a su manera. Si la uniformidad y el gusto en arquitectura hubieran sido la misma cosa que la firmeza y la seriedad en religión, ¡qué pastor para un rebaño cristiano habría sido el señor Donne!

Existía un arte que el señor Donne dominaba como ningún otro mortal: el de mendigar. Sin ayuda, tan sólo con su empeño, consiguió dinero para todas sus construcciones mendigándolo. Su dominio de la táctica y su campo de acción eran únicos en lo que se refería a tal menester. Mendigaba de pobres y ricos, del mocoso descalzo de una casucha y del duque con su corona ducal; sus cartas en demanda de dinero llegaban hasta todos los rincones: le llegaron a la vieja reina Carlota[182], a sus hijas, las princesas, a sus hijos, los duques reales, al príncipe regente, a lord Castlereagh, a todos y cada uno de los miembros del gabinete ministerial; y, más extraordinario aún si cabe, es saber que a todos ellos les sacó algo. Es un hecho constatable que recibió cinco libras de la vieja dama tacaña, la reina Carlota, y dos guineas del despilfarrador real, su hijo primogénito. Cuando el señor Donne se lanzaba a una de sus expediciones de mendicante, se protegía con una armadura hecha de desvergüenza: que uno le hubiera dado cien libras el día anterior no era razón, según él, para que no pudiera darle doscientas hoy; él mismo te lo decía a la cara, y diez a uno a que conseguía sacarte el dinero; la gente daba para desembarazarse de él. Al fin y al cabo, hacía algún bien con el dinero; fue útil para su época y su generación.

Tal vez debería señalar que, tras la súbita y prematura desaparición del señor Malone de la parroquia de Briarfield (no puedo decirte cómo ocurrió, lector; debes privarte de la curiosidad para pagar tu amor elegante por lo hermoso y placentero), le sucedió otro coadjutor irlandés, el señor Macarthey. Me alegra poder informarte, con toda sinceridad, de que este caballero honró a su país en tan gran medida como Malone lo había deshonrado. Demostró ser un hombre tan decente, digno y escrupuloso como Peter era violento, alborotador y… (este último epíteto he decidido suprimirlo para no descubrir el pastel). Macarthey trabajó lealmente para la parroquia: las escuelas, tanto la dominical como la diaria, florecieron bajo su batuta como jóvenes laureles. Como humano que era, tenía sus defectos, claro está; sin embargo, eran los defectos formales propios de un clérigo, que muchos llamarían virtudes: la circunstancia de verse invitado a tomar el té con un disidente lo dejaba trastornado durante una semana; el espectáculo de un cuáquero con el sombrero puesto en la iglesia, la idea de enterrar a un semejante no bautizado con los ritos cristianos eran cosas que podían causar singulares estragos en la organización física y mental del señor Macarthey. Por lo demás, era un hombre cuerdo y racional, diligente y caritativo.

No dudo de que un público amante de la justicia habrá advertido ya que hasta ahora he exhibido una negligencia criminal en perseguir, atrapar y conducir a su merecido castigo al aspirante a asesino del señor Robert Moore. Tenía ahí una buena excusa para llevar a mis bien dispuestos lectores al retortero de una forma digna y estimulante a la vez: pasando por la ley y el evangelio, la mazmorra, el puerto y los últimos «estertores de la muerte». Puede que a ti te hubiera gustado, lector, pero a mí no; y muy pronto mi sujeto se habría resistido y yo me habría derrumbado. Me alegró constatar que los hechos me exoneraron completamente de tal empeño. El asesino no fue castigado, como consecuencia de la siguiente eventualidad: que nunca fue perseguido. Los magistrados se soliviantaron un poco, como si fueran a alzarse para acometer valientes hazañas, pero dado que, en lugar de guiarlos y azuzarlos como había hecho hasta entonces, el propio señor Moore estaba tendido en su cama del Hollow, riéndose para sus adentros y haciendo una mueca burlona con todos los rasgos de su rostro pálido y extranjero, se lo pensaron mejor y, tras cumplimentar ciertos formulismos indispensables, resolvieron prudentemente dejar que el asunto cayera en el olvido, y así se hizo.

El señor Moore sabía quién le había disparado y lo sabía todo Briarfield: no era otro que Michael Hartley, el tejedor medio loco al que ya he aludido, un antinomista fanático en cuestiones religiosas y un radical en cuestiones de política; el desgraciado murió de delírium trémens un año después de su intento de asesinato, y Robert dio una guinea a su desdichada viuda para el entierro.

*

El invierno ha quedado atrás; ha pasado la primavera con su efímero recorrido lleno de luz y sombras, florido y lluvioso. Estamos ahora en pleno verano, a mediados de junio, el mes de junio de 1812.

El sol abrasa, el cielo es de un intenso tono azul y dorado, con matices rojos, como corresponde a la estación, a la época, al espíritu actual de las naciones. El siglo diecinueve juguetea en su adolescencia de gigante; el joven titán arranca montañas mientras juega y lanza rocas por diversión. Este verano Bonaparte lleva las riendas de Europa; recorre las estepas rusas con sus ejércitos; lleva consigo franceses y polacos, italianos e hijos del Rin: seiscientos mil hombres. Marcha sobre la vieja Moscú, al pie de los muros de la ciudad le espera el rudo cosaco. ¡Bárbaro estoico!, aguarda sin miedo la destrucción desatada, confía en una nube que traiga una tempestad de nieve; la estepa, el viento y la granizada son su defensa, sus aliados, los elementos: aire, agua, fuego. ¿Y qué son éstos?: tres arcángeles terroríficos eternamente apostados ante el trono de Jehová. Visten de blanco, y se ciñen con cinturones de oro; alzan las copas que rebosan de la ira de Dios. Su hora llega el día de la venganza; su señal es la palabra del Señor de los Ejércitos, «que clama Su excelencia con voz tonante».

«¿Por ventura has entrado en los depósitos de la nieve, y has visto los depósitos donde está amontonado el granizo, los cuales tengo yo prevenidos para usar de ellos contra el enemigo en el día del combate y del conflicto[183]?».

«Id y derramad las siete copas de la ira de Dios en la tierra».

Está hecho: el fuego abrasa la tierra, el mar parece «la sangre de los muertos», las islas han desaparecido; de los montes no ha quedado rastro[184].

En este año lord Wellington asumió el mando en España: lo hicieron generalísimo para salvarse. En este año lord Wellington tomó Badajoz, hizo la campaña de Vitoria, capturó Pamplona, tomó al asalto San Sebastián; en este año ganó la batalla de Salamanca.

¡Hombres de Manchester[185]!, les pido perdón por este breve resumen sobre hechos de guerra que carece de importancia. Para ustedes ahora lord Wellington no es más que un anciano caballero decrépito; creo que alguno de ustedes le ha llamado «senil», se ha burlado de su edad y de su falta de vigor físico. ¡Qué grandes héroes! Hombres como ustedes tienen derecho a pisotear lo que de mortal hay en un semidiós. Mófense cuanto quieran; su desprecio no podrá romper jamás su viejo y magnífico corazón.

Pero vengan, amigos, sean cuáqueros o estampadores de algodón; celebremos un congreso para la paz y expulsemos nuestro veneno sin alharacas. Hemos hablado con celo impropio de batallas sangrientas y generales carniceros; llegamos ahora a una victoria en su especialidad. El 18 de junio de 1812 se abrogaron las Reales Ordenes y se abrieron los puertos bloqueados. Sabes muy bien, lector —si eres lo bastante viejo para recordarlo—, que en aquella época hiciste temblar Yorkshire y Lancashire con tu clamor. Los campaneros resquebrajaron una campana de la iglesia de Briarfield; aún hoy su sonido es discordante. La Asociación de Comerciantes y Fabricantes se reunió para comer en Stilbro, y todos volvieron a casa en un estado en el que sus mujeres jamás desearían volverlos a ver. Liverpool respingaba y resoplaba como un hipopótamo al que una tormenta sorprende durmiendo entre los cañizales. Algunos comerciantes americanos se sintieron amenazados de apoplejía y se hicieron sangrar. En aquel primer momento de prosperidad, todos, como hombres previsores, se prepararon para lanzarse a los entresijos de la especulación y ahondar en nuevas dificultades, en cuyas honduras podían perderse en algún día futuro. Las existencias que se habían acumulado durante años desaparecieron en un momento, en un abrir y cerrar de ojos; los almacenes se vaciaron, los barcos se cargaron; el trabajo abundaba, subieron los salarios: parecía llegado el tiempo de las vacas gordas. Puede que estas perspectivas fueran engañosas, pero también eran brillantes; para algunos, incluso fueron ciertas. En aquella época, en aquel mes único de junio, se cimentó más de una fortuna sólida.

*

Cuando toda una comarca se regocija, hasta los más humildes de sus habitantes saborean un aire festivo: el sonido de las campanas despierta la más aislada de las moradas, como si invitara a todos a estar alegres. Y así pensaba Caroline Helstone mientras se vestía con más esmero del acostumbrado el día de esa victoria del comercio y fue, vestida con su mejor vestido de muselina, a pasar la tarde en Fieldhead, donde tenía que supervisar ciertos preparativos de sombrerería para un gran acontecimiento, puesto que la última palabra en estos asuntos se reservaba a su gusto impecable. Decidió sobre la guirnalda, el velo y el vestido que habrían de llevarse ante el altar; eligió varios vestidos y trajes para ocasiones más corrientes, prácticamente sin pedir opinión a la novia, que, en realidad, estaba de un humor algo avinagrado.

Louis había presagiado dificultades y las había encontrado: de hecho, su amada se había mostrado sumamente irritante posponiendo la boda día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Lo engatusaba al principio con delicadas excusas sobre su indecisión, hasta que, al final, despertó en su naturaleza mesurada, pero resuelta, las ansias de sublevarse contra una tiranía tan dulce como insufrible.

Había sido necesaria una suerte de conmoción para que Shirley se decidiera, pero por fin, ahí estaba, encadenada a una fecha, conquistada por el amor y atada por una promesa.

Así vencida y confinada, languidecía Shirley como cualquier otro animal de la selva. Sólo su captor podía animarla; sólo esa compañía podía compensar el perdido privilegio de la libertad: si se ausentaba, se sentaba sola en un rincón o vagaba por la casa, hablaba poco y comía menos.

Ella no contribuyó en nada a los preparativos para las nupcias; Louis se vio obligado a dirigirlo todo en persona. Prácticamente era el señor de Fieldhead semanas antes de serlo nominalmente: el señor menos arrogante y más benevolente que haya existido nunca, pero con su dama, señor absoluto. Ella abdicó sin una palabra de protesta, sin lucha. «Dígaselo al señor Moore; pregúnteselo al señor Moore» era su respuesta cuando se le pedían instrucciones. Jamás hubo galán de una novia rica al que se liberara hasta tal extremo de la posición de subalterno, ni al que se obligara de forma tan inevitable a adoptar un papel predominante.

En todo esto, la señorita Keeldar cedía en parte a su estado de ánimo, pero un comentario que hizo un año más tarde demostró que en parte actuaba también obedeciendo a una táctica. Louis, dijo, jamás habría aprendido a gobernar si ella no hubiera dejado de hacerlo; la incapacidad de la soberana había desarrollado las facultades del primer ministro.

Se había nombrado a la señorita Helstone dama de honor en las nupcias ya cercanas, pero la Fortuna le había destinado otro papel.

Caroline había llegado a casa a tiempo para regar sus plantas. Había realizado esta pequeña tarea y sólo le faltaba un rosal que florecía en un tranquilo y verde rincón en la parte posterior de la casa. Después de que esta planta recibiera la ducha vigorizante, descansó unos minutos. Cerca del muro había un fragmento de piedra esculpida: una reliquia monacal que tal vez en otro tiempo había sido la base de una cruz; se subió a ella para disfrutar de una vista mejor. Aún sostenía la regadera con una mano; con la otra, se apartaba ligeramente el vestido para evitar que le cayeran gotas. Asomando la cabeza por encima del muro, miró más allá de los campos solitarios, más allá de tres árboles oscuros que se elevaban apiñados hacia el cielo, más allá de un solitario espino a la entrada de un recóndito sendero: paseó la vista por los negros páramos, donde ardían varias fogatas. La noche estival era cálida, la música de las campanas era jubilosa, el humo azul de las fogatas era tenue y sus llamas rojas y vivas: sobre este paisaje, en el cielo del que había desaparecido el sol, centelleaba un punto plateado: la estrella del amor.

Caroline no estaba triste aquella noche, muy al contrario; pero mientras miraba suspiró y, mientras suspiraba, una mano la rodeó y se posó suavemente en su cintura. Caroline creyó saber quién se había acercado y aceptó la caricia sin sobresaltarse.

—Estoy contemplando Venus, mamá. Mira qué hermosa. ¡Qué blanco es su brillo comparado con el rojo intenso de las fogatas!

La respuesta fue una caricia más estrecha, Caroline se dio la vuelta y vio, no el rostro de matrona de la señora Pryor, sino, más arriba, un semblante moreno y varonil. Dejó caer la regadera y se bajó del pedestal.

—He pasado una hora con «mamá» —dijo el intruso—. He tenido una larga conversación con ella. ¿Dónde has estado tú, mientras tanto?

—En Fieldhead. Shirley está tan insoportable como siempre, Robert. No quiere decir ni que sí ni que no a las preguntas que se le hacen. Prefiere estar sola; no sé muy bien si es por melancolía o por indiferencia. Si le llamas la atención o la reprendes, te lanza una mirada entre pensativa y desconsiderada, y acabas yéndote con una sensación rara, tan alterada como ella. No sé qué va a hacer Louis con ella. Yo, si fuera un caballero, creo que no me atrevería a hacerme cargo de ella.

—No te preocupes: están hechos el uno para el otro. Por extraño que parezca, esos caprichos hacen que a Louis le guste más aún. Si hay alguien que pueda manejarla, es él. Sin embargo, lo agota; su noviazgo está siendo muy tempestuoso para un carácter mesurado como el suyo, pero ya verás cómo acaba venciendo. Caroline, te he estado buscando para hablar contigo. ¿Por qué doblan las campanas?

—Por la derogación de esa terrible ley tuya, las Ordenes que tanto odias. Estás contento, ¿verdad?

—Ayer por la noche, a esta misma hora, empaquetaba unos libros para un viaje por mar; eran las únicas pertenencias, aparte de unas ropas, semillas, raíces y herramientas, que me creía con libertad de llevar conmigo a Canadá. Iba a abandonarte.

—¿A abandonarme? ¿A abandonarme?

Los dedos menudos de Caroline sujetaron el brazo de su primo: hablaba como asustada, y lo parecía.

—Ya no, ya no. Mírame a la cara; sí, mírame bien. ¿Es la desesperación de la partida lo que lees en ella?

Caroline contempló un semblante iluminado, cuyos trazos eran radiantes, pero la página en sí misma era oscura: el rostro, poderoso en la majestad de sus rasgos, derramaba sobre ella esperanza, cariño, deleite.

—¿Será buena para ti la derogación? ¿Será muy buena… inmediatamente? —preguntó.

—La derogación de las Reales Ordenes me ha salvado. Ya no he de temer la bancarrota; ya no tendré que cerrar la fábrica; ya no tendré que abandonar Inglaterra, ni seré pobre; ahora podré pagar mis deudas y todo el paño que tengo en los almacenes me lo quitarán de las manos y me harán muchos más pedidos. Hoy se sientan los sólidos cimientos de mi fortuna en ultramar, sobre los que, por primera vez en mi vida, podré edificar con seguridad.

Caroline devoró sus palabras; sostuvo la mano de Robert entre las suyas; emitió un largo suspiro.

—¿Estás salvado? ¿Tus graves apuros se han disipado?

—Se han disipado. Ahora puedo respirar, puedo actuar.

—¡Por fin! ¡Oh! La Providencia es misericordiosa. Dale las gracias, Robert.

—Doy gracias a la Providencia.

—¡Y también yo, por ti! —Caroline lo miró con devoción.

—Ahora podré contratar más obreros, pagar salarios más altos, trazar proyectos más sensatos y generosos, hacer el bien, ser menos egoísta. Ahora, Caroline, podré tener una casa, un hogar que pueda considerar realmente mío… y ahora…

Hizo una pausa, pues se le quebraba aquella grave voz.

—Y ahora —prosiguió—, ahora puedo pensar en casarme. Ahora puedo buscar esposa. —Éste no era un momento para que Caroline hablara, y no lo hizo—. ¿Querrá Caroline, que mansamente espera ser perdonada como ella perdona, querrá perdonar todo lo que la he hecho sufrir, todo el dolor que le he causado con mi maldad y la enfermedad del cuerpo y del alma de la que soy culpable? ¿Olvidará Caroline que conoce mis pobres ambiciones, mis sórdidos planes? ¿Me permitirá expiar todas esas cosas? ¿Me permitirá demostrarle que, del mismo modo que una vez la abandoné cruelmente, jugué con ella sin piedad y la herí de la manera más despreciable, soy capaz ahora de amarla fielmente, de cuidarla con amor y de adorarla? —Su mano seguía atrapada en las de Caroline; le respondió una leve presión—. ¿Es mía Caroline?

—Caroline es tuya.

—La guardaré como un tesoro; el sentido de su valor está aquí, en mi corazón; la necesidad de su compañía se entremezcla con mi vida; no habrá de ser mayor mi celo por la sangre cuyo flujo alienta mi pulso que por la felicidad y el bienestar de Caroline.

—Yo también te amo, Robert, y te cuidaré fielmente.

—¿Tú me cuidarás fielmente? ¿Cuidarme fielmente, como si esta rosa prometiera proteger esta piedra dura y gris de la tempestad? Pero sí, ella me cuidará a su modo; estas manos me administrarán cariñosamente todas las comodidades que necesite. Sé que el ser que pretendo unir al mío me dará un consuelo, una comprensión y una pureza a las que yo soy ajeno.

De pronto Caroline pareció acongojada; le temblaban los labios.

—¿Qué es lo que agita a mi paloma? —preguntó Moore, cuando ella se apoyó en su pecho y luego se apartó de él con nerviosismo.

—¡Pobre mamá! Yo soy lo único que tiene en el mundo. ¿Tendré que abandonarla?

—¿Sabes?, había pensado en ese obstáculo, y tu madre y yo lo hemos hablado.

—Dime qué deseas tú, qué te gustaría, y pensaré si me es posible acceder. Pero no puedo abandonarla, ni siquiera por ti. No puedo romperle el corazón, aunque sea para tenerte a ti.

—Ella te fue fiel cuando yo fui desleal, ¿verdad? Yo jamás acudí junto a tu lecho cuando estabas enferma, y ella te veló sin descanso.

—¿Qué debo hacer? Cualquier cosa menos dejarla.

—Es mi deseo que no la abandones nunca.

—¿Podrá vivir muy cerca de nosotros?

—Con nosotros; sólo que dispondrá de sus propios aposentos y su sirvienta, pues eso es lo que ella misma estipula.

—¿Sabes que tiene una renta que, con sus hábitos, la convierte en una persona completamente independiente?

—Me lo ha dicho con un orgullo amable que me ha recordado al de otra persona.

—No es entrometida en absoluto y es incapaz de chismorrear.

—La conozco, Cary, pero, aunque en lugar de ser la personificación del comedimiento y la discreción fuera todo lo contrario, no la temería.

—¿Aunque sea tu suegra? —Caroline asintió con malicia. Moore sonrió.

—Louis y yo no somos de esos hombres que temen a sus suegras, Cary. Nuestros enemigos no han sido nunca, ni serán, los de nuestro propio ámbito familiar. No me cabe la menor duda de que mi suegra me tratará muy bien.

—Lo hará, con su discreción característica, ¿sabes? No es una persona efusiva y, cuando la veas callada, o incluso fría, no debes creer que está disgustada; es sólo su forma de ser. Deja que sea yo quien interprete sus estados de ánimo cuando te desconcierten, y cree siempre lo que te diga, Robert.

—¡Oh, por supuesto! Bromas aparte, tengo la sensación de que nos llevaremos bien; on nepeut mieux[186]. Hortense, como bien sabes, es extremadamente susceptible, en el sentido francés de la palabra, y quizá no sea siempre razonable en sus exigencias, pero es mi querida y sincera hermana, jamás he herido sus sentimientos ni he tenido ninguna disputa grave con ella en toda mi vida.

—No, en verdad eres muy generoso y considerado, muy cariñoso e indulgente con ella, y serás igual de considerado con mamá. Eres todo un caballero, Robert, y en ningún lugar eres más caballeroso que en tu propio hogar.

—Me gusta ese elogio; es muy agradable. Me complace que mi Caroline me vea así.

—Mamá piensa de ti lo mismo que yo.

—Espero que no sea lo mismo exactamente.

—No quiere casarse contigo, no seas vanidoso, pero el otro día me dijo: «Querida, el señor Moore tiene unos modales muy agradables; es uno de los pocos caballeros a los que he visto combinar la cortesía con un aire de sinceridad».

—Tu madre es una misántropa, ¿no? No tiene muy buena opinión del sexo fuerte.

—Se abstiene de juzgarlo en su totalidad, pero acepta excepciones a las que admira: Louis y el señor Hall y, últimamente, tú. Antes no le gustabas. Lo sé porque no hablaba nunca de ti. Pero, Robert…

—Bien, ¿qué pasa ahora? ¿Qué nueva idea se te ha ocurrido?

—¿Has visto a mi tío?

—Sí, tu madre le ha pedido que viniera a hablar con nosotros. Accede con condiciones: si puedo demostrar que soy capaz de mantener a una esposa, puedo tenerla, y puedo mantenerla mejor de lo que él cree, mejor de lo que quiero alardear.

—Si te haces rico, ¿harás el bien con tu dinero, Robert?

—Lo haré; tú me dirás cómo. La verdad es que tengo algunas ideas propias, de las que tú y yo hablaremos un día en nuestra casa. He comprendido que es necesario hacer el bien; he aprendido que es una locura ser egoísta. Caroline, preveo lo que ahora voy a pronosticar. Esta guerra acabará pronto; seguramente el comercio prosperará en los años venideros; puede que se produzca un breve malentendido entre Inglaterra y América[187], pero no durará demasiado. ¿Qué pensarías si un día, tal vez dentro de diez años, Louis y yo dividiéramos la parroquia de Briarfield entre los dos? En cualquier caso, Louis tiene asegurado su poder y su fortuna y no enterrará su talento; es un hombre bueno y tiene, además, un intelecto de una capacidad nada desdeñable. Su cerebro es lento, pero fuerte; necesita trabajar. Puede que trabaje con parsimonia, pero lo hace bien. Lo harán magistrado del distrito; Shirley dice que ha de ser así. Y obraría impulsivamente y de modo prematuro, a fin de obtener para él tal dignidad si Louis se lo permitiera; pero no lo hará. Como es habitual en él, actuará sin precipitarse; antes de que haya sido señor de Fieldhead durante un año, todo el distrito notará su tranquila influencia y reconocerá su modesta superioridad. Cuando se necesite un magistrado, con el tiempo, le darán el cargo voluntariamente y sin renuencia. Todo el mundo admira a su futura esposa y, con el tiempo, él gustará a todo el mundo. Está hecho de la pâte[188] que todos aprueban, es bon comme le pain[189]: como el pan de cada día para los más quisquillosos; bueno para los niños y los ancianos, nutritivo para los pobres; saludable para los ricos. Shirley, a pesar de sus caprichos y excentricidades, de sus excusas y sus demoras, está perdidamente enamorada de él. Un día lo querrán todos tanto como ella podría desear; Louis será apreciado, respetado y consultado por todos, y todos confiarán en él… demasiado, en realidad. Sus consejos serán siempre juiciosos, su ayuda será siempre bienintencionada. Al cabo de poco tiempo, ambos se encontrarán continuamente importunados y él tendrá que imponer restricciones. En cuanto a mí, si todo sale a pedir de boca, mi éxito contribuirá a aumentar la fortuna de él y de Shirley; puedo doblar el valor de la fábrica, que es propiedad suya; puedo llenar esa hondonada estéril de hileras de casitas con jardín…

—¡Robert! ¿Y arrasar el bosque?

—El bosque se convertirá en leña antes de que transcurran cinco años. El hermoso barranco agreste se convertirá en una suave pendiente; la verde terraza natural será una calle pavimentada; habrá casitas en el oscuro barranco y en las laderas solitarias; el tosco sendero de grava se convertirá en una carretera firme, amplia y negra, hecha con las cenizas de mi fábrica. Y mi fábrica, Caroline, mi fábrica se extenderá a lo que ahora es el patio.

—¡Qué horrible! Cambiarás nuestro cielo azul de las colinas por la atmósfera humeante de Stilbro.

—Verteré las aguas del Pactolo[190] en el valle de Briarfield.

—Prefiero mil veces nuestro arroyo.

—Conseguiré que se apruebe una ley[191] para cercar el ejido de Nunnely y dividirlo en parcelas con sus respectivas granjas.

—Sin embargo, el páramo de Stilbro te desafiará, ¡a Dios gracias! ¿Qué podría cultivarse en Bilberry Moss? ¿Qué crecería en Rushedge?

—Caroline, los que no tienen casa, los que se mueren de hambre, los que no tienen trabajo, vendrán a la fábrica del Hollow desde todas partes, y Joe Scott les dará trabajo, y el señor Louis Moore les arrendará una parcela, y la señora Gill les dará un adelanto hasta que llegue el primer día de cobro. —Caroline le sonrió—. ¡Qué escuela dominical tendrás, Cary! ¡Qué cantidad de alumnos! ¡Qué escuela tendréis que dirigir entre Shirley, la señorita Ainley y tú! La fábrica concederá salarios al dueño y la dueña, y el caballero o el fabricante de paños dará una fiesta cada tres meses.

Caroline le ofreció un beso sin decir nada, ofrecimiento que fue exageradamente aprovechado hasta arrancarle un centenar.

—¡Sueños extravagantes! —dijo Moore, con un suspiro y una sonrisa—, pero puede que hagamos realidad algunos de ellos. Mientras tanto, empieza a refrescar. Señora Moore, entremos.

*

Estamos en el mes de agosto: las campanas vuelven a repicar, no sólo en Yorkshire, sino en toda Inglaterra. Desde España se ha oído el largo sonido de una trompeta, que es cada vez más alto, pues proclama la victoria de Salamanca. Esta noche Briarfield estará iluminado. Hoy los arrendatarios de Fieldhead cenarán juntos; los obreros de la fábrica del Hollow se reunirán con un propósito festivo; las escuelas disfrutarán de un gran festín. Esta mañana se han celebrado dos bodas en la iglesia de Briarfield: el señor Louis Gérard Moore, anteriormente domiciliado en Amberes, se ha casado con Shirley, hija del difunto señor Charles Cave Keeldar, de Fieldhead; el señor Robert Gérard Moore, de la fábrica del Hollow, se ha casado con Caroline, sobrina del reverendo Matthewson Helstone, M. A., rector de Briarfield.

La ceremonia, en el primer caso, la ha oficiado el señor Helstone, y ha sido el señor Hiram Yorke, de Briarmains, el que ha llevado a la novia hasta el altar. En el segundo caso, el oficiante ha sido el señor Hall, vicario de Nunnely. En el cortejo nupcial, las dos personas más destacadas han sido los jóvenes padrinos de los novios, Henry Sympson y Martin Yorke.

Supongo que las profecías de Robert Moore se cumplieron, al menos en parte. El otro día pasé por el valle, que según la tradición fue verde y solitario y agreste en otro tiempo, y vi allí los sueños del dueño de la fábrica encarnados en piedra y ladrillo: la carretera de negra ceniza, las casitas y sus jardines; vi una gran fábrica, y una chimenea ambiciosa como la torre de Babel. Cuando volví a casa, le conté a mi vieja ama de llaves dónde había estado.

—¡Sí! —dijo ella—, en este mundo ocurren cambios muy extraños. Recuerdo cuándo se construyó la vieja fábrica, la primera en toda la comarca, y también recuerdo que la derribaron y que fui con mis compañeras a ver cómo ponían los cimientos de piedra para la nueva. Los dos señores Moore causaron un gran revuelo con aquello; estaban allí junto a un montón de personas distinguidas, y también las dos señoras Moore, que eran muy guapas y elegantes. La señora de Louis Moore era la más espléndida; siempre llevaba unos vestidos preciosos. La señora de Robert Moore era más discreta. La señora de Louis Moore sonreía cuando hablaba, tenía una expresión realmente feliz, alegre y afable, pero sus ojos eran capaces de traspasarte; ya no hay damas así hoy en día.

—¿Cómo era el Hollow entonces, Martha?

—Distinto de como es ahora, pero también recuerdo cuando era distinto al de antes, cuando no había fábrica, ni casas ni mansión alguna, salvo Fieldhead, a menos de tres kilómetros. Recuerdo una noche de verano de hace cincuenta años, en que mi madre llegó corriendo justo al anochecer, fuera de sí, diciendo que había visto un hada en el Hollow de Fieldhead, y ésa fue la última hada que se vio en esta parte del país (aunque se las ha oído a lo largo de estos cuarenta años). Era un lugar solitario y hermoso, cubierto de robles y de nogales. Ahora está muy cambiado.

La historia está contada. Imagino al juicioso lector poniéndose los anteojos para buscar la moraleja. Sería un insulto a su sagacidad darle pistas. Tan sólo le diré: ¡que Dios le ampare en su búsqueda!

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