Shirley

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CAPÍTULO XVI

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CAPÍTULO XVI

PENTECOSTÉS

El fondo prosperó. Con la fuerza del ejemplo de la señorita Keeldar, los enérgicos esfuerzos de los tres rectores y la eficiente aunque silenciosa ayuda de sus lugartenientes, las dos solteronas con lentes, Mary Ann Ainley y Margaret Hall, se reunió una suma considerable, la cual, juiciosamente administrada, sirvió para paliar momentáneamente buena parte de las penurias de los pobres desempleados. Los nervios parecieron tranquilizarse: durante una quincena no se destruyeron paños, ni se cometieron atentados contra fábricas ni mansiones en la tres parroquias. Shirley se sintió optimista, pensando que se habían librado del mal que deseaba evitar, que la tormenta que pendía sobre sus cabezas pasaba de largo; con la proximidad del verano creyó sin duda que el comercio mejoraría, como era habitual, y que aquella enojosa guerra no duraría para siempre; la paz habría de regresar un día. Con la paz, ¡qué impulso se daría al comercio!

Tal era el tenor de las observaciones que hacía a su arrendatario, Gérard Moore, siempre que se encontraba con él allá donde pudieran conversar, y Moore la escuchaba muy callado… demasiado, para su gusto. Ella exigía entonces, con una mirada impaciente, algo más de él, alguna explicación, o al menos algún comentario adicional. Con su sonrisa característica, con aquella expresión que daba un extraordinario matiz de dulzura a su boca, mientras su frente seguía mostrándose grave, respondía Moore al efecto que también él confiaba en la naturaleza finita de la guerra; que era en realidad en ese terreno en el que se hallaban ancladas sus esperanzas, que de ello dependían sus especulaciones.

—Pues usted ya sabrá —proseguía— que ahora dirijo la fábrica basándome enteramente en especulaciones: no vendo nada; no hay mercado para mis productos. Lo que se manufactura es para el futuro; me preparo para aprovechar la primera apertura que se produzca. Hace tres meses era imposible, porque había agotado tanto mi crédito como mi capital; usted bien sabe quién acudió en mi rescate, de qué mano recibí el préstamo que me salvó. Gracias al sostén de ese préstamo he podido continuar el juego audaz que poco antes temía no volver a jugar. Sé que la ruina total seguirá a las pérdidas, y soy consciente de que la ganancia es dudosa, pero estoy muy contento: mientras pueda seguir activo, mientras pueda luchar, mientras no tenga las manos atadas, en definitiva, es imposible que esté deprimido. Un año, no, seis meses más en el reinado del olivo, y estaré a salvo, pues, como usted dice, la paz impulsará el comercio. En eso está usted en lo cierto, pero en cuanto a que la comarca haya recobrado la tranquilidad, en cuanto al efecto beneficioso y permanente de su fondo carititativo, lo dudo. Las limosnas no han tranquilizado nunca a la clase obrera, jamás los ha hecho agradecidos; eso no sería propio de la naturaleza humana. Supongo que, si las cosas fueran como deben ser, no deberían estar en situación de necesitar esa humillante caridad, y eso es lo que ellos lamentan; nosotros también lo sentiríamos si estuviéramos en su lugar. Además, ¿a quién deben estar agradecidos? A usted, al clero quizá, pero no a nosotros, los dueños de las fábricas. Nos odian más que nunca. Por otra parte, los descontentos de aquí tienen relación con los descontentos de todas partes: Nottingham es uno de sus cuarteles generales, Manchester otro, Birmingham un tercero. Los subalternos reciben órdenes de sus jefes; su disciplina es buena: no se da golpe alguno que no sea producto de una madura deliberación. Cuando hacía bochorno, ha visto usted el cielo amenazando tormenta día tras día y, sin embargo, noche tras noche las nubes se han despejado y el sol se ha puesto tranquilamente; pero el peligro no ha desaparecido, tan sólo se ha aplazado: sin duda la tormenta que hace tanto tiempo que nos amenaza se desatará por fin. Existe una analogía entre la atmósfera moral y la atmósfera física.

—Bien, señor Moore —así terminaban siempre estas conversaciones—, cuídese. Si cree que le he hecho algún bien, agradézcamelo prometiendo cuidarse.

—Lo prometo; estaré alerta y tendré mucho cuidado. Deseo vivir, no morir: el futuro se abre ante mí como el Edén y, aun así, cuando escudriño las sombras de mi paraíso, veo una visión que se desliza por paisajes remotos y me gusta más que cualquier serafín o querubín.

—¿En serio? Y, dígame, ¿qué visión es ésa?

—Veo…

La doncella irrumpió en la habitación con el servicio del té.

Los primeros días de aquel mes de mayo, como hemos visto, fueron soleados, los intermedios fueron lluviosos, pero durante la última semana, con el cambio de luna, volvió a aclarar. Un viento fresco barrió las densas nubes de tormenta de color blanco plateado, y las llevó, masa sobre masa, hacia el este, en cuyo margen menguaron y tras cuyo horizonte desaparecieron, dejando tras de sí una bóveda que era un espacio azul puro preparado para el reinado del sol estival. Ese sol salió en toda su plenitud en Pentecostés: la reunión de las escuelas se distinguió por un tiempo espléndido.

El martes de Pentecostés fue el gran día en honor al cual las dos grandes aulas de Briarfield construidas por el rector actual, en buena medida a sus expensas, se limpiaron, encalaron, repintaron y adornaron con flores y siemprevivas: algunas del jardín de la rectoría, dos carros llenos de Fieldhead y una carretilla de la finca, más tacaña, de De Walden, la residencia del señor Wynne. En las aulas se colocaron veinte mesas, pensada cada una de ellas para acomodar a veinte invitados, rodeadas de bancos y cubiertas por manteles blancos: sobre las mesas se suspendieron al menos veinte jaulas, que contenían otros tantos canarios, según una moda de la comarca especialmente querida por el sacristán del señor Helstone, que era un entusiasta del agudo canto de esos pájaros y que sabía que, en medio de un alboroto de voces, la suya cantaba siempre más alto. Debo aclarar que esas mesas no se destinaban a los mil doscientos escolares de las tres parroquias que iban a reunirse, sino únicamente a los patronos y maestros de las escuelas; la comida de los niños se serviría al aire libre. La tropa llegaría a la una; a las dos se les haría formar; hasta las cuatro desfilarían ante la parroquia; luego llegaría la comida y después la reunión, con música y peroratas en la iglesia.

Es necesario explicar por qué se elegía Briarfield como lugar de reunión, como escenario para la fiesta. No era porque se tratara de la parroquia más grande y populosa: Whinbury la superaba en ese aspecto; ni porque fuera la más antigua: antiguas lo eran la iglesia y la rectoría, pero el temple de bajos tejados y la casa parroquial cubierta de musgo de Nunnely, enterrados ambos entre robles coetáneos, destacados centinelas de Nunwood, eran aún más antiguos. La razón era, sencillamente, que el señor Helstone lo quería así, y la voluntad del señor Helstone era más fuerte que la de Boultby o Hall; el primero no podía, y el último no quería discutir con su decidido y dominante hermano de religión sobre una mera cuestión de precedencia: se dejaban guiar y gobernar por él.

Este notable aniversario había sido siempre hasta entonces un día penoso para Caroline Helstone, porque la arrastraba por fuerza a aparecer en público, obligándola a enfrentarse con todo lo que era próspero, respetable e influyente en la comarca; en su presencia, de no haber sido por el semblante bondadoso del señor Hall, Caroline se habría sentido desvalida. Obligada a mostrarse, a caminar a la cabeza de su regimiento como sobrina del rector y primera maestra de la primera clase; obligada a hacer el té en la primera mesa para una multitud mezclada de señoras y caballeros; y todo eso sin el apoyo de una madre, tía, o cualquier otra carabina —ella, que era una persona nerviosa que temía mortalmente la publicidad—, es perfectamente comprensible que, en tales circunstancias, temblara ante la proximidad de Pentecostés.

Pero aquel año Shirley estaría a su lado, y eso cambiaba singularmente el aspecto de la prueba, lo cambiaba por completo: ya no era una prueba, sino casi una diversión. La señorita Keeldar era mejor, siendo una sola, que toda una hueste de amigos corrientes. Con su serenidad, su vitalidad y su aplomo, consciente de su importancia social, pero sin abusar jamás de ella, bastaría con mirarla para cobrar valor. El único temor de Caroline era que Shirley no fuera puntual a la cita, pues a menudo su despreocupación la llevaba a retrasarse, y Caroline sabía que su tío no esperaría ni un segundo a nadie: en el momento en que el reloj de la iglesia diera las dos, sonarían las campanas y empezaría la marcha. Habría de ser ella, por tanto, quien fuera en busca de Shirley, si no quería quedarse sin la compañera que esperaba.

El martes de Pentecostés la vio levantarse casi con el sol. Ella, Fanny y Eliza estuvieron ocupadas toda la mañana en dejar las salitas de la rectoría en perfecto orden para las visitas, y en servir un refrigerio —vino, fruta y pasteles— en el aparador del comedor. Luego tuvo que ponerse su vestido más fresco y bonito de blanca muselina; el día radiante y la solemnidad de la ocasión pedían, exigían incluso, tal atuendo. El fajín nuevo —regalo de cumpleaños de Margaret Hall que Caroline tenía motivos para creer que había comprado el propio Cyril, y a cambio del cual ella le había dado un alzacuellos de batista en un precioso estuche— se lo ataron los hábiles dedos de Fanny, que se deleitó, y no poco, en arreglar para la ocasión a su joven señora; al sencillo sombrero de Caroline se le añadió un ribete a juego con el fajín, y su bonito pero barato chal de crespón blanco le sentaba bien con aquel vestido. Cuando estuvo lista, su imagen no llegaba a deslumbrar, pero su belleza no dejaba de ser atrayente; no era llamativa, sino delicadamente agradable; era una imagen en la que la suavidad de los matices, la pureza del aire y la gracia del porte compensaban la ausencia de los colores intensos y los perfiles magníficos. Lo que sus ojos castaños y su frente despejada dejaban traslucir de su espíritu estaba en consonancia con su rostro y su vestido: modesto, amable y, aunque reflexivo, armonioso. Parecía que ni cordero ni paloma tenían nada que temer de ella, sino que percibirían más bien, en su aire de simplicidad y delicadeza, una simpatía hacia su propia naturaleza, o la naturaleza que les atribuimos.

Al fin y al cabo, era un ser humano imperfecto, con sus debilidades; era bella por sus formas, matices y proporciones, pero, como había dicho Cyril Hall, no era tan buena ni tan noble como la marchita señorita Ainley, que se ponía en aquel momento su mejor vestido negro y su chal y su sombrero grises de cuáquera en el estrecho dormitorio de su casita.

Caroline salió hacia Fieldhead atravesando algunos campos muy retirados y recorriendo senderos escondidos. Se deslizaba rápidamente bajo los verdes setos y por los prados más verdes aún. No había polvo —ni humedad— que manchara el borde de su inmaculado vestido, ni que mojara sus delgadas sandalias: todo estaba limpio tras las últimas lluvias, y seco bajo el radiante sol de aquel día. Caminaba, pues, sin temor, pisando hierba y margaritas, y cruzando sembrados tupidos; llegó a Fieldhead y entró en el vestidor de la señorita Keeldar.

Había hecho bien en ir, pues de lo contrario Shirley habría llegado demasiado tarde. En lugar de vestirse con toda rapidez, estaba echada en un sofá, absorta en la lectura. La señora Pryor estaba de pie cerca de ella, instándola en vano a que se levantara y se vistiera. Caroline no malgastó palabras: inmediatamente le quitó el libro y, con sus propias manos, empezó el proceso de desvestirla y volverla a vestir. Shirley, indolente a causa del calor, y alegre por su juventud y su agradable carácter, quería charlar, reír y demorarse, pero Caroline, dispuesta a ser puntual, perseveró en vestirla con toda la rapidez con que los dedos podían atar cordones o insertar alfileres. Al final, cuando abrochó una última hilera de corchetes, encontró tiempo para regañarla por ser tan desobediente y poco puntual, por parecer, incluso entonces, la viva imagen de una despreocupación incorregible; y así era, en efecto, pero una imagen absolutamente encantadora de esa característica tan fastidiosa.

Shirley ofrecía un vivo contraste con Caroline: había distinción en cada uno de los pliegues de su vestido y en cada curva de su figura; la espléndida seda le sentaba mejor que una tela más sencilla; el chal de ricos bordados le favorecía, lo llevaba descuidadamente, pero con gracia; la guirnalda del sombrero coronaba bien su cabeza; la atención a la moda, todos los adornos aplicados al vestido, que eran de buen gusto y adecuados para ella, favorecían su persona, como el brillo sincero de sus ojos, la sonrisa burlona que pendía de sus labios, su porte erguido y su paso ligero. Caroline le cogió la mano cuando estuvo vestida, la condujo a toda prisa escalera abajo, y así, a toda prisa, salieron por la puerta y atravesaron los campos, riendo mientras caminaban, ofreciendo la imagen de una paloma blanca como la nieve y un ave del paraíso con matices de gemas unidos en amistoso vuelo.

Gracias a la presteza de la señorita Helstone, llegaron a tiempo. Cuando los árboles aún ocultaban la iglesia a la vista, oyeron el tañido de la campana, medido, pero apremiante, que llamaba a la reunión; la gente que acudía en tropel, el ruido de muchos pasos y el murmullo de muchas voces fueron asimismo audibles. Desde una elevación vieron al poco la escuela de Whinbury acercándose por la carretera de Whinbury: eran en total quinientas almas. Rector y coadjutor, Boultby y Donne, encabezaban la marcha: el primero, con su alta figura embutida en el atuendo sacerdotal completo, caminando, como convenía a un sacerdote con un beneficio eclesiástico, bajo el palio de un sombrero de teja, con la dignidad de una amplia corporación, el adorno de una amplísima capa negra y el apoyo de un robusto bastón con pomo dorado. Mientras caminaba, el doctor Boultby balanceaba levemente el bastón e inclinaba el sombrero de teja con una dogmática sacudida hacia su ayudante de campo. Ese ayuda de campo —a saber, Donne—, pese a lo enjuta que resultaba su figura comparada con la corpulencia de su rector, conseguía, empero, tener todo el aspecto de un coadjutor; todo en él era pragmatismo y engreimiento, desde la nariz respingona y el mentón elevado hasta las negras polainas clericales, los pantalones algo cortos y sin tirantes y los zapatos de punta cuadrada.

¡Siga caminando, señor Donne! Ha pasado el examen. Usted cree estar favorecido; otra cosa es lo que piensan las figuras blanca y púrpura que lo observan desde aquella colina.

Estas figuras bajaron corriendo cuando el regimiento de Whinbury pasó de largo.

El jardín de la iglesia está lleno de niños y maestros, todos con sus mejores galas dominicales, y —aun con la miseria que reina en la comarca, aun siendo malos tiempos— qué bien han logrado vestirse. La pasión británica por el decoro hace milagros: la pobreza que hace andrajosa a la muchacha irlandesa se ve impotente para despojar a la muchacha inglesa del pulcro guardarropa que sabe necesario para su dignidad. Además, la dueña del señorío —esa Shirley que contempla ahora con placer a la multitud bien vestida y con aspecto feliz— ha sido realmente de ayuda: su oportuno donativo ha resuelto los apuros de muchas familias pobres, proporcionando a muchas niñas un vestido o sombrero nuevos para la fiesta. Shirley se regocija sabiéndolo: la alegra que su dinero, su ejemplo y su influencia hayan beneficiado realmente —sustancialmente— a su prójimo. No puede ser caritativa como la señorita Ainley; no es su carácter; pero la alivia pensar que hay otro modo de ser caritativo que pueden practicar otro tipo de personas y en otras circunstancias.

También Caroline está contenta, pues también ella ha contribuido a su manera, se ha privado de más de un vestido, una cinta o cuello de los que difícilmente podía prescindir, para equipar a las niñas de su clase, y, como no podía dar dinero, ha seguido el ejemplo de la señorita Ainley ofreciendo su tiempo y su laboriosidad en coser para las niñas.

No sólo el jardín de la iglesia estaba lleno, también el de la rectoría: parejas y grupos de señoras y caballeros pasean entre lilas y codesos ondeantes. La casa está también ocupada: alegres grupos se han formado junto a las ventanas de las salitas abiertas de par en par. Son los patrones y maestros que engrosarán la procesión. En el huerto del señor Helstone, detrás de la rectoría, se han colocado con sus instrumentos las bandas de música de las tres parroquias. Ataviadas con sus cofias y vestidos más elegantes y delantales pulquérrimos, Fanny y Eliza les sirven jarras de cerveza, de la que hace unas semanas se elaboró una buena cantidad fuerte y excelente, por orden del rector, y bajo su supervisión. Todo aquello en lo que él tomaba parte debía hacerse bien: no toleraba que se hicieran las cosas de cualquier manera. Desde la construcción de un edificio público, de una iglesia, escuela o tribunal, hasta la elaboración de una cena, abogaba por un comportamiento señorial, generoso y eficiente. La señorita Keeldar era igual que él en ese aspecto, y aprobaba las disposiciones que el otro hacía.

Caroline y Shirley se mezclaron rápidamente con la multitud, la primera con gran soltura: en lugar de sentarse en un rincón apartado o escabullirse hacia su dormitorio hasta que se formara la procesión, siguiendo su costumbre, recorrió las tres salitas, conversó y sonrió, llegó incluso a hablar un par de veces antes de que le dirigieran la palabra y, en definitiva, se comportó como una persona nueva. Era la presencia de Shirley lo que la había transformado; el ejemplo de la actitud y la conducta de la señorita Keeldar le hacían mucho bien. Shirley no temía a sus semejantes, no mostraba tendencia alguna a rehuirlos, a evitarlos. Todos los seres humanos, hombres, mujeres o niños, cuya baja extracción o grosera presunción no los volviera realmente ofensivos, le eran gratos; algunos mucho más que otros, claro está, pero hablando en general, hasta que un hombre no demostraba ser mala persona o un latoso, Shirley estaba dispuesta a pensar bien de él, a considerarlo una adquisición y a tratarlo como correspondía. Este talante la convertía en una persona querida por todos, pues la despojaba de su mordacidad y daba a su conversación, fuera frívola o seria, un gozoso encanto; tampoco disminuía el valor de su amistad íntima, que difería de esa benevolencia social y dependía, de hecho, de una parte de su carácter enteramente distinta. La señorita Helstone era una elección de su cariño y su intelecto; las señoritas Pearson, Sykes, Wynne, etcétera, tan sólo se beneficiaban de su carácter amable y su vivacidad.

Donne entró casualmente en el salón cuando Shirley, sentada en el sofá, era el centro de un círculo bastante amplio. Ella había olvidado ya la exasperación que le había causado, e inclinó la cabeza, sonriendo con buen humor. El carácter de aquel hombre se puso entonces de manifiesto. No supo ni cómo rechazar aquel primer paso, ni cómo aceptarlo con franqueza, como quien se alegra de olvidar y perdonar; el castigo no le había inculcado sentido alguno de la vergüenza, y no experimentó esa sensación al encontrarse con quien le había castigado. Su maldad carecía de la energía necesaria para actuar con malignidad: se limitó a pasar de largo tímidamente con expresión ceñuda. Nada podría reconciliarle jamás con su enemigo, aunque su naturaleza abúlica no conocía la pasión del resentimiento, ni siquiera cuando el castigo era más severo e ignominioso.

—¡No merecía aquella escena! —le dijo Shirley a Caroline—. ¡Qué tonta fui! Vengarse del pobre Donne por su tonto desprecio hacia Yorkshire es como aplastar a un mosquito por atacar la piel de un rinoceronte. De haber sido yo un caballero, creo que habría tenido que sacarlo de mis propiedades haciendo uso de la fuerza física; ahora me alegro de no haber empleado más que el arma moral. Pero no quiero saber nada más de él; no me gusta. Me irrita; ni siquiera resulta divertido. Malone lo es mucho más.

Malone, al parecer, deseaba justificar esta preferencia, pues apenas había pronunciado Shirley estas palabras cuando apareció Peter Augustus en grande tenue[96], perfumado y con guantes, untados y cepillados los cabellos a la perfección, y con un ramo de flores en una mano: cinco o seis grandes rosas de cien hojas en flor. Se las ofreció a la heredera con una gracia a la que el más afilado lápiz no podría hacer plenamente justicia. ¿Y quién, después de aquello, osaría decir que Peter no era un hombre galante? Había recogido y había obsequiado flores; había hecho una ofrenda sentimental, poética, al altar del Amor o de Mamón. Hércules llevando la rueca[97] no era más que un borroso modelo de Peter llevando las rosas. Eso mismo debía de haber pensado él, pues parecía asombrado de lo que había hecho: retrocedía sin decir una sola palabra, se marchaba con una ronca risita de complacencia. Entonces, cambió de opinión, se detuvo y se dio la vuelta para asegurarse mediante prueba ocular de que realmente había entregado un ramo de flores. Sí, allí estaban las seis rosas rojas, sobre el regazo de raso púrpura; una mano muy blanca, con varios anillos de oro, las sujetaba sin fuerza, y sobre ellas caía una cascada de rizos que ocultaban a medias un rostro sonriente, sólo a medias. Peter vio la risa; era inconfundible. Se burlaban de él; su galantería, su caballerosidad, eran objeto de burla para una mujer, para dos, pues la señorita Helstone también sonreía. Además, tuvo la impresión de que le leían el pensamiento y su ánimo se ensombreció como una nube de tormenta. Cuando Shirley alzó la vista, sus ojos feroces estaban clavados en ella: Malone, al menos, tenía energía suficiente para odiar; Shirley lo vio en su mirada.

—Peter sí se merece la escena, y la tendrá algún día, si es su deseo —susurró a su amiga.

En ese momento —solemnes y sombríos por el color de su atuendo, pero afables en la expresión— aparecieron en la puerta del comedor los tres rectores, que hasta entonces habían estado atareados en la iglesia y venían ahora a reponer fuerzas con un pequeño refrigerio antes de que comenzara el desfile. El gran sillón tapizado en tafilete se había dejado libre para el doctor Boultby; allí lo acomodaron, y Caroline, a quien Shirley instó a desempeñar por fin su papel como anfitriona, se apresuró a servir al corpulento, reverenciado y, en general, estimado amigo de su tío un vaso de vino y un plato de mostachones. Los mayordomos de Boultby, patrones ambos de la escuela dominical, por insistencia del doctor Boultby, se encontraban ya a su lado; a izquierda y derecha tenía a la señora Sykes y a las demás señoras de su congregación, expresando su esperanza de que no estuviera cansado y el temor de que el día fuera demasiado caluroso para él. La señora Boultby, que sostenía la opinión de que cuando su señor daba una cabezada después de una buena comida, su rostro se volvía angelical, estaba inclinada sobre él enjugándole cariñosamente un poco de sudor, real o imaginario, de la frente. Boultby, en definitiva, estaba en la gloria, y con una sonora voix de poitrine[98] dio las gracias estruendosamente por aquellas atenciones y afirmó hallarse en un aceptable estado de salud. A Caroline no le prestó la menor atención cuando se acercó, salvo para aceptar lo que le ofrecía: no la vio, nunca la veía, apenas sabía que existía tal persona. Los mostachones sí los vio y, como era aficionado a los dulces, se adueñó de unos cuantos. En cuanto al vino, la señora Boultby insistió en mezclarlo con agua caliente y suavizarlo con azúcar y nuez moscada.

El señor Hall se hallaba de pie cerca de una ventana abierta, respirando el aire fresco y la fragancia de las flores, y hablando fraternalmente con la señorita Ainley. Caroline desvió con placer su atención hacia él. ¿Qué debía ofrecerle? No debía servirse solo, debía hacerlo ella, de modo que cogió una pequeña bandeja para poder ofrecerle variedad. Margaret Hall los acompañó y también la señorita Keeldar: las cuatro señoras rodeaban a su pastor predilecto; también ellas tenían la impresión de que contemplaban el semblante de un ángel terrenal: Cyril Hall era su papa, infalible para ellas como el doctor Thomas Boultby lo era para sus admiradores. El rector de Briarfield estaba rodeado, asimismo, por una pequeña multitud: veinte personas o más se agolpaban en torno a él, y no había otro que ejerciera mayor atracción en un círculo social que el viejo Helstone. Los coadjutores, juntos como era su costumbre, componían una constelación de tres planetas menores: varias señoritas los observaban desde lejos, pero no se atrevieron a acercarse.

El señor Helstone sacó su reloj.

—Las dos menos diez —anunció en voz alta—. Es hora de formar. Vamos. —Cogió su sombrero de teja y salió; todos se levantaron y lo siguieron en masa.

Se hizo formar a los mil doscientos niños en tres grupos de cuatrocientas almas cada uno: en la retaguardia de cada regimiento se situó una banda; cada veinte niños quedaba un espacio, en el que Helstone situó a los maestros por parejas; a la vanguardia de los ejércitos llamó a:

—Grace Boultby y Mary Sykes encabezarán Whinbury. Margaret Hall y Mary Ann Ainley conducirán Nunnely. Caroline Helstone y Shirley Keeldar guiarán Briarfield. —Luego, volvió a ordenar—: El señor Donne a Whinbury; el señor Sweeting a Nunnely; el señor Malone a Briarfield.

Y estos caballeros se situaron delante de las señoras generalas.

Los rectores pasaron a encabezar la marcha, los sacristanes se quedaron los últimos. Helstone alzó su sombrero de teja; en un instante sonaron las ocho campanas de la torre, la música de las bandas subió en intensidad, habló la flauta y respondió el clarín, redoblaron los tambores y se inició el desfile.

La amplia carretera blanca se extendía ante la larga procesión, el sol y un cielo sin nubes la contemplaban, el viento agitaba las ramas de los árboles en lo alto, y los mil doscientos niños y ciento cuarenta adultos que formaban el regimiento caminaban al paso con el rostro alegre y el corazón contento. Era una escena de júbilo, benéfica: era un día feliz para ricos y pobres, obra, primero de Dios, y después del clero. Hagamos justicia a los sacerdotes de Inglaterra: tienen sus defectos, puesto que son de carne y hueso, como todos nosotros, pero el país estaría mucho peor sin ellos: Bretaña echaría de menos a su iglesia, si su iglesia cayera. ¡Dios la proteja! ¡Que también Dios la reforme!

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