Shirley

Shirley


CAPÍTULO XVIII

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CAPÍTULO XVIII

SE RECOMIENDA AL AMABLE LECTOR

QUE PASE AL SIGUIENTE, PUES SE INTRODUCEN EN

ÉSTE PERSONAS DE BAJA CONDICIÓN

La tarde era cálida y sosegada, prometía incluso volverse bochornosa. En torno al sol poniente, las nubes despedían un resplandor púrpura; tintes estivales, más propios de la India que de Inglaterra, se extendían a lo largo del horizonte, y arrojaban sus reflejos rosados sobre la ladera de la colina, la fachada de la casa, el tronco de los árboles, sobre el camino sinuoso y la ondulante hierba de los pastos. Las dos jóvenes bajaron de los campos lentamente; cuando llegaron al cementerio, las campanas habían dejado de sonar, las multitudes se agolpaban en el interior de la iglesia; el paisaje se había vuelto solitario.

—¡Qué agradable es esta tranquilidad! —dijo Caroline.

—¡Y qué calor hará en la iglesia! —replicó Shirley—. ¡Y qué sermón más largo y aburrido dará el doctor Boultby! ¡Y los coadjutores repetirán machaconamente sus oraciones preparadas de antemano! Yo preferiría no entrar.

—Pero se enfadará mi tío, si se da cuenta de nuestra ausencia.

—Yo aguantaré todo el peso de su ira; a mí no me devorará.

Lamentaré perderme su cáustico sermón. Sé que será todo sentido común hacia la Iglesia y todo mordacidad hacia los cismáticos: no olvidará la batalla de Royd-lane. También lamentaré privarte de la sincera y amable homilía del señor Hall, con todos sus briosos modismos de Yorkshire; pero aquí me quedo. La iglesia gris y las tumbas aún más grises tienen un aire divino bañadas en este fulgor carmesí. La naturaleza reza ahora sus plegarias de la tarde: se arrodilla ante esas colinas rojas. La veo prosternada en los escalones de su altar, rezando para que los marineros tengan una noche apacible en el mar, rezando por los viajeros en el desierto, por los corderos en el páramo, y las crías de los pájaros en el bosque. ¡Caroline, la veo! Y te diré cómo es: es lo que era Eva cuando ella y Adán estaban solos en la Tierra.

—Y no es la Eva de Milton[106], Shirley.

—¡La Eva de Milton! ¡La Eva de Milton!, repito. ¡No, por la Santa Madre de Dios, no! Cary, estamos solas; podemos decir lo que pensamos. Milton era grande, pero ¿era bueno? Su cerebro era exacto, pero ¿cómo era su corazón? Vio el Cielo; miró hacia abajo, hacia el Infierno. Vio a Satán, y al Pecado, su hijo, y a la Muerte, su horrible progenie. Los ángeles formaron ante él sus apretadas huestes: las largas hileras de escudos adamantinos reflejaron en sus órbitas de ciego el indescriptible esplendor de los cielos. Los demonios congregaron sus legiones ante su vista: sus ejércitos sombríos, sin corona y deslustrados, desfilaron delante de él. Milton intentó ver a la primera mujer, pero, Cary, no la vio.

—Hablas con audacia, Shirley.

—Pero digo la verdad. Era su cocinera a la que vio, o a la señora Gill, tal como la he visto yo, haciendo natillas en plena canícula, en la fresca vaquería, junto a la ventana con celosía que da a los rosales y las capuchinas, preparando una colación fría para los rectores: conservas y «dulces cremas», no sabiendo «qué elección será la de mayor delicadeza, ni cuál el orden para evitar una mezcla de gustos inadecuada y sin refinamiento, sino que alterne los sabores, y los realce sin cambios bruscos[107]».

—Y nada de malo hay en ello, Shirley.

—Yo le rogaría que recordara que los primeros hombres que hubo sobre la Tierra fueron los titanes, y que Eva fue su madre: de ella nacieron Saturno, Hiperión, Océano[108]; ella dio a luz a Prometeo.

—¡Hablas como una pagana! ¿Qué significa esto?

—Digo que en aquellos tiempos había gigantes sobre la tierra, gigantes que pretendían trepar al cielo. El pecho de la primera mujer que exhaló el primer hálito de vida dio al mundo la osadía para combatir la omnipotencia: la fortaleza para sobrellevar mil años de esclavitud; la vitalidad para alimentar al buitre mortal durante incontables centurias; la vida inagotable y la excelsitud incorruptible, hermanas de la inmortalidad, que, después de milenios de crímenes, luchas y aflicción, concibió y dio a luz al Mesías. La primera mujer nació del cielo: vasto era el corazón de donde brotaba el manantial de la sangre de las naciones, y grande era la cabeza recta sobre la que descansaba la corona de consorte de la creación.

—Codició una manzana y se dejó engañar por una serpiente; pero has mezclado de tal manera la mitología con las Escrituras que no hay quien te entienda. Aún no me has dicho a quién has visto arrodillada en esas colinas.

—He visto… veo ahora, a una titania: su túnica de aire azul se extiende hasta el límite de los brezales, donde pasta ese rebaño; un velo blanco le cae de la cabeza a los pies como una avalancha, adornados los bordes con arabescos llameantes. Bajo el pecho veo su fajín, púrpura como ese horizonte: el brillo del lucero vespertino traspasa su arrebol. Sus firmes ojos no puedo describirlos; son claros, son profundos como lagos, están alzados y llenos de veneración, tiemblan por la suavidad del amor y la pureza de la plegaria. Su frente tiene la extensión de una nube y es más pálida que la luna cuando aparece mucho antes de que caiga la oscuridad; reclina su pecho sobre las estribaciones del páramo de Stilbro; debajo se entrelazan sus poderosas manos. Así, arrodillada, habla con Dios cara a cara. Esa Eva es la hija de Jehová, igual que Adán fue su hijo.

—¡Es vaga y quimérica! Vamos, Shirley, tenemos que entrar en la iglesia.

—Caroline, no pienso hacerlo: me quedaré aquí con mi madre Eva, en estos tiempos llamada Naturaleza. ¡Amo su ser inmortal y poderoso! Puede que el Cielo se borrara de su semblante cuando pecó en el Paraíso, pero aún brilla en él cuanto de glorioso hay en la tierra. Me abraza y me muestra su corazón. ¡Silencio, Caroline! Tú también la verás y sentirás lo mismo que yo si nos quedamos calladas.

—Te seguiré la corriente, pero empezarás a hablar otra vez en cuanto pasen diez minutos.

La señorita Keeldar, en quien la suave agitación de la cálida tarde estival parecía ejercer un poder inusitado, se apoyó en una lápida vertical, clavó la vista en el oeste llameante y se sumergió en un agradable trance. Caroline se alejó un poco y paseó a lo largo del muro del jardín de la rectoría, soñando también, a su modo. Shirley había mencionado la palabra «madre»; esta palabra sugería a la imaginación de Caroline no sólo la madre poderosa y mística de la visión de Shirley, sino una amable forma humana, la forma que ella atribuía a su propia madre, a la que no conocía ni amaba, pero a la que no dejaba de añorar.

«¡Ojalá llegue el día en que recuerde a su hija! ¡Ojalá llegue a conocerla y, conociéndola, a amarla!».

Tal era su aspiración.

El anhelo de su infancia volvió a adueñarse de su alma. El deseo que más de una noche la había tenido desvelada, y que el miedo a que fuera un engaño casi había extinguido en los últimos años, se reavivó súbitamente y llenó de calor su corazón: que su madre podía volver un dichoso día y llamarla a su lado, mirarla cariñosamente con ojos maternales y decirle amorosamente, con dulce voz: «Caroline, hija mía, tengo un hogar para ti; vivirás conmigo. Todo el amor que has necesitado desde la infancia, y del que no has disfrutado, lo he guardado para ti. ¡Ven! Ahora es todo tuyo».

Un ruido en el camino despertó a Caroline de sus sueños filiales y a Shirley de sus visiones titánicas. Ambas aguzaron el oído y oyeron el ruido de cascos de caballos; miraron, y vieron un resplandor entre los árboles: a través del follaje vislumbraron el marcial color escarlata, el brillo de los yelmos y las plumas agitándose. En silencioso orden pasaron seis soldados a caballo.

—Son los mismos que hemos visto esta tarde —susurró Shirley—. Se habían quedado quietos en algún lugar hasta ahora. Desean pasar desapercibidos y se dirigen a su destino ahora que todo está tranquilo y toda la gente se encuentra en la iglesia. ¿No te había dicho que no tardaríamos en ver cosas insólitas?

Apenas se habían perdido de vista los soldados, cuando una nueva perturbación, algo diferente de la primera, vino a alterar el sosiego nocturno: los berridos impacientes de un niño. Las dos jóvenes desviaron la vista hacia la iglesia y vieron salir a un hombre con un niño en brazos —un chico robusto y coloradote de unos dos años de edad— que berreaba con toda la fuerza de sus pulmones; seguramente acababa de despertarse de una cabezada; detrás aparecieron dos niñas de nueve y diez años. La influencia del aire fresco y la atracción de unas flores recogidas de una tumba pronto aquietaron al niño; el hombre se sentó con él y lo balanceó sobre la rodilla con tanta ternura como una mujer; las dos niñas se sentaron una a cada lado.

—Buenas tardes, William —dijo Shirley tras observar al hombre debidamente. Él la había visto antes y era evidente que esperaba a ser reconocido; se quitó entonces el sombrero y sonrió con deleite. Era un personaje de tosca cabeza y rudas facciones, con el rostro muy curtido, aunque no era viejo; su atuendo era decoroso y limpio; el de sus hijas especialmente pulcro; se trataba de nuestro viejo amigo, Farren. Las señoritas se acercaron a él.

—¿No entran ustedes en la iglesia? —preguntó él, mirándolas con satisfacción, aunque teñida de timidez: sentimiento éste que no se debía en modo alguno a que le impresionara su posición social, sino a que sabía apreciar su juventud y su elegancia.

Delante de caballeros —como Moore o Helstone, por ejemplo— William era a menudo un poco obstinado: también con las señoras altivas o insolentes era del todo intratable y, a veces, muy rencoroso, pero al trato afable y cortés respondía del modo más dócil y razonable. Su carácter —terco— rechazaba la inflexibilidad en otras personas, motivo por el que jamás había llegado a gustarle su antiguo patrón, Moore; y, no conociendo la buena opinión que tenía de él dicho caballero, ni el favor que le había prestado secretamente al recomendarlo como jardinero al señor Yorke y, por este medio, a otras familias de los contornos, seguía abrigando resentimiento contra su actitud adusta. En los últimos tiempos había trabajado a menudo en Fieldhead; los modales francos y hospitalarios de la señorita Keeldar eran para él absolutamente encantadores. A Caroline la conocía desde que era una niña: inconscientemente, era su ideal de señorita. Su amable semblante, su paso, sus gestos, la gracia de su persona y de su atuendo despertaban la vena artística de su corazón campesino: sentía el mismo placer al mirarla que al observar flores raras o ver paisajes amenos. A ambas señoritas les gustaba William: disfrutaban prestándole libros y dándole plantas, y preferían con mucho su conversación a la de mucha gente grosera, severa o pretenciosa de una posición infinitamente más elevada.

—¿Quién hablaba cuando ha salido usted, William? —preguntó Shirley.

—Un caballero al que usted aprecia mucho, señorita Shirley… el señor Donne.

—Parece muy enterado, William. ¿Cómo sabe la estima que le tengo al señor Donne?

—Sí, señorita Shirley, en sus ojos hay a veces un brillo penetrante que la traiciona. Algunas veces es usted muy desdeñosa cuando el señor Donne está cerca.

—¿Ya usted, William, le gusta?

—¿A mí? Estoy harto de los coadjutores, igual que mi mujer. No tienen modales; a los pobres les hablan como si creyeran que son inferiores a ellos. Exageran la importancia de su cargo; es una pena porque su cargo podría dársela, pero no es así. Detesto el orgullo.

—Pero usted también es orgulloso a su modo —intervino Caroline—. Está orgulloso de su casa; le gusta que todo lo que le rodea sea bonito. Algunas veces parece casi demasiado orgulloso para aceptar su salario. Cuando estaba desempleado era demasiado orgulloso para comprar a crédito; de no haber sido por sus hijos, creo que antes se habría muerto de hambre que ir a una tienda sin dinero y, cuando yo quise darle algo, ¡qué difícil resultó conseguir que lo aceptara!

—Eso sólo es cierto a medias, señorita Caroline: siempre prefiero dar que recibir, sobre todo de personas como usted. Fíjese en la diferencia que hay entre nosotros: usted es una muchacha joven y delgada, y yo soy un hombre grande y fuerte; le doblo la edad. No está bien entonces, creo yo, aceptar nada de usted, ni estarle obligado, como se dice; y ese día que vino a nuestra casa y me hizo salir a la puerta para ofrecerme cinco chelines, de los que dudo mucho que pueda prescindir, pues sé que no tiene fortuna propia, ese día fui un rebelde, un radical, un insurrecto, y usted me hizo serlo. Me pareció una vergüenza que yo, que soy perfectamente capaz de trabajar y quiero hacerlo, me encuentre en una situación tal que una muchacha de la edad de mi hija mayor más o menos considere necesario ofrecerme parte de su dinero.

—Supongo que se enfadó conmigo, ¿no, William?

—Casi, en cierto sentido, pero la perdoné en seguida; su intención era buena. Sí, soy orgulloso, y usted también, pero su orgullo y el mío son de buena pasta, lo que en Yorkshire llamamos «orgullo limpio», del que el señor Malone y el señor Donne no tienen la menor idea: el suyo es un orgullo sucio. Bueno, yo enseñaré a mis hijas a ser tan orgullosas como la señorita Shirley y a mis hijos a ser tan orgullosos como yo, pero que ninguno se atreva a ser como los coadjutores; le daría una paliza al pequeño Michael si viera alguna señal de que es como ellos.

—¿Cuál es la diferencia, William?

—Usted sabe cuál es la diferencia perfectamente, pero quiere hacerme hablar. El señor Malone y el señor Donne son casi demasiado orgullosos para hacer algo por sí mismos; nosotros somos demasiado orgullosos para dejar que nadie haga algo por nosotros. Los coadjutores no son capaces de decir algo cortés a los que consideran inferiores a ellos; nosotros no somos capaces de aceptar malos modos de los que creen estar por encima.

—Bien, William, sea lo bastante humilde para decirme con sinceridad qué tal le van las cosas. ¿Va todo bien?

—Señorita Shirley, todo me va muy bien. Desde que empecé a trabajar de jardinero, con ayuda del señor Yorke, y desde que el señor Hall (otro de los que son de buena pasta) ayudó a mi mujer a montar una tiendecita, no tengo nada de que quejarme. Mi familia tiene comida y ropa en abundancia: mi orgullo me lleva a ahorrar una libra aquí y allá, por si vuelven los malos tiempos, porque creo que antes moriría que acudir a la parroquia[109], y los míos están contentos, igual que yo, pero los vecinos siguen siendo pobres; hay mucha miseria.

—Y supongo que, por consiguiente, sigue habiendo descontento, ¿no? —inquirió la señorita Keeldar.

—Por consiguiente, dice usted bien, por consiguiente. Es normal que la gente que se muere de hambre no pueda estar contenta ni tranquila. La situación en la comarca no es segura, ¡eso se lo puedo jurar!

—Pero ¿qué puede hacerse? ¿Qué más puedo hacer yo, por ejemplo?

—¿Hacer? ¡No puede hacer nada más, pobre muchacha! Ha entregado su dinero y bien está. Si pudiera mandar a su arrendatario, el señor Moore, a Botany Bay[110], aún sería mejor. La gente le odia.

—¡William, qué vergüenza! —exclamó Caroline, indignada—. Si la gente lo odia, son ellos los que deben avergonzarse, no él. El señor Moore no odia a nadie; sólo quiere cumplir con su obligación y conservar sus derechos. ¡Hace usted mal en hablar así!

—Digo lo que pienso. Tiene un corazón frío e insensible, ese Moore.

—Pero —intervino Shirley—, suponiendo que a Moore lo echaran del país y que su fábrica fuera arrasada, ¿habría más trabajo para la gente?

—Menos. Lo sé, y ellos lo saben; y más de un muchacho honrado se ha desesperado por la certeza de que, haga lo que haga, no puede mejorar, y hay montones de hombres que no son honrados dispuestos a guiarlos hacia el demonio: canallas que dicen ser «amigos del pueblo», pero que no saben nada del pueblo y son tan falsos como Lucifer. He vivido más de cuarenta años, y creo que «el pueblo» no tendrá jamás ningún amigo sincero más que él mismo, y las dos o tres buenas gentes de diferente posición social que son amigas de todo el mundo. La naturaleza humana, mirada en conjunto, no es más que egoísmo. Se da poquísimas veces, no es más que una excepción de vez en cuando, que personas como ustedes y yo, que pertenecemos a esferas diferentes, podamos entendernos y ser amigos sin servilismo por un lado ni orgullo por el otro. Los que afirman ser amigos de una clase social más baja que la suya por motivos políticos no son de fiar: siempre intentan convertir a sus inferiores en herramientas. Por mi parte, no pienso dejarme guiar por ningún hombre ni permitirle que sea condescendiente conmigo. Últimamente me han hecho ofrecimientos que he visto que eran engañosos, y se los he echado a la cara a los que me los ofrecían.

—¿No nos dirá qué ofrecimientos son ésos?

—No; no haría ningún bien, no serviría para nada; los afectados saben cuidarse.

—Sí, cuidaremos de nosotros mismos —dijo otra voz. Joe Scott había salido pausadamente de la iglesia para tomar un poco de aire fresco y allí estaba.

—Yo te protegeré, Joe —comentó William, sonriente.

—Y yo protegeré a mi patrón —fue la respuesta—. Señoritas —continuó Joe, adoptando un aire señorial—, será mejor que entren en la casa.

—¿Para qué, si puede saberse? —preguntó Shirley, que conocía ya al vigilante. Sabía que era algo entrometido y discutía a menudo con él, pues Joe, que sostenía desdeñosas teorías sobre las mujeres en general, en lo más profundo de su corazón se sentía grandemente ofendido por el hecho de que su patrón y la fábrica de su patrón se hallaran, en cierta manera, bajo el gobierno de unas faldas, y había recibido con amargura como la hiel ciertas visitas de negocios de la heredera a la oficina de contabilidad del Hollow.

—Porque no hay nada aquí que incumba a ninguna mujer.

—¿Ah, no? En la iglesia se reza y se predica; ¿no es eso de nuestra incumbencia?

—No ha estado usted ni en los rezos ni en los sermones, señora, si me he fijado bien. Me refería a la política. William Farren, aquí presente, estaba hablando de eso, si no me equivoco.

—Bien, ¿y qué? La política es una de nuestras preocupaciones habituales, Joe. ¿No sabe que leo el periódico todos los días y dos los domingos?

—Supongo que leerá los anuncios de bodas, y los asesinatos y accidentes, y cosas parecidas, ¿no, señorita?

—Leo los artículos de fondo, Joe, y las informaciones del extranjero, y repaso los precios del mercado. En resumen, leo lo mismo que cualquier caballero.

Por su expresión, Joe parecía pensar que las palabras de Shirley eran como los graznidos de una urraca. Su réplica fue un desdeñoso silencio.

—Joe —prosiguió la señorita Keeldar—, aún no he podido averiguar si eres whig o tory. Dime, por favor, ¿qué partido tiene el honor de contar con tu adhesión?

—Es difícil explicarse cuando uno no está seguro de ser comprendido —fue la altanera respuesta de Joe—, pero, en cuanto a lo de ser tory, antes preferiría ser una vieja, o una mujer joven, que es cosa aún más endeble. Son los tories los que siguen con esta guerra y arruinan el comercio, y si he de ser de algún partido (aunque todos los partidos políticos son tonterías), será del que es más favorable a la paz y, en consecuencia, a los intereses mercantiles de este país.

—También yo, Joe —dijo Shirley, a la que complacía en extremo provocar al vigilante insistiendo en hablar sobre asuntos en los que, según opinión de Joe, ella, como mujer, no tenía derecho a meterse—. Al menos en parte; siento también cierta inclinación por los intereses agrícolas, y buenas razones hay para ello, puesto que no deseo ver Inglaterra sometida a Francia y, si bien una parte de mis rentas procede de la fábrica del Hollow, la que procede de las tierras que la rodean aún es mayor. No sería bueno tomar medidas que perjudicaran a los agricultores, ¿no cree, Joe?

—El relente de la noche no es saludable para las mujeres —comentó Joe.

—Si es por mí por quien se preocupa, puedo asegurarle que soy insensible al frío. No me importaría turnarme con usted para vigilar la fábrica en una de estas noches veraniegas, armada con su mosquete, Joe.

El mentón de Joe Scott era bastante prominente; al oír estas palabras lo adelantó unos centímetros más de lo habitual.

—Pero, volviendo a mis ovejas —prosiguió ella—, aunque soy pañera y dueña de una fábrica, además de agricultora, se me ha metido en la cabeza la idea de que nosotros los industriales y personas de negocios algunas veces somos un poco… muy egoístas y cortos de miras, que nos importa muy poco el sufrimiento humano, y que nuestra codicia nos vuelve despiadados. ¿No está de acuerdo conmigo, Joe?

—No se puede discutir con quien no puede entenderte —fue de nuevo la respuesta.

—¡Es usted un hombre enigmático! Su patrón discute conmigo algunas veces, Joe; no es tan inflexible como usted.

—Quizá no; cada cual es como es.

—Joe, ¿cree usted sinceramente que toda la sabiduría del mundo reside en las cabezas de los hombres?

—Creo que las mujeres son una raza voluble y terca; y siento un gran respeto por las doctrinas que nos enseñan en el capítulo segundo de la Primera Epístola de san Pablo a Timoteo.

—¿Qué doctrinas, Joe?

—«Que las mujeres escuchen en silencio las instrucciones con entera sumisión. Pues no permito a la mujer enseñar ni tomar autoridad sobre el marido; mas estese callada. Ya que Adán fue formado el primero, y después Eva».

—¿Qué tiene eso que ver con los negocios? —alegó Shirley—. Más bien suena a derechos de primogenitura. Se lo comentaré al señor Yorke la próxima vez que lance invectivas contra tales derechos.

—«Y —añadió Joe Scott— Adán no fue engañado, mas la mujer, engañada, fue causa de la prevaricación».

—¡Mayor vergüenza la suya, que pecó con los ojos abiertos! —exclamó la señorita Keeldar—. A decir verdad, Joe, le confieso que siempre me ha intranquilizado ese capítulo: me desconcierta.

—Es muy sencillo, señorita: quien entienda que lo lea.

—Puede leerlo a su manera —comentó Caroline, uniéndose a la conversación por primera vez—. Supongo que admitirá el derecho a la interpretación personal, Joe.

—¡A fe mía que sí! Lo admito y lo exijo para cada renglón de la sagrada Biblia.

—¿Y las mujeres pueden ejercerlo igual que los hombres?

—No; las mujeres deben aceptar la opinión de sus maridos, tanto en política como en religión: es más saludable para ellas.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamaron Shirley y Caroline al unísono.

—Seguro; no hay la menor duda —insistió el tozudo vigilante.

—Dese por censurado y avergüéncese de un comentario tan estúpido —dijo la señorita Keeldar—. Es lo mismo que si dijera que los hombres deben aceptar la opinión de sus sacerdotes sin someterla a examen. ¿Qué valor puede tener una religión así adoptada? No sería más que superstición ciega y embrutecida.

—¿Y cómo interpreta usted, señorita Helstone, esas palabras de san Pablo?

—¡Ejem! Yo… yo las explico de este modo: escribió ese capítulo para una congregación de cristianos en particular y en circunstancias peculiares, y, además, yo diría que si pudiera leer el texto griego original, encontraría que muchas de las palabras se han traducido mal, o no se han entendido en absoluto. No me cabe la menor duda de que, con un poco de ingenio, podría darse la vuelta a todo el pasaje y hacer que dijera: «Que la mujer hable siempre que crea conveniente hacer una objeción; se permite a la mujer enseñar y ejercer autoridad. El varón, mientras tanto, haría mejor en guardar silencio», etcétera.

—Eso no se sostiene, señorita.

—Yo diría que sí. El tinte de mis ideas es más duradero que el de las suyas, Joe. Señor Scott, es usted una persona absolutamente dogmática, y siempre lo ha sido; prefiero a William.

—Joe cambia mucho en su casa —dijo Shirley—. Yo lo he visto más pacífico que un cordero. No hay un marido mejor en todo Briarfield. Con su mujer no es nada dogmático.

—Mi mujer es modesta y muy trabajadora; el tiempo y las penalidades le han quitado toda la vanidad; pero ése no es su caso, señoritas. Y además, creen saber mucho, pero tengo para mí que no son más que frivolidades lo que conocen. Puedo hablar de un día, hace un año, en que la señorita Caroline entró en la oficina de contabilidad mientras yo estaba empaquetando algo detrás del escritorio grande, y no me vio. Y le enseñó una pizarra con una suma al patrón: no era más que una suma insignificante que nuestro Harry habría hecho en dos minutos. Ella no sabía hacerla; tuvo que enseñarle el señor Moore, y aun así no lo entendió.

—¡Tonterías, Joe!

—No, no son tonterías. Y la señorita Shirley, aquí presente, pretende escuchar al patrón cuando habla de comercio tan atentamente como si no se perdiera una sola palabra y todo estuviera tan claro como si lo viera en uno de sus espejos; y, mientras tanto, no deja de asomarse a la ventana para ver si la yegua se está quieta, y luego se mira una salpicadura del traje de montar, y luego se fija en las telarañas y el polvo de la oficina de contabilidad y piensa que somos gente sucia y que se dará un maravilloso paseo a caballo por el ejido de Nunnely. De lo que dice el señor Moore no se enteraría menos si hablara en hebreo.

—Joe, eso no son más que calumnias. Le replicaría como merece si no fuera porque la gente empieza a salir de la iglesia; tenemos que dejarle. Adiós, hombre lleno de prejuicios. Adiós, William. Niñas, venid a Fieldhead mañana y elegiréis lo que mejor os parezca de la despensa de la señora Gill.

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