Shirley

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CAPÍTULO XX

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CAPÍTULO XX

EL MAÑANA

Las dos muchachas no encontraron un alma viviente en su camino de vuelta a la rectoría. Entraron en ella sin hacer ruido y subieron la escalera sin ser oídas: el amanecer les procuró la luz que necesitaban. Shirley fue en busca de su cama inmediatamente y, aunque la habitación le era desconocida —pues nunca antes había dormido en la rectoría— y la escena reciente no tenía parangón con ninguna otra que hasta entonces le hubiera tocado en suerte presenciar, por la emoción y el terror experimentados, a pesar de todo, en cuanto apoyó la cabeza en el almohadón, un sueño profundo y reparador cerró sus ojos y apaciguó sus sentidos.

Una salud perfecta era el envidiable don de Shirley; si bien era cariñosa y comprensiva, no era nerviosa: las emociones intensas podían despertar y alterar su espíritu sin agotarlo; la tempestad la agitaba y trastornaba mientras duraba, pero no doblegaba su flexibilidad ni marchitaba su frescura. De igual modo que cada día suponía nuevas emociones y estímulos, cada noche le proporcionaba un descanso vigorizante. Caroline la contempló mientras dormía y leyó la serenidad de su espíritu en la belleza de su hermoso semblante.

En cuanto a ella, que era de un temperamento distinto, no pudo dormir. La sencilla emoción del té y de la fiesta escolar habría bastado por sí sola para que pasara una noche agitada; no era probable que el efecto del terrible drama que acababa de representarse ante sus ojos se disipara en unos días. Fue inútil incluso intentar recostarse; se sentó, pues, junto a Shirley, y contó los lentos minutos mientras contemplaba la ascensión del sol de junio en el cielo.

La vida se consume rápidamente si se vela toda la noche con la frecuencia excesiva con que lo hacía Caroline en los últimos tiempos; son vigilias en las que el espíritu —privado de un agradable alimento, sin el maná de la esperanza, sin la miel de los recuerdos felices— intenta vivir de la exigua dieta de los deseos y, al no obtener de ella ni disfrute ni sustento, sintiéndose presto a perecer por un apetito voraz, recurre a la filosofía, a la fuerza de voluntad, a la resignación; invoca a esos dioses para pedirles ayuda, los invoca en vano: ni lo oyen, ni lo ayudan, y languidece.

Caroline era cristiana; por lo tanto concebía en su aflicción muchas plegarias según el credo cristiano, que rezaba con profunda seriedad, rogando que se le concediera paciencia, fortaleza y consuelo. Este mundo, sin embargo, todos lo sabemos, es un valle de lágrimas y, pese a los resultados favorables que hubieran podido producir sus peticiones, le parecía que no se escuchaban ni atendían. Creía, a veces, que Dios le había vuelto la espalda. En algunos momentos era calvinista y, hundiéndose en el abismo de la desesperación religiosa, veía cernerse sobre ella la condena de la reprobación.

La mayoría de las personas pasan por un período o períodos en la vida en los que se sienten abandonados, en los que, tras haber mantenido viva la esperanza contra toda posibilidad, viendo aplazado el día de su cumplimiento a pesar de todo, acaban con el corazón realmente enfermo. Es un momento terrible, pero a menudo es esa caída en la más absoluta negrura la que precede a un nuevo amanecer, ese punto de inflexión del año en que el helado viento de enero barre la tierra yerma trayendo consigo, a la vez, el lamento del invierno que se va y el preludio de la primavera que llega. Sin embargo, los pájaros muertos de frío no comprenden las ráfagas que los hacen temblar; la misma incapacidad tiene el alma sufriente para reconocer, en el momento de su mayor aflicción, el alba que la ha de liberar. No obstante, no deje el que sufre de confiar en el amor y la fe en Dios: Dios jamás le engañará, jamás lo abandonará del todo. «A quien Él ama, Él lo castiga». Éstas son palabras ciertas, y no deberían ser olvidadas.

En la casa se detectó por fin movimiento: las sirvientas se habían levantado; abajo se abrían los postigos. Cuando abandonó la cama, que para ella no había sido más que un lecho de espinos, Caroline sintió ese resurgir del espíritu que el retorno del día, de la actividad, produce en todos aquellos que no han desesperado por completo ni se están muriendo: se vistió con esmero, como de costumbre, procurando arreglarse el peinado y el atuendo de manera de que no fuera visible exteriormente la extrema melancolía de su corazón; cuando las dos estuvieron vestidas, tenía un aspecto tan fresco como el de Shirley, pero la mirada de la señorita Keeldar era vivaz, y la de la señorita Helstone era lánguida.

—Hoy tengo muchas cosas que decirle al señor Moore —fueron las primeras palabras de Shirley, y en su rostro se notaba que la vida para ella estaba llena de interés, expectación y ocupaciones—. Tendrá que aguantar mi interrogatorio —añadió—: Estoy segura de que cree haber sido más listo que yo. Así es como los hombres tratan a las mujeres, ocultándoles el peligro, pensando, supongo, que así les ahorran sufrimiento. Ellos creen que no sabemos dónde estuvieron anoche; nosotras sabemos que ellos no imaginan dónde estuvimos nosotras. Creo que a los hombres les parece que el cerebro de las mujeres es como el de los niños. Claro que en eso se equivocan.

Esto lo decía mientras se miraba en el espejo y hacía tirabuzones con sus cabellos, ondulados de por sí, enrollándolos en torno a los dedos. Volvió a sacar a colación el mismo tema cinco minutos después, mientras Caroline le abotonaba el vestido y le abrochaba el fajín.

—Si los hombres pudieran vernos como realmente somos, se asombrarían; pero los hombres más inteligentes y agudos se engañan a menudo con respecto a las mujeres: no saben verlas a su auténtica luz, no las entienden, ni para bien ni para mal: la mujer que consideran buena es una cosa extraña, medio ángel, medio muñeca; la mujer que creen mala es casi siempre un demonio. ¡Tener que oír, además, cómo se extasían con las creaciones de otros, adorando a la heroína de tal poema, novela u obra teatral, tachándola de hermosa, de divina! Hermosa y divina puede que lo sea, pero casi siempre es totalmente artificial, falsa como la rosa de mi mejor sombrero, que tengo aquí. Si dijera lo que pienso sobre este asunto; si diera mi verdadera opinión sobre algunos de los principales personajes femeninos de obras de primera categoría, ¿dónde estaría? Muerta bajo un montón de piedras vengadoras en media hora.

—Shirley, hablas y te mueves tanto que no puedo abrocharte; estate quieta. Y, al fin y al cabo, las heroínas de los escritores son casi tan buenas como los héroes de las escritoras.

—En absoluto, las mujeres interpretan a los hombres con mayor veracidad que los hombres a las mujeres. Lo demostraré en una revista algún día, cuando tenga tiempo; pero no lo incluirían; lo rechazarían dándome las gracias y tendría que ir a recogerlo al periódico.

—Desde luego. No podrías hacer un artículo inteligente, porque no tienes los conocimientos necesarios. No eres una persona culta, Shirley.

—Dios sabe que no puedo contradecirte, Cary: soy tan ignorante como una piedra. Me queda el consuelo de saber que tú no eres mucho mejor.

Bajaron a desayunar.

—Me gustaría saber qué tal han pasado la noche la señora Pryor y Hortense Moore —dijo Caroline mientras preparaba el café—. ¡Qué egoísta soy! No había pensado en ellas hasta ahora; habrán oído todo el tumulto, con lo cerca que están Fieldhead y la casa del Hollow, y Hortense es asustadiza para esas cosas, como sin duda lo es la señora Pryor.

—Créeme, Lina. Moore se las habrá ingeniado para alejar a su hermana. Hortense se fue ayer con la señorita Mann a su casa; seguro que su hermano le pidió que se quedara con ella a pasar la noche. En cuanto a la señora Pryor, reconozco que estoy intranquila, pero dentro de media hora iremos a verla.

A aquella hora la noticia de lo ocurrido en el Hollow se había extendido por toda la zona. Fanny, que había ido a Fieldhead en busca de leche, regresó a toda prisa, jadeante, y explicó que se había librado una batalla en la fábrica del señor Moore por la noche, y que, a decir de algunos, habían muerto veinte hombres. Mientras Fanny estaba ausente, el mozo del carnicero había informado a Eliza de que la fábrica había ardido hasta los cimientos. Ambas mujeres irrumpieron en el gabinete para anunciar estos terribles sucesos a las señoritas, y finalizaron su relato claro y preciso con la afirmación de que estaban seguras de que el rector debía de haber tomado parte en todo aquello; estaban convencidas de que él y Thomas, el sacristán, debían de haberse unido al señor Moore y a los soldados. Tampoco se sabía nada del señor Malone en su alojamiento desde la tarde del día anterior, y la mujer y los hijos de Joe Scott estaban angustiadísimos, preguntándose qué había sido del cabeza de familia.

Apenas se había transmitido esta información cuando unos golpes en la puerta de la cocina anunciaron al recadero de Fieldhead, que llegaba a la carrera con una nota de la señora Pryor. Escrita apresuradamente, instaba a la señorita Keeldar a regresar de inmediato, pues parecía probable que la casa y sus aledaños se encontraran en una gran confusión, y habrían de darse órdenes que sólo la dueña podía determinar. En la posdata se rogaba que no dejara sola a la señorita Helstone en la rectoría; era mejor, sugería, que la acompañara.

—En eso opinamos lo mismo —dijo Shirley mientras se ataba el sombrero, y luego corrió en busca del de Caroline.

—Pero ¿qué harán Fanny y Eliza? ¿Y si regresa mi tío?

—Tu tío aún tardará en volver; tiene otros asuntos que atender. Se pasará el día al galope, yendo y viniendo de Stilbro, para despertar a magistrados y oficiales del ejército; la mujer de Joe Scott y la del sacristán pueden hacer compañía a Fanny y Eliza. Además, claro está, no hay que temer ya ningún peligro inminente: pasarán varias semanas antes de que los alborotadores puedan volver a causar disturbios, o a planear un nuevo ataque; además, o mucho me equivoco, o Moore y el señor Helstone aprovecharán la insurrección de anoche para sofocarla por completo: infundirán el temor a las autoridades de Stilbro para obligarlas a tomar medidas drásticas. Sólo espero que no sean demasiado severos, que no persigan a los vencidos con demasiado rigor.

—Robert no será cruel; ya lo vimos anoche —dijo Caroline.

—Pero será implacable —replicó Shirley—, y también tu tío.

Mientras recorrían a toda prisa el prado y el sendero que atravesaba los sembrados hasta Fieldhead, las dos jóvenes vieron la carretera distante animada por un inusitado tránsito de jinetes y caminantes que se dirigían al Hollow, por lo general solitario. Al llegar a la casa solariega encontraron abierta la verja de la parte posterior, y el corral y la cocina parecían atestados de hombres, mujeres y niños, muy agitados, que habían ido en busca de leche, y a los que la señora Gill, el ama de llaves, intentaba persuadir inútilmente de que cogieran sus cántaros y se marcharan. (Eso era, por cierto, costumbre en el norte de Inglaterra que los labriegos de la finca de un terrateniente se proveyeran de leche y mantequilla de la vaquería de la casa solariega, en cuyos pastos solía alimentarse un rebaño de vacas lecheras para uso general. La señorita Keeldar era dueña de tal rebaño: todas vacas Craven de grandes papadas, criadas con la dulce hierba y las límpidas aguas del hermoso Airedale[112]; estaba muy orgullosa de su lustroso aspecto y su magnífico estado). Haciéndose cargo de la situación, y comprendiendo que era deseable despejar la propiedad de curiosos, Shirley se acercó a los grupos de chismosos. Les deseó los buenos días con sincera desenvoltura: era una característica natural de sus modales cuando se dirigía a una pequeña multitud, sobre todo si ésta pertenecía a la clase trabajadora; era más fría entre sus iguales, y orgullosa con los que estaban por encima de ella. Les preguntó si a todos les habían dado la leche y, cuando le contestaron que sí, añadió que no sabía entonces a qué estaban esperando.

—Estábamos aquí charlando sobre esa batalla que ha habido en su fábrica, señora —respondió un hombre.

—¡Charlando! ¡Muy propio! —dijo Shirley—. Es extraño que todo el mundo sea tan aficionado a la charla: charlan si se muere alguien de repente; si se declara un incendio; si el dueño de una fábrica se va a la quiebra; si es asesinado. ¿Qué se consigue con tanta charla?

No hay nada que guste más a la clase baja que una regañina sincera y jovial. Desprecian grandemente los halagos; les gustan los insultos honrados. Ellos lo llaman hablar claro, y disfrutan sinceramente siendo el blanco. La rudeza campechana del saludo de la señorita Keeldar le granjeó la atención de todos en un instante.

—No somos peores que otros que están por encima de nosotros, ¿no? —preguntó un hombre, sonriente.

—Ni tampoco mejores; a ustedes, que deberían ser modelos de industriosidad, les gustan tanto los chismorreos como a los vagos. A la gente rica y distinguida que no tiene nada que hacer se le puede disculpar en parte que malgasten el tiempo de esa manera; ustedes, que tienen que ganarse el pan con el sudor de su frente, no tienen excusa posible.

—Eso sí que es curioso, señora. ¿No merecemos ninguna fiesta porque trabajamos mucho?

—Nunca —fue la pronta respuesta—; a menos —añadió la «señora», con una sonrisa que contradecía la severidad de su discurso—, a menos que sepan usarla mejor que juntándose para tomar té y ron, si son mujeres, o para tomar cervezas y fumar en pipa, si son hombres, y contar chismes a expensas de sus vecinos. Vamos, amigos —agregó, cambiando en el acto de la aspereza a la cortesía—, háganme el favor de recoger sus cántaros y márchense a casa. Espero varias visitas hoy y sería molesto que las avenidas de entrada a la casa estuvieran llenas de gente.

Los naturales de Yorkshire se muestran tan complacientes ante la persuasión como tercos ante la coacción: el corral se vació en cinco minutos.

—Gracias, y adiós, amigos —dijo Shirley, cerrando las puertas del tranquilo patio.

¡Bueno, que se atreva el más refinado de los cockneys a encontrar defectos en los modales de Yorkshire! Si se les diera la consideración que merecen, la mayoría de muchachos y muchachas de West-Riding serían señoras y caballeros de los pies a la cabeza; sólo cuando reaccionan contra el amaneramiento endeble y la pomposidad fútil de los supuestos aristócratas se amotinan.

Las dos señoritas entraron por la puerta de atrás y pasaron por la cocina (o «casa», como se llama a la cocina interior) en dirección al vestíbulo. La señora Pryor bajó corriendo la escalinata de roble para recibirlas. Era un manojo de nervios: su cutis, por lo general sanguíneo, estaba pálido; sus azules ojos, habitualmente plácidos, aunque tímidos, no dejaban de moverse, intranquilos, alarmados. Sin embargo, no prorrumpió en exclamaciones ni se lanzó a explicar precipitadamente lo que había ocurrido. El sentimiento que había predominado en su corazón durante el transcurso de la noche y seguía predominando por la mañana era de descontento consigo misma por no ser más firme, por no tener más aplomo ni sentirse con fuerzas para estar a la altura de las circunstancias.

—Ya saben —empezó con voz temblorosa y, sin embargo, poniendo el mayor de los cuidados en evitar la exageración en lo que iba a decir— que un grupo de amotinados ha atacado la fábrica del señor Moore esta noche; desde aquí hemos oído perfectamente la confusión y los disparos; no hemos dormido. Ha sido una noche triste; la casa ha estado muy agitada toda la mañana con las idas y venidas de la gente; los sirvientes han acudido a mí para que diera órdenes y disposiciones, que yo no me sentía autorizada a dar. Según creo, el señor Moore ha enviado a pedir comida para los soldados y los demás defensores de la fábrica, y también lo necesario para atender a los heridos. Yo no podía aceptar la responsabilidad de dar órdenes o tomar medidas. Me temo que el retraso pueda haber sido perjudicial en algunos casos, pero ésta no es mi casa. No estaba aquí, mi querida señorita Keeldar, ¿qué podía hacer yo?

—¿No se ha enviado comida? —preguntó Shirley, y su semblante, tan claro, favorable y sereno hasta entonces, incluso cuando regañaba a los que habían ido a por leche, se ensombreció y encendió de repente.

—Creo que no, querida.

—¿Y no se ha enviado nada a los heridos, ni vendas, ni vino, ni ropa de cama?

—Creo que no. No sé qué habrá hecho la señora Gill, pero en ese momento a mí me ha parecido imposible atreverme a disponer de sus propiedades enviando suministros a los soldados; las provisiones para una compañía de soldados deben de ser ingentes; no me he atrevido a preguntar cuántos eran, pero no podía permitirles que saquearan la casa, por así decirlo. Yo quería hacer lo correcto, pero reconozco que no veía las cosas claras.

—Pues bien que lo estaban. Esos soldados han arriesgado la vida en defensa de mi propiedad; supongo que tienen derecho a mi gratitud. Los heridos son nuestros semejantes; supongo que deberíamos ayudarlos. ¡Señora Gill!

Shirley se dio la vuelta y llamó al ama de llaves con un tono más autoritario que amable. Su voz resonó a través del grueso revestimiento de roble del vestíbulo y de las puertas de la cocina con mayor efectividad que la llamada de una campanilla. La señora Gill, que estaba muy ocupada en la elaboración del pan, llegó con manos y delantal manchados por las tareas culinarias, pues no se había atrevido a entretenerse limpiándose la masa de las primeras ni sacudiéndose la harina del segundo. Su señora jamás había llamado a un sirviente con ese tono salvo en una ocasión anterior, y había sido el día en que había visto desde la ventana a Tartar enzarzado en una pelea con los perros de dos farderos que lo igualaban en tamaño, si no en coraje, y a los dueños animando a sus animales, mientras que el suyo estaba solo. Entonces Shirley había llamado a John como si realmente el día del Juicio Final fuera inminente, y ni siquiera había esperado a que llegara, sino que había salido al sendero sin sombrero y, después de informar a los farderos de que los consideraba menos hombres que a las tres bestias que daban vueltas y se atacaban en medio de una nube de polvo, había rodeado con las manos el grueso cuello del chucho más grande y había puesto todo su empeño en ahogarlo para que soltara el ojo desgarrado y sangrante de Tartar, ya que le había clavado los colmillos vengativos justo por encima y por debajo de este órgano. Al instante acudieron cinco o seis hombres en su ayuda, pero ella no se lo agradeció nunca: «Podrían haber venido antes, si su intención hubiera sido buena», dijo. No habló con nadie durante el resto del día; estuvo sentada cerca de la chimenea del vestíbulo hasta la noche, vigilando y cuidando de Tartar, que yacía a sus pies sobre una estera, ensangrentado, rígido e hinchado. De vez en cuando dejaba escapar unas lágrimas furtivas y murmuraba dulces palabras de pesar y de cariño en un tono musical que el viejo y marcado guerrero canino agradecía lamiéndole la mano o la sandalia cuando no se lamía sus propias heridas. En cuanto a John, su señora mantuvo una actitud glacial y no le dirigió la palabra durante varias semanas.

La señora Gill, que recordaba aquel incidente, se presentó «toda temblorosa», como ella misma decía. Con voz firme y escueta, la señorita Keeldar procedió a formular preguntas y a dar órdenes. Su espíritu altanero se sentía herido en lo más vivo por la inhospitalidad demostrada por Fieldhead en momentos como aquéllos, como si fuera la casucha de un avaro, y su indignado orgullo se notaba en el movimiento de su pecho, que se agitaba furiosamente bajo el encaje y las sedas que lo ocultaban.

—¿Cuánto tiempo hace que llegó el mensaje de la fábrica?

—Menos de una hora, señora —respondió el ama de llaves con tono apaciguador.

—¡Menos de una hora! Eso es como decir que hace menos de un día. A estas alturas habrán recurrido ya a algún otro. Envíe a un hombre inmediatamente a decir que todo lo que contiene esta casa está al servicio del señor Moore, el señor Helstone y los soldados. ¡Que eso sea lo primero!

Mientras se cumplía esta orden, Shirley se alejó de sus amigas para acercarse a la ventana del vestíbulo, y allí se quedó, silenciosa e inabordable. Cuando volvió la señora Gill, se dio la vuelta: sus mejillas tenían el rubor púrpura que imprime una emoción dolorosa en un cutis pálido; su mirada despedía la chispa que el desagrado enciende en unos ojos oscuros.

—Que suban todo lo que haya en la despensa y en la bodega, lo carguen en los carros del heno y lo lleven al Hollow. Si resulta que no hay más que una pequeña cantidad de pan y de carne en la casa, que vayan al carnicero y al panadero y les pidan que envíen todo lo que tengan. Yo misma iré a comprobarlo.

Shirley salió.

—Todo irá bien: dentro de una hora se le habrá pasado —susurró Caroline a la señora Pryor—. Vaya arriba, querida señora —añadió afectuosamente—, e intente conservar la calma. Lo cierto es que Shirley se culpará más a sí misma que a usted antes de que termine el día.

A fuerza de insistir y persuadirla amablemente, la señorita Helstone consiguió tranquilizar a la agitada señora. Tras acompañarla a su habitación y prometerle que volvería con ella cuando todo estuviera arreglado, Caroline la dejó para ver, como explicó ella misma, «si podía ser útil». Al poco rato descubría que podía ser muy útil, pues la servidumbre de Fieldhead no era en modo alguno numerosa, y en aquel momento su señora tenía tareas más que suficientes para todos sus empleados y para sí misma. La delicada amabilidad y la habilidad con que Caroline se sumó al ama de llaves y a las doncellas —algo asustadas todas ellas por el desacostumbrado mal humor de su señora— tuvieron un efecto benéfico inmediato: ayudó a las sirvientas y aplacó a la señora. Una mirada casual y una sonrisa de Caroline movió a Shirley a responder con otra sonrisa. Caroline subía por la escalera de la bodega con una pesada cesta.

—¡Esto es una vergüenza! —exclamó Shirley, corriendo hacia ella—. Te darán calambres en los brazos.

Le cogió la cesta de las manos y la sacó al corral personalmente. El ataque de mal genio se había disipado cuando volvió; el destello de sus ojos se había derretido; el ceño había desaparecido: recobró su actitud de siempre con los que la rodeaban, cordial y risueña, calmando el ánimo soliviantado con cierta vergüenza por su injusta cólera.

Estaba supervisando el cargamento del carro cuando entró un caballero en el patio y se acercó antes de que ella notara su presencia.

—Espero que la señorita Keeldar se encuentre bien esta mañana —dijo, examinando significativamente el rostro aún encendido de Shirley.

Ella lo miró y luego volvió a agacharse para reanudar su tarea, sin responder. Una agradable sonrisa pendía de sus labios, pero la disimuló. El caballero repitió el saludo, inclinándose a su vez para que llegara a oídos de Shirley con mayor facilidad.

—Muy bien cuando se porta bien —fue la respuesta—, y estoy segura de que podría decirse lo mismo del señor Moore. A decir verdad, no estoy preocupada por él; se merece un pequeño revés; su conducta ha sido… digamos extraña por ahora, hasta que tengamos tiempo de describirla con un epíteto más exacto. Mientras tanto, ¿puedo preguntar qué le trae por aquí?

—El señor Helstone y yo acabamos de recibir su mensaje de que todo lo que hay en Fieldhead está a nuestro servicio. Hemos creído, por los ilimitados términos de la cortés indicación, que se lo tomaba usted demasiado a pecho: veo que nuestras conjeturas eran correctas. Recuerde que no somos un regimiento, sólo media docena de soldados e igual número de civiles.

Permítame que reduzca el exceso de suministros.

La señorita Keeldar se ruborizó, al tiempo que se reía de su excesiva generosidad y de sus cálculos totalmente desproporcionados. Moore rió también, aunque muy por lo bajo, y con el mismo tono ordenó que descargaran un sinfín de cestas del carro y volvió a enviar numerosas vasijas a la bodega.

—Tengo que contarle esto al rector —dijo Moore—. Él lo convertirá en una buena historia. ¡Qué excelente abastecedor para el ejército habría sido la señorita Keeldar! —Volvió a reír y añadió—: Exactamente lo que yo había imaginado.

—Debería estarme agradecido —dijo Shirley—, en lugar de burlarse de mí. ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía medir sus apetitos, o calcular su número? Por lo que yo sabía, podrían haber sido cincuenta por lo menos los que necesitaban avituallarse. No me había dicho usted nada. Además, una petición para aprovisionar soldados sugiere de por sí grandes cantidades.

—Eso parece —dijo Moore, lanzando otra de sus miradas tranquilas y penetrantes a la perpleja Shirley—. Bien —prosiguió, dirigiéndose al carretero—, creo que ya puede llevar lo que queda al Hollow. Su carga será algo más ligera de la que la señorita Keeldar le destinaba.

Cuando el vehículo salió rodando con estrépito del patio, Shirley recobró su aplomo y preguntó por el estado de los heridos.

—No ha habido ningún herido de nuestro bando —contestó Moore.

—Le han herido a usted en la sien —intercaló una voz rápida y baja, la de Caroline, que, habiéndose retirado hacia la sombra de la puerta y detrás de la figura corpulenta de la señora Gill, había pasado desapercibida a Moore hasta entonces.

Cuando habló, los ojos de Robert escudriñaron la oscuridad de su refugio.

—¿Es grave la herida? —preguntó ella.

—No más de lo que sería si tú te pincharas el dedo con la aguja al coser.

—Levántate los cabellos y déjanoslo ver.

Moore se quitó el sombrero e hizo lo que se le pedía, dejando al descubierto tan sólo un delgado emplasto. Caroline le indicó que estaba satisfecha con un leve movimiento de cabeza y desapareció en el claro oscuro del interior.

—¿Cómo sabía que estaba herido? —preguntó Moore.

—Por algún rumor que habrá oído, sin duda. Pero es demasiado buena preocupándose por usted. En cuanto a mí, era en sus víctimas en las que pensaba cuando he preguntado por los heridos. ¿Qué daños han sufrido sus oponentes?

—Uno de los alborotadores, o víctimas, como los llama usted, ha muerto, y otros seis están heridos.

—¿Qué ha hecho con ellos?

—Lo que usted aprobará sin reservas. Se les ha procurado asistencia médica inmediatamente y, tan pronto como consigamos un par de carros cubiertos y paja limpia, los trasladaremos a Stilbro.

—¡Paja! Necesitan colchones y ropas de cama. Enviaré mi carro ahora mismo con todo lo necesario. Y estoy segura de que el señor Yorke mandará el suyo.

—Supone bien, ya nos lo ha ofrecido; y la señora Yorke, que al igual que usted parece dispuesta a considerar a los alborotadores como mártires y a mí, y especialmente al señor Helstone, como asesinos, está en este momento, según creo, absolutamente entregada a la tarea de equiparlo con colchones de plumas, almohadones, mantas, etcétera. A las víctimas no les faltan atenciones, se lo prometo. El señor Hall, su párroco favorito, lleva con ellos desde las seis de la mañana, exhortándolos, rezando con ellos, atendiéndolos incluso como una enfermera; y la buena amiga de Caroline, la señorita Ainley, esa solterona tan poco agraciada, ha enviado un surtido de hilas y vendas, en igual proporción a lo que otra señora ha enviado en buey y vino.

—Eso servirá. ¿Dónde está su hermana?

—A salvo. Hice que se quedara en casa de la señorita Mann. Esta misma mañana se han ido las dos a Wormwood Wells (un conocido balneario[113]), y pasarán allí unas semanas.

—¡Y el señor Helstone hizo que yo me quedara en la rectoría! ¡Ustedes los caballeros se creen muy listos! Los invito sinceramente a que reciban esta idea, y espero que disfruten de su sabor mientras la rumian. Agudos y astutos, ¿por qué no son también omniscentes? ¿Cómo es que ocurren cosas ante sus mismas narices de las que nada sospechan? Así debe de ser, de lo contrario no existiría la exquisita gratificación de superarlos en estrategia. ¡Ah!, amigo, puede buscar la respuesta en mi rostro, pero no la encontrará.

Ciertamente Moore no parecía capaz de encontrarla.

—Me considera un peligroso ejemplar de mi sexo, ¿no es cierto?

—Peculiar, cuando menos.

—Pero Caroline ¿es peculiar?

—A su modo… sí.

—¡Su modo! ¿Cuál es su modo?

—Usted la conoce tan bien como yo.

—Y, conociéndola, afirmo que no es excéntrica ni difícil de manejar, ¿no?

—Eso depende…

—Sin embargo, no hay nada masculino en ella.

—¿Por qué pone tanto énfasis al decir ella? ¿La considera opuesta a usted en ese aspecto?

—Usted sí, sin duda, pero eso no importa. Caroline no es masculina, ni lo que llaman una mujer con carácter.

—Yo la he visto encendida de cólera.

—También yo, pero no con fuego masculino: no era más que un resplandor breve, vivido y tembloroso que prendía, brillaba, se desvanecía…

—Y la dejaba asustada de su propia osadía. Esa descripción sirve para otros, además de Caroline.

—Lo que pretendo establecer es que la señorita Helstone, aunque amable, dócil y sincera, es perfectamente capaz de desafiar incluso a la sagacidad del señor Moore.

—¿Qué han estado haciendo ustedes dos? —preguntó Moore súbitamente.

—¿Ha desayunado?

—¿Qué misterio se traen entre manos?

—Si tiene hambre, la señora Gill le dará algo de comer. Vaya al gabinete de roble y toque la campanilla; le servirán como en una posada. O, si lo prefiere, vuelva al Hollow.

—No tengo alternativa: debo regresar. Buenos días. En cuanto tenga un momento libre, vendré otra vez a verla.

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