Shirley

Shirley


CAPÍTULO XXVII

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—Y quisiste abandonar Sympson-Grove inmediatamente. Metiste tus cosas en el baúl y papá las sacó; mamá lloraba, la señora Pryor lloraba; las dos se retorcían las manos y te suplicaban que fueras paciente, y tú te arrodillaste en el suelo junto a tus cosas y tu baúl volcado, Shirley, con expresión… con expresión… bueno, la de uno de tus accesos de cólera. En esos casos no tuerces el gesto, sino que tus facciones, aunque paralizadas, siguen siendo absolutamente hermosas; no pareces enfadada, si acaso resuelta e impaciente. Sin embargo, uno percibe que, en momentos así, cualquier obstáculo que se arrojara en tu camino se partiría en dos como tocado por un rayo. Papá se amilanó y llamó al señor Moore.

—Basta, Henry.

—No, no basta. No sé bien cómo se las arregló el señor Moore, sólo recuerdo que insinuó a papá que le volvería a dar un ataque de gota si se acaloraba, luego se dirigió con calma a las señoras y consiguió que se fueran, y después te dijo, señorita Shirley, que no serviría de nada hablarte o darte un sermón en aquel momento, pero que acababan de llevar la bandeja del té a la sala de estudios y que estaba sediento, y que le alegraría que dejaras tus cosas y el baúl durante un rato para servirnos una taza de té a él y a mí.

Viniste; al principio no hablabas, pero pronto se aplacó tu cólera y volviste a estar alegre. El señor Moore nos habló del continente, de la guerra y de Bonaparte, asuntos de los que a nosotros nos gustaba oírle hablar. Después del té, el señor Moore dijo que no nos separaríamos de él, que no nos perdería de vista por temor a que volviéramos a meternos en líos. Nos sentamos, uno a cada lado de él, la mar de contentos. Jamás he pasado una velada tan agradable como aquélla. Al día siguiente, señorita, te sermoneó durante una hora y dio el asunto por terminado señalándote un pasaje de Bossuet[143] para que te lo aprendieras como castigo: «Le cheval dompté». Te lo aprendiste de memoria en lugar de hacer el equipaje, Shirley. No volvimos a oírte hablar de huidas. Durante todo el año siguiente, el señor Moore no dejó de hacerte bromas sobre lo ocurrido.

—Jamás puso mayor pasión en una lección —añadió el señor Moore—. Por primera vez, me dio el placer de oír mi lengua materna hablada sin acento inglés por una joven inglesa.

—En el mes que siguió fue tan dulce como las cerezas —apuntó Henry—. Una buena disputa mejoraba siempre el carácter de Shirley.

—Hablan de mí como si no estuviera presente —dijo la señorita Keeldar, que aún no había levantado la cara.

—¿Está segura de que está presente? —preguntó Moore—. Ha habido momentos desde mi llegada en los que me he sentido tentado de preguntar a la señora de Fieldhead si sabía qué había sido de mi antigua pupila.

—Está aquí ahora.

—La veo, y con aire más que humilde. Pero no aconsejaría a Henry, ni a ningún otro, que diera demasiado crédito a la humildad de quien puede ocultar en un momento su rostro sonrojado romo una niña, y al siguiente alzarlo, pálido y altanero, como una Juno de mármol.

—Se cuenta que en la Antigüedad un hombre dio vida a la estarna que había esculpido. Puede que otros tengan el don contrario, de convertir la vida en piedra.

Moore hizo una pausa al oír este comentario antes de replicar. Su expresión, sorprendida y meditabunda a la vez, decía: «Extraña frase; ¿qué puede significar?». Le dio vueltas en la cabeza, reflexionando despacio y en profundidad, como un alemán cualquiera meditando sobre metafísica.

—Quiere decir —sugirió al fin— que algunos hombres inspiran repugnancia y, por lo tanto, convierten en piedra un corazón amable.

—¡Ingenioso! —replicó Shirley—. Si esa interpretación le satisface, es libre de considerarla válida. Me es indiferente.

Y tras estas palabras, alzó la cabeza con expresión altanera y la tonalidad marmórea de una estatua, tal como Louis la había descrito.

—¡Contemplen la metamorfosis! —dijo—. Inimaginable hasta que se produce: una simple ninfa se convierte en una diosa inaccesible. Pero no debemos defraudar a Henry, y Olimpia[144] se dignará a complacerlo. Empecemos.

—He olvidado el primer verso.

—Pero yo no. Mi memoria es buena, aunque lenta. Las simpatías y los conocimientos los adquiero con lentitud: la adquisición crece en mi cerebro y el sentimiento en mi pecho, y no es como ese fruto que brota rápidamente, pero sin estar arraigado, que se muestra apetitoso durante un tiempo, pero que madura demasiado pronto y cae. ¡Atención, Henry! La señorita Keeldar consiente en obsequiarte. «Voyez ce Cheval ardent et impétueux[145]»; así comienza.

La señorita Keeldar consintió, en efecto, en hacer el esfuerzo, pero pronto se interrumpió.

—No puedo continuar a menos que lo oiga repetido entero —dijo.

—Sin embargo, lo aprendió rápidamente. «Lo que rápido se obtiene, pronto se va» —dijo el preceptor con tono moralizante. Recitó el pasaje despacio, con claridad, enfatizando lentamente, dándole mayor efecto.

Shirley ladeó la cabeza paulatinamente mientras él recitaba. Su rostro, antes vuelto, giró hacia él. Cuando Moore terminó, retomó las palabras como de sus propios labios, imitó su tono, captó su mismo acento, hizo las pausas tal como las había hecho él, reprodujo sus maneras, su pronunciación, su expresión.

Le había llegado el turno de hacer una petición.

—Recuerde «El sueño de Atalía[146]» —rogó—, y recítelo.

Moore lo recitó; Shirley lo tomó de él; le producía un intenso placer convertir la lengua del preceptor en suya. Pidió nuevamente ser complacida; se repitieron todos los viejos pasajes escolares y, con ellos, los viejos tiempos escolares de Shirley.

Moore había repasado alguno de los mejores pasajes de Racine y de Corneille, y luego había escuchado el eco de su propia voz grave en la voz de Shirley, que se modulaba siguiendo fielmente la suya. El preceptor había recitado «La encina y la caña», esa hermosísima fábula de La Fontaine; la había recitado bien, y la pupila había aprovechado la enseñanza con gran animación. Tal vez un sentimiento, encendido por el entusiasmo, se había apoderado de ellos a un tiempo, y ya no bastaba el ligero combustible de la poesía francesa para alimentar su fuego; tal vez anhelaban avivar sus ávidas llamas con un leño de encina inglesa como tronco de Nochebuena. Moore dijo:

—¡Y éstos son nuestros mejores fragmentos! ¡Y no tenemos nada más dramático, enérgico ni natural!

Y luego sonrió y guardó silencio. Su naturaleza entera parecía serenamente iluminada: estaba de pie junto a la chimenea, con el codo apoyado en la repisa, meditando, no sin contento.

Oscurecía en aquel corto día de otoño: las ventanas de la sala de estudios —ensombrecidas por enredaderas cuyas hojas secas aún no habían barrido los fuertes vientos de octubre— apenas dejaban vislumbrar el cielo, pero el fuego arrojaba luz suficiente para conversar.

Y entonces Louis Moore se dirigió a su pupila en francés, y ella respondió al principio entre vacilaciones y risas, con frases entrecortadas. Moore la animó al tiempo que la corregía; Henry se incorporó a la lección; los dos pupilos estaban frente al maestro, enlazados por la cintura; Tartar, que hacía rato que había reclamado y obtenido la admisión, estaba sentado con aire sabio en el centro de la alfombra, contemplando las llamas que desprendían caprichosamente los pedazos de carbón entre las cenizas al rojo. Era un grupo feliz, pero…

Pleasures are like poppies spread;

you seize the flower — its bloom is shed[147].

Desde el sendero de entrada llegó el estrépito de unas ruedas.

—Es el carruaje que regresa —dijo Shirley—; la cena debe de estar ya lista, y yo no estoy vestida.

Entró una sirvienta con la bujía y el té del señor Moore, pues el preceptor y su pupilo solían hacer la comida principal a mediodía.

—El señor Sympson y las señoras han regresado —dijo la sirvienta—, y sir Philip Nunnely viene con ellos.

—¡Cómo te has sobresaltado y cómo te temblaba la mano, Shirley! —exclamó Henry cuando la sirvienta salió de la habitación tras cerrar los postigos—. Pero yo sé por qué, ¿usted no, señor Moore? Sé lo que pretende papá. Es un feo hombrecillo, ese sir Philip. Ojalá no hubiera venido, ojalá mis hermanas y todos los demás se hubieran quedado en De Walden Hall a cenar. Shirley nos habría preparado el té una vez más a usted y a mí, señor Moore, y habríamos pasado una velada feliz.

Moore cerró su escritorio y guardó su volumen de Saint-Pierre.

—Ése era su plan, ¿verdad, muchacho?

—¿No lo aprueba, señor?

—No apruebo nada que sea utópico. Mire a la vida a la cara, a su férrea cara: descubra la realidad en su expresión insolente. Prepare el té, Henry. Volveré en seguida.

Abandonó la habitación; lo mismo hizo Shirley, por otra puerta.

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