#SHAKTI

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La ficha de bacará » Capítulo 17

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Capítulo 17

Aquella mañana me levanté desesperada, dudaba si volver a España y tirar la toalla de una vez por todas. No me quería, estaba claro; si me amara, no habría desaparecido. Encontrarlo parecía imposible en aquella ciudad, me tenía que resignar y aceptarlo, aunque el corazón se me hiciese trizas. Además, mi abuela me había estado llamando a diario, y yo era incapaz de responder y confesarle dónde estaba, ya me la imaginaba diciéndome: «Eres igual que el impresentable de tu padre». Pero, por otro lado, tenía que cumplir con lo que había prometido a El Mundo, de lo contrario, además de un fracaso amoroso, tendría un fracaso profesional y los dos al mismo tiempo no podría soportarlos, me moriría. Así que, tragándome mi dolor, cogí los periódicos en busca de los titulares sobre las elecciones. Sonia Gandhi y las críticas hacia ella ocupaban casi todas las portadas.

The Times of India y The Hindu se hacían eco de las declaraciones de la candidata al Partido del Congreso: «Nunca he sentido que la gente me mirara como una extranjera porque no lo soy. Soy india». Sin embargo medio país la atacaba porque no querían que una extranjera se convirtiera en la próxima primera ministra del país. Le recriminaban que por muchos años no había tenido siquiera la nacionalidad india. Yo no entendía por qué aquella mujer quería gobernar un país donde se minusvaloraba a las mujeres.

La batalla estaba servida en los periódicos y las tácticas de los dos partidos que se enfrentaban en estas elecciones eran bien distintas. El Partido Popular Indio (BJP), del que era ministro el marido de Devyani, y sus acólitos se jactaban todo el tiempo de esa India que crecía al ocho por ciento y que se estaba convirtiendo en una potencia mundial con una clase media que ya superaba los doscientos cincuenta millones de ciudadanos. «India brilla», decían. El mensaje de la Gandhi era bien distinto: «Elegid un gobierno que funcione», y se refería a los más de cuatrocientos sesenta millones de pobres que había aún en el país. ¡Cuatrocientos sesenta millones!, casi diez veces toda la población de España.

Leí varios artículos sobre las elecciones, pero mis ojos acabaron en una pequeña noticia en el margen izquierdo del The Hisdustan Times: «Aparecen dos bebés muertos en la zona de Oklha».

Los recién nacidos habían sido enterrados en un descampado en esa zona, parecía que habían muerto por asfixia. El periodista no especificaba si la parada cardiaca se había producido antes o después de ser sepultados, pero sí mencionaba a que los bebés estaban envueltos en saris rojos.

Se me atragantó el café, Mallika me había hablado sobre ello y en ese momento me di cuenta de que no era la primera vez que veía una noticia como esa.

Me levanté del sillón blanco de mi apartamento y me dirigí a la mesa del comedor. Sobre ella, había apilado los periódicos de las últimas semanas, era mi pequeño archivo personal. Buceé en sus páginas.

«No puede ser verdad», me dije al encontrar en The Times of India una noticia muy similar: «Tres bebés aparecen asfixiados con saris».

Esta vez los recién nacidos se habían encontrado en una zona llamada Nehru Enclave. Como en los otros casos, parecía que habían sido medio enterrados con unas piedras, pero no con demasiado cuidado porque un hombre los había encontrado y avisado a la policía. El periodista ensalzaba la hazaña de ese hombre, cuyas iniciales eran M.K., porque decía que normalmente la gente ignoraba ese tipo de hallazgos. Tal como me había imaginado, los bebés resultaron ser niñas.

Busqué en otros ejemplares, encontré otra reseña más pequeña en el The Hindu de hacía cuatro semanas: «Dos bebés muertas aparecen envueltas en saris bordados».

Otra vez niñas.

Miré la fecha: 3 de febrero. A lo mejor eran las mismas que aparecían hoy en el periódico. Un escalofrío me subió por el cuerpo. ¿Qué es esto?

Vi que Mallika firmaba el artículo, ella había mencionado el asunto en varias ocasiones, entonces no había conseguido despertar mi interés, estaba demasiado absorta en la búsqueda de Mukesh, pero ahora esas noticias despertaron mi olfato periodístico, podía ser una gran historia. Tal vez un tema así me catapultaría a las portadas de los grandes periódicos europeos, no solo El Mundo. Podía investigar una gran historia mientras encontraba a Mukesh, porque no me iba a engañar: me moría por él y no me iba a dar por vencida. Así podía matar dos pájaros de un tiro y, cuando lo localizase, le impresionaría, o incluso, si alcanzaba la suficiente notoriedad, él me encontraría a mí.

¿Quién las estaría matando?

Decidí ir a ver a Mallika.

—¿Tienes alguna pista sobre esas bebes asfixiadas?

—Ya era hora de que te pusieses a ello.

Había ido hasta casa de Devyani para hablar personalmente con ella y ¿ese era su recibimiento? Hice un esfuerzo para no darme la vuelta e irme, esa mujer no me gustaba.

—Son todas niñas, ¿verdad? —pregunté.

—Ya sabes la respuesta.

Me irritaba esa mujer, no sabría decir por qué. Guardé silencio, di un trago a mi whisky, miré a Devyani que, como siempre, estaba espectacular con un sari de colores anaranjados y unos tacones dorados, y respiré hondo.

—¿Qué significan esos saris rojos? ¿Por qué las envuelven en ellos?

—Ya te lo dije hace un mes, nunca he visto algo así. Hemos encontrado bebés en muchas esquinas de la India abandonadas por sus madres que no las quieren, pero nunca envueltas en saris rojos. Es algo muy extraño —dijo mientras alzaba con un dedo sus gafas de pasta burdeos que resbalaban por su delgada nariz.

—No sé si lo sabes —prosiguió Devyani—, pero la mayoría de las mujeres indias utilizamos saris rojos cuando nos casamos, son probablemente los saris de sus bodas.

—¿Tú crees?

—Sí, con casi toda certeza.

—¿Por qué son rojos?

—Ese color atrae la prosperidad —explicó la diseñadora—. Además, es un símbolo de virtud, de fertilidad y tiene grandes connotaciones emocionales. Te diré que ese gusto por el rojo viene de que, antiguamente, era el color de las mujeres indias de las clases altas, solo lo utilizaban las mujeres que pertenecían a la casta de los chatrias, esposas de políticos y guerreros; el resto usaba otros.

—¿Quieres decir que cada casta, cada clase social india, tenía un color asociado?

—Sí, de hecho la palabra casta viene de «varna» que quiere decir color. Así, los brahmanes, la casta más alta, en la que se incluye a los sacerdotes, académicos y maestros, vestía y viste de blanco. Los saris de las mujeres eran de ese color y solo se permitía en algunos lugares del sur ponerse un cinturón de color. Las mujeres que pertenecían a la casta de los comerciantes y ganaderos, los llamados vaisyas, vestían de amarillo. Y las esclavas, siervas u obreras, los shudras, de negro o azul oscuro.

—¿Y los intocables?

—Los intocables están fuera del sistema, ellos limpian letrinas y suelos, no tienen color —me contestó Devyani con cierto desprecio que desentonaba en una mujer educada como ella.

—¿Quiere decir entonces que esos saris rojos en los que están envueltas las niñas pertenecen a mujeres de clases altas?

—Las cosas han cambiado y ahora hasta las sirvientas se casan con saris de ese color.

Devyani me ofreció otro whisky y acepté. Me gustaba el revoloteo que causaba en los recortes de telas esparcidos por el suelo el ventilador de aspas de madera del techo, creaba un runrún especial en ese desorden artístico.

—Un sari rojo puede no ser de boda pero, según me dijo la policía cuando escribí mi artículo, estos estaban bordados y recamados con organzas como los que se utilizan al casarse y eso es rarísimo, porque esos saris son una verdadera inversión para las mujeres —dijo Mallika con distancia, como si ella no perteneciese al género mujer.

—Es verdad, el sari de boda es la pieza más preciada en nuestros armarios. Yo tengo aún el mío y casi todas las mujeres indias lo conservan, muchas para sus hijas.

—No creo que ninguna se deshiciese de él al mismo tiempo que de una hija a la que no quiere.

—¿Quieres decir que no son las mujeres las que las matan? ¿Que es alguien diferente?

—Eso me gustaría saber a mí.

—¿Te dijo algo más tu contacto en la policía?

—No quiso darme mucha información, lo único que me dijo es que han encontrado ocho cuerpos. Mi contacto estaba más esquivo de lo normal, pero tampoco tuve mucho tiempo para insistir, mi jefe me mandó a cubrir la boda de uno de los Jindal, una de las familias más prominentes aquí, y ya no pude volver sobre el tema.

—Intentaré hablar con el director de la policía para sacar más información.

—A lo mejor Devyani te puede ayudar con sus contactos en el gobierno.

La diseñadora se sentó más erguida, en una pose algo aristocrática y distante.

—Ya sabes que a Ashish no le gustan estas cosas —dijo.

—Pensé que a ti ya no te importaba lo que él dijese —contestó su prima.

Devyani dirigió la mirada hacia la cristalera que daba al jardín, ahora prácticamente en penumbra. Ese debía de ser el nombre de su marido, no lo había visto ni una sola vez en el tiempo que llevaba en la India.

—El próximo viernes hay un partido de polo en Nueva Delhi al que asistirán representantes del gobierno. Es un evento importante de cara a reunir los votos de la clase alta de Delhi —dijo con tono apagado—. Puedes abordarlos allí, diles que eres periodista.

—¿Y es solo eso lo que vas a hacer, Devyani? —preguntó Mallika.

—Sí, eso es todo.

Devyani se levantó del sofá chéster y se dirigió hacia la puerta.

—No te reconozco —dijo con desprecio Mallika.

—Ya está bien —intervine para calmar los ánimos—. Iré, muchas gracias. Mallika, si te enteras de algo más, no dudes en decírmelo, estoy detrás de esta noticia. Me levanté para marcharme.

—Assia… —musitó Devyani.

—¿Sí?

Vi que me quería decir algo, que me quería confesar algo, tal vez sobre su marido, sobre su relación con Mallika, sobre esa inseguridad que había visto reflejada en aquel desayuno que tuvimos, sobre esas elecciones, pero solo dió las gracias.

—¿Por qué?

—Por intentar encontrar a la persona que está asesinando a esas niñas.

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