#SHAKTI

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La ficha de bacará » Capítulo 15

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Capítulo 15

—¡Suélteme, le digo que me suelte! —grité.

Pero ese indio medio calvo y larguirucho me sujetaba con fuerza por la muñeca y no me permitía moverme. Me arrancó el bolso del brazo y lo tiró sobre el pequeño mueble de madera que había en la entrada de su casa, con la mano que le quedaba libre rebuscó en él. Encontró mi pasaporte español y mi carné de periodista, los sacó y los lanzó al suelo, sin liberarme.

—Me hace daño. Suélteme.

Me clavó sus ojos llenos de desprecio, sin inmutarse, y siguió hurgando en mi bolso. Cogió la cartera, inspeccionó mi barra de labios y mi cuaderno de notas. Al final, encontró mi móvil Nokia. Le dio vueltas en la mano, histérico, mirando la pantalla detrás de sus raquíticas gafas de metal, tocó varios botones, lo tiró al suelo y lo empezó a pisotear con furia.

—¿Dónde está la grabadora? ¿Dónde está?

—No la llevo. Ya se lo he dicho.

—No me fío de las periodistas extranjeras.

Pero no importaba si le decía la verdad, ese indio furioso seguía agarrándome de la muñeca y no me dejaba moverme. Sentí miedo, quería salir de ahí, huir de Nueva Delhi, desaparecer de la India, volver a España, a mi casa, a mi territorio conocido. A la Assia de siempre.

¿Cómo me había metido en esto? En Navidad disfrutaba del nirvana y ahora estaba en esa casucha de paredes grises en las afueras de Nueva Delhi, en la polvorienta y ruidosa carretera que lleva al aeropuerto, con ese hombre de manos musculosas, estrujándome las muñecas, haciéndome daño. El sudor le caía por el pecho desnudo y yo tenía miedo, mucho miedo.

—¿Dónde está la grabadora? No voy a permitir que otra periodistucha me meta en líos.

—Se lo digo, no quiero saber nada del asunto de General Electric, de verdad.

—Y entonces ¿qué quiere? —me apretó más fuerte—. Ya he perdido mi trabajo, ¿qué más quieren?

—Estoy buscando a un hombre que se llama Mukesh Singh. Créame —Se me empezaron a caer las lágrimas. Estaba asustada. Se hacía de noche en ese barrio de Vasant Kunj en el sur de Nueva Delhi. No conocía el sitio y nadie sabía que estaba allí, nadie, y mi única manera de pedir ayuda, mi móvil, estaba hecho trizas en el suelo.

Ese hombre podía hacer lo que quisiese conmigo y nadie se daría cuenta. Podía maltratarme, podía pegarme, robarme o violarme, porque nadie sabía que estaba en la casa de ese extrabajador de General Electric en la India. La única que a lo mejor me podría encontrar era Mallika. Sí, ella me dio la pista que me había traído hasta ese hombre, pero yo había ido mucho más lejos, no me localizaría. Seguro que si desapareciese, mandaría a la policía a las oficinas centrales de la compañía en el centro de Nueva Delhi, pero nunca me encontrarían aquí.

Quería cerrar los ojos y que aquello no me estuviese sucediendo a mí, pensar que era una película de esas que tanto me gustaba ver, pero no ser la protagonista de una historia que tenía visos de terminar muy mal.

Todo había empezado esa misma tarde, cuando me presenté, como Mallika me había sugerido, en Wipro LTD, distribuidora de los aparatos de General Electric en la India.

Las oficinas estaban situadas en un edificio moderno cerca de Conaught Place. En la entrada, delante del logo en forma de flor multicolor de la compañía, una joven recepcionista con gafas de pasta negra y sari verde me dio la bienvenida. Detrás de ella, había unas puertas de cristal y se veía un espacio abierto y luminoso con mesas de trabajo a las que estaban sentados varios empleados con corbata.

—Quiero ver a Mukesh Singh —dije sin vacilar.

La joven cogió un listado con las extensiones de los empleados de la compañía, repasó con el dedo a toda prisa y señaló con el índice uno de los nombres. ¿Tendría tanta suerte?

—¿Quién le digo que quiere verle?

—Assia Cotovad.

Mi corazón amenazaba con salirse del pecho, al fin, lo había encontrado. Mallika tenía razón. Sus informadores le habían dicho que Mukesh había sido el encargado de cerrar los acuerdos entre entre la clínica Illumination y Wipro. ¿Qué haría allí? ¿Era uno de los directivos de la compañía? ¿El dueño? ¿O a lo mejor solo era otro Mukesh Singh de esos que crecían como matojos por todo Nueva Delhi?

La espera se hizo interminable, estaba ansiosa por verlo, pero cuando se abrió esa puerta de cristal, mis esperanzas se colapsaron.

—Namaste, madam —me dijo un hombre achaparrado con bigote—. Pase por aquí.

Me escocía el corazón. ¿Por qué no lo encontraba? En los días que tuve que esperar para que Mallika se pusiese en contacto conmigo, había llamado a otros cien Mukesh Singh de la guía de teléfonos. Nada. Había patrullado con un rickshaw las zonas de West End y Chanakapury, esperando ver su cara en cada una de esas villas. Había ido a cenar al Oberoi y al Taj, otros de los hoteles más sofisticados de la ciudad esperando encontrarle, pero no tuve suerte. Había incluso husmeado en las mejores librerías de Khan Market donde los expatriados y la clase alta de la India se juntaban. Pensé que allí compraría sus libros de mitología y del Kamasutra. Nada. Y ahora ese nuevo mazazo.

Ese hombre me dirigió hacia una sala de reuniones y pensé que había sido un acierto haberme vestido de mujer de negocios, con un traje de chaqueta pantalón gris oscuro y camisa blanca.

—Dígame, ¿de qué compañía viene?

—De la clínica Illumination.

—¿Aún está abierta esa clínica?

—Estoy haciendo una auditoría antes de su cierre y quería hablar con la persona que les vendió los aparatos. Me dijeron que se llamaba Mukesh Singh.

—Le han dado información errónea. Su nombre es Vinod Malik, pero ya no trabaja aquí, lo han despedido.

—Habré apuntado mal. ¿No será entonces Mukesh Singh el presidente de la compañía o uno de los altos directivos?

—El presidente se llama Yogesh Vasani y que yo sepa no hay ningún otro Mukesh Singh en el board. El único con ese nombre aquí soy yo.

—Habrá sido una equivocación, entonces. ¿Me podría poner en contacto con Vinod Malik?

—Lo echaron, su manera de proceder ha metido a la compañía en un gran aprieto. Ahora tenemos a los grupos de feministas a las puertas de nuestras oficinas. Quieren querellarse contra Wipro y piden la cabeza de Vinod —se calló y me miró, como tratando de adivinar quién era yo—. ¿No será una de ellas? ¿Para quién dice que trabaja? ¿Dónde está su tarjeta de visita?

—No, no, en absoluto —me apresuré a decir—. Perdone, he olvidado las tarjetas. Trabajo para una auditoría externa internacional, AG Consulting Servicies, Ltd. Estamos haciendo una última auditoría para los inversores de la cadena de clínicas, antes de que Illumination cierre. Los números, ya sabe… —Puse mi sonrisa infalible, esa que me había hecho famosa mientras presentaba los telediarios en la cadena de TVE internacional.

—Espere un momento aquí. —Salió del despacho.

¿Se tragaría esa historia o terminarían echándome a gritos, como ocurrió en la clínica? ¿Llamarían a la policía?

Esta vez tuve suerte, ninguno de mis peores augurios se cumplió cuando ese indio regordete, con su corbata aflojada y el último botón de la camisa abierto, entró de nuevo.

—Me imagino que si ya no trabaja para nosotros, dará igual que le dé sus datos. Pero, por favor, no diga a nadie de dónde ha salido esta dirección, ni este número de teléfono.

Le di las gracias y salí de allí antes de que alguien levantase mi coartada y me dejase al descubierto.

La calle estaba en plena ebullición, el tráfico era caótico.

Cogí un taxi. El conductor no sabía leer, así que traté de poner mi mejor pronunciación al darle la dirección; no me entendió y tuve que parar a alguien en la calle para que se lo dijese. El lugar al que me llevó estaba situado al sur de la ciudad, en el otro extremo de ese tráfico infernal, a casi dos horas de atascos y pitidos, de autobuses amarillos y verdes que escupían nubes negras, de rickshaws que se cruzaban a cada segundo, de enclenques indios que pedaleaban exhaustos por el calor y de vacas sagradas que se mezclaban entre todos ellos y tenían la prioridad de paso. No me importó el tiempo que pasé allí metida. Todo lo que fuese necesario por Mukesh, hasta soportar la carita de esos niños que mendigaban y aporreaban la ventanilla del taxi. Uno de ellos me mostró una mano que no tenía ni un solo dedo.

Cuando llegué casi anochecía, sabía que caminar por las calles de Delhi a esas horas era poco recomendable. Los periódicos estaban llenos de historias de violaciones y ser extranjera no eximía de nada, pero no me importaba. Estaba abotargada, me picaban los ojos de la polución y casi no podía respirar ese aire infestado de monóxido de carbono que expulsaban los tubos de escape. La dirección era la de un edificio de cuatro plantas, de paredes de cemento gris y aspecto mísero. Subí una escalera oscura y angosta, con un pasamanos de ladrillo donde colgaban telas que, probablemente, serían los saris de las mujeres.

Llamé al timbre. Cuando ese indio larguirucho abrió la puerta con cara malhumorada, supe inmediatamente que me había equivocado, que no debería haber ido, que mi presencia allí me iba a traer problemas, pero probé suerte. Si tenía alguna información sobre Mukesh, merecería la pena.

—Soy periodista, quiero…

No hubo tregua, no me dio siquiera tiempo a terminar mis palabras. Antes de que lo hiciese, ya me tenía cogida de la muñeca y la retorcía al mismo tiempo que gritaba.

—¡Dame la grabadora ahora mismo! ¡Dámela! ¿No tienen bastante con que me hayan despedido? A la cárcel yo no voy. ¡Dame la grabadora!

—Suélteme, suélteme.

—¡Yo solo vendo esos aparatos! Lo que hagan las clínicas no es problema mío.

Me hacía daño, me ardía la piel de la muñeca, pero aquel hombre con su pecho descubierto y sudado no me dejaba zafarme.

—A mí esa clínica no me importa nada. Yo lo único que quiero es información sobre Mukesh Singh. Le pagaré, le pagaré lo que quiera.

Fue como si pronunciase «Ábrete, sésamo». En ese instante hubo un cambio de actitud completo. El larguirucho aflojó la presión de mi muñeca y me dio un respiro, pero no me soltó.

—¿Y cuánto estaría dispuesta a pagar?

—Daddy-ji, daddy-ji.

—Desde el marco de la puerta de la habitación contigua le llamaba con una gran sonrisa dibujada en la cara una niña que no debía de tener más de cinco años, con un gracioso vestido rojo de bordes dorados. Sonrió.

—Ahora no, Ritu. Vete.

La niña desapareció y él volvió a poner sus ojos furiosos sobre mí.

—¿Cuánto quiere? —pregunté.

—Yo solo vendo esos ecógrafos porque necesito un sueldo extra para mantener a mis hijos. No soy responsable de lo que hagan los médicos. Yo tengo una hija.

—Ya se lo he dicho, me da igual. Lo único que quiero es que me diga qué relación hay con Mukesh Singh. ¿Cuánto quiere?

—Dos mil rupias.

—Déjeme que coja mi bolso.

Me soltó. Cogí mi cartera. Solo tenía quinientas rupias. ¿Dónde estaba mi dinero? ¿Cómo podía ser que tan solo tuviese quinientas rupias si la noche anterior había sacado dinero? ¿Dónde lo había metido?

Un escalofrío subió por mi cuerpo. ¿Qué me iba a pasar ahora?

—Solo tengo quinientas.

Su mirada de acero cruzó mi cuerpo y me cortó en dos.

—Daddy-ji, Daddy-ji…

—La niña entró de nuevo y se agarró de la pierna de su padre. Sonreía con su pequeño bindi en el centro de la frente.

—Démelo y váyase.

—¿Y Mukesh Singh? —pregunté utilizando la última gota de coraje que quedaba en mi cuerpo.

—Sin dinero, no hay ningún Mukesh Singh.

—Pero…

—Mejor que se vaya ahora mismo.

Cogí a toda prisa el bolso. Me agaché para recuperar mi pasaporte, el carné de periodista y el móvil que aún estaban sobre el suelo. Lo hice lo más rápido posible, quería salir de ahí cuanto antes.

Me sorprendí a mí misma al pronunciar un «lo siento» alto, cuando estaba a punto de salir por la puerta.

¿Cómo podía decirle eso a una persona que acababa de retorcerme mi muñeca y hacerme pasar el miedo más atroz de mi vida? ¿De dónde habían salido esas palabras? Pues de lo más profundo de mi ser. Sí, aunque me sorprendía más que a nadie, lo sentía. Sentía que ese hombre tuviese que delinquir y vender esos aparatos ilegales para poder mantener a esa graciosa niñita. Sentía que ese larguirucho no pudiese tener moral, ni principios cuando la supervivencia de sus hijos estaba en juego. Y de alguna manera, no le culpaba. Entendía que el amor hacia sus seres cercanos estuviese por encima de esas niñas que ni siquiera habían nacido, de esos embriones a los que ni sus padres querían. Él no era el culpable, no lo era.

Ese pensamiento tan profundo y sorprendente me duró el tiempo que tardé en bajar las escaleras de ese edificio y coger un taxi, que pensaba pagar cuando llegase a casa. Ya dentro, me di cuenta de que aún seguía temblando.

¿Por qué me has metido en esto, Mukesh? ¿Por qué?, pensé.

¿Qué había hecho mal? ¿En qué me había equivocado para estar viviendo esa pesadilla en la India? Me quería ir a mi casa, quería dejarlo todo y volver a España. A lo mejor, yo no era una verdadera aventurera, a lo mejor, mi futuro estaba junto a alguien como Guillermo en una casa en las afueras de Madrid y me tenía que conformar con viajar a Valencia, Cádiz y Asturias. A lo mejor yo no era como esas grandes aventureras que cruzaron los desiertos del Medio Oriente. A lo mejor yo solo era una vulgar y corriente Assia a la que todos los hombres abandonaban. ¿No lo había hecho mi padre? ¿Qué diferencia había con Mukesh? A lo mejor yo no me merecía el amor de ninguno de ellos. A lo mejor Mukesh nunca me había querido.

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