Shakespeare

Shakespeare


Muerte

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MUERTE

A finales de marzo de 1616, Shakespeare introdujo algunos cambios en su testamento. Cabe la tentación de suponer que estaba enfermo e incluso moribundo. Al menos, no parece estar en pleno uso de sus facultades. Las firmas son temblorosas y el testamento denota cierta confusión: Shakespeare parece incapaz de recordar los nombres de su cuñado Thomas Hart y de uno de los hijos de éste, aunque no es menos extraño que ninguno de los cinco testigos tampoco sea capaz de aportar tales datos. Por cierto, tampoco se entiende que Shakespeare requiriese tantos testigos. Lo normal es que hubiera dos.

Shakespeare no atravesaba un momento muy feliz de su vida. Un mes antes, su hija Judith se había casado con Thomas Quiney, un viñatero local de dudosa reputación. Judith tenía treinta y un años, y sus posibilidades de contraer matrimonio se reducían a pasos agigantados. En cualquier caso, muy bien no eligió, porque apenas un mes después de la boda le pusieron una multa de 5 chelines a Quiney por fornicación ilícita con una tal Margaret Wheeler, para gran humillación de su reciente esposa y familia. Y lo que es aún peor: la señorita Wheeler murió al dar a luz al hijo de Quiney, tiñendo de tragedia el escándalo.

Por si esto fuera poco, el 17 de abril moría el cuñado de Will, el sombrerero Hart, dejando viuda a su hermana Joan. Seis días más tarde falleció, por causa desconocida, el propio William Shakespeare. Hay pocos meses más aciagos.

El testamento de Shakespeare está guardado bajo siete llaves en una sala especial de los Archivos Nacionales en Kew, Londres. El texto está escrito en tres hojas de pergamino de distintos formatos y contiene tres de las seis firmas de Shakespeare que se conservan, una en cada página. Sorprende la parquedad del documento, «absolutamente huero de la más mínima partícula de ese Espíritu que Animaba a Nuestro gran Poeta». Son palabras del reverendo Joseph Greene, el anticuario de Stratford que lo redescubrió en 1747 y se sintió decepcionado ante su recalcitrante laconismo.

Shakespeare dejaba 350 libras en efectivo, más las cuatro casas y su contenido y una buena porción de terreno (todo ello evaluado, aproximadamente, en poco menos de 1000 libras), que como herencia no era una enormidad pero tampoco resultaba despreciable. Sus legados eran claros y sencillos: a su hermana le dejaba 20 libras en efectivo y el usufructo vitalicio de la casa familiar de la calle Henley, y a cada uno de los hijos de ésta (incluido aquel cuyo nombre no recordaba) les dejó 5 libras. También sus vestimentas eran para Joan. A pesar de que la ropa tenía cierto valor, no era en absoluto habitual, según David Thomas, legarla a alguien del sexo opuesto. Tal vez no se le ocurrió a Shakespeare un destinatario mejor.

La parte más famosa del testamento aparece en la tercera página, donde se añade al texto original un interlineado que dice, con ligera sequedad: «Doy a mi esposa mi segunda mejor cama con sus enseres» (es decir, la ropa de cama). No hay ninguna otra mención a la viuda de Shakespeare en todo el testamento. Los eruditos se han enfrascado en sesudas polémicas acerca de la información sobre la relación matrimonial que proporciona este fragmento.

Las camas y la lencería concomitante eran objetos valiosos que solían mencionarse en los testamentos. Hay quienes señalan que por segunda mejor cama Shakespeare podría haberse referido al lecho conyugal (pues la mejor a menudo se reservaba a las visitas importantes), lo cual rodearía de indudable ternura el curioso deseo. Pero Thomas dice que no hay pruebas que lo sustenten y que los maridos casi siempre dejaban su mejor cama a sus esposas o primogénitos. En su opinión, la segunda mejor cama se menciona con clara intención denigrante. También se ha planteado que, al ser su viuda, a Anne le correspondía de manera automática la tercera parte de la herencia y, por tanto, no había necesidad alguna de especificar su legado. Pero aunque éste fuera el caso, resulta cuando menos curioso el laconismo con que se la trata.

Jane Cox, una colega ya retirada de Thomas, investigó los testamentos del siglo XVI y llegó a la conclusión de que los maridos solían dedicar pensamientos cariñosos a sus esposas (así lo habrían hecho Condell, Heminges y Augustine Phillips), y a menudo les dejaban un recuerdo especial. Shakespeare no hace ni lo uno ni lo otro, aunque, como apunta Schoenbaum, tampoco «se refiere con cariño a ningún otro miembro de la familia». Thomas aventura que quizás Anne estuviera mentalmente incapacitada. E incluso podría ser que Shakespeare estuviera demasiado enfermo como para pensar en expresiones de ternura. Thomas plantea también la posibilidad de que las firmas de Shakespeare que aparecen en el testamento sean falsas, tal vez por la sencilla razón de que su estado de salud le impedía esbozar una rúbrica aceptable. Si las firmas no fueran auténticas, la documentación histórica sufriría una pérdida sustancial, habida cuenta de que el testamento contiene la mitad de las que se conocen y conservan.

Shakespeare legó 10 libras a los pobres de Stratford, cifra que en ocasiones se ha dado en considerar como un tanto mezquina; no obstante, Thomas entiende que era abundante y generosa, pues un hombre de su posición no solía donar más de 2 libras. También les dejó 20 chelines a su ahijado y diversas sumas menores a varios amigos, que incluyen (en otro añadido interlineado) 26 chelines por cabeza a Heminges, Condell y Richard Burbage para la compra de anillos conmemorativos, gesto habitual en la época.

Aparte de la segunda mejor cama, y de la ropa que le dejó a Joan, sólo se mencionan otros dos efectos personales: una fuente de oro y plata y una espada ceremonial. Judith recibió la fuente. Lo más probable es que ahora se encuentre anónimamente instalada en algún aparador suburbano, pues no era un objeto de los que la gente suele desprenderse. La espada le tocó a Thomas Combe, un amigo local; su suerte es igualmente desconocida. La mayoría opina que Shakespeare había vendido con anterioridad sus participaciones en el Globe y el Blackfriars, pues nada se dice de ellas en el testamento. El inventario completo de sus pertenencias, que incluiría sus libros y tantas otras cosas de valor histórico incalculable, fue enviado probablemente a Londres, y todo ello debió de arder durante el Gran Incendio de 1666. De nada de esto han quedado rastros.

La esposa de Shakespeare murió en agosto de 1623, muy poco antes de que se publicara el Primer Folio. Su hija Susanna murió en 1649, a los sesenta y seis años. La menor, Judith, vivió hasta 1662; tenía setenta y siete años cuando falleció. Sus tres hijos, entre los cuales había un varón de apellido Shakespeare, la precedieron sin dejar descendencia. «Judith fue la gran ocasión perdida», se lamenta Stanley Wells. «Si cualquiera de los primeros biógrafos de Shakespeare la hubiera localizado, ella le habría contado infinidad de cosas que ahora nos encantaría saber. Pero, al parecer, nadie se molestó en hablar con ella». La nieta de William, Elizabeth, que también habría arrojado algo de luz sobre numerosos misterios shakesperianos, vivió hasta 1670. Se casó en dos ocasiones pero no tuvo hijos y con ella se extinguió el linaje Shakespeare.

Durante los años posteriores a la muerte de Shakespeare, los teatros vivieron un auge sin precedentes. Hacia 1631 había diecisiete salas abiertas en Londres y sus alrededores. No obstante, los buenos tiempos no duraron mucho. En 1642, cuando los puritanos forzaron su cierre, sólo funcionaban seis teatros: tres anfiteatros y tres salas. Ya nunca volvería el teatro a atraer a un espectro tan amplio de la sociedad ni a ser un pasatiempo tan universal.

También la producción teatral de Shakespeare se habría perdido de no ser por el heroico esfuerzo de sus amigos íntimos y colegas John Heminges y Henry Condell, que sacaron a la luz, siete años después de su muerte, una edición en folio de sus obras completas. En ella se imprimían por primera vez dieciocho obras de Shakespeare: Macbeth, La tempestad, Julio César, Los dos hidalgos de Verona, Medida por medida, La comedia de los errores, Como gustéis, La doma de la fiera, El rey Juan, Bien está lo que bien acaba, Noche de reyes, El cuento de invierno, Enrique VI (Parte I), Enrique VIII, Coriolano, Cimbelino, Timón de Atenas y Antonio y Cleopatra. Si Heminges y Condell no se hubieran tomado la molestia de reunirías, seguramente no las habríamos conocido. Eso sí que es heroísmo del bueno.

Heminges y Condell eran los últimos supervivientes de los Chamberlain’s Men originales. Y como ocurre con casi todos los personajes de esta historia, apenas si sabemos algo de ellos. Heminges (Kermode lo convierte en Heminge, y otros en Heming o Hemings) era el gerente de la compañía, aunque también actuaba en ocasiones y, si nos atenemos a la tradición, habría sido el primer Falstaff, si bien se dice que era tartamudo, «defecto desafortunado para un actor», tal como señala Wells. En su testamento él mismo se presenta como «ciudadano y almacenista [grocer) de Londres». Un grocer, en aquellos tiempos, se ocupaba menos de despachar provisiones (groceries) que de comerciar al mayor (gross). En todo caso, esa designación sólo significa que pertenecía al gremio de almacenistas y no que llevaba parte activa en el ramo. Tuvo trece hijos, quizás catorce, con su mujer Rebecca, viuda del actor William Knell, cuyo asesinato en Thame en 1587 dejó, como se recordará, una vacante en los Queen’s Men que algunos estudiosos se han apresurado en dar por cubierta por el joven Shakespeare.

Condell (en ocasiones Cundell; por ejemplo, en su testamento) era un actor particularmente apreciado por su vis cómica. Igual que Shakespeare, había invertido con criterio y era lo bastante adinerado como para reputarse «caballero» sin temor a equivocarse y poseía una casa de campo en lo que entonces era el poblado periférico de Fulham. Le dejó a Heminges un generoso legado de 5 libras en su testamento, bastante más de lo que Shakespeare les dejó a éste, al propio Condell y a Burbage juntos. Condell tuvo nueve hijos. Él y Heminges fueron vecinos en Saint Mary Aldermanbury, un distrito de intramuros, durante treinta y dos años.

Tras la muerte de Shakespeare se dedicaron a reunir las obras completas, lo cual no era tarea menuda. Tal vez lo hicieron por seguir el ejemplo de Ben Jonson, que en 1616, el año en que murió Shakespeare, dio a la imprenta un elegante folio de su propia obra, en un gesto sin duda vanidoso y osado, pues en general sus obras no estaban entre las que merecieran tan dispendioso tratamiento. Con desparpajo, Jonson tituló «Trabajos» (Workes) el volumen, dando pie a que un comentarista burlón se preguntase si acaso no sabría distinguir entre trabajo y obra.

No sabemos ni remotamente cuánto tiempo trabajaron Heminges y Condell en el proyecto, pero hubieron de pasar siete años desde la muerte de Shakespeare antes de que, en el otoño de 1623, el volumen estuviera listo para imprenta. En rigor se titulaba Comedias, Historias y Tragedias de Mr. William Shakespeare, pero desde entonces —o casi— se lo conoce como Primer Folio.

Un folio, del latín folium, hoja, es un libro cuyos pliegos están doblados por la mitad, de lo que resultan dos hojas o, lo que es igual, un casado de cuatro páginas. Un volumen en folio es, por tanto, bastante grande: habitualmente rondaba los treinta y cinco centímetros de altura. Un volumen en cuarto es aquel cuyos pliegos se doblan dos veces, de donde salen cuatro hojas —de ahí lo de «cuarto»— o bien ocho páginas.

El Primer Folio fue publicado por Edward Blount y el equipo de padre e hijo que formaban William e Isaac Jaggard, hecho que no deja de ser curioso si consideramos que Jaggard padre fue quien publicó El peregrino apasionado, un volumen de poesía cuya portada atribuía la autoría a Shakespeare a pesar de que su aportación al mismo no pasaba de un par de sonetos y tres poemas extraídos sin variación alguna de Trabajos de amor perdidos, señal de más para suponer que no se trataba de una edición autorizada ni, por consiguiente, del agrado del propio Shakespeare. En cualquier caso, cuando se publicó el primer Folio, William Jaggard estaba ya muy enfermo y cuesta creer que participara en la impresión.

El lanzamiento de una edición no se decidía a la ligera. Los folios eran libros grandes y caros. En consecuencia, el precio de este Primer Folio quedó fijado, no sin ambición, en una libra (para la edición encuadernada en piel de becerro; las copias sin encuadernación eran algo más baratas). Una copia de los Sonetos, por ejemplo, costaba 5 peniques cuando salieron al mercado, es decir, cuarenta y ocho veces menos que un ejemplar del Folio. A pesar de lo cual el Primer Folio se vendió bien y fue seguido por una segunda, tercera y cuarta ediciones en 1632, 1663-64 y 1685.

La idea de este Primer Folio no consistía sólo en publicar aquellas obras que permanecían inéditas, sino también en corregir y restaurar las que habían sufrido la distorsión y corrupción de ediciones venales o descuidadas. Heminges y Condell tenían la gran ventaja de haber trabajado con Shakespeare a lo largo de toda su carrera y difícilmente podía haber personas más familiarizadas con sus obras que ellos. Para ayudarse contaban con abundante y muy valioso material: guiones, textos bastos (como se denominaba a los borradores o copias originales) manuscritos por el propio autor, además de las copias buenas que utilizaba la compañía. Hoy todo esto se ha perdido.

Antes de la aparición del Primer Folio, las obras de Shakespeare sólo circulaban en ediciones baratas, en cuarto y de variada calidad, doce de ellas calificadas como «buenas» y nueve como «malas». Los cuartos buenos se basan de manera visible en copias razonablemente fiables de las obras, en tanto que los malos suelen tomarse por «reconstrucciones memorísticas», es decir, por versiones redactadas de memoria —a menudo muy mala— por actores o copistas a los que se pagaba para asistir a las obras ajenas o de la competencia y conseguir la mejor transcripción posible. Así es que un mal cuarto podía resultar disonante en grado sumo. He aquí el monólogo de Hamlet tal como aparece en un mal cuarto:

Ser o no ser, ay es el asunto,

Morir, dormir, ¿es eso todo? Ay todo.

No, dormir, soñar, ay maría así es,

Pues en ese sueño mortal, cuando despertamos,

Y puestos frente a un sempiterno Juez,

Del que ningún viajero ha regresado…

Heminges y Condell tuvieron el honor de lanzar a la papelera todas esas malas versiones —las «diversas copias robadas y subrepticias, mutiladas y deformadas por los fraudes y el uso furtivo de injuriosos impostores», como anuncian en el prólogo de la edición— y restituir las obras de Shakespeare a su condición «Verdadera y Original». Por fin, de acuerdo con la curiosa imagen que emplean, se podía contar con unas obras «curadas y de extremidades sanas». Al menos, de eso se precian. El caso es que el resultado de este Primer Folio es innegablemente irregular.

Hasta la más inexperta de las miradas acaba perpleja ante tanta excentricidad tipográfica. Aparecen palabras descarriadas como ovejas en los lugares más insólitos (por ejemplo, un gran y por completo superfluo EL se yergue hacia el final de la página 38), la paginación es rabiosamente incomprensible y el texto está lleno de erratas evidentes. En una sección, se repiten las páginas 81 y 82, en tanto que no hay modo de dar con las páginas 77-78, 101-108 y 157-256. En Mucho ruido y pocas nueces, las intervenciones de Dogberry y Verges dejan de pronto de ir precedidas del nombre de ambos personajes y lo hacen, en cambio, de «Will» y «Richard», nombres de los autores que los encarnaban en la representación original; este lapsus, comprensible en un guión de trabajo, no es muy indicativo de un gran rigor editorial.

Las obras están divididas unas veces en actos y escenas y otras no. En Hamlet, la división en escenas se detiene a medio camino. La lista de personajes puede estar tanto al principio de una obra como al final e incluso en ninguna parte. En ocasiones abundan las prolijas indicaciones de escena y en otras brillan por su ausencia. Hay una intervención decisiva en Lear que va precedida de la abreviatura «Cor.», y no hay modo de deducir si corresponde a Cornelia o a Cornwall. Ambas posibilidades funcionan, aunque cada una opera de modo distinto en el carácter de la obra. Desde entonces, este dilema viene poniendo en jaque a los directores teatrales.

Sin embargo, todo sea dicho, nada de esto empaña el hecho de que, sin el Folio, estaríamos en la inopia. Anthony James ha escrito que, «sin el Primer Folio, las obras históricas de Shakespeare carecerían de principio y final, su única obra romana habría sido Tito andrónico, y contaríamos con tres, y no cuatro “grandes tragedias”. Despojado de estas dieciocho obras, Shakespeare jamás habría alcanzado la estatura dramática que hoy reconocemos en él».

Heminges y Condell son sin sombra de duda los mayores héroes literarios de todos los tiempos. No resulta ocioso repetirlo: apenas sobreviven 230 obras del período durante el que vivió Shakespeare, de las cuales el 15 por ciento corresponde al Primer Folio, de modo que Heminges y Condell no sólo recuperaron para el mundo la mitad de las obras de Shakespeare sino también una importante proporción de todo el repertorio teatral isabelino y jacobino.

Las obras del Folio se ordenan en Comedias, Historias y Tragedias. La tempestad, una de las obras más tardías, aparece en primer lugar, quizás debido, precisamente, a su relativa novedad. Timón de Atenas es un borrador inacabado (o bien una obra acabada que adolece de «extraordinarias incoherencias», en palabras de Stanley Wells). Feríeles no figura, ni figurará en una edición en folio por otros cuarenta años, tal vez porque fue escrita en colaboración. La misma razón parece haber llevado a Heminges y Condell a excluir Los dos nobles caballeros y La verdadera historia de Cardenio, exclusión esta última algo más desafortunada, toda vez que la obra se ha perdido.

Y a punto estuvieron de hacer otro tanto con Troilo y Crésida, aunque en el último momento se arrepintieron, nadie sabe por qué. Ajenos a todo sentimentalismo, ordenaron los títulos de las obras históricas, lastrándolos de burdas etiquetas descriptivas que los despojarían de todo hálito novelesco. Porque en tiempos de Shakespeare lo que se representaba no era un escueto Enrique VI, Parte II sino La Primera Parte de la Contienda entre las Dos Célebres Casas de York y Lancaster, en tanto que Enrique VI, Parte III se llamaba La Verdadera Tragedia de Ricardo Duque de York y el Buen Rey Enrique Sexto, títulos, en opinión de Gary Taylor, «más interesantes, más informativos y grandilocuentes».

A pesar de las rarezas e incoherencias, y para eterno mérito de ambos, Heminges y Condell hicieron todo lo posible, al menos en general, por ofrecer las versiones más completas y precisas posible. Así, por ejemplo, en Ricardo III, cuya fuente principal fue un cuarto bastante fiable, supieron añadir un total de 151 líneas cuidadosamente rescatadas de ediciones de cuarto deficientes e incluso de un libreto. Algo similar ocurre con ciertas obras del volumen.

«En algunos textos pusieron enorme celo», señala Stanley Wells. «Troilo y Crésida presenta una media de dieciocho cambios por página, lo cual es una enormidad. En otros textos, en cambio, fueron mucho más descuidados».

El porqué de tan irregular criterio —celosos aquí, frívolos allá— es otro misterio sin respuesta. Tampoco resulta fácil explicar por qué no publicó Shakespeare sus obras en vida. Se suele argumentar a menudo que en su época la obra pertenecía a la compañía, no al dramaturgo, y por tanto no correspondía a éste ocuparse de su explotación. No hay duda de que algo de eso había; sin embargo, la estrecha relación que unía a Shakespeare con sus colegas permite suponer que no se habrían opuesto al deseo de dejar plasmado un registro fiable de su obra, más aún cuando ésta tan sólo circulaba en ediciones espurias. No obstante, no hay pruebas de que Shakespeare prestase particular atención a sus textos una vez representados.

Este hecho sorprende aún más toda vez que existen indicios para pensar (o, cuando menos, para sospechar) que algunas de sus obras fueron escritas tanto para ser representadas como para ser leídas. Hay cuatro de ellas —

Hamlet,

Troilo y Crésida,

Ricardo III y

Coriolano— cuya particular latitud, cercana a los 32 000 versos, induce a dudar de que fueran llevadas a escena en toda su extensión. Es posible entonces que el texto íntegro se ofreciera a modo de extra a quienes quisieran disfrutarlo más a fondo en la intimidad del hogar. John Webster, contemporáneo de Shakespeare, señala en su prefacio a La duquesa de Malfi que había incluido en la edición gran cantidad de material original no empleado en escena para beneficio de sus lectores. Tal vez Shakespeare era del mismo parecer.

No es del todo cierto que el Primer Folio haya proporcionado la versión definitiva de todos los textos. Hay cuartos, incluso malos cuartos, que permitirán incorporar posteriores mejoras o precisiones o, aunque más raramente, ofrecer fragmentos legibles allí donde la versión del Folio suena coja o titubeante. Hasta el peor de los cuartos puede proporcionar material de comparación útil para contrastar distintas versiones de un mismo texto. G. Blakemore Evans cita un verso de El rey Lear que en las distintas ediciones tempranas de la obra reza «Mi loco (Foole) usurpa mi cuerpo», «Mi pie (foote) usurpa mi cuerpo» y «Mi pie usurpa mi cabeza» y, de hecho, sólo tiene sentido si se interpreta como «Un loco usurpa mi cama». En los cuartos, además, las indicaciones de escena suelen ser más generosas, algo que agradecen eruditos y directores de teatro por igual.

En ocasiones las diferencias entre las ediciones en cuarto y folio son tan grandes que resulta imposible saber cómo resolverlas o escoger la versión auténtica. El ejemplo más significativo de esto lo ofrece Hamlet, que se encuentra disponible en tres versiones: un cuarto «malo» de 1603, de 2200 versos; otro, mucho mejor, de 1604 y 3800 versos; y la versión del Folio de 1623, de 3570 versos. Existen motivos para suponer que, de los tres, el primer «mal» cuarto se acerca más a la versión de la obra que solía representarse. Su texto es, sin duda, más dinámico que los otros dos. Además, como señala Ann Thompson del King’s College londinense, sitúa el célebre monólogo de Hamlet en un lugar distinto, más propicio para las elucubraciones suicidas.

Aún más problemático es El rey Lear, cuya edición en cuarto tiene trescientas líneas y una escena entera que no existen en el Primer Folio, que a su vez cuenta con unas cien líneas que faltan en el cuarto. Ambas versiones asignan los mismos parlamentos a personajes distintos, alterando así la naturaleza de tres papeles protagónicos —Albany, Edgar, Kent— y, por si fuera poco, ni siquiera sus finales coinciden. Son tales las diferencias que los editores del Oxford Shakespeare incluyeron ambas versiones en la edición de la obra completa, argumentando que no son dos versiones de una misma obra sino dos obras totalmente distintas. Y aunque el cuarto y el folio de Otelo también difieren en más de cien versos, resultan todavía más significativos los numerosos cambios de palabras entre ambas versiones, pues dan a entender que la obra fue sometida a una exhaustiva revisión posterior.

No se sabe cuántos ejemplares se imprimieron del Primer Folio. La tirada suele estimarse en unos mil, pero no hay nada que lo certifique. El eminente experto en el Primer Folio Peter W. M. Blayney sospecha que debieron tirarse muchos menos. «El hecho de que el libro se reimprimiese sólo nueve años más tarde», ha escrito Blayney, «hace pensar en una edición relativamente limitada: no más de 750 ejemplares, tal vez menos». De todos ellos, sobreviven, íntegros o en parte, la extraordinaria cantidad de 300.

Actualmente, el principal depositario de Primeros Folios es un modesto edificio de una apacible calle a un par de manzanas del Capitolio, en Washington D. C., la Biblioteca Folger de Shakespeare, así llamada en honor de Henry Clay Folger, quien, además de ser presidente de la Standard Oil (y, más remotamente, miembro de la familia cafetera Folger), empezó a coleccionar Primeros Folios a principios del siglo XX, cuando aún podían adquirirse a un precio asequible a aristócratas arruinados o instituciones necesitadas.

Como ocurre a veces con los coleccionistas convencidos, Folger fue ampliando sus intereses con el correr del tiempo y empezó a coleccionar obras no sólo de o sobre Shakespeare sino también de sus admiradores, de modo que, además de material shakesperiano de incalculable valor, la colección incluye algunas curiosidades inesperadas como, por ejemplo, un manuscrito de Thomas de Quincey acerca de la preparación del porridge. Folger no vivió para ver en pie la biblioteca que lleva su nombre. Dos semanas después de colocar la piedra fundamental, moría de un repentino síncope.

El núcleo duro de la colección, que cuenta hoy con 350 000 volúmenes y otros artículos, son los Primeros Folios. La Biblioteca Folger alberga más Folios que ninguna otra institución en el mundo pero, por sorprendente que resulte, nadie sabría decir con exactitud cuántos son.

«El caso es que no es fácil decir qué es un Primer Folio y qué no lo es, pues muchos de ellos ya no son íntegramente originales y muy pocos están intactos», me confió Georgianna Ziegler, una de las curadoras, durante mi visita en 2005. «Ya a finales del siglo XVIII se instauró la costumbre de completar volúmenes incompletos o deshojados añadiéndoles páginas de otros libros, a veces hasta un punto extremo. La copia sesenta y seis de nuestra colección está canibalizada por otras obras en un 60 por ciento. Tenemos tres Primeros Folios “fragmentarios” más completos que eso».

«Solemos decir», añadió su colega Rachel Doggett, «que poseemos aproximadamente un tercio de los Primeros Folios que aún se conservan».

Lo que se lee por ahí es que Folger tiene setenta y nueve Primeros Folios completos y partes de otros varios, aunque de hecho sólo trece de esos setenta y nueve están intactos. En cambio, para Peter Blayney, la Biblioteca Folger podría considerarse legítima poseedora de ochenta y dos copias completas. Como se ve, todo es cuestión de semántica.

Ziegler y Doggett me condujeron a una cámara de seguridad en el sótano que no tenía ventanas y donde se guardan los ejemplares más raros y valiosos de la colección Folger. La sala era gélida, bastante antiséptica y estaba profusamente iluminada. Si me hubieran traído con los ojos vendados, habría creído estar en una sala de autopsias. En cambio, estaba abarrotada de estantes con gran cantidad de libros antiguos. Los Primeros Folios yacían de canto en doce estrechos estantes que recorrían la pared negra. Cada libro tendrá unos cuarenta y cinco por treinta y cinco centímetros, aproximadamente lo mismo que los volúmenes de la Encyclopaedia Britannica.

Conviene dedicar unos momentos a comentar cómo se hacían los libros en los primeros días de los tipos móviles. Imaginemos una tarjeta corriente de felicitación en la que doblamos una hoja por la mitad para obtener cuatro superficies separadas: anterior, interior izquierda, interior derecha y posterior. Si encartamos otras dos hojas así dobladas en la anterior, tendremos un cuadernillo de doce páginas o tres cuartillas, que correspondía aproximadamente a la mitad de una obra de teatro y era la cantidad de texto que una imprenta podía producir en cualquier momento. Lo complicado, desde el punto de vista del impresor, era que, para que las páginas fuesen consecutivas cuando se las ligaba, tenían que imprimirse en otro orden. En el primer pliego del cuadernillo deberán imprimirse las páginas 1-2 en la hoja izquierda y las páginas 11-12 en la derecha. Sólo las páginas centrales del cuadernillo pueden imprimirse de manera consecutiva y todas las restantes tendrán como mínimo una página vecina no consecutiva.

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