Selfies

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Sábado 18 de noviembre de 1995

No sabía cuánto tiempo llevaba pateando las pegajosas hojas marchitas, solo que sentía frío en los brazos desnudos y que los gritos de la casa se habían convertido en chillidos y sonaban con tal dureza y furia que le causaban una opresión en el pecho. Había estado a punto de echarse a llorar, pero no quería hacerlo.

«Te saldrán arrugas en la cara y te pondrás fea, Dorrit», era lo que iba a decirle su madre. Se le daban muy bien esa clase de comentarios.

Dorrit observó el rastro ancho y oscuro que había abierto entre la hojarasca del jardín y contó otra vez las puertas y ventanas de la casa. Sabía de sobra cuántas había, era solo por pasar el tiempo. Dos puertas dobles, catorce ventanas amplias y cuatro apaisadas en el sótano; si contaba todas las lunas, había ciento cuarenta y dos.

Sé contar hasta más de cien, pensó, orgullosa. Era la única de la clase capaz de hacerlo.

Entonces oyó el chirrido de las bisagras de la puerta del sótano del ala lateral; raras veces era una buena señal.

—No voy a entrar —cuchicheó para sí cuando vio a la sirvienta de la casa salir de la entrada del sótano y dirigirse hacia ella.

En la parte trasera del jardín había arbustos y penumbra, y era allí donde solía esconderse cuando deseaba estar sola, a veces durante horas, si era necesario; pero aquella vez la sirvienta fue más rápida y la asió de la muñeca con fuerza.

—¿Estás loca, o qué? ¿Cómo se te ocurre andar por el jardín con tus zapatos finos, Dorrit? La señora Zimmermann va a ponerse furiosa cuando vea lo manchados que están. Bien que lo sabes.

Se colocó frente a los sofás en calcetines y se sintió rara, porque las dos mujeres se quedaron mirándola, como si no comprendieran qué hacía en el salón.

El rostro de su abuela materna se mostraba duro y presagiaba un ataque de ira, y el de su madre, lloroso y feo. Tan arrugado como le había asegurado a ella que se pondría el suyo.

—Ahora no, querida Dorrit, estamos hablando —la reconvino su madre.

Dorrit miró alrededor.

—¿Dónde está padre? —preguntó.

Las dos mujeres se miraron. Por un instante, su madre le pareció un animalito asustado, apretujada en un rincón, y no era la primera vez.

—Anda, ve al comedor, Dorrit. Puedes hojear alguna revista —ordenó su abuela materna.

—¿Dónde está padre? —volvió a preguntar.

—Luego hablaremos de eso. Se ha marchado —respondió la abuela.

Dorrit retrocedió un paso con cuidado y siguió con la mirada los movimientos de la mano que le hacía su abuela materna. «¡VETE!», decían.

Para eso podía haberse quedado en el jardín.

En el comedor, los platos permanecían en la mesa maciza, con la salsa de bechamel de la coliflor reseca y las albóndigas fritas a medio comer. Había cuchillos y tenedores sobre el mantel, que estaba manchado del vino de dos copas de cristal derribadas. Nada era como siempre, y desde luego Dorrit no tenía ninguna gana de estar allí.

Se volvió hacia la entrada y sus numerosas puertas, lúgubres y elevadas, con pomos gastados. La enorme casa estaba dividida en varias partes, y Dorrit creía conocer todos sus rincones. En la primera planta había un olor tan intenso a los polvos y perfumes de su abuela materna que se le quedaba pegado a la ropa cuando regresaba a casa. Allá en lo alto, bajo la fluctuante luz de las ventanas, no había nada que pudiera hacer.

Por el contrario, se sentía muy a gusto en el ala más alejada de la planta baja, donde había un olor a la vez agrio y dulce de tabaco procedente de las cortinas corridas y los pesados muebles de los que no se veían en otros lugares del mundo de Dorrit. Grandes sillones mullidos en los que podías acurrucarte con los pies recogidos, y sofás tapizados con terciopelo marrón y respaldos de madera negra trabajada. Aquella zona de la casa pertenecía a su abuelo materno.

Una hora antes, es decir, antes de que su padre empezara a discutir con la abuela, los cinco habían compartido la mesa en un ambiente entrañable, y Dorrit pensó que aquel día iba a arroparla como un edredón suave.

Pero entonces su padre dijo algo de lo más inapropiado, que hizo que la abuela arquease las cejas al instante y que el abuelo se levantara de la mesa.

—Arreglaos entre vosotros —dijo, mientras se subía los pantalones y se escabullía. Fue entonces cuando la enviaron al jardín.

Dorrit empujó con cuidado la puerta del estudio de su abuelo. En una de las paredes había un par de cómodas marrones con muestras de zapatos en cajas abiertas, y en la pared opuesta estaba el escritorio labrado del abuelo, rebosante de papeles llenos de rayas rojas y azules.

Allí el olor a tabaco era aún más fuerte, aunque el abuelo no estaba presente. De hecho, parecía que el humo de tabaco procedía de un rincón desde donde una estrecha franja de luz se deslizaba entre dos estanterías y atravesaba la silla del escritorio.

Dorrit avanzó para ver de dónde venía la luz. Era algo emocionante, porque el estrecho hueco entre las estanterías desvelaba un territorio desconocido.

—Qué, ¿ya se han marchado? —oyó gruñir a su abuelo en algún lugar más allá de las estanterías.

Dorrit atravesó el hueco y entró en un cuarto en el que nunca había estado. Allí, en una vieja silla de cuero con brazos junto a una mesa larga, se encontraba su abuelo inclinado con atención sobre algo que ella no veía.

—¿Eres tú, Rigmor? —se oyó su voz peculiar. Era por su alemán, que se negaba a desaparecer, solía decir su madre irritada, pero a Dorrit le gustaba.

La disposición del cuarto era muy diferente a la del resto de la casa. Las paredes no estaban desnudas, sino repletas de fotografías grandes y pequeñas, y, si te fijabas, en todas ellas aparecía el mismo hombre de uniforme, en diversas situaciones.

A pesar de la densa niebla del tabaco, la estancia parecía más luminosa que el estudio. Allí estaba su abuelo entretenido, con la camisa remangada, y Dorrit se fijó en las gruesas venas que serpenteaban por los antebrazos desnudos. Sus movimientos eran pausados y relajados. Con manos cuidadosas daba la vuelta a fotografías de las que no despegaba una mirada escrutadora. Parecía estar muy a gusto allí sentado, de modo que Dorrit sonrió. Pero cuando él giró la silla de despacho hacia ella, Dorrit se dio cuenta de que la sonrisa tan habitual en él se había retorcido y congelado, como si hubiera masticado algo amargo.

—¡¿Dorrit?! —exclamó su abuelo, medio levantándose con los brazos abiertos, como si quisiera tapar las cosas con las que se entretenía.

—Perdona, abuelo. No sabía dónde meterme.

Luego se volvió hacia las fotografías de la pared.

—El hombre de las fotos se parece a ti, ¿no?

Él la miró un buen rato, como si estuviera pensando qué decir; luego la tomó de pronto de la mano, la llevó hasta la silla y la sentó sobre sus rodillas.

—No deberías estar aquí, porque este es el cuarto secreto del abuelo. Pero ya que estás, lo dejaremos así. —Hizo un gesto hacia la pared—. Och ja, Dorrit, tienes razón. El de las fotografías soy yo. En la época en la que era un joven soldado que luchaba por Alemania en la guerra.

Dorrit asintió en silencio. Estaba guapo de uniforme. Gorra negra, chaqueta negra y pantalones de montar negros. Todo era negro. Cinturón, botas, pistolera al cinto, guantes. Solo la calavera de la gorra y la sonrisa de dientes blanquísimos lucían en medio de la negrura.

—Entonces, ¿fuiste soldado, abuelo?

Jawohl. Puedes ver mi pistola en el estante. Parabellum 08, llamada también Luger. Mi mejor amiga durante muchos años.

Dorrit alzó la mirada asombrada a lo alto del estante. La pistola era negra grisácea, y la pistolera que había al lado, marrón. Había también un cuchillo estrecho en su funda junto a algo que no sabía lo que era, pero que parecía un bate de béisbol, solo que con una lata negra encajada en un extremo.

—¿La pistola dispara de verdad? —preguntó.

—Lo ha hecho muchas veces, Dorrit.

—Así que ¿fuiste un soldado de verdad, abuelo?

El hombre sonrió.

—Sí, tu abuelo fue un soldado muy valiente y hábil que hizo muchas cosas en la Segunda Guerra Mundial, y puedes estar orgullosa de él.

—¿Guerra mundial?

El abuelo asintió en silencio. Por lo que sabía Dorrit, la guerra no podía ser nada bueno. No era algo que te hiciera sonreír.

Dorrit estiró el cuello por encima del hombro de su abuelo, para poder ver en qué estaba ocupado.

Nein, esas fotos no puedes verlas, Dorritchen —dijo el abuelo; la agarró del cuello y la llevó hacia atrás—. Tal vez cuando seas mayor, pero esas imágenes no son para niños.

Dorrit asintió, pero de todas formas se estiró otro par de centímetros, y esta vez no se lo impidieron.

Cuando su mirada recayó en una serie de fotos en blanco y negro en las que un hombre de hombros caídos en la primera foto era arrastrado hacia su abuelo, que en la siguiente alzaba la pistola y después pegaba al hombre un tiro en la nuca, preguntó con el mismo cuidado:

—Era un juego al que jugabais, ¿verdad?

El abuelo atrajo con suavidad el rostro de Dorrit hacia el suyo, y la miró a los ojos.

—La guerra no es ningún juego, Dorrit. Matas a los enemigos porque si no ellos te matan a ti, lo entiendes, ¿verdad? Si tu abuelo no se hubiera defendido entonces con todas sus fuerzas, tú y yo no estaríamos hoy aquí, ¿verdad?

Dorrit sacudió lentamente la cabeza y luego se acercó más a la mesa.

—¿Y todas esas personas querían matarte?

Su mirada se deslizó por fotos de todos los tamaños, fotografías que no sabía qué representaban. Eran unas imágenes macabras. Se veía a gente desplomándose. Hombres y mujeres colgados de sogas. Un hombre al que daban un mazazo en la nuca. Y en todas las imágenes aparecía su abuelo al lado.

—Sí, eran gente mala y repugnante. Pero no debes preocuparte por ello, querida. La guerra ha terminado y no va a haber más guerras, el abuelo te lo promete. Todo terminó aquella vez. Alles ist vorbei.

Se volvió hacia las fotografías de la mesa y esbozó una sonrisa, como si le gustara verlas. A lo mejor era porque ya no tenía que pasar miedo y defenderse de sus enemigos, pensó Dorrit.

—Menos mal —respondió.

Los dos oyeron más o menos a la vez el ruido de pasos de la habitación contigua y tuvieron tiempo de levantarse de la silla antes de que apareciera la abuela en el hueco entre las estanterías y se quedara mirándolos.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó con dureza, e intentó asir a Dorrit mientras los reñía a base de bien—. A Dorrit no se le ha perdido nada aquí, Fritzl, ¿no estábamos de acuerdo?

Alles in Ordnung, Liebling. Dorrit acaba de entrar y se iba a marchar ya. ¿Verdad que sí, pequeña? —Le habló con voz suave, pero su mirada era mucho más fría. «Si no quieres problemas, calla», le pareció que decía, de modo que hizo un gesto afirmativo y siguió obediente a su abuela cuando la llevó hacia el estudio. En el momento en que salieron de la estancia, lanzó una breve mirada a la pared junto a la puerta. También estaba decorada. A un lado de la puerta colgaba una gran bandera roja con un círculo blanco en el centro, ocupado casi en su totalidad por una extraña cruz negra; y, al otro lado de la puerta, una foto en color de su abuelo, con la cabeza bien erguida, levantando hacia el cielo su brazo derecho.

Esto no lo olvidaré nunca, pensó por primera vez en su vida.

—No te preocupes por lo que te diga la abuela ni por lo que viste en el cuarto del abuelo, Dorrit, ¿me lo prometes? Todo eso son tonterías.

Su madre le metió los brazos en las mangas del abrigo y se puso en cuclillas frente a ella.

—Ahora nos vamos a casa y tú vas a olvidarlo todo, ¿verdad que sí, pequeñita?

—Pero madre, ¿por qué os habéis puesto a gritar en el comedor? ¿Por eso se ha ido padre? ¿Dónde está? ¿Está en casa?

Su madre sacudió la cabeza y la miró seria.

—No, padre y yo llevamos una temporada que no nos entendemos bien, así que está en otro sitio.

—¿Cuándo va a volver?

—No sé si va a volver, Dorrit. Pero no te pongas triste. No necesitamos a padre, porque los abuelos se encargan de nosotras, ya lo sabes, ¿verdad?

Sonrió y la acarició con suavidad en la mejilla. Su boca olía a algo fuerte. Como el líquido transparente que su abuelo se servía a veces en pequeños vasitos.

—Escucha, Dorrit. Eres una niña guapísima. Mucho más fina, lista y capaz que cualquier otra niña del mundo, así que ya nos las arreglaremos sin padre, ¿no crees?

Dorrit trató de asentir con la cabeza, pero no pudo moverla.

—Venga, vamos a casa y ponemos la televisión para ver los preciosos vestidos que llevarán las damas a la boda del príncipe con esa chica china tan guapa. ¿Vale, Dorrit?

—Esa Alexandra va a convertirse en princesa, ¿verdad?

—Pues sí, en cuanto se casen. Pero hasta entonces es una chica normal que ha cazado a un príncipe auténtico. También tú podrás hacerlo un día, cielo. Cuando seas mayor serás rica y famosa, porque eres más fina y guapa que Alexandra, y puedes conseguir lo que desees en el mundo. Mira tu pelo rubio y tus hermosos rasgos. ¿Acaso Alexandra es tan guapa?

Dorrit sonrió.

—Y tú estarás siempre conmigo, ¿verdad, madre?

Le encantaba hacer que su madre se conmoviera como en aquel momento.

—Claro que sí, tesoro. Haré cualquier cosa por ti.

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