Selfies

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Capítulo 4

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Viernes 13 de mayo de 2016

—Sí, fui yo quien lo hizo. Le pegué en la cabeza con una barra de hierro, y ella chilló y chilló, pero a mí me daba igual, le seguí pegando.

Carl golpeó el cigarrillo contra el dorso de la mano y se lo llevó a los labios un par de veces antes de volver a dejarlo.

Con ojos entornados miró la documentación que el hombre que tenía enfrente le había dado sin que se la pidiera. Cuarenta y dos años, pero parecía por lo menos quince años mayor.

—Le pegaste y ella gritó, dices. Pero ¿con cuánta fuerza le pegaste, Mogens? ¿Puedes enseñármelo? Levántate y enséñamelo.

El hombre flaco se enderezó.

—¿Quiere decir que tengo que pegar al aire y hacer como si llevara una barra de hierro en la mano?

Carl asintió en silencio y reprimió un bostezo mientras el tipo se levantaba.

—Vamos, Mogens, pega como hiciste entonces.

El hombre abrió la boca y contrajo el rostro por la concentración, un espectáculo bastante triste. Piel lívida, la camisa mal abrochada, los pantalones que le colgaban de las caderas cuando asió bien su arma imaginaria y levantó los brazos para golpear.

Cuando por fin llegaron la descarga de energía y el golpe, abrió los ojos como platos, como si se imaginara con regocijo enfermizo el cuerpo cayendo. Por un momento se estremeció, como si acabara de correrse en los pantalones.

—Así fue como sucedió —dijo con una sonrisa de alivio.

—Gracias, Mogens. De modo que ¿fue así como mataste a la profesora de la escuela privada Bolmans Friskole en el parque de Østre Anlæg? ¿Y ella cayó hacia delante y boca abajo?

El hombre asintió y lo miró arrepentido, como un niño travieso.

—¡Assad, ¿te importa venir un momento?! —gritó Carl hacia el pasillo del sótano.

Se oyeron unos sonoros jadeos y suspiros.

—¡Y tráete tu café mexicano, Assad! —gritó Carl—. Creo que Mogens Iversen está algo sediento.

Miró al hombre, cuya expresión facial oscilaba entre el compañerismo y cierto agradecimiento.

—Pero ¡antes mira de qué información disponemos en torno al asesinato de una tal Stephanie Gundersen en 2004! —volvió a gritar.

Hizo un gesto al hombre, que sonrió y achicó los ojos, confiado. En aquel momento, su mirada dejaba entrever que los dos eran de alguna manera colegas. Dos almas en fructífera colaboración para esclarecer un enigmático asesinato. Casi nada.

—Y luego volviste a golpearle mientras yacía en la hierba, ¿fue así, Mogens?

—Sí. Ella gritaba, pero le golpeé otras tres o cuatro veces, y debió de callarse. No recuerdo tanto los detalles, al fin y al cabo han pasado doce años.

—Dime, Mogens, ¿cuál es el verdadero motivo de que confieses esto? ¿Por qué no antes?

La mirada del hombre vaciló. El labio inferior colgaba, trémulo, mostrando una dentadura estremecedora, lo que, para su irritación, hizo recordar a Carl que su dentista le había dado cita tres veces, en vano, para la revisión anual.

Era evidente, por cómo se estremecía su pecho, que el tipo luchaba con ardor contra sí mismo. A Carl no le habría extrañado nada si de pronto se hubiera echado a llorar.

—Es que ya no podía soportar más estar siempre pensando en ello —dijo con la parte inferior de la cara temblando.

Carl asintió con la cabeza mientras tecleaba el número de registro civil del hombre en su ordenador.

—Te comprendo, Mogens. Un asesinato así es un secreto horrible si no se comparte, ¿no?

El hombre movió la cabeza arriba y abajo, agradecido.

—Veo que vives en Næstved. Diría que eso está bastante lejos de Copenhague; y del lugar del crimen, el parque de Østre Anlæg.

—No he vivido siempre en Næstved —dijo a la defensiva—. Antes vivía en Copenhague.

—Pero ¿por qué has venido hasta aquí? No tenías más que notificar tu horrible agresión en la comisaría local.

—Porque ustedes se encargan de los casos antiguos. He leído sobre el Departamento Q en los periódicos, aunque hace tiempo de eso. Así que son ustedes, ¿verdad?

Carl arrugó el entrecejo.

—¿Lees mucho el periódico, Mogens?

El hombre trató de parecer más serio de lo que era.

—¿No es acaso un deber social estar informado y proteger nuestra libertad de prensa? —preguntó.

—La mujer que mataste… ¿Por qué lo hiciste? ¿La conocías? No creo que hayas tenido ninguna relación con la escuela de Bolmans Friskole.

El hombre se secó las lágrimas.

—Ella pasaba por allí cuando me sobrevino el impulso.

—¿Te sobrevino? ¿Suele pasarte a menudo, Mogens? Porque si has matado a más personas, este es el momento de aligerar tu conciencia.

El hombre sacudió la cabeza sin siquiera pestañear.

Carl bajó la vista a un lado de la pantalla. Tenían multitud de información elocuente sobre aquel tipo, de modo que no había duda de lo que podía esperarse que les ofreciera a continuación.

Assad entró y dejó ante él una carpeta bastante fina. No parecía contento.

—Se han caído otros cuatro estantes en el pasillo, Carl. Hay que liberar más espacio de la estantería, el material pesa demasiado.

Carl asintió. Papeles por aquí, papeles por allá. Por él, podían llevar la mayor parte a la incineradora.

Abrió la carpeta. No tenían gran cosa allá abajo sobre el caso de Stephanie Gundersen. Señal de que seguiría siendo objeto de atención en el Departamento de Homicidios.

Miró la última página, leyó las últimas líneas y asintió para sí.

—Se te ha olvidado el café, Assad —advirtió, con la mirada en la hoja del expediente.

Assad hizo un gesto.

—¿Para este?

Carl guiñó el ojo.

—Y hazlo bien, que esté bien bueno, va a hacerle falta.

Se volvió hacia el hombre, mientras Assad desaparecía por el pasillo.

—Veo que has estado en varias ocasiones en Jefatura prestando declaración en otros casos, Mogens.

El hombre asintió, avergonzado.

—Y todas las veces tenías un conocimiento tan pobre de los detalles de los crímenes que te mandaban de vuelta a casa y te pedían que buscaras un psicólogo y no volvieras más.

—Sí, así es. Pero esta vez soy yo el autor, no le quepa la menor duda.

—Y no podías ir a Homicidios a contarlo, porque iban a mandarte a casa con las mismas recomendaciones de las otras veces, ¿verdad?

El hombre pareció entusiasmado por la empatía que mostraba Carl.

—Sí, era por eso.

—Y mientras tanto ¿te has acordado de ir al psicólogo, Mogens?

—Sí, muchas veces. Y me han ingresado en Dronninglund con toda la pesca.

—¿Con toda la pesca?

—Sí, pastillas para los nervios y esas cosas. —Casi parecía enorgullecerse.

—Ya. Pues voy a decirte que vas a recibir de mí la misma respuesta que te han dado en el Departamento de Homicidios. Estás enfermo, Mogens, y si vienes con más confesiones falsas de esas, tendremos que arrestarte. Estoy seguro de que otro ingreso podría ayudarte, pero depende de ti, por supuesto.

El hombre frunció el ceño. Ideas descabelladas parecieron atravesar su mente. Patrañas aderezadas con sincero arrepentimiento, con el añadido de una pizca de los datos que había podido conseguir de modo irregular, se mezclaban con la desesperación. Pero ¿por qué? Carl nunca había entendido a la gente como Mogens.

—No digas más, Mogens. Tal vez pensaras que aquí en el sótano no íbamos a saber esas cosas, pero estabas equivocado. Además, ya sé que todo lo que nos has contado sobre el ataque a la pobre mujer es falso de arriba abajo: la dirección del golpe en la cabeza, de qué lado llegó el impacto, en qué postura quedó tras el ataque, cuántos golpes recibió. No tuviste nada que ver con ese asesinato, así que puedes volver a tu casa a Næstved, ¿vale?

—Hola, hola, aquí llega un poco de café mexicano en una elegante taza de las del señor Assad —canturreó el testa rizada mientras se lo ponía delante—. ¿Azúcar?

Mogens asintió en silencio; parecía un hombre a quien le hubieran impedido la liberación justo cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo.

—Te vendrá bien para el viaje, pero has de tomarlo de un trago —lo instó Assad, sonriente—. Va a hacerte mucho bien.

Un breve gesto de desconfianza atravesó el rostro del hombre.

—Si no lo tomas, voy a detenerte por falso testimonio, Mogens, de manera que bebe —se oyó la voz, más dura, de Carl.

Ambos se inclinaron sobre él y siguieron con la vista la mano vacilante hacia la taza y su viaje hacia la boca.

—¡De un trago! —Esta vez Assad sonó amenazador.

La nuez saltó un par de veces arriba y abajo mientras el café desaparecía garganta abajo.

Ahora era cuestión de esperar. Pobre hombre.

—¿Cuánto chile le has puesto en la taza, Assad? —preguntó Carl cuando terminó de limpiar la última vomitona de la mesa.

Assad se encogió de hombros.

—No mucho, pero era un Segador de Carolina fresco.

—¿Y eso es fuerte?

—Sí, Carl. Ya lo has visto.

—¿Se puede morir por eso?

—Qué va.

Carl sonrió. Mogens Iversen no volvería a molestar al Departamento Q con sus historias.

—¿Apunto la «confesión» en el informe, Carl?

Carl sacudió la cabeza mientras hojeaba los documentos.

—Veo que el caso lo llevó Marcus Jacobsen. Es una pena que nunca lo esclareciera.

Assad asintió.

—¿Descubrieron con qué arma fue asesinada la mujer?

—Por lo que veo, no. Pone que fue un objeto romo. Eso lo hemos oído muchas veces.

Carl cerró la carpeta. Cuando el Departamento de Homicidios considerase que había llegado la hora de arrinconar el caso, seguro que les tocaría a ellos resolverlo.

Cada cosa a su tiempo.

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