Selfies

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Capítulo 5

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Lunes 2 de mayo de 2016

No podía decirse que Anne-Line Svendsen fuera una de las personas más alegres del mundo, y había diversas razones para ello. Por lo demás, la mano de la naturaleza la había provisto de las dotes necesarias para llevar una vida digamos que normal. Una buena cabeza, rasgos más o menos bonitos y un cuerpo que en tiempos pasados hizo que muchos hombres girasen la cabeza a su paso. Pero no supo administrar esas ventajas para su propio provecho, y, con el paso del tiempo, había empezado a dudar que pudieran servirle de algo.

Anne-Line, o Anneli, como le gustaba llamarse, en el fondo no había sido capaz de leer la brújula de la vida, como solía decir su padre. Cuando llegaron los hombres, ella miraba a la izquierda, aunque los mejores estuvieran a la derecha. Si necesitaba comprar ropa, escuchaba siempre su voz interior, en lugar de la del espejo. Cuando eligió estudios, miró más el beneficio a corto plazo que el de largo plazo. Y con el tiempo desembocó en una situación que no podía prever y, desde luego, no deseaba.

Tras una larga serie de infaustas relaciones, pertenecía a ese treinta y siete por ciento de daneses adultos que hacían vida de solteros, y por eso durante los últimos años había comido por regla general demasiado, y cosas inadecuadas, y ahora se encontraba abocada a una permanente situación de decepción por su cuerpo fofo y un cansancio apenas soportable. Pero lo peor de todas aquellas decisiones equivocadas de su vida fue el empleo en el que terminó. De joven, una especie de idealismo la convenció de que el trabajo social era provechoso e iba a proporcionarle una gran satisfacción personal. ¿Cómo podía saber entonces que después del cambio de milenio iban a adoptarse una oleada de decisiones políticas imprudentes que implicaban que estuviera atrapada en el callejón sin salida de una supuesta colaboración entre mandos intermedios incompetentes y políticos igual de irrealistas e insolidarios? Durante aquellos años, ni ella ni sus colegas tuvieron la menor oportunidad de marchar al compás de todos los aparatos analíticos, circulares y directivas que les habían pasado de arriba, y al final estaba inmersa en un sistema social que funcionaba sin ningún tipo de regulación, administrado a menudo en pugna con la legislación, y con un mecanismo de distribución de prestaciones sociales que nunca jamás había podido funcionar. Muchos de sus colegas habían caído por el estrés, y Anneli fue una de ellos. Pasó dos meses en casa debajo del edredón, con la cabeza llena de ideas sombrías y deprimentes y una falta total de capacidad para concentrarse en las tareas más sencillas. Cuando por fin regresó al trabajo, casi fue peor que antes.

En aquel atolladero de desamparo político, la habían puesto, más o menos al azar, a gestionar lo que ella describía como una bomba de relojería bajo el sistema, es decir, un grupo de mujeres, sobre todo jóvenes, que nunca habían estudiado nada y que tampoco iban a poder hacerlo jamás, además de los habituales clientes necesitados.

Anneli regresaba a casa del trabajo enfadada y con un cansancio mortal. No porque hubiera hecho una labor provechosa, sino justo por lo contrario. Y aquel día no había sido ninguna excepción a la regla: en suma, un día chungo más.

Dentro de poco debía acudir al Hospital Central a hacerse una mamografía rutinaria; después iba a llevar un par de pasteles a casa, poner las piernas sobre un taburete y envolverse bien en una manta, antes de reunirse con las chicas de la Oficina de Servicios Sociales para la sesión semanal de yoga a las ocho.

En realidad, Anneli detestaba los ejercicios corporales, y de manera especial el yoga. Después le dolía todo el cuerpo; entonces, ¿por qué diablos lo hacía? En el fondo, tampoco aguantaba a las compañeras y sabía que el sentimiento era sin duda mutuo. La única razón de que no le hicieran el vacío era su eficacia en el trabajo.

Porque Anneli era muy eficiente.

—Dime, Anne-Line, ¿has sentido últimamente molestias en la zona? —preguntó la doctora mientras examinaba la radiografía.

Anneli trató de sonreír. Llevaba diez años participando en aquel proyecto de investigación y la pregunta, igual que la respuesta, nunca cambiaba.

—Solo cuando me aplastáis el pecho como una crep para hacer la mamografía —respondió con voz seca.

La doctora se dio la vuelta. El habitual rostro inexpresivo estaba surcado de arrugas, lo que hizo que una sensación fría y repulsiva atravesara el cuerpo de Anneli.

—Tienes un bulto en el pecho derecho, Anne-Line.

Anneli contuvo el aliento. Una broma de mal gusto, pensó durante un segundo demencial.

Entonces la doctora giró el rostro hacia la imagen de la pantalla.

—Mira.

Rodeó una gran mancha con la punta de su lápiz, tecleó un rato en el ordenador y apareció una nueva imagen.

—Esta mamografía es del año pasado, entonces no había nada. Me temo que vamos a tener que decidir hacer una intervención rápida.

No lo comprendía. Fue como si la palabra «cáncer» pasara al lado de ella. Una repugnante palabra de mierda.

—¿Por qué no has venido hasta ahora?

Las cuatro mujeres sonrieron algo burlonas, pero estaba acostumbrada.

—Las demás hemos estado moviendo el cuerpo hasta descoyuntarnos. ¿Qué diablos has hecho mientras tanto?

Anneli se sentó en la mesa que solían ocupar en el bar y trató de sonreír.

—Tenía demasiado trabajo, estoy rendida.

—Cómete un pastel, seguro que recuperas la sonrisa —le aconsejó Ruth. Era la que trabajó veintidós años en Servicios Sociales antes de tirar la toalla, ahora llevaba seis meses trabajando de oficinista en una compañía de taxis. Era curiosa en muchos aspectos, y, desde luego, más competente que la mayoría.

Anneli vaciló un instante. ¿Debía confiar a esas personas tan indiferentes en aquellas cuestiones por qué no se había sentido capaz de hacer el saludo al sol ni de poner la mente en blanco? Si lo revelaba ahora, ¿iba a poder controlar sus sentimientos? No pensaba ponerse a berrear con ellas delante.

—Vaya por Dios, tienes un aspecto malísimo. ¿Ocurre algo, Anne-Line? —preguntó Klara, la más tratable.

Miró a sus colegas, que iban sin maquillar y atacaban los pasteles con ganas. ¿De qué le valía soltar la cruda realidad en aquella encantadora armonía? Ni siquiera sabía qué era el maldito bulto.

—Es por esas chicas idiotas —respondió por fin.

—¡Vaya, otra vez ellas! —asintió una de las otras, cansada. Como si Anneli no supiera que era un tema en el que nadie deseaba malgastar su energía. Pero ¿de qué diablos iba a hablar si no? No tenía a un marido en casa de quien quejarse. Ni hijos de los que alardear. Ni un sofá exclusivo de color mostaza del que poder mostrar una foto y contar la fortuna que había pagado por él.

—Ya sé que es mi problema, pero es que me dan náuseas, ¿sabéis? Hay personas que pasan necesidades y después están esas cabezas huecas bien provistas de encajes, botas, maquillaje y extensiones en el pelo. Es que esas chicas van impecables. Todo lo llevan a juego: bolso, calzado, ropa… ¡Ding, ding, ding!

La descripción hizo que la más joven sonriera, pero las otras se alzaron de hombros. Claro que también eran el polo opuesto de aquellas chicas: unas funcionarias grises que, si un día había que dar la campanada, a lo sumo se teñían con henna el pelo o se ponían unos botines negros con remaches. Claro que mostraban indiferencia, ¿qué, si no? En esta sociedad todos eran indiferentes y hacían como si nada cuando había que intervenir. ¿Cómo diablos podía funcionar todo tan mal?

—No te dejes influir por ellas, Anne-Line —advirtió Ruth.

¿No dejarse influir? Era fácil decirlo cuando te habías escapado de aquel infierno.

Anneli se llevó con calma la mano hacia el pecho. Le parecía que el bulto lo ocupaba todo. ¿Por qué no lo había notado antes? Confiaba en que solo fueran efectos secundarios del examen.

Pero habla, di algo que te haga pensar en otras cosas, pensó mientras el pulso se le aceleraba poco a poco.

—Jeanette, mi sobrina, es exactamente así —la salvó Klara—. Cuántas veces habré oído decir a mi hermano y a mi cuñada lo guapa y fantástica que era y los muchos talentos que tenía. —Esbozó una sonrisa irónica—. ¿Qué talentos? Si tenía alguno, lo cierto es que nunca lo desarrolló. La trataron durante años como a una princesa y ahora es justo como lo que estás describiendo, Anne-Line.

La sensación de su pecho remitió un poco, para dejar paso al extraño calor que provocaba su cólera. ¿Por qué no atacaba aquella enfermedad a una de esas niñatas de mierda, en vez de cebarse en ella?

—Entonces, ¿Jeanette está recibiendo la renta mínima y le han llegado una serie de ofertas de empleo y plazas de aprendiz? —se obligó a preguntar Anneli.

Klara hizo un gesto afirmativo.

—Pasó años implorando un empleo de aprendiz en una peluquería, y cuando por fin lo encontró no aguantó más de medio día.

Dos de las otras levantaron la cabeza. Era evidente que a Klara la escuchaban con ganas.

—Le dijeron a Jeanette que pusiera en orden la peluquería durante la pausa del almuerzo; ella protestó y dijo que era duro de cojones, pero ¡no fue esa la excusa que dio en casa!

—¿Qué dijo? —preguntó una.

—Dijo que le había deprimido muchísimo oír los problemas de las clientas. ¡No podía soportarlo!

Anneli miró alrededor. Todas tenían el ceño fruncido, pero aquella historia era el pan de cada día para ella. ¿Cuántas veces había tenido que colaborar con la Oficina de Empleo para buscar puestos de aprendiz o trabajos para los que, a fin de cuentas, chicas como la tal Jeanette no estaban capacitadas?

¿Por qué no estudió Económicas, como le aconsejaba su padre? Entonces habría podido estar con todos los bandidos del Parlamento, acaparando beneficios adicionales en lugar de cargar con aquellos despojos de chicas y mujeres disfuncionales. Eran como el agua sucia de una bañera, lo que más deseaba Anneli era quitar el tapón, si podía.

Por la mañana había tenido cita con cuatro de esas chicas que llevaban mucho tiempo desempleadas. Y en lugar de adoptar una postura humilde o sugerir alguna solución para mejorar su situación, todas ellas habían alargado la mano sin asomo de vergüenza y chupado fondos de la caja social. Era una faena, pero Anneli intentó, como siempre, pararles los pies a las cuatro. Si no querían aprender nada y no eran capaces de conservar un empleo, tendrían que aceptar las consecuencias. Porque en eso tenía a la legislación de su lado.

No obstante, la experiencia le decía que las cuatro tipas iban a volver pronto con partes de baja que decían que estaban incapacitadas para trabajar. Las razones serían muchas, porque en esas cuestiones la inventiva no conocía límites: depresión enfermiza, lesiones de rodilla, caídas brutales contra el radiador con consecuencia de conmoción cerebral, colon irritable y una larga serie de afecciones que no podían medirse ni pesarse. Había tratado de que sus superiores hicieran algo ante los exagerados diagnósticos de los médicos, pero el tema, aunque pareciera extraño, era demasiado delicado, así que los médicos seguían repartiendo partes de baja sin documentar, como si no supieran hacer otra cosa.

Hoy, una de las chicas se había presentado sin haber prolongado su baja porque había llegado tarde a la consulta del médico. Y cuando Anneli le preguntó la razón e hizo hincapié en lo importante que era acudir a las citas, la mema le respondió que estaba en un café con unas amigas y que no miró el reloj. Tenían tan poco talento para vivir en sociedad que ni siquiera sabían mentir.

Anneli debería haberse escandalizado por la respuesta, pero estaba curtida. Lo peor era pensar que eran chicas como Amalie, Jazmine o como se llamaran las que al final iban a tener que prestarle servicio a ella cuando ingresara en una residencia de ancianos.

Santo cielo.

Anneli miró ante sí con expresión vacía.

«Cuando ingresara en una residencia», había pensado, pero ¿quién decía que fuera a vivir tanto tiempo? ¿La doctora no había dejado entrever que un cáncer de mama como ese había que tomarlo muy en serio? ¿Que aunque le extirparan el pecho, podía haberse extendido y no tener cura? ¿Que todavía no lo sabían?

—¿Por qué no dejas el trabajo de asistenta social? —Ruth la sacó de sus elucubraciones—. Tienes un dinerillo ahorrado.

Era una pregunta muy difícil de responder. Desde hacía casi diez años, los conocidos de Anneli vivían en la idea errónea de que había ganado un montón de dinero en un rasca y gana, y ella no hizo nada por desmentirlo. De pronto había conseguido una especie de estatus que jamás habría logrado de otro modo. La gente seguía considerándola un ratoncito gris, aburrido e irritado, esa era la realidad. Pero ahora la consideraban un ratón gris envuelto en misterio.

Entonces, ¿por qué no gastaba algo de su fortuna en sí misma?, preguntaban. ¿Por qué seguía vistiendo aquellos trapos baratos? ¿Por qué no llevaba perfume caro? ¿Por qué no hacía viajes exóticos? ¿Por qué, por qué, por qué?

El día que raspó la cartulina en medio de la jornada de trabajo, sintió una alegría espontánea, porque quinientas coronas era su récord absoluto. Pero su grito triunfal atrajo a Ruth, del despacho contiguo, para oír qué pasaba.

—¡He ganado quinientas, ¿te das cuenta?! ¡Quinientas! —se alborozó Anneli.

Ruth se quedó sin habla: era quizá la primera vez que veía sonreír a Anneli.

—¿Habéis oído? ¡Anne-Line ha ganado quinientas mil coronas! —gritó de repente, y la noticia se extendió por las oficinas como un reguero de pólvora. Después Anneli llevó pasteles y pensó que no tenía nada en contra de que siguieran viviendo en el error. Parecía como si aquello aumentara su estatus, como si la hiciera algo más visible. Otra cosa era que no pudo rectificar la mentira, y que después le tomaban el pelo por su tacañería. Anneli imaginó los platos de la balanza, y el plato del prestigio pesaba, por extraño que pareciera, mucho más que el de la presunta tacañería.

Y Ruth le preguntaba por qué no dejaba el trabajo. ¿Qué iba a responder a eso? En realidad, tal vez fuera cuestión de tiempo que la pregunta se respondiera por sí misma. Que ella ya no se encontrara entre los vivos.

—¿Dejar el trabajo? ¿Y quién iba a relevarme? —respondió toda seria—. ¿Una chica de la edad de Jeanette? Menudo consuelo.

—¡La primera generación que está peor educada que sus padres! —aseguró una de las otras, que aún seguía creyendo que la melena corta con flequillo estaba de moda—. ¿Y quién va a emplear a alguien que no sabe nada?

—¡Paradise Hotel, Bikini Island, Gran Hermano y Supervivientes! —respondió una de las risueñas.

Pero era difícil verle la gracia.

Los gintonics y los pensamientos sombríos de aquella tarde fueron tantos que no pudo pegar ojo.

Si iba a abandonar este mundo, no iba a ser la única, ni hablar. La idea de que Michelle, Jazmine, Denise o la violenta punki Birna siguieran paseándose risueñas mientras ella se pudría en su tumba era demasiado deprimente. Y lo peor era que mientras trataba de ayudarles lo mejor que podía, sabía que se burlaban de ella a sus espaldas. Hoy mismo había salido a la sala de espera en busca de uno de sus clientes favoritos, un hombre mayor que tenía dificultades para caminar y llevaba casi seis meses sin poder trabajar, y allí estaban tan encantadoras como siempre, denigrándola, mientras los demás clientes les reían las gracias. La llamaban avinagrada y decían que lo único que podía ayudar a una bruja como ella eran dos botes de somníferos. Se callaron cuando alguien les dijo que estaba en la sala de espera, pero sus sonrisas irónicas permanecieron. Fue suficiente para que Anneli temblara de furia en su interior.

—Hay que exterminar a esos malditos parásitos —dijo con voz nasal, abotargada.

Un día iba a acercarse al barrio de Vesterbro para agenciarse una buena pistola. Y cuando memas como las que había tenido hoy en el despacho estuvieran en la sala de espera, se acercaría y, una a una, les pegaría un tiro en medio de la frente embadurnada de afeites.

Rio ante la idea, se dirigió tambaleándose a la vitrina y sacó la botella de oporto. Y cuando las cuatro chiquitas se debatieran entre estertores en su propia sangre, imprimiría la lista de clientes y luego saldría a liquidar al resto de niñatas, hasta que no quedara una sola de esas chicas en la ciudad.

Anneli sonrió y tomó un sorbo. Desde luego, ahorraría a la pequeña Dinamarca más de lo que fuera a costar tenerla a pan y agua el resto de su vida. Sobre todo si iba a ser tan corta como parecía ahora.

Se partía de risa al pensarlo. Ostras, las amigas de yoga iban a abrir los ojos como platos cuando lo leyeran en el periódico.

La cuestión era cuántas de ellas irían a visitarla a prisión.

Casi ninguna.

Por un instante vio ante sí la silla vacía en el locutorio de la cárcel. No era ningún escenario tentador. A fin de cuentas, tal vez fuera mejor que buscara otro método más discreto de eliminar a esas memas que pegándoles un tiro.

Anneli ahuecó el cojín del sofá y se acomodó, con la copa descansando sobre el pecho.

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