Selfies

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Capítulo 8

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Jueves 12 de mayo de 2016

Había un periódico arrugado sobre la mesa de la cocina que le recordaba lo que se había perdido. En solo cuatro años había pasado de ser un hombre felizmente casado y con un trabajo que exigía respeto y ofrecía retos interesantes, a aquel abismo de soledad. En aquellos cuatro años, su caída en estatus y autoestima fue imprevisible, acentuada y profunda. Pasó por la terrible enfermedad de la persona que más quería. Vio a su amada esposa marchitarse y alejarse del mundo, y durante meses la tomó de la mano cuando lloraba por sus intensos dolores, igual que la tomó de la mano cuando las punzadas por fin soltaron su presa y la dejaron en paz. Desde entonces, fumaba tres paquetes al día, no hacía casi nada más. Todo el piso apestaba a tabaco, sus dedos parecían cuero momificado, sus pulmones silbaban como si estuvieran pinchados.

Su hija mayor le advirtió cuatro veces de que si no ponía fin a aquel tren de vida nefasto pronto seguiría a su esposa a la tumba, y aquella frase flotaba ahora en las volutas de humo de su cigarrillo, esperando a que tomara una decisión. Tal vez fuera eso lo que deseaba. Fumar hasta morirse y conseguir algo de paz para su alma atormentada. Hartarse de comer hasta reventar, y pasar de todo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Pero entonces surgió de la nada aquel periódico. Ya la primera página lo sacó de su letargo. Alerta y despierto, dejó el cigarrillo en el cenicero y tomó el periódico del montón que había en el suelo, debajo de la ranura del correo. A pesar de lo imposible del cometido, lo mantuvo a medio metro de distancia y pudo leer la noticia sin gafas.

A Marcus Jacobsen se le agitó la respiración mientras leía. De pronto, se le hizo muy presente la época anterior a las catástrofes de su vida. Sin previo aviso, impulsos que llevaban años en desuso atravesaban sus sinapsis cerebrales. Abstracciones reprimidas se entretejían para formar nuevas posibilidades e imágenes que él no podía detener.

Todos aquellos pensamientos le daban dolor de cabeza; ¿de qué le valían? En otros tiempos, antes de jubilarse, tenía poder para insistir en sus ocurrencias; ahora ni siquiera sabía si había alguien que quisiera escucharlo. De todas formas, en algún lugar de aquella existencia rutinaria, una parte de él seguía pensando y trabajando como inspector de Homicidios. Varias décadas en la Policía le habían otorgado muchas victorias, y, como jefe del difunto Departamento A, tenía unos porcentajes de resolución de casos que ninguno de sus predecesores era capaz de igualar, de modo que podía mirar atrás con orgullo. Pero, como sabe cualquier policía que haya tenido que ver con casos de asesinato, no son los casos resueltos en lo que se piensa durante las silenciosas horas de penumbra, sino en los no resueltos. Eran ese tipo de casos los que continuaban despertándolo por la noche, los que le hacían ver malhechores por todas partes. Las sombrías ideas sobre las víctimas inocentes cuyos asesinos vivían como personas normales le producían escalofríos a diario. Los sentimientos hacia los allegados —que nunca podían salir de su incertidumbre— se expresaban en una vergüenza irracional por haberlos abandonado, y precisamente eso era lo que lo atormentaba. Lo atormentaba por los indicios que no podían probarse, así como por las huellas que habían sido pasadas por alto. Pero ¿de qué coño le servía?

Y así fue como literalmente tropezó con aquella noticia de primera plana en el montón de periódicos sin leer que yacían desparramados en la entrada y le recordaban que el tiempo nunca iba a detenerse mientras el hombre y su maldad anduvieran sueltos.

Echó otro vistazo al reportaje. Llevaba diez días sin saber qué hacer con él, pero tenía que actuar. Claro que sabía que Lars Bjørn y su gente de Jefatura debían de haber intentado vincular aquel asesinato con casos parecidos sin resolver, pero ¿se habrían fijado en lo mismo que él? ¿En que las coincidencias entre el caso nuevo y el antiguo, que era lo que más lo roía por dentro, eran demasiado evidentes para ser casuales?

Releyó el artículo y resumió los hechos referidos en él.

La asesinada fue identificada como Rigmor Zimmermann, de sesenta y siete años. Ocurrió en el parque de Kongens Have de Copenhague, detrás de un restaurante de moda, y era innegable que había sido un asesinato. Nadie habría podido darse un golpe tan brutal en su propia nuca.

La autopsia reveló que la víctima había recibido un único, aunque mortal, golpe con un objeto romo, redondo y bastante ancho. El comentario del diario describía a la víctima como una jubilada normal y corriente que llevaba una vida tranquila y bastante ordinaria. De su bolso habían desaparecido diez mil coronas, que la hija de la mujer afirmó sin ningún género de dudas que su madre llevaba encima cuando salió de su domicilio de Borgergade, poco antes de que la matasen. Por eso se pensó que era un delito contra la propiedad con consecuencia de muerte, lo que en lenguaje periodístico se llama «robo con homicidio». Seguía sin saberse cuál había sido el arma del crimen y, lo más seguro debido a la persistente lluvia y el frío de abril, nadie fue testigo del crimen; que un camarero del restaurante Orangeriet calculó que debió de cometerse entre las ocho y cuarto, cuando salió a fumar, y media hora más tarde, cuando volvió a salir para satisfacer su necesidad de fumar y encontró el cadáver.

Aparte de eso, no había muchas informaciones concretas, pero Marcus se imaginaba con nitidez tanto el cadáver como la escena del crimen. El rostro de la víctima quedó aplastado contra la tierra húmeda tras una caída pesada, y también el cuerpo dejó su huella en el barro. Fue un ataque sorpresa por detrás, del que la víctima no tuvo la menor posibilidad de defenderse. Y eran las mismas circunstancias que él había observado muchos años antes. Aquella vez, la asesinada fue una profesora suplente de la escuela Bolmans Friskole, una tal Stephanie Gundersen, que era bastante más joven que la víctima reciente, pero, por lo demás, la diferencia más evidente era que al primer cadáver no le orinaron encima.

Marcus se quedó un rato recordando las circunstancias del hallazgo de la primera víctima. ¿Cuántas veces habría pensado en ello? ¿Y cuántas veces había tenido, como ahora, la sensación de que ideas como aquellas no servían de nada?

Ahora, en su opinión, el asesino había golpeado de nuevo. En la misma zona de la ciudad, a una distancia de seiscientos o setecientos metros entre las escenas del crimen.

Sacudió la cabeza por la frustración y el disgusto. ¿Por qué no lo llamaron a él el otro día, para que pudiera ver la escena del crimen mientras estaba intacta?

Pasó un rato observando pasivo el móvil, que se dirigía a él a gritos desde el borde de la mesa de la cocina.

«Vamos, tómame, haz algo», le estaba diciendo.

Marcus desvió la mirada. Solo habían pasado diecisiete días, de manera que bien podía esperar un poco más.

Hizo un gesto afirmativo para sí y luego acercó el paquete de tabaco. Le haría falta otro par de cigarrillos antes de saber qué diablos quería hacer.

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