Selfies

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Capítulo 55

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Martes 31 de mayo de 2016

—Soy Olaf Borg-Pedersen —dijo el hombre al teléfono; cualquier otra presentación resultaba superflua.

Assad puso los ojos en blanco, algo terrible, de lo grandes que eran.

—Lo siento, Borg-Pedersen —se excusó Carl—, pero ahora no podemos hablar.

—Lars Bjørn me dice que habéis descubierto un montón de cosas, así que nos gustaría grabar algunas imágenes mientras tú y Assad explicáis a nuestros telespectadores lo ocurrido desde la última vez.

Aquel Bjørn no paraba quieto.

—Bien, pero tendrás que esperar hasta mañana.

—Mañana es el día de la emisión, debemos tener el material editado varias horas antes, así que…

—Ya veremos —dijo Carl, dispuesto a colgar.

—Hemos oído que la dueña del coche del accidente de ayer, Anne-Line Svendsen, ha denunciado su robo, de manera que hemos tratado de ponernos en contacto con ella para oír sus comentarios, pero no está en casa, y en su trabajo dicen que está de baja. No sabréis por casualidad dónde está, ¿verdad?

—¿De quién hablas?

—De la dueña del Ford Ka de ayer.

—No sabemos dónde está, ¿por qué habríamos de saberlo? Como dices, ha denunciado el robo del coche.

—Sí. Pero nosotros trabajamos con la tele, así que necesitamos imágenes y entrevistas, y cuando los crímenes tienen consecuencias para la gente normal, como es el caso de Anne-Line Svendsen, que ha perdido el coche en un accidente tan violento, esas cosas siempre les interesan a nuestros telespectadores. Anne-Line Svendsen es también una especie de víctima, ¿no?

Assad sacudió la cabeza, resignado. Haciendo un gesto de degüello, le indicó a Carl que cortase la comunicación.

—Si hay alguna noticia sensacional, serás el primero a quien llamaremos, Borg-Pedersen.

Assad y Carl se partieron de risa durante medio minuto a cuenta de aquella mentira. ¿Quién diablos se pensaba que era aquel tipo?

Carl se metió el móvil en el bolsillo y miró sorprendido la calle, y después alzó la vista hacia las enormes construcciones que se desplegaban en torno al Hospital Central. ¿Llevaba tanto tiempo sin pasar por allí?

—¿Dónde diablos está radioterapia? La entrada debería estar ahí. —Señaló un caos de casetas y vallas de obra provisionales.

—Creo que está en alguna parte de ese revoltijo, por lo menos hay un letrero —indicó Assad.

Carl entró en el aparcamiento y estacionó el coche medio subido a la acera.

—Tenemos tiempo, Anne-Line no llegará hasta dentro de un cuarto de hora.

Miró el reloj.

—Va a ser tan fácil como cazar una gallina ciega.

Se adentraron en el laberinto de casetas de obra, y siguieron los letreros hacia la entrada 39 y la sección de radioterapia.

—¿Has estado aquí antes, Carl? —preguntó Assad. Parecía incómodo ante la situación mientras bajaban dos pisos por la amplia escalera de caracol hasta la sección de rayos X, y Carl lo entendió. La palabra «cáncer» colgaba amenazante en el aire.

—Aquí viene la gente solo cuando lo necesita —respondió. Y esperó no necesitarlo nunca.

Apretaron el botón para abrir la puerta y penetraron en la amplia recepción. Si se hacía caso omiso de la razón por la que la gente acudía allí, era una estancia casi entrañable. Un acuario enorme en la pared del fondo, columnas de cemento de color verde menta, bonitas plantas y cantidad de luz natural suavizaban la impresión. Carl y Assad se dirigieron al mostrador.

—Hola —saludó Carl a las enfermeras, y sacó su placa—. Somos del Departamento Q de la Jefatura de Policía, hemos venido a detener a una de sus pacientes que va a llegar dentro de pocos minutos. No va a ser nada dramático, no queremos provocar un alboroto innecesario, es para que estéis informadas.

La enfermera lo miró como diciendo que no debía ir allí a molestar a sus pacientes.

—Vamos a rogarles que la detención se produzca fuera de la zona de radioterapia —hizo saber—. Nuestros pacientes están en una situación crítica, tengan la amabilidad.

—Eh… Me temo que debemos quedarnos aquí. No podemos arriesgarnos a que la paciente nos vea antes de llegar.

La enfermera llamó a una compañera y estuvo un rato cuchicheando con ella.

Entonces la otra enfermera se dirigió a ellos.

—¿De qué paciente se trata?

—Anne-Line Svendsen —replicó Carl—. Tiene hora a la una.

—Anne-Line Svendsen está ya en la sesión. Hemos tenido una cancelación, y la hemos hecho pasar en cuanto ha llegado. Está en la sala 2, y debo rogarles que esperen. Sugiero que lo hagan junto a la puerta de entrada y sean discretos en lo que tengan que hacer.

Señaló la puerta por la que habían entrado.

Durante diez minutos, las enfermeras les dirigieron con regularidad miradas severas. Tal vez debiera haber dicho cuál era el motivo de la detención de Anne-Line Svendsen; en tal caso, era posible que el tono hubiera cambiado.

Anne-Line salió de la sala con una gran bolsa de lona al hombro y siguió directa hacia la entrada. Era una mujer ordinaria e insulsa, con el pelo desgreñado y carente por completo de carisma. Una de esas personas que te cruzas en la calle sin saber si es hombre o mujer, o incluso sin verla. En aquel momento no sabían con exactitud cuántas vidas humanas cargaba en su conciencia, pero, por los datos de los que disponían, eran al menos cinco.

La mujer los miró sin tener ni idea de quiénes eran. Si no hubiera sido por la inquietud que reinaba tras el mostrador y las miradas nerviosas que le enviaban las enfermeras, todo habría sucedido sin ningún problema.

Pero se paró a diez metros de distancia y arrugó el ceño, mientras miraba hacia el mostrador y a ellos un par de veces.

Assad iba a adelantarse para realizar el arresto, pero Carl lo retuvo. La mujer ya había disparado armas de fuego, y tenía toda la pinta de poder volver a hacerlo.

Carl sacó con lentitud la placa del bolsillo y la mantuvo en el aire para que ella la pudiera ver a distancia.

Entonces sucedió algo extraño: les sonrió.

—Vaya, ¿han encontrado mi coche? —preguntó con una mirada que se suponía que irradiaba alegría y expectación.

Se acercó.

—¿Dónde lo han encontrado? ¿Le ha pasado algo? —preguntó. Menudo brindis al sol. ¿Creía de verdad que se iban a tragar que aceptara sin más que dos policías fueran a buscarla allí solo para informarla de que habían encontrado su coche?

—Usted es Anne-Line Svendsen, ¿verdad? Se trata de un Ford Ka azul y negro —la tentó Carl para que la mujer se acercara más, mientras no quitaba ojo a sus movimientos. ¿Metía la mano dentro de la bolsa de lona? ¿Rebuscaba en su interior? ¿Toda aquella palabrería era solo para distraerlos?

Carl avanzó unos pasos para alcanzarla, pero esta vez fue Assad quien lo retuvo por el brazo.

—Creo que es mejor que la dejemos ir, Carl —opinó Assad, y señaló con un gesto de la cabeza la tapa que la mujer dejó caer en la bolsa de lona con ademán desafiante.

Carl se quedó quieto. Vio cómo Anne-Line Svendsen tiraba con lentitud de un mango de madera que al principio no se sabía qué era, pero de pronto comprobó que se trataba de una granada de mano de las que usaron los alemanes en la Segunda Guerra Mundial.

—Tengo la bola en la mano —avisó la mujer, que sostenía en la punta de los dedos una bolita de porcelana—. Si tiro de ella, a los cuatro segundos toda esta sala va a parecer un matadero, ¿entendido?

No había la menor duda.

—Apartaos de la puerta —dijo, y avanzó hacia el cordel que colgaba en un lateral. Tiró del mango negro en forma de bola y la puerta de cristal se abrió—. Si os acercáis a mí, tiraré de la bola y os lanzaré la granada. No subáis las escaleras, quedaos abajo hasta estar seguros de que estoy lejos. Podría estar vigilándoos arriba, en la entrada.

Parecía hablar en serio. La señora gris de minutos antes se había convertido en un diablo capaz de todo. Sus ojos irradiaban auténtica maldad, intransigencia, falta de empatía y, por encima de todo, una ausencia de miedo a todas luces incomprensible.

—Anne-Line Svendsen, ¿adónde va? —preguntó Carl—. La vamos a seguir. No va a poder ir a ninguna parte sin que algunas personas la reconozcan. No creo de ninguna manera que disfrazándose vaya a poder esconder quién es. No podrá usar el transporte público ni atravesar fronteras, tampoco sentirse segura escondida en una casa de veraneo ni a cielo abierto. Así que ¿por qué no suelta la bola, antes de que se produzca alguna desgracia? Entonces podremos…

—¡ALTO! —La mujer gritó a tal volumen que todos los presentes levantaron la mirada. Tiró otra vez del dispositivo para abrir la puerta y salió al rellano de la escalera—. Si me siguen, morirán. Me da igual cuántos más mueran, ¿entendido?

Y salió y desapareció.

Carl asió el móvil al instante e hizo señas a Assad de que abriera la puerta de cristal para poder salir.

En unos segundos, Carl avisó al servicio de emergencias de Jefatura, y después colgó.

Oyeron ruido de pasos corriendo escalera arriba. Cuando estos enmudecieron, se miraron y acometieron los escalones de dos en dos.

En la planta baja, vieron al otro lado de la puerta de entrada de cristal un vallado verde y un contenedor azul al lado; pero no había ni rastro de Anne-Line Svendsen.

Carl sacó la pistola.

—Ponte detrás, Assad. Si se me pone a tiro, intentaré darle en las piernas.

Assad sacudió la cabeza.

—No debes intentar darle, Carl, tienes que darle. Dame la pistola.

Agarró sin más el cañón de la pistola y tiró de él con cuidado.

—Yo no lo intento —dijo con calma—. Le doy, y ya está.

¿Qué coño…? ¿Ahora era también campeón de tiro?

Salieron al exterior y siguieron el sendero que había entre el vallado y un muro bajo de piedra. Anne-Line Svendsen ya no estaba allí, claro; pero lo que no habían esperado era que Olaf Borg-Pedersen se encontrara en la esquina del vallado con el cámara y el técnico de sonido, que grababan como locos.

Borg-Pedersen les sonrió.

—Gracias a mi buena labia y a cambio de unas perras, la secretaria nos ha dicho que a lo mejor estabais aquí todav…

—¡Apartaos! —gritó Assad, y se apartaron cuando vieron la pistola apuntando hacia ellos.

Carl y Assad doblaron la esquina y divisaron al final del vallado verde a Anne-Line Svendsen, que arremetía contra una señora mayor que estaba aparcando su bicicleta.

—¡Le está robando la bici! —gritó Carl—. ¡Se nos va a escapar!

Los pulmones de Carl silbaban cuando se detuvieron al final de la valla y vieron los taxis que esperaban, el tráfico de la calle y un montón de gente aterrorizada que salía de la entrada principal del Hospital Central y se topaba con un hombre moreno que parecía furioso y llevaba un arma de fuego en la mano. Algunos gritaron y se arrojaron a los lados, otros se quedaron paralizados.

—¡Policía! —anunció Carl, y saltó a la calzada con Assad.

Detrás venía Borg-Pedersen corriendo con su equipo, mientras gritaba que tenían que grabarlo todo y que aquello era acción en directo de verdad.

—Está ahí —constató Assad, mientras señalaba una transversal a unos cien metros más allá.

Entonces, Anne-Line Svendsen se paró en una esquina y soltó una risa demencial. Era evidente que creía estar a salvo.

—¿Puedes darle a esta distancia? —preguntó Carl.

Assad sacudió la cabeza.

—¿Qué hace? —preguntó Carl—. ¿Nos saluda con la granada de mano?

Assad asintió en silencio.

—Creo que quiere decirnos que es una granada de pega. Mira, ha asido la bola y ahora deja caer la granada. Mierda, Carl, era de pega, nos…

La explosión que se produjo de pronto y pulverizó todos los cristales de la esquina, aunque no ensordecedora, sí que fue suficiente para que los taxistas que conversaban en la parada se arrodillaran por instinto y miraran alrededor desesperados.

Oyeron a Olaf Borg-Pedersen soltar un suspiro de satisfacción a sus espaldas. La comisaría 3 lo había grabado todo. Los billetes pulverizados flotando en el aire como una nube nuclear mezclados con pedazos de carne que habían sido una mujer llamada Anne-Line Svendsen.

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