Selfies

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Capítulo 13

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Viernes 13 de mayo y martes 17 de mayo de 2016

En Allerød hacía mucho que se había dado el pistoletazo de salida a la temporada de barbacoa, y lo que antes se elevaba en forma de humo suave del jardín del vecino cubría ahora el aparcamiento con una densa niebla de carne churruscada.

—¡Hola, hola, Morten y Hardy! —gritó Carl mientras se quitaba la gabardina en la entrada—. ¿Vais a hacer barbacoa?

La silla de ruedas eléctrica de Hardy emitió un débil zumbido al acercarse. Aquel día iba vestido de blanco de arriba abajo, en fuerte contraste con la sombría expresión de su rostro.

—¿Algo va mal? —preguntó Carl.

—Acaba de irse Mika.

—¡Vaya! ¿Ha empezado a darte tratamiento los viernes? Yo creía qu…

—Ha traído las cosas de Morten. Se han separado. Morten está sentado en un rincón de la sala, más triste que un funeral, créeme. Ahora le hacen falta los cuidados de los amigos, así que le he dicho que de momento podía volver aquí y vivir en el sótano, ¿vale?

Carl asintió en silencio.

—Pues vaya…

Puso la mano en el hombro de Hardy al pasar junto a él. Estaba bien que Morten y Hardy se tuvieran al menos el uno al otro.

El amante repudiado estaba hecho un ovillo en la esquina del sofá, con la mandíbula colgando; parecía alguien que acababa de escuchar su sentencia de muerte. Palidez cadavérica, deshecho en llanto y, al parecer, exhausto.

—¿Qué pasa, tronco, qué es lo que oigo? —preguntó Carl.

Tal vez debiera haber tratado el tema con más cuidado, porque la consecuencia fue que Morten se levantó de pronto y se le arrojó al cuello con un rugido gutural, derramando torrentes de lágrimas.

—Pero ¡hombre…! —fue lo único que se le ocurrió decir.

—No puedo ni pensar en ello —sollozó Morten al oído de Carl—. ¡Estoy hecho polvo! Y justo ahora, en Pentecostés, cuando nos íbamos de viaje a Suecia.

—Cuéntame, Morten, ¿qué ha ocurrido? —Se lo quitó de encima y lo miró a los ojos anegados en llanto.

—¡Mika quiere estudiar Medicina! —chilló, a la vez que se le caían los mocos.

Bueno, tampoco era para tanto.

—Y dice que ya no tiene tiempo para una relación estable. Pero estoy seguro de que hay algo más.

Carl suspiró. Iban a tener que hacer limpieza del sótano de nuevo para que Morten pudiera regresar a sus antiguos dominios. Entonces, había que sacar las cosas del hijo postizo. Que ya era hora. ¿Cuántos años hacía que se mudó Jesper?

—Puedes instalarte en el sótano, si quieres. —Fue al grano—. Quedan muchos trastos de Jesper, pero ya le voy a decir…

Morten hizo un gesto afirmativo y dio las gracias mientras se secaba las lágrimas con el dorso de la mano, como un niño. Carl no se había dado cuenta de que su cuerpo, antes tan rollizo, parecía enflaquecido. Morten estaba casi irreconocible.

—¿Estás enfermo, Morten? —preguntó con cuidado.

El rostro de Morten se contrajo.

—Sí. Tengo la enfermedad mortal de penas de amor. ¿Dónde voy a encontrar un tío tan divino como Mika? Va a ser imposible, porque es un sueño. Una gloria. Se cuida y es bueno, y tiene una fantasía desbordante en la cama. Perseverante, fuerte y dominante como un semental. Si tú supieras cómo…

Carl puso las palmas delante como para detenerlo.

—Muchas gracias, Morten. No es necesario que me cuentes más. Creo que me hago cargo.

Después de la cena, que sirvió Morten entre sonoros berreos regulares, aunque, por supuesto, no tenía ninguna gana de comer, Hardy dirigió a Carl una mirada intensa y escudriñadora. Carl conocía aquella expresión. Era la mirada de un policía curtido.

—De acuerdo, Hardy. Sí, me has calado —reconoció. Después continuó—: De hecho, hay algo que debo decirte: he estado con Marcus.

Hardy asintió. La verdad es que no parecía sorprendido. ¿Habrían hablado entre ellos?

—Creo saber la razón, Carl —repuso Hardy—. Estaba esperando a que sucediera, pero confiaba en que fueras tú quien lo descubriera.

—Eh… ¡Paso! ¿Puedes ser más explícito? ¿A qué te refieres?

Hardy manejó con cuidado el panel de mandos y la silla de ruedas se alejó un poco de la mesa.

—A las coincidencias, Carl. Entre el ataque de Kongens Have de 2016 y el ataque de Østre Anlæg de 2004. ¿Estoy en lo cierto?

Carl asintió.

—Bien, de acuerdo. Pero la próxima vez que tengas ese tipo de presentimientos bien documentados, avísame enseguida, ¿vale?

Hardy dijo que llevaba casi tres semanas con ese presentimiento. Tres semanas con la evidente abundancia de tiempo de un discapacitado y nadie que interrumpiese los caminos inescrutables de sus procesos mentales. Con gran trabajo había analizado y enumerado los elementos del ataque contra Stephanie Gundersen doce años antes y contra Rigmor Zimmermann apenas tres semanas atrás, y las coincidencias le parecieron bastante significativas.

—Por supuesto que podría uno tomarse la molestia de centrarse en las diferencias entre los dos ataques, porque de hecho hay muy pocas. La más llamativa es que orinaron sobre el cadáver de Rigmor Zimmermann, y no en el de Gundersen. Y la orina era de un hombre, me lo ha dicho Tomas.

Carl asintió con la cabeza. Por supuesto que había hablado con el que llevaba la cantina de la Jefatura de Policía, Tomas Laursen, antiguo perito de la Policía y siempre bien informado.

—Bien. Entonces, ¿se piensa que fue un hombre quien mató a Rigmor Zimmermann? Pero ¿se pensó lo mismo en el caso de Stephanie Gundersen? No sé gran cosa de ese caso, y Marcus Jacobsen decía que en su momento le dieron un perfil bajo.

—¿Que fuera un hombre quien mató a Stephanie Gundersen? No necesariamente. Desde luego que el golpe en la cabeza fue violento y lo asestaron con fuerza, pero como nunca se supo cuál había sido el arma homicida, tampoco pudo saberse nada acerca de su peso y posible efecto. Por tanto, de ninguna manera puede concluirse que hubiera nada especial en el golpe mortal que indicara el sexo del agresor.

—Hardy, te lo veo en la cara. Crees que el asesino es el mismo, ¿verdad?

Hardy sacudió de nuevo la cabeza.

—¿Quién sabe? Pero las coincidencias son llamativas.

Carl comprendió. Hardy no iba a dejar que se desentendiera de ninguno de los casos hasta conocer la respuesta a la pregunta.

—Pero había otra diferencia entre los dos asesinatos —añadió.

—¿Te refieres a la edad de las víctimas? Habría por lo menos treinta y cinco años entre ellas.

—No. Me refiero de nuevo al arma homicida. En el caso de Gundersen, la parte posterior de la cabeza estaba incrustada en el cerebro, mientras que el golpe que mató a Rigmor Zimmermann fue más preciso y equilibrado. Un golpe corto contra la nuca, algo más abajo, hacia las cervicales. La médula de la más cercana se cortó, pero el cráneo no resultó tan dañado.

Intercambiaron gestos afirmativos. Precisamente aquello podía tener muchas explicaciones. Otro asesino, armas homicidas de distintos pesos y superficies. O, sin más, que el asesino se había vuelto más diestro.

—Pero Hardy, lo sabes tan bien como yo. No creo que pueda hacer gran cosa con el caso Zimmermann, porque, como es natural, lo lleva el Departamento de Homicidios. Y en este momento no quiero estar a malas con Bjørn.

Después explicó la situación actual con el inspector jefe y los recortes del Departamento Q.

Morten, que estaba secando una olla, detuvo su quehacer.

—Entonces, ¡tienes que robarle a Lars Bjørn el caso Zimmermann! —gritó desde la cocina—. Levántate como un hombre y resuelve ambos casos, es lo que te digo yo.

Mira quién fue a hablar.

Carl sacudió la cabeza y miró a Hardy, que se limitó a sonreír. Era evidente que estaba de acuerdo con Morten.

Después de varios días festivos tranquilos sin más problema que las lloreras ocasionales de Morten, Assad y él volvieron a sentarse en el despacho para discutir si deberían llevar el caso Gundersen, a pesar de que aún no se lo habían pasado. Tanto Hardy como Marcus estaban ansiosos de que lo investigara, pero Carl se mantenía algo escéptico.

—¿Y si empezamos por el otro extremo, con el caso Zimmermann? —propuso Assad.

—Mmm. Ese caso va a estar, sin ningún género de dudas, en el segundo piso —insistió Carl, pero empezó a sentir un cosquilleo. Al menos, parecía más interesante que el que tenían entre manos.

—Podríamos dejar que nos ayude Laursen, Carl. Anda quejándose de lo aburrida que es la vida de la cantina.

Carl asintió en silencio. Claro, ¿por qué no?, pensaba, cuando apareció Rose ataviada como ninguno de ellos la había visto nunca.

Bajó casi a saltos hasta el pasillo, con sus zapatillas de deporte de colores y vaqueros superprietos, y se presentó sin más como Vicky Knudsen, hermana de Rose, mientras se arreglaba el pelo ultracorto.

Gordon, que había sacado la nariz del despacho donde estaba, dijo boquiabierto:

—¡Cómo has camb…!

Pero el tirón de brazo que le dio Assad lo hizo callar.

—Ven conmigo, Gordon. Mientras Carl habla con Vicky, a ti y a mí nos hace falta un buen café —insistió Assad.

Gordon iba a protestar, pero Assad ya le había clavado una de las puntas de sus afiladas botas en su espinilla lo que le arrancó un grito de dolor. Entonces pareció entender.

Carl suspiró ante lo barroco de la situación, pero hizo pasar a Vicky con amabilidad. Si iba a tener que acostumbrarse a otro más de aquellos disfraces, entonces quería antes que nada explicar a aquella especie de reencarnación de Rose que no podía irrumpir de la calle así, sin más, y pretender que le hicieran caso si no trabajaba allí.

—Ya sé qué va a decir —se le adelantó aquella mujer transformada. Quizá no fuera tan demencial como cuando Rose imitó a su hermana Yrsa—. Soy la hermana de Rose, la segunda de cuatro chicas.

Carl asintió. Rose, Vicky, Yrsa y Lise-Marie. Estaba aburrido de oír hablar de ellas, y Vicky era, según Rose, la más sanguínea y animada de todas. Aquello iba a ser divertido.

—Si cree que, como Rose, he venido para ser humillada con labores triviales en sus mohosas catacumbas, está muy equivocado. Solo he venido para decir que deben tratar a Rose como es debido. No deben gastarle bromas ni encomendarle cosas que la entristezcan, la bloqueen, la aburran o provoquen asociaciones improcedentes, ¿de acuerdo? Ha pasado las fiestas de Pentecostés hecha polvo a causa de ustedes.

—No…

—Ahora tiene la oportunidad, en nombre del Departamento Q, de pedir perdón por la presión que ejercen sobre Rose, y después iré a su casa y se lo transmitiré. Y espero de verdad por ustedes que Rose, la trabajadora más eficaz de este cenagal de apatía, encuentre consuelo en su mente maltratada.

Después se levantó y miró con fiereza a Carl, con los puños cerrados en las caderas y expresión mordaz. Le habría encantado a cualquier fan de películas de serie B.

—¡Bueno, pues pido perdón! —dijo Carl, sin tiempo para pensar.

—¿Qué ha pasado, Carl? ¿Se ha ido? —Las ansiosas cejas de Assad parecían casi entrechocarse.

—Sí. Me temo que Rose está peor que las veces anteriores —dijo con un suspiro—. No sé lo que piensa la persona que acaba de estar aquí, pero me da la impresión de que Rose tal vez estuviera convencida de que era Vicky. Ostras, no sé qué pensar, Assad. Tal vez fuera puro teatro.

Assad aspiró hondo y depositó un enorme montón de duplicados en la mesa de Carl. Era evidente lo que sufría cuando había algún problema con Rose. Llevaban siete años trabajando los dos juntos, y les había ido bastante bien, pero en los últimos tiempos se habían sucedido las hospitalizaciones de Rose y sus estados de ánimo cambiantes. Con ella nunca se sabía qué iba a pasar.

—Entonces, ¿crees que el Departamento Q se ha acabado? —preguntó Assad con los ojos entornados—. Porque si Rose no vuelve, podemos hacer lo que dice Bjørn. A menos que hayas pensado usar esto —dijo, y señaló el montón de duplicados.

Miró desafiante a Carl. Cosa extraña, no parecía un hombre resignado.

—En este momento está ocupado —comunicó Lis en vano cuando Carl pasó volando junto al mostrador y empujó la puerta de Bjørn como una excavadora desbocada. Y, mientras la puerta temblaba en sus bisagras, puso las copias de los informes de Rose que le había pasado Assad encima de la mesa, entre Bjørn y su interlocutor, fuera quien fuese.

—¡Ahora vas a leer por mis huevos unos papeles que no has manipulado, Bjørn! A mí no me embaucas tan fácilmente.

El inspector jefe se lo tomó con inusitada calma y miró a su invitado.

—Déjame presentarte a uno de nuestros investigadores más creativos —dijo con calma, y señaló a Carl—. Carl Mørck, jefe del Departamento Q, nuestro grupo subterráneo que investiga los casos cubiertos de telarañas.

El invitado de Bjørn saludó con la cabeza a Carl. Un tipo irritante. Barba pelirroja, barrigudo y con gafas, al estilo de décadas pasadas.

—Y Carl, te presento a Olaf Borg-Pedersen, que produce La comisaría 3, seguro que conoces ese magnífico programa de televisión.

El hombre estiró la mano, que estaba sudada y resbaladiza.

—Encantado de conocerte —respondió—. Sí, nosotros sabemos bien quién eres.

A Carl le importaba un pepino lo que supiera, y se volvió hacia su superior.

—Mira bien esto, Bjørn, y espero un buen informe que explique cómo diablos habéis podido meter tanto la pata.

Bjørn hizo un gesto aprobatorio.

—Es un auténtico sabueso, terco y mordedor, de los más fieros que tenemos en la manada —anunció, vuelto hacia su invitado. Giró la cabeza hacia Carl—. Pero si deseas quejarte de algo, creo que lo mejor será que hables con el director de la Policía. Seguro que apreciará la información.

Carl arrugó el entrecejo. ¿Qué puñetas se traía entre manos Bjørn?

Luego recogió el montón de folios de la mesa y abandonó la estancia sin cerrar la puerta al salir.

Y ahora ¿qué?, pensó, apoyado en la pared del pasillo mientras varios compañeros del Departamento de Homicidios pasaban a su lado y él no respondía a sus saludos forzados.

¿Cómo era posible que Bjørn no reaccionara con más energía cuando entró de forma tan agresiva? Por supuesto que se había contenido debido a su invitado, pero de todas formas le parecía diferente a otras veces. ¿Tendría que ver con la relación entre Bjørn y el director de la Policía? ¿Él se había convertido en una marioneta del inspector jefe, en un payaso inútil que estaba destinado a liderar una revuelta contra su jefe supremo para que no tuviera que hacerlo Bjørn?

Su mirada se deslizó por las baldosas con cruces gamadas y se dirigió hacia los dominios del director de la Policía.

Había que comprobarlo.

—No, no puedes entrar a hablar con él ahora, Mørck, el director de la Policía está reunido con la Comisión de Justicia en la sala de reuniones —le comunicó una de las bien esmaltadas secretarias—. Pero puedo darte hora. ¿Qué te parece el veintiséis de mayo a las trece quince?

¿El veintiséis, había dicho? Ya le iba a dar él trece quinces nada menos que nueve días después, pensó, y, sin más preámbulo, asió el pomo de la puerta de la sala y entró.

Un montón de rostros lo miraron extrañados desde la mesa de roble de ocho metros de largo. El inspector jefe de la Policía presidía la mesa, estirado en su silla de cuero y sin pestañear, el director de la Policía estaba de pie junto a la biblioteca con el ceño fruncido, y los políticos estaban sentados, como siempre, con expresión irritada porque no se los tomaba lo bastante en serio.

—Lo siento, no he podido detenerlo —se excusó la secretaria detrás de él, pero a Carl aquello le importaba un rábano.

—Bien —dijo con voz sombría, mientras miraba alrededor—. Ahora que están todos reunidos, quiero anunciarles que el Departamento Q ha resuelto ni más ni menos que el sesenta y cinco por ciento de los casos que ha llevado.

Depositó los informes de Rose en la mesa.

—No sé a quién de aquí arriba se le ha ocurrido sabotear nuestras cifras, pero si a alguno de ustedes tiene intención de votar a favor de la desaparición o reducción del Departamento Q, quiero hacerle saber que va a tener un eco enorme.

Carl observó la confusión del director de la Policía, pero entonces se levantó el inspector jefe, un hombre firme con un alargado rostro estoico y cejas muy pobladas, y se dirigió a los participantes en la reunión.

—Discúlpenme un momento mientras hablo con el subcomisario Carl Mørck.

Carl bajó riendo las escaleras al sótano. Menuda escena.

Evidentemente, la información que les había dado era desconocida para los altos miembros de la comisión. Habían estado a punto de desmantelar un departamento que realizaba buenas investigaciones y resolvía muchos casos, y alguien iba a tener que cargar con la responsabilidad de aquel error. Carl recordó la expresión del director de la Policía y se rio otra vez. El director tendría que comerse el marrón él solito. La gente bien lo llamaba pérdida de prestigio. Carl lo llamaba quedarse con el culo al aire.

—Tenemos invitados, Carl —fue lo primero que le dijo Assad en el pasillo.

—¿No vas a preguntarme cómo me ha ido?

—Sí, claro… O sea, entonces, ¿cómo te ha ido?

—Verás. Ahora que me lo preguntas, creo que Lars Bjørn le ha vacilado a nuestro director, porque estoy segurísimo de que Bjørn conocía de sobra el porcentaje real de casos resueltos, y que, a sabiendas, ha dejado filtrar la información equivocada a la secretaría del director de la Policía. Entonces, el superjefe se lo ha creído y ha ordenado a Bjørn que haga recortes en el Departamento Q, y después ha informado a los políticos de los cambios.

—Vale, entonces voy a hacer la pregunta tonta —indicó Assad—. ¿Por qué había de hacer Bjørn algo así?

—Estoy bastante seguro de que Lars Bjørn siempre ha defendido al Departamento Q ante el director, y ahora ha recalcado que la existencia del Departamento Q está justificada, a pesar de los grandes gastos que supone. Porque no creo que Bjørn le haya contado que su departamento se lleva más de la mitad de nuestro presupuesto. Pero ahora el director de la Policía ya sabe que debe andar con pies de plomo a la hora de dar esa clase de órdenes inequívocas a Bjørn. Es un motín contra el director de la Policía, Assad, y Bjørn me conoce. Sabe que reacciono cuando se me provoca lo suficiente, y era lo que esperaba.

Assad arqueó las cejas.

—No es muy elegante por parte de Bjørn utilizarnos de esa manera.

—No, pero ya he pensado en vengarme.

—¿Cómo? ¿Vas a ponerlo como un sapo?

—Se dice como un trapo, Assad. —Carl sonrió—. Sí, algo por el estilo. En cierto modo, podría decirse que Bjørn nos robó el porcentaje de resolución de casos para su propio beneficio, ¿no? Entonces, es justo que, como contrapartida, yo robe algún caso del Departamento de Homicidios para mi propio beneficio cada vez que me venga en gana.

Assad se preparó para un chócala. Estaba de acuerdo.

—¿Quién has dicho que estaba esperándome? —preguntó después Carl.

—No he hablado para nada de quién era.

Carl sacudió la cabeza. Assad estaba aprendiendo la profundidad de la sutileza del idioma danés, ya era hora; claro que nadie es perfecto.

Para cuando llegó a traspasar la puerta de su despacho, se había dado cuenta de la espantosa gravedad de la situación.

Allí estaba el célebre barbarroja de la televisión, Olaf Borg-Pedersen, sentado en la silla de Carl con aires de importancia.

—¿No te has equivocado de sitio? —preguntó Carl—. Los servicios están algo más allá, en el pasillo.

—Ja, ja. No, Lars Bjørn me ha dicho tantas cosas buenas de vosotros que hemos decidido que La comisaría 3 haga un seguimiento del trabajo del Departamento Q durante varios días. Un pequeño equipo de tres personas. Yo, un cámara y un técnico de sonido. ¿A que va a ser divertido?

Carl abrió mucho los ojos y se dispuso a cantarle las cuarenta, pero se reprimió. Tal vez pudiera hacer un poco de sabotaje: a Lars Bjørn no iba a gustarle nada.

—Sí, parece bastante divertido —asintió, con la mirada clavada en los apuntes que le había dado Marcus Jacobsen, que estaban desparramados por la mesa, sin leer—. De hecho, estamos investigando un caso que tal vez te interese. Un caso de asesinato muy actual del que podríais hacer una buena presentación en vuestro programa y que, en mi opinión, guarda relación con uno de nuestros casos antiguos.

Había dado en el blanco.

—Ya te avisaré cuando empecemos con él.

—Estamos muy preocupados por Rose, Carl.

Allí estaba la pareja más peculiar de la Jefatura de Policía. El pequeño Assad, rechoncho y moreno, irradiando masculinidad por cada pelo crecido de su barba negra como el carbón, y la pálida jirafa de Gordon, que aún no se había dado el primer afeitado de verdad. Las arrugas de sus rostros, por el contrario, eran idénticas, de lo más enternecedoras.

—Estoy seguro de que os lo agradecerá, muchachos —replicó Carl.

—Hemos pensado ir a visitarla, ¿verdad, Assad? —informó Gordon.

Assad asintió en silencio.

—Sí, tenemos que ver qué tal está. Tal vez deban ingresarla de nuevo.

—Claro, claro —los tranquilizó Carl—. Tomadlo con calma, tampoco es tan grave. Dejad que Rose se desfogue, ya nos ha dicho lo que nos tenía que decir. Estoy seguro de que para mañana se le habrá pasado.

—Sí, puede que sí, Carl, pero puede que no —protestó Assad. No parecía convencido.

A decir verdad, Carl lo entendía bien.

Time will tell —dijo después—. El tiempo lo dirá.

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