Selfies

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Capítulo 19

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Lunes 23 de mayo de 2016

Carl se quedó un momento mirando el tablón de aglomerado de la sala de emergencias; al parecer, Assad, Gordon y Laursen habían estado atareados, porque había gran riqueza de detalles.

Era la primera vez que veía muchos de los efectos colgados. Fotografías del cadáver de Rigmor Zimmermann, tendida en el suelo con la nuca destrozada. Una foto de un matrimonio orgulloso posando junto a varios empleados delante de una zapatería de Rødovre. Unos historiales médicos del hospital de Hvidovre con detalles de las hospitalizaciones de Rigmor Zimmermann: extirpación del útero, unos puntos en una pequeña herida en la cabeza, un hombro dislocado vuelto a encajar.

Había también un mapa con los movimientos de la mujer desde Borgergade hasta el lugar del hallazgo, varias fotos de los arbustos del parque de Kongens Have que Assad había sacado con su smartphone, una nueva lista de hechos que no concordaban con la investigación realizada por los del segundo piso y el informe forense de Rigmor Zimmermann. Colgaba también el certificado de defunción de Fritzl Zimmermann y otras cosas más o menos triviales que, en opinión de Carl, no deberían estar allí.

Poco a poco, el caso Zimmermann iba adquiriendo cuerpo. El problema era que no había ni sombra de un sospechoso, y que de hecho el caso ni era ni iba a ser suyo. Si continuaban con aquello, tendría que ser bajo su responsabilidad.

Lo que más deseaba era hacer partícipe de sus descubrimientos a Marcus Jacobsen, pero ¿no se arriesgaba a que el antiguo inspector jefe de Homicidios le pidiera que siguiera la cadena de mando? ¿A que no mostrase la necesaria comprensión ante el intento de Carl de entrometerse en el trabajo de sus compañeros del segundo piso?

—¿Habéis pensado informar a Bjørn de vuestros descubrimientos, Carl? —preguntó Tomas Laursen con un asombroso sentido de la oportunidad.

Assad y Carl se miraron. Carl le indicó a Assad con un gesto que respondiera. Así se cubría las espaldas, de momento.

—Seguro que ahí arriba no dan abasto con el otro caso —respondió Assad.

Le parecía bien que Assad velara por los intereses del Departamento Q, pero ¿de qué estaba hablando? ¿Qué caso?

—¿Qué pasa? ¿No habéis leído el periódico, o qué? —se le adelantó Assad—. Enséñanoslo, Gordon.

Un par de manos huesudas depositaron un periódico sobre la mesa. Aquel espectro alargado cada vez parecía más un palo ambulante. ¿Nunca comía nada?

Carl examinó la portada. El titular decía «¿Las víctimas del conductor fugado son accidentales?», y debajo aparecían las fotos de dos mujeres que habían sido atropelladas en los últimos días.

Leyó los pies de foto. «Michelle Hansen, desempleada de veintisiete años. Grandes contusiones por atropello el 20 de mayo». «Senta Berger, desempleada de veintiocho años. Muerta por atropello el 22 de mayo».

—El periódico ha apreciado similitudes entre las dos víctimas —dijo Gordon con vehemencia—. Bien mirado, no es de extrañar, ¿verdad?

Carl miró las fotos con escepticismo. Sí que habían nacido las dos el mismo año y eran guapas, pero… ¿y qué? En la Dinamarca actual se producían multitud de atropellos en los que los conductores eran demasiado cobardes para responsabilizarse, casi siempre porque estaban bajo los efectos de las drogas o el alcohol. Maldita basura.

—Fíjate en los pendientes, Carl, son casi idénticos. Y la blusa es igual, comprada en H&M, solo que con colores diferentes —continuó Gordon.

—Sí, y los maquillajes son como vivos retratos —terció Assad. La expresión no era ninguna maravilla, pero no le faltaba razón. También en ese aspecto se parecían un poco, Carl se daba buena cuenta de ello.

—El colorete de las mejillas, los labios pintados, las cejas y el pelo con mechas algo más claras y recién salido de la peluquería —continuó Assad—. Si las hubiera tenido delante, seguro que no habría sabido distinguirlas.

Laursen asintió.

—Está claro que hay cierto parecido, pero aun así…

Una vez más, Laursen y Carl estaban en la misma longitud de onda. Coincidencias como aquellas se producían sin cesar.

Carl sonrió con ironía.

—Vale, Assad. De manera que ¿te imaginas que los compañeros del segundo piso tienen el periódico delante y han conectado los dos accidentes?

—Sé que lo han hecho —replicó Gordon—. He subido a donde Lis a preguntar una cosa, y me ha dicho que un grupo ya estaba en ello. Un ciclista había visto un Peugeot rojo salir zumbando de la calle donde atropellaron a Michelle Hansen, y alguien vio un coche parecido con el motor encendido durante más de una hora en la calle donde mataron a la otra chica. Lars Bjørn ha enviado a varios grupos a las dos zonas para interrogar a los vecinos. Creo que también está el grupo de Pasgård.

—Aleluya —dijo Assad.

Carl miró otra vez la portada del periódico.

—De todas formas, ¡manda huevos que den prioridad a esto! Pero, hagan lo que hagan, dudo mucho que esa investigación vaya a bloquear el Departamento de Homicidios. Se encargará la Policía de uniforme, hasta que haya pruebas de que ha sido un asesinato.

Se giró hacia Laursen.

—Pero… Tomas, si te olvidas de informar a Pasgård y a los que investigan el caso Zimmermann, bien podría ocurrir que también yo lo olvidara.

Laursen se puso en pie, y al salir dio una palmada en el hombro a Carl.

—Esperemos que llegues el primero a la meta, Carl.

—Claro. ¿Qué iba a detenerme?

Se giró hacia Assad y Gordon. Había que esclarecer varias cuestiones del caso. La hipótesis que tenían era que Rigmor Zimmermann se sintió perseguida justo antes de la agresión, y que por eso se escondió. Suponían que podía deberse a que tenía la mala costumbre de enseñar con demasiada facilidad su abundante dinero. La cuestión era cómo establecer sus idas y venidas desde el piso de su hija hasta el lugar de los hechos. ¿Había estado en algún sitio donde abrió la cartera ante las narices de gente inadecuada? ¿O era una casualidad que el ladrón homicida se llevara una tajada tan grande? Pero, si el agresor era una persona que estaba allí por casualidad, ¿por qué huía ella? ¿El atacante intentó quizá agredirla antes, en la calle? ¿Era eso verosímil en un lugar donde deambulaba y vivía tanta gente?

Desde luego, ya en aquella pequeña parte de la investigación había bastantes aspectos oscuros, de modo que Assad y Gordon iban a estar atareados visitando multitud de portales, quioscos, cafés y demás.

—Cuenta qué más has hecho, Gordon —dijo Assad con una sonrisa torcida.

Carl miró al chaval. ¿Qué había hecho esta vez, que ni se atrevía a decirlo?

Gordon hizo una aspiración profunda.

—Ya sé que no es nada que hayamos convenido, Carl, pero he ido en taxi a Stenløse.

Carl arrugó el entrecejo.

—¡A Stenløse! Supongo que con tu propio dinero.

Gordon no respondió. Así que había metido la mano en la caja de los vales para taxi.

—Lise-Marie me ha prestado todos los cuadernos de su hermana —anunció—. Estaba citado con ella en el piso.

—¡Vaaaya! ¿Y esa tal Lise-Marie te ha pedido de rodillas que fueras a buscarlos, o qué? ¿Por qué no los ha traído ella, si eran tan importantes?

—Bueno, no ha sido así.

¿Se estaba haciendo el tímido? Aquel tipo era de lo más irritante.

—De hecho, ha sido idea mía.

Carl sintió que el calor le subía a la cabeza, pero antes de que desbordara intervino Assad.

—Mira, Carl. Gordon lo ha sistematizado todo.

Un par de manos de gibón depositó en la mesa ante ellos un montón de cuadernos de Rose y un folio escrito.

Carl miró el papel, una serie cronológica de frases que ocupaba la mayor parte de la hoja, y cuyos mensajes parecían bastante intimidatorios a primera vista.

Esto era lo que ponía:

1990 CIERRA EL PICO

1991 TE ODIO

1992 TE ODIO A MUERTE

1993 TE ODIO A MUERTE – TENGO MIEDO

1994 MIEDO

1995 NO TE OIGO

1996 AYÚDAME MADRE – PUTA CERDA

1997 SOLA INFIERNO

1998 MUÉRETE

1999 MUÉRETE – AYÚDAME

2000 INFIERNO NEGRO

2001 OSCURIDAD

2002 SOLO GRIS – NO QUIERO PENSAR

2003 NO QUIERO PENSAR – NO SOY

2004 LUZ BLANCA

2005 LUZ AMARILLA

2006 SOY BUENA PERSONA

2007 SORDA

2008 SE ACABÓ LA RISA, ¿EH?

2009 ¡LARGO, PEDAZO DE MIERDA!

2010 DÉJAME EN PAZ

2011 ESTOY BIEN, ¿VALE?

2012 ¡MÍRAME AHORA, CERDO!

2013 SOY LIBRE

2014 SOY LIBRE – QUE NO OCURRA – FUERA

2015 ME AHOGO

2016 ME AHOGO AHORA

—Son las frases que escribió Rose en los cuadernos —informó Gordon, a la vez que señalaba las tapas. De 1990 a 2016. Allí estaba todo—. En cada cuaderno hay, como sabéis, una expresión que se repite una y otra vez, y son esas expresiones las que he sistematizado en ese folio. Hay en total noventa y seis páginas con esas frases en cada cuaderno, con la excepción de un par que Rose no llegó a completar.

Gordon abrió el primer cuaderno, el de 1990, donde había escrito de un tirón «CIERRA EL PICO CIERRA EL PICO».

—Cada día hacía un subrayado fino en la primera palabra —añadió—. Cuatro rayas por página señalan, por tanto, cuatro días, como podéis ver.

Señaló una página al azar. Era cierto, las rayas finas separaban los días, y cada día tenía el mismo número de líneas. Era evidente que con diez años Rose ya estaba predispuesta a sistematizar.

—He contado las rayas. De hecho, hay trescientas sesenta y cinco rayas, porque también subraya la primera palabra de la última frase el último día del año.

—¿Y los años bitiestos? —preguntó Assad.

—Se dice bisiestos, Assad —lo corrigió Carl.

Assad frunció el ceño.

—¡¿Bisiestos?! Pues no suena bien —respondió, cortante.

—Es una buena pregunta, Assad —reconoció Gordon—. Eso también lo tenía controlado. En los siete años bisiestos desde 1990 ha puesto un día más. Incluso rodeaba con un círculo la serie de palabras correspondientes al día extra.

—Por supuesto. Así es nuestra Rose —gruñó Carl.

Gordon asintió en silencio. Estaba muy orgulloso de Rose, pero ella tenía también en él a un fiel escudero y fan. Aparte de otro tipo de beneficios.

—¿Por qué siete? ¿No hay solo seis de esos… bisiestos?

—Estamos a veintitrés de mayo, Assad, ya ha pasado febrero. Y 2016 es año bisiesto.

Assad miró a Carl como si lo hubiera acusado de ser un imbécil.

—Pensaba en el año 2000, Carl. Los años divisibles por cien no son bisiestos, eso lo sé.

—Cierto, Assad; pero si es divisible por cuatrocientos, sí es bisiesto. ¿No te acuerdas de las discusiones del año 2000? Lo repitieron muchas veces.

—Vale.

Assad asintió en silencio; parecía pensativo, más que ofendido.

—Debe de ser porque por aquella época no estaba en Dinamarca.

—Y allá donde te encontrabas, ¿no se pensaba en años bisiestos?

—No mucho —respondió.

—¿Y dónde era eso? —preguntó Carl.

Assad evitó el contacto visual entre ellos.

—Bueno, por aquí y por allá.

Carl esperó. Estaba claro que de allí no iba a sacar más información.

—Al menos he decidido apuntar lo que escribió cada año —interrumpió Gordon—, lo que dice mucho acerca de cómo se ha sentido en los períodos correspondientes.

Carl echó un vistazo a la hoja.

—Desde luego, en el año 2000 no lo pasó muy bien. Pobre chica.

Después señaló el año 2002.

—Veo que en algunos años aparecen dos frases diferentes, e incluso tres, en 2014. ¿Por qué? ¿Has descubierto eso también, Gordon?

—Pues sí y no. No sé con exactitud qué ha cambiado, pero se pueden contar los días hasta llegar al lugar donde cambia la frase; y debemos suponer que esos días debió de suceder algo especial en su vida.

Carl siguió examinando la hoja. En cinco de los años había dos frases diferentes, solo en uno había tres.

—Ya sabemos, o sea, por qué se produjo el cambio en 2014, ¿verdad, Carl? —comentó Assad—. Empezó a escribir una frase nueva justo después de la hipnosis, ¿no es cierto, Gordon?

Gordon asintió, algo sorprendido.

—Sí, exacto. Y de hecho es el único año en el que hay un par de días sin llenar. Empieza escribiendo QUE NO OCURRA QUE NO OCURRA. Luego siguen tres días sin texto en los que solo marca las rayas de separación, y luego, para el resto del año, pone: FUERA FUERA FUERA.

—Todo eso es muy raro —constató Assad—. ¿Qué ocurre, entonces, cuando empieza otro año? ¿Escribe frases nuevas cada vez?

El rostro de Gordon se transformó. Era difícil ver cómo lo afectaba todo aquello. Por una parte, estaba tan serio como un voluntario que acude a auxiliar a un siniestrado en el último segundo; por otra, era como un chico que acabara de hacer su primera conquista, exaltado en grado sumo.

—La pregunta tiene miga, Assad. De hecho, empieza los veintisiete años con una nueva frase el uno de enero, con la salvedad de cuatro años.

Assad y Carl miraron los años, sobre todo 1998 y el año siguiente. «¡MUÉRETE!», ponía. Leer aquello te hacía sentirte mal. ¿Era de verdad su Rose la que tenía una mente tan agitada que las palabras MUÉRETE MUÉRETE MUÉRETE MUÉRETE se repetían todos los días durante año y medio?

—Esto es enfermizo —sentenció Carl—. ¿Cómo puede una joven escribir esas cosas horribles cada noche? Y de pronto cambia de parecer y pide ayuda a gritos sin cesar. ¿Qué ha ocurrido en su interior?

—Es espantoso —dijo Assad en voz baja.

—¿Has logrado saber en qué fecha de 1999 empieza a cambiar la frase, Gordon? —preguntó Carl.

—¡El dieciocho de mayo! —respondió al momento. Parecía orgulloso, y no le faltaban motivos para estarlo.

—Oh, no, por el amor de Dios. —Carl dio un suspiro.

Gordon lo miró sin comprender.

—¿Ocurrió algo especial ese día? —preguntó.

Carl asintió en silencio y señaló un delgado dosier amarillo de cartoné, oculto en la parte baja de la estantería de acero entre dos carpetas con etiquetas blancas en el lomo, con la leyenda «Reglamento». Así podía estar uno seguro de que nadie del Departamento Q iba a acercarse allí.

Gordon se agachó a por el dosier y se lo dio a Carl.

—Aquí tenéis la respuesta —anunció, mientras sacaba de su interior una hoja de periódico y la ponía encima de la mesa.

Señaló la fecha de la parte superior de la portada, 19 de mayo de 1999, luego deslizó el dedo por la página y lo plantó en una noticia de menor entidad.

«Hombre de cuarenta y siete años fallece en un terrible accidente laboral en la acería de Stålvalseværket», ponía.

Carl siguió deslizando el dedo por el texto del reportaje hasta llegar al nombre de la víctima.

—Como veis, el hombre se llamaba Arne Knudsen —dijo—. Y era el padre de Rose.

Se quedaron un rato petrificados, tratando de digerir la noticia, mientras sus miradas oscilaban del recorte de periódico a la hoja de Gordon.

—Creo que estaremos de acuerdo en que los cuadernos de Rose son como una declaración de su estado mental durante más de veintiséis años —declaró Carl mientras fijaba la hoja de Gordon en el tablón de aglomerado.

—Eso no tiene que colgar ahí cuando vuelva Rose —comentó Gordon.

Assad asintió.

—Por supuesto que no, no nos lo perdonaría nunca, y tampoco sus hermanas.

Carl estaba de acuerdo, pero de momento tenía que seguir allí.

—Sabemos por sus hermanas Vicky y Lise-Marie que el padre de Rose la atosigaba sin cesar, y que ella solía recurrir a estos cuadernos cuando estaba sola por la noche en su cuarto —indicó—. Al parecer, era una especie de terapia, pero por lo visto no le ayudó a largo plazo.

—¿Le pegaba? —Gordon apretó los puños, aunque la verdad era que no daba mucho miedo.

—Por lo que dicen sus hermanas, no. Y tampoco la agredía sexualmente —respondió Assad.

—Entonces, ¿a ese cabrón se le iba la fuerza por la boca? —Gordon se puso rojo como un tomate. En realidad, le sentaba bien.

—Por lo que dicen sus hermanas, sí —replicó Carl—. La tiranizaba sin cortarse; lo que no sabemos es cómo lo hacía, y es lo que debemos averiguar. Porque observamos que no ha habido un solo día durante más de veintiséis años en el que ese acoso sistemático no la haya afectado y dejado una huella profunda en su personalidad.

—No entiendo que pueda ser la misma Rose que conocemos —comentó Assad—. ¿Y vosotros?

Carl suspiró. Era difícil.

Los tres se quedaron observando con detalle la hoja de Gordon. La mirada de Carl, al igual que la de los demás, se detenía un minuto en cada línea antes de continuar con la siguiente.

Transcurrieron al menos veinte minutos hasta que alguien habló. Habían examinado la lista y cada uno registró en su mente lo que les sugería. Carl sintió por lo menos diez veces una punzada en el corazón por la autoimpuesta terapia solitaria de Rose. Aquellos gritos mudos pidiendo ayuda durante tantos años.

Dio un suspiro. Era duro y sorprendente pensar que aquella mujer que creían conocer tan bien hubiera tenido que vivir durante todos aquellos años con una enorme y profunda emoción, cosa que solo podía superar a base de duras expresiones y palabras.

Oh, Rose, pensó Carl. A pesar de sentirse así, a ella le quedaba energía para ayudarle y consolarlo cuando él estaba deprimido. Y, además, encontraba a diario la fuerza suficiente para meterse de cabeza, y muchas veces en contra de sus sentimientos, en los duros casos del Departamento Q. Mientras tuviera aquel método seguro al que recurrir, podía descargar todo lo negativo de su interior.

Rose, lista y eficiente. La Rose que consideraban irritante, maravillosa y martirizada. Y ahora estaba otra vez ingresada. Al final, su método le había resultado insuficiente.

—Escuchad un momento —propuso Carl.

Los otros dos alzaron la vista.

—No cabe la menor duda de que la relación con su padre ha condicionado su forma de expresarse. Pero estaremos de acuerdo en que cuando una frase cambia en medio de un año, debe de corresponderse a un acontecimiento concreto, y durante los primeros años, siempre a algo peor.

Ambos asintieron en silencio.

—Y luego puede interpretarse que también ha habido acontecimientos positivos. Una temporada infernal en el año 2000 va suavizándose poco a poco y termina con una frase que dice «Soy buena persona». Así que nuestro trabajo, si queremos entender lo que le ha ocurrido a Rose, y por supuesto que lo queremos, va a consistir en descubrir los sucesos que tienen consecuencias buenas o malas. Cuando muere su padre en el 99, se ve una clara evolución de una postura intransigente a casi lo opuesto.

—¿Vosotros qué creéis? Cuando escribe, ¿se dirige a sí misma o a su padre? —preguntó Gordon.

—Creo que en eso debemos buscar la ayuda de los que mejor la conocieron en aquellos años.

—Hay que volver a hablar con las hermanas, entonces. Puede que ellas sepan lo que ocurrió durante los años en los que las frases cambian de pronto.

Carl hizo un gesto afirmativo.

Gordon había recuperado su palidez habitual. Por lo visto, cuando mejor se sentía era cuando parecía estar enfermo. Carl nunca había pensado en eso.

—¿Y si recurrimos a un psicólogo para interpretar los cambios de Rose? Así podrá comunicar los resultados de su reconocimiento a los psiquiatras de Glostrup —propuso Gordon.

—Sí, buena idea. Entonces habrá que subir a hablar con Mona, ¿no, Carl?

Por una vez, Assad borró de su rostro la sonrisa irónica que solía adoptar al hablar de ella.

Carl juntó las manos y apoyó el mentón entre los nudillos. Aunque Mona y él trabajaban en el mismo edificio, hacía ya un par de años que no hablaba con ella. Y pese a que lo deseaba, a distancia le parecía tan inaccesible y vulnerable que lo consideraba una empresa arriesgada. Claro que le preguntó a Lis si Mona estaba enferma; ella se lo desmintió.

Carl intentó no fruncir el ceño, pero no lo consiguió.

—¡De acuerdo, Gordon! Tú telefonea a las hermanas, ahora que tienes una buena relación con ellas. Tal vez podamos convencer a alguna para vernos, si es que disponen de tiempo. Y tú, Assad, encárgate de coordinarlo. A poder ser, mañana, ¿no? Habla con Mona y ponla en antecedentes.

Entonces apareció la sonrisa irónica de Assad.

—¿Y tú, qué, Carl? ¿Vas a irte a casa a verlas venir o prefieres subir al segundo piso a husmear sobre el caso Zimmermann? —preguntó con una sonrisita burlona escondida entre la barba crecida.

¿Por qué coño preguntaba, si ya sabía la respuesta?

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