Selfies

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Capítulo 26

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Miércoles 25 de mayo de 2016

Esto es más la regla que la excepción, pensó Carl.

La sábana bajera se había salido de debajo del colchón. La almohada yacía en el suelo. Todo lo que había sobre la mesilla había desaparecido como por encanto. Llevaba tiempo sin dormir tan mal y tan inquieto, y esta vez la culpa era de Mona.

Aquella mujer se negaba a salir de su mente. De manera especial, la reunión de la víspera con ella y sus transformaciones visibles habían removido algo fundamental en él. La suave piel floja del cuello y junto a las comisuras. Las caderas, que se habían ensanchado, las venillas, ahora visibles, del dorso de la mano. Todo aquello lo agitó y lo mantuvo despierto. Era la enésima vez en los últimos años que se derrumbaba a causa de ella, y, pese a sus innumerables intentos, no lograba sacársela del cuerpo. Había tenido relaciones esporádicas en bares y cafés, brevísimas en congresos y cursillos y pruebas más prolongadas de relaciones más estables. Todo aquello carecía de importancia en cuanto pensaba en Mona.

A saber qué pensará de mí, era lo que le daba vueltas por la cabeza. Ya era hora de saberlo con certeza.

—He encontrado más cosas de Jesper en el sótano. ¿Puedo subirlas también al desván? —preguntó Morten cuando daba de desayunar a Hardy en la mesa de la cocina.

Carl asintió, pero en su fuero interno sacudió la cabeza. A pesar de las súplicas de Carl, su hijo postizo seguía teniendo un montón de trastos en la casa. De hecho, el chaval había cumplido veinticinco el mes pasado. Había terminado el curso preparatorio y estaba a punto de diplomarse en la Escuela de Comercio. Entonces, ¿qué edad debía tener tu supuesta descendencia para que se te permitiera exigir que se marchara de casa de verdad?

—¿Habéis encontrado algo que conecte el caso Zimmermann y el homicidio de Stephanie Gundersen, Carl? —preguntó Hardy entre sorbos.

—Estamos en ello —respondió Carl—, pero el caso y el estado de Rose nos quitan mucho tiempo. Porque resulta que estamos muy unidos a ella. A veces, ese tipo de cosas no las sabes hasta que ha sucedido la catástrofe.

—Claro. Pero creía que para ti era importante resolver esos casos antes de que lo haga Pasgård.

Carl se permitió una sonrisa.

—Mientras Pasgård siga gastando su energía en buscar al hombre que meó sobre el cadáver, tendremos calma.

—En mi opinión, deberías hacer un pequeño esfuerzo, Carl. Marcus Jacobsen telefoneó ayer para preguntar hasta dónde habías llegado. Espero que te des cuenta de que juega a dos caballos. Para él, el esclarecimiento del caso Stephanie es lo más importante.

—Pero ¿no te parece que le da demasiada importancia, Hardy? Me cuesta quitarme esa pregunta de encima.

Hardy reflexionó un momento y susurró algo para sus adentros. Era lo que hacía siempre que dudaba algo. Una silenciosa discusión de pros y contras.

—¿Sabes qué? Creo que deberías telefonear a la hija de Rigmor Zimmermann —dijo después—. Mencionaste en algún momento que Rigmor había sacado diez mil coronas antes de que la matasen. Creo que Birgit Zimmermann debe de saber algo más acerca de qué pensaba hacer su madre con tanto dinero. Pero sácala de la cama esta misma mañana. Si he entendido bien a Marcus, le gusta visitar bares por la noche.

—¿Cómo sabe eso Marcus?

Hardy sonrió.

—¿No crees que hasta a un viejo caballo de circo le gusta darse una vuelta por la pista de vez en cuando?

¿Estaba hablando de sí mismo? Lo contrario sería extraño.

Carl le dio un apretón en el hombro. No porque su cuerpo paralizado fuera a sentirlo, pero bueno.

—¡Ay, cuidado! —fue la inesperada reacción de Hardy.

Carl se quedó helado, y Hardy parecía asustado.

No era posible. Hardy llevaba casi siete años paralizado de cuello abajo, a excepción de un par de dedos de la mano. ¿Cómo…?

—Era una broma, Carl… —rio Hardy.

Carl tragó saliva dos veces.

—Perdona, tronco. Es que no he podido contenerme.

Carl suspiró.

—No vuelvas a hacerlo, Hardy. Menudo susto me has dado.

—Hay que echar mano de cualquier cosa para divertirse un poco —se defendió con aspereza mientras Carl miraba a Morten, que subía del sótano tambaleándose con los brazos llenos de cosas abandonadas por Jesper. Sí, Hardy tenía razón. Últimamente no había grandes alegrías en aquella casa.

Carl hizo una aspiración honda. Por una fracción de segundo se había puesto muy contento, porque habría sido fantástico si Hardy…

Después se aclaró la garganta y sacó el móvil. Era bastante optimista pensar que iba a poder pillar a Birgit Zimmermann tan temprano, pero de todas formas hizo lo que le aconsejaba Hardy.

Tras un instante sorprendentemente breve, el ruido y tintineo de botellas que llegó por el receptor indicó que se había establecido comunicación.

—¿Sí…? ¿Diga…? —arrastró las palabras una voz al otro lado de la línea.

Carl se presentó.

—¿Sí…? ¿Diga…? —repitió ella—. ¿Hay alguien ahí?

—Creo que la tipa tiene el auricular al revés —explicó, resignado.

—¡Eh! ¿A quién has llamado tipa? ¿Quién es? —llegó la voz malhumorada.

Carl cortó la comunicación con calma.

—Ja, ja, ese comentario ha sido un tanto idiota, ¿verdad? —Hardy rio, fue bonito verlo. Después continuó—: Déjame a mí. Llama, activa el altavoz y ponme delante el móvil.

Hardy hizo un gesto cuando la mujer atendió la llamada con una retahíla de improperios que parecían haber desaparecido del vocabulario danés.

—Oh, creo que se equivoca, señora Zimmermann. No sé quién piensa que soy, pero está usted hablando con el jefe de departamento Valdemar Uhlendorff, de la notaría. En este momento estamos tramitando la herencia de su difunta madre, Rigmor Zimmermann, y deseábamos hacerle un par de preguntas al respecto. ¿Tendría la amabilidad de ayudarme?

En el silencio que siguió pudo percibirse con claridad la perplejidad de la mujer y lo duro que luchaba por sacudirse de encima los vapores etílicos.

—Por supuesto… Lo intentaré… —La voz sonó artificial.

—Gracias. Sabemos que su madre sacó del banco diez mil coronas antes de su desgraciada muerte, y, según dice usted, las llevaba encima cuando la visitó poco antes de la fatal agresión. ¿Tiene usted la menor idea de en qué iba a gastarse ese dinero? En esta casa siempre tememos pasar por alto alguna deuda, y sería una pena que hubiera algo así en relación con su madre, por eso estamos haciendo pesquisas. ¿Cree que su madre debía dinero? ¿Tal vez a alguien a quien pensaba pagar ese mismo día, o tal vez pensara hacer alguna compra especial que no llegó a realizar? ¿Lo sabe?

Esta vez el silencio fue notablemente largo. ¿Se había dormido, o solo escrutaba su abotargado cerebro?

—Alguna compra, creo —respondió al final—. Tal vez un abrigo de pieles del que había hablado.

No sonaba nada convincente, porque ¿dónde se compra un abrigo de pieles a esas horas?

—Sabemos que solía usar su tarjeta Visa, de modo que se nos hace extraño que llevara encima tanto dinero en efectivo. Pero ¿quizá le gustaba llevar dinero encima? ¿Era por eso?

—Sí —fue la rápida respuesta.

—Pero ¿diez mil coronas? No es moco de pavo.

—No, pero me temo que no puedo ayudarle —dijo con voz trémula. ¿Se había puesto a llorar?

El clic posterior apenas se oyó.

Los dos se miraron.

—Buen trabajo, Hardy.

—Ya sabes lo que se dice de los niños y los borrachos. Ha mentido, pero ya lo sabes, ¿no?

Carl asintió.

—¿Comprar un abrigo de pieles en efectivo? Desde luego, la hija es creativa, hay que reconocerlo.

Sonrió. Habían sido dos minutos de dulce nostalgia ver al hombre trabajar como en los viejos tiempos.

—¿Le has dicho que te llamabas Uhlendorff? ¿De dónde diablos lo has sacado?

—Conozco a un tipo que se ha comprado una casa de veraneo en la que antes vivía un tal Uhlendorff. Pero está claro que tenéis que comprobar movimientos anteriores en las cuentas de Rigmor y Birgit Zimmermann. Podría haber una relación de correspondencia entre retirada de fondos y depósitos.

Carl asintió.

—Sí, puede que el dinero fuera para su hija. Pero entonces ¿por qué lo llevaba encima después de haber estado en casa de su hija? ¿Puedes responder a eso?

—Oye, Carl, ¿soy yo o eres tú quien cobra por hacer un trabajo policial? Pregunto.

Giraron el rostro hacia Morten, que, medio oculto detrás de varias bolsas negras de basura, estaba en la escalera que conducía a la primera planta, jadeando.

—He encontrado en el sótano unos chándales viejos de Mika. ¿Puedo subirlos también al desván, Carl? —preguntó, con la cara roja después de haber andado arriba y abajo por la escalera.

—Claro, si encuentras sitio.

—Hay sitio suficiente. Aparte de los bártulos de Jesper y un montón de puzles de Vigga y cosas así, arriba solo quedan un par de esquís y una maleta cerrada con llave. ¿Tienes alguna idea de lo que puede contener, Carl?

Carl frunció el ceño.

—Debe de ser también de Vigga. Ya lo miraré. No creo que tengamos en casa un cadáver descuartizado sin saberlo, ¿verdad? —Rio ante la reacción de Morten. Aquel, al menos, tenía la fantasía intacta.

—¿Qué prefieres hacer hoy, Assad? ¿Patear con Gordon las calles traseras de Kongens Have en busca de lugares en los que Rigmor Zimmermann pudo haber mostrado su abundante dinero o buscar a un empleado de la acería que conozca las circunstancias del accidente del padre de Rose?

Assad lo miró con ojos tristes.

—¿Crees que no sé lo que te traes entre manos, Carl? ¿Soy acaso una madre camello que ha perdido a su cría?

—Eh… Me parece que no…

—Cuando una madre camello está triste, no produce leche, se tumba en el suelo y no hay nada en el mundo que la haga levantarse. Hasta que se le da una buena palmada en el culo.

—Eh…

—Por supuesto, lo segundo, Carl.

Carl estaba perdido.

—Encuentro a ese hombre de la acería, ¿no? Y de lo de Gordon ya puedes olvidarte. Hizo la ronda ayer, en cuanto salimos del despacho de Mona. ¿No dijo que iba a hacerlo?

Carl se quedó mudo.

—Sí, es verdad —asintió Gordon al minuto siguiente en la sala de emergencias—. Estuve en todos los quioscos, bares y restaurantes, en el puesto de salchichas y en todas partes entre Store Kongensgade y Kronprinsessegade, por un lado, y entre Gothersgade y Fredericiagade, por otro. Les mostré una foto de Rigmor Zimmermann y un par de personas la reconocieron con ciertas reservas, pero llevaban bastante tiempo sin verla. No había ninguna explicación de a quién podía haberle restregado las narices con sus billetes.

Carl estaba impresionado, el tipo debía de haberse movido pitando de un sitio a otro en tan poco tiempo. De manera que, por una vez, era una ventaja tener unas piernas tan largas.

—Estoy tratando de encontrar a la amiga de Rose de los tiempos de la escuela —continuó—. He llamado al instituto, y en la secretaría me han confirmado que en 1994 llegó una chica nueva a la clase de Rose. Se llamaba Karoline, tal como dijo Yrsa en el despacho de Mona. No les quedaban archivos de aquella época, pero uno de los maestros recordaba tanto a Rose como a Karoline. Incluso se acordaba de que su apellido era Stavnsager.

Carl levantó el pulgar en el aire.

—Bueno, todavía no la he encontrado, pero lo conseguiré, Carl. Se lo debemos a Rose, ¿no?

Pasada una hora, Assad estaba ante la puerta entreabierta de Carl.

—He encontrado a un antiguo empleado de la acería. Se llama Leo Andresen y es miembro de una asociación de trabajadores retirados que analizan la historia de la fábrica. Va a tratar de encontrar a alguien que estuviera cerca de la nave W15 cuando sucedió lo del padre de Rose.

Carl alzó la vista de sus papeles.

—Desde entonces han pasado muchas cosas allí, Carl. La fábrica la compraron los rusos en 2002. La planta se ha dividido en diferentes empresas, y en lo que es la acería solo quedan trescientos trabajadores de los miles que había antes. Me ha dicho que se hicieron inversiones de miles de millones y que muchas cosas han cambiado desde aquella época.

—No es de extrañar. El accidente se produjo hace diecisiete años, Assad. Pero ¿qué hay de la nave que has mencionado? ¿Sigue igual? Eso nos permitiría inspeccionar el lugar del accidente.

Assad se encogió de hombros; al parecer no había preguntado sobre la nave. No estaba muy en forma.

—Leo Andresen quería verlo todo. Recordaba con claridad el accidente, aunque no tenía relación con la gente que estuvo cerca. Trabajaba con corrientes de alta tensión, creo que dijo, en otra sección. Es que la fábrica es enorme.

—Entonces, toquemos madera para que encuentre a alguien que sepa algo más.

Carl puso los papeles delante de Assad.

—Aquí hay dos extractos de banco, y no me preguntes cómo los he conseguido.

Marcó círculos en torno a diferentes cifras a primeros de mes en ambos documentos.

—Mira aquí, y aquí, y aquí.

Carl señaló varios círculos.

—Este es el extracto de Rigmor Zimmermann desde el uno de enero. Como ves, hay una retirada de fondos mayor todos los principios de mes. Y mira aquí.

Señaló un par de cifras en el otro extracto.

—Esta es la cuenta de la hija. Es curioso que en el mismo período se ingrese una cantidad un poco inferior a principios de mes; de modo que Birgit Zimmermann recibía el dinero en metálico de su madre antes de ingresarlo en su cuenta, y tenía domiciliados los alquileres de ella y de su hija, los gastos de calefacción y cosas por el estilo. Es lo que se desprende de estos documentos.

Los ojos de Assad casi se llenaron de lágrimas.

—Bingo —dijo en voz baja.

Carl asintió con la cabeza.

—Exacto. Bingo. ¿Y qué nos hace pensar eso? ¿Rigmor Zimmermann sostenía por sistema a su hija y a su nieta?

—Y este mes no lo ha hecho, claro, porque la mataron el veintiséis de abril. —La mirada de Assad mostró el mismo centelleo sereno que cuando se levantaba de su alfombra de orar.

Contó con los dedos mientras recitaba los hechos.

—UNO. Por lo que nos ha dicho Birgit Zimmermann, la madre llevaba el dinero consigo cuando la visitó el veintiséis de abril.

»DOS. El dinero no ha sido ingresado en la cuenta de Birgit, y por eso hay un montón de facturas sin pagar del mes de mayo.

»TRES. Por tanto, puede concluirse que la hija no recibió el dinero el día que mataron a Rigmor Zimmermann.

»CUATRO. Aquel día ocurrió algo para que Rigmor Zimmermann decidiera no entregar el dinero a su hija, como acostumbraba.

»CINCO. ¡Y no sabemos por qué!

—Así es, Assad. Y seis: ¿De qué nos vale esto si no sabemos qué relación había entre Birgit y Rigmor Zimmermann?

—Por supuesto que debemos plantearle a Birgit todo esto, pero creo también que deberías investigar algo más el pasado de su madre. ¿Quién era en realidad Rigmor Zimmermann? ¿La razón de que ayudara a su hija era que esperaba conseguir algo a cambio? ¿Y el veintiséis de abril se abstuvo de pagar porque no había recibido lo que debía recibir? ¿Se trataba de una forma de chantaje? ¿O se trataba más bien de que por alguna razón decidió usar otro procedimiento?

—¿A qué te refieres?

—¿Por qué se le da a otra persona dinero en efectivo? Porque quien lo recibe no tiene que pagar impuestos por ello, pienso yo. Pero ¿y si a Rigmor Zimmermann le entró canguelo? Quizá se diera cuenta de pronto de que nuestro mismo razonamiento lo podía realizar la Agencia Tributaria con la mayor facilidad. Y no se atrevió a volver a hacerlo. Puede que pensara que no tenía por qué pagar la multa por el fraude social de su hija y de su nieta.

—¿Podría llegar a tanto?

—Tal vez, si la cantidad era muy elevada. Pero no, no lo creo, aunque quizá ella sí lo creía. Pudiera ser también que Rigmor Zimmermann hubiera decidido ingresar el dinero directamente en la cuenta de su hija. Quizá supiera de sus problemas con el alcohol y no quería arriesgarse a que malgastara el dinero.

—¿Y Birgit Zimmermann no podía sacar dinero después y gastárselo en alcohol?

Tenía razón, por supuesto. En aquella ecuación, por lo demás tan sencilla, había muchas incógnitas.

—Al menos, la madre tenía dinero para ayudar a su hija y a su nieta, por lo que veo.

Assad señaló el saldo final. Había más de seis millones de coronas.

Carl hizo un gesto afirmativo. Solo eso era ya un motivo para desear su muerte.

—¿Sospechamos de Birgit Zimmermann, Carl?

—No lo sé, Assad. Investiga su historia, la de su madre y la de la nieta. Descubre algo, y dame también el número de teléfono del trabajador de la acería. Ya me encargo yo de él.

—Se llama Leo M. Andresen, y antes fue enlace sindical y jefe de departamento. Así que sé amable con él, Carl.

¡Esa sí que era buena! ¿Acaso no era siempre amable con la gente?

La voz del exenlace sindical Leo M. Andresen sonaba joven, a pesar de estar jubilado, y su jerga, más joven aún; en suma, que era imposible calcular su edad por teléfono.

—Podemos reunirnos aquí cuando haya encontrado a alguien que sea un poco espabilado, Carl Mørck. No creas que es tan fácil, con tanto granuja como anda por aquí, ja, ja. Bueno, pero si hay suerte nos damos un voltio por la fábrica y echamos un ojo al sitio donde la palmó.

—Eh… ¡Gracias, de acuerdo! Pero entonces, ¿el lugar del accidente sigue existiendo? Tenía entendido que se habían hecho muchos cambios.

El hombre rio.

—Sí, la nave W15 la han ampliado por aquí y por allá, eso es verdad. Ahora los palastros llegan directos de Rusia, porque ya no hay fundición en la acería; por eso, las necesidades de espacio son diferentes. Pero la parte de la nave en la que Arne Knudsen ascendió a los cielos sigue casi igual que antes.

—¿Palastros? ¿Qué es eso? ¿Palas de astros?

—Ja, ja, sí, podría ser. No, son los bloques de acero que nos mandan los rusos y que se laminan en la acería para hacer planchas.

—Vaya, de modo que ¿es lo único que se hace en la acería?

—Lo único, lo único… No te pienses que es poco, son unos bichos pesados. Nosotros recibimos en bloques el acero de Rusia, lo calentamos a unos mil doscientos grados y lo aplastamos para hacer planchas de todos los tamaños, según los pedidos.

Carl tenía más preguntas que hacer, pero alguien gritó desde atrás «Leo, ya está el café», y el hombre se despidió.

Está claro: en la vida de un jubilado, las prioridades pueden cambiar de modo drástico de un segundo a otro.

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