Selfies

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Capítulo 28

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Jueves 26 de mayo de 2016

Rose miró fijamente la pared.

Cuando mantenía la mirada clavada en la superficie amarillenta y se quedaba quieta del todo, se sentía rodeada de un vacío que despojaba de conciencia a su cuerpo. En aquel estado, no se sentía ni despierta ni dormida. Su respiración era imperceptible y su aparato sensorial estaba en hibernación. Era como una muerta viviente.

Pero cuando, después, los sonidos del pasillo la despertaban, varias ideas encadenadas la atravesaban y, pese a su insignificancia, la dejaban desfallecida. El clic de una puerta, un gemido de otro paciente, un paso…, no hacía falta más para que Rose tuviera que boquear en busca de aire y se echara a llorar.

Le habían recetado medicinas que podían interrumpir sus procesos mentales. Medicinas que la dejaban atontada y medicinas que la arrastraban a un profundo sopor sin sueños. Y aun así, reaccionaba al menor estímulo.

Antes de que la ingresaran, pasó semanas en las que apenas dormía por la noche. Una acumulación casi inhumana de horas sombrías que solo podía reprimir si se torturaba de modos variados.

Rose sabía bien por qué debía ser así. Porque, si tenía un solo momento de descuido, se encontraba indefensa, arrojada a una cascada de reencuentros con la boca de su padre chillando y sus ojos parpadeantes, casi asombrados, en el momento de morir. Y en esas horas, sin poderlo evitar, Rose gritaba al techo que la dejara en paz y se arañaba la piel para que el dolor ahogara por unos segundos aquellas ideas obsesivas.

—Largo de aquí —empezó a mascullar, pasado un tiempo. Y cuando, tras muchas horas, la voz dejó de obedecerle, se puso a pensarlo mientras lo escribía.

Cuando pasaron cuatro días sin haber dormido ni comido, pidió que la ingresaran.

Como casi siempre, Rose sabía dónde estaba, pero le costaba controlar el tiempo. Le habían dicho que llevaba allí casi nueve días, pero igual podían haber sido cinco semanas. Y los médicos, a quienes conocía desde su último ingreso, insistían en asegurarle que, fuera cual fuese su percepción del tiempo, carecía de importancia. Siempre que notara algún avance, por insignificante que pudiera parecer, no había que preocuparse por nada.

Y Rose sabía que mentían. Que esta vez iban a hacer todo lo posible por no prestar atención a su integridad y acelerar e intensificar el tratamiento para al fin tener un control total sobre ella.

Veía en sus rostros la distancia cuando se deshacía en llanto, y a las enfermeras les costaba mantener la cara de póquer. No expresaban compasión ni simpatía, como la última vez, sino más bien la irritación que puede sentir un profesional cuando las cosas no fluyen como deben.

En las entrevistas, abogaban siempre por una voluntad íntegra y le decían que debía contarles como pudiera y le apeteciera lo de su soledad y el acoso, y lo de sentirse traicionada por su madre y haber echado a perder su infancia.

Por supuesto, nunca iban a acceder al nivel más profundo de su sombrío interior, porque era suyo y solo suyo. En aquel espacio se encerraba la verdad de la muerte de su padre, y no había que remover en la vergüenza y la conmoción causadas por su participación en la tragedia.

No, Rose mantuvo la distancia, era su especialidad. Si eran capaces de dar con un medicamento que hiciera desaparecer su odio, su sentimiento de culpa y su dolor, se daría por satisfecha.

Fueron a buscarla a la sala común cuando estaba llorando, y ella creyó que iban a llevarla a su habitación para que no molestara al resto de pacientes; pero la condujeron al despacho del jefe de servicio.

Junto al jefe de servicio estaban un ayudante que a ella no le gustaba nada, la enfermera de la sección y también uno de los médicos jóvenes que se ocupaban de la medicación. Tenían un aspecto serio, y Rose supo que había llegado el día en el que, una vez más, iban a hacerle otra oferta de electrochoque.

Lo único que pasaba era que nadie en este mundo iba a hurgar en el cerebro de Rose. Lo que había conocido en su vida no lo iban a retirar de su memoria. No iban a adormecer lo que le quedaba de chispa vital e ideas creativas. Si no podían encontrar la medicina que la tranquilizase, no quería estar allí. Había cometido delitos y hecho cosas de las que no estaba orgullosa, y eso no podían borrarlo.

Tendría que acostumbrarse a ello. No quedaba otra.

El jefe de servicio la observó con esa mirada sosegada que se adquiere con la práctica. La manipulación se expresaba de muchas maneras, pero, aunque lo intentaras con todas tus fuerzas, no podías engañar a una policía acostumbrada a las mentiras y a la maldad.

—Rose —dijo con voz aterciopelada—. He pedido que subas al despacho porque ha llegado a nuestro conocimiento cierta información que podría afectar nuestra percepción de tu estado y de lo que debemos hacer para mejorarlo.

Le tendió un paquete de pañuelos desechables, pero ella lo rechazó.

Rose frunció el ceño y se secó los ojos con el dorso de la mano, se giró hacia la pared y la miró con intensidad mientras trataba de bajar el pulso. Aquello no lo había visto venir. ¿Información, decía? Pero no debían hablar de otra información que de la que ella les suministrara, eso desde luego.

Se medio incorporó y pensó que era hora de volver a la habitación a mirar la pared. Después ya vería lo que debía hacer.

—Rose, siéntate, por favor, y escucha. Ya sé que puede parecer muy intimidatorio, pero la gente que te rodea te desea lo mejor, ya lo sabes, ¿no? Y ahora tus hermanas han venido con información sobre algunos de tus cuadernos que después tus compañeros de la Jefatura de Policía han analizado. Han creado, por así decir, una secuencia temporal de tu vida desde que tenías diez años, basándose en tus mantras cambiantes.

Rose se sentó, mientras su mirada se desenfocaba y se sentía helada. Los conductos lagrimales se bloquearon, sus mandíbulas se apretaron.

Se giró con lentitud hacia él: por muy receptivo y amable que pareciera, ella lo tenía bien calado. Aquel mierda la había traicionado. Había evitado informarla de antemano sobre los descubrimientos, y declinó contarle que habían recibido información sobre cuyo uso ella debía dar su conformidad. Llevaba días martirizada, y ahora él la llevaba hasta la mismísima sala de tortura.

—Voy a enseñarte un papel en el que aparece un resumen de las frases que has escrito en tus cuadernos desde que eras joven, Rose. Échale un vistazo y dime qué sientes.

Rose no escuchaba. Solo pensaba que debería haber quemado los cuadernos a tiempo y después haberse suicidado, antes de que la demencia se agravara. Porque en aquel momento la acechaba más que nunca, muchas cosas apuntaban en esa dirección.

Junto a ella había un armario con puertas de cristal. A saber qué guardaba el médico dentro, pero Rose no se atrevía a mirarlo, ese era el estado anímico en el que se encontraba. Dos días antes había girado la cabeza hacia el armario, y al ver su imagen reflejada en él se asustó de lo irreal que se sintió. ¿Era realmente ella esa de ahí, la que pensaba las ideas que ahora registraban que era su rostro el que se reflejaba en la puerta de cristal? ¿Eran sus ojos los que absorbían esa impresión en el cerebro, que también era parte de ella? Estaba volviéndose loca con aquellas preguntas imposibles. Lo incomprensible de su existencia la mareaba, como si estuviera bajo los efectos de algo.

—Rose, ¿estás ahí? —El jefe de servicio gesticulaba hacia ella, y Rose giró la cabeza en su dirección. Casi le pareció que la frente de él tocaba la suya y que la estancia era más pequeña que nunca.

Es porque estamos dentro, pensó para sí. La estancia es como suele ser. Lo es.

—Pero escucha, Rose. Por medio de las frases que escribías, ha quedado claro que tratabas de protegerte contra las agresiones psíquicas de tu padre por medio de diálogos internos con él. Sabemos más o menos cuándo y por qué ibas cambiando las frases, pero no sabemos con precisión qué es lo que se movía en tu interior. Creo que probablemente buscabas alguna respuesta que pudiera ayudarte a salir de la oscuridad en la que te encontrabas. Y es eso lo que debemos controlar de una vez por todas, para que puedas librarte de esas ideas obsesivas. ¿Quieres hacer la prueba, Rose?

«Prueba», decía, como si fuera un juego.

Los brazos de Rose yacían flácidos en su regazo cuando deslizó la mirada por encima del papel y siguió hacia el techo. Percibía con enorme nitidez a las cuatro personas que la miraban con expectación. Tal vez esperasen que toda aquella mierda la hiciera derrumbarse. Tal vez creyesen que con aquellos métodos iban a lograr que les contara lo que nunca había contado, y que allí iban a encontrar respuesta a las razones de su estado actual. Como si sus maniobras fueran a hacer que revelase lo que la medicina, la charla almibarada, los avisos, las advertencias y las oraciones no habían podido. Como si fuera un suero de la verdad, auténtica escopolamina en forma de papel.

Rose conectó su mirada velada con la del jefe de servicio.

—¿Me quieres? —le preguntó con exagerada claridad.

El jefe de servicio no fue el único que mostró perplejidad.

—¿Me quieres, Sven Thisted? ¿Puedes decir que me quieres?

Él buscó las palabras. Balbuceó que por supuesto que la quería, igual que quería a todas las personas que le confiaban sus ideas más íntimas. Como los que necesitaban ayuda, como los…

—Venga, deja ya ese puñetero tono paternalista, ¿quieres? —Se volvió hacia los demás—. ¿Qué decís vosotros? ¿Tenéis alguna respuesta mejor?

Fue la enfermera la que hizo las veces de oráculo.

—No, Rose, y tampoco puedes pedirnos algo así. La palabra «querer» es demasiado grande, demasiado íntima, ¿no lo comprendes?

Rose asintió, se levantó, se dirigió hacia la mujer y la abrazó. La enfermera, por supuesto, lo malinterpretó y le dio unas palmadas consoladoras en el hombro, pero no era eso lo que Rose quería. La abrazó, de modo que el contraste fue notable cuando se giró hacia los tres médicos y les habló entre dientes, tan cerca que sus rostros se vieron rodeados de una nube de saliva.

—¡Traidores, eso es lo que sois! Y nada en el mundo va a hacerme regresar al lugar donde unos curanderos brillantes, bien pagados y sabihondos, que no me quieren, tienen en mente unas ideas que son más peligrosas para mí que las mías propias.

El jefe de servicio intentó mostrarse indulgente, pero su actitud cambió cuando Rose avanzó hacia él y le dio una bofetada que hizo que los otros dos se echaran atrás en sus sillas.

Cuando pasó junto a la mesa de la secretaria que había en el pasillo, la mujer alcanzó a decir que un tal Assad estaba al aparato y quería hablar con ella.

Rose se giró hacia ella de un tirón.

—¡Ah, ¿sí, eh?! —gritó—. ¡Pues dile que se vaya a tomar por saco y que me dejen en paz!

Le dolió muchísimo, pero quienes la habían traicionado y husmeado en su vida ya no pertenecían a su mundo.

Cincuenta minutos más tarde, Rose iba de camino a la parada de taxis frente al hospital de Glostrup. Estaba demasiado débil para aquello, lo sabía, porque la medicina que seguía teniendo en el cuerpo hacía que su entorno se moviera a cámara lenta y ella fallara en el cálculo de las distancias. Le parecía que, si vomitaba, caería al suelo y no se levantaría, de modo que se apretó el cuello con la mano que le quedaba libre y eso, por extraño que parezca, por lo visto le ayudó.

Pero se encontraba mal. Visto con frialdad, lo más probable era que nunca volviera a funcionar con normalidad, así que iba de puta pena, por decirlo suave. Entonces, ¿por qué no terminar con todo? Durante los últimos años había acaparado pastillas suficientes para quitarse la vida. Bastaría un vaso de agua y el movimiento de tragar durante unos segundos, y todas aquellas odiosas ideas desaparecerían con ella.

Dejó al taxista quinientas coronas de propina, y el trato le proporcionó un instante de felicidad. Luego, mientras subía las escaleras a su piso, pensó en un pobre mendigo de piernas deformes que vio una vez en la plaza de la catedral de Barcelona. Ya que de todas formas iba a dejar este mundo, como suele decirse, ¿no podría hacer que sus recursos se repartieran entre gente desgraciada como él? No es que tuviera mucho para dar, pero, por ejemplo, ¿y si, en lugar de echar a perder sus órganos con pastillas para dormir, se cortara las venas? Dejaría una carta al lado en la que habría escrito que donaba sus órganos y llamaría a una ambulancia mientras se desangraba. ¿Cuánto tiempo antes de perder la conciencia podía llamar sin riesgo de que llegaran a tiempo para salvarla? Esa era la cuestión.

Entró en el piso y cerró con llave, desconcertada por todas aquellas posibilidades y dificultades, después miró la pared sobrecargada con sus escritos. ¡LARGO DE AQUÍ!, ponía. Largo de aquí.

Las palabras la golpearon como un martillazo. Ahora ¿quién hablaba a quién? ¿Era ella quien maldecía a su padre o era su padre quien la maldecía a ella?

Dejó caer al suelo la bolsa de viaje y se llevó la mano al pecho. Una presión interior empujaba la lengua contra el paladar, la garganta se le cerraba. La sensación de ahogo era tan pronunciada que el corazón le latía como un taladro neumático para llevar oxígeno al organismo. Miró alrededor con los ojos abiertos de par en par y observó cómo la habían traicionado. Renovando las velas de los candelabros. Cubriendo la mesa con un mantel limpio. Apilando los blocs de notas de sus casos del Departamento Q en un montón cuadrado sobre la cómoda, debajo del espejo. De pronto las sillas estaban de pie. Habían pasado la bayeta por las manchas pegajosas de su equipo de música y de las paredes y las alfombras.

Apretó los puños y jadeó en busca de aire. No debería permitirse a nadie entrar en la casa de otra persona y decidir qué era normal y cómo debía comportarse entre sus propias cuatro paredes la persona que vivía allí. Su ropa sucia y los platos sin fregar, la basura, los papeles del suelo y la marcada impotencia eran suyos y solo suyos, nadie debía enredar en sus cosas.

¿Cómo carajo iba a poder funcionar en aquel piso esterilizado y violentado?

Cuando empezaron a dormírsele las piernas, se encaminó hacia la puerta de su vecina. Durante los años que llevaba viviendo allí, se había establecido un vínculo; no una decidida amistad, más bien una especie de relación entre madre e hija que, al contrario de la que Rose había conocido, le daba cierta seguridad y confianza. Había pasado bastante tiempo desde la última vez, pero, en el estado en el que se encontraba, le pareció correcto avanzar hacia la puerta y tocar el timbre.

Se quedó un buen rato junto a la puerta cerrada, hasta que una vecina subió la escalera y se dirigió hacia ella.

—¿Quieres entrar en casa de Zimmermann, Rose?

Rose hizo un gesto de asentimiento.

—No sé dónde has estado últimamente, pero debo darte una mala noticia: Rigmor ha muerto. —Vaciló un momento—. La han matado, Rose. Hoy hace tres semanas. ¿No lo sabías? Tú eres policía, ¿no?

Rose alzó la mirada. Hacia el cielo. Hacia lo infinitamente incomprensible. Por un instante desapareció del mundo. Cuando volvió a él, fue como si el mundo hubiera desaparecido para ella.

—Sí, es algo terrible —la consoló la mujer—. Terrible, lo sé. Y luego la joven que han atropellado aquí al lado, esta mañana, un coche que se ha dado a la fuga. ¿Tampoco sabías eso?

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