Selfies

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Capítulo 32

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Jueves 26 de mayo de 2016

Jazmine estaba inmersa en una neblina onírica. Un tejido vaporoso, el calor de cuerpos de hombres extraños y los rayos del sol la envolvían. La fragancia de piñones y lavanda, mezclada con la de algas frescas, la embriagaba. Oía los embates de las olas y música, manos cuidadosas en sus hombros, que de pronto la sacudían y agarraban hasta hacerle daño.

Jazmine abrió los ojos y se encontró frente al rostro desconcertado de Denise.

—Michelle se ha largado. —La siguió sacudiendo.

—Estate quieta, me haces daño. —Se medio incorporó y se restregó los ojos—. ¿Qué dices? ¿Quién se ha largado?

—Michelle, tonta. Había un fajo de billetes de mil sobre la mesa, y ya no están. Se lo ha llevado ella; ha recogido sus cosas y ha debido de salir con prisas, porque se ha dejado olvidado el iPad.

Lo señaló, en la estantería junto a la mesa del comedor, donde también estaba la granada de mano.

Jazmine se levantó.

—¿Cuánto se ha llevado?

—No sé, creo que veinte o treinta mil. No he juntado los billetes para contarlos.

Jazmine se desperezó.

—Bueno, pero qué más da, ¿no? Si solo se ha llevado treinta, queda más a repartir. ¿Qué hora es?

—¿Eres tonta, o qué? Si se ha llevado sus cosas, no va a volver. Ha regresado con ese inútil, Jazmine, así que no podemos fiarnos de ella. Vamos a por ella. ¡Ya!

Jazmine observó su propio aspecto. Llevaba la misma ropa del día anterior, el sudor le había manchado las axilas de la blusa, le picaba la cabeza.

—Tengo que ducharme y cambiarme.

—¡Ahora mismo! ¿No te das cuenta? Es tardísimo, hemos dormido casi todo el día, y es posible que Michelle nos haya jodido pero bien. Hemos robado y tal vez matado a alguien, y vete a saber lo que se le puede ocurrir decir para protegerse. Como intente salvar su culo, podemos terminar las dos comiéndonos el marrón. Al fin y al cabo, ella no participó en el robo ni le disparó a Birna.

A Jazmine se le heló la piel.

—Joder, Denise, yo tampoco —se le escapó, y se arrepintió al instante.

El rostro de Denise se endureció, y la expresión de sus ojos se volvió de pronto desagradable y hostil. No se sabía si solo estaba furiosa por la observación o si estaba tomando carrerilla para enzarzarse en una pelea, pero a Jazmine le entró miedo. ¿Acaso no había visto de lo que era capaz Denise?

—No, perdona, ha sido una tontería, Denise —dijo con énfasis—. No quería decirlo. Ya vi que Birna te atacaba con una navaja, y no sabíamos que la pistola estaba cargada, ¿no? Así que estamos juntas en esto, te lo prometo.

Se santiguó. No porque fuera religiosa, sino porque le parecía que así resultaba más serio.

Denise aspiró hondo, y después respiró. La mirada agresiva se hizo más temerosa.

—Jazmine, no sabemos si Birna ha muerto —explicó—. No sabemos qué ha sido de ella. Si está muerta, es una putada, pero si está viva también lo es. ¿Por qué coño nos emborrachamos anoche al venir a casa? ¿Cómo hemos podido dormir tanto y dejar que Michelle se escapara? Estamos bien jodidas.

—Si Birna ha muerto, lo veremos en TV2 News —dijo Jazmine, y arrastró a Denise detrás.

El espectáculo de la sala casi las hizo caer de espaldas. No porque la estancia pareciera destruida por elefantes salvajes, ni a causa de la cera derramada de las velas y las manchas de vino tinto en alfombras y muebles o los restos de galletas saladas esparcidos como polvo por todas partes. No, se quedaron petrificadas porque el televisor sonaba a todo volumen y porque ocupaba la pantalla la imagen de alguien que, por desgracia, conocían demasiado bien. No era Birna, como cabía esperar; era Michelle. Y abajo, en «Últimas Noticias», corría el siguiente mensaje:

Mujer atropellada y muerta por conductor en fuga. Misma mujer que la embestida el 20 de mayo. Posible relación entre este hecho y el tiroteo de la víspera junto a la discoteca Victoria de Copenhague.

Empezaron a arrojar objetos, que impactaban en las paredes, y a gritarse, y después Jazmine se quedó como paralizada, mientras que la reacción de Denise fue del todo diferente. Su fuero interno le pedía acción a gritos, mientras recordaba y recalcaba a Jazmine lo dicho por Michelle en dos ocasiones. ¿Acaso no le pareció ver a Anne-Line en un coche frente a la discoteca? ¿Y no dijo lo mismo cuando la atropellaron la primera vez?

—Pero cuando estuviste en la oficina de la arpía intentando que reconociera que era ella a quien Michelle había visto, llegaste a la conclusión de que no creías que fuera así. Y ahora ¿qué carajo crees, Jazmine?

—¿Qué quieres que hagamos? —respondió con la voz ahogada por el llanto—. Michelle está muerta, y es posible que la Policía la relacione con nosotras. Y si de verdad era Anne-Line Svendsen a quien vio Michelle ayer, entonces debió de vernos salir del callejón y puede que se vaya de la lengua.

Denise torció el hocico.

—Eres demasiado tonta, Jazmine. ¿No crees que sería lo último que se le ocurriría hacer? Joder, es una asesina, y puede que seamos las únicas que pueden descubrirla. Yo creo que es lo que está pensando en este momento.

Las largas uñas de Jazmine rasgaron el celofán de una cajetilla de Prince, y, cuando la abrió, arrojó cuatro o cinco cigarrillos sobre la mesa y encendió el primero. Denise la miraba con una seriedad que Jazmine no le había visto nunca. Era incomprensible que fuera la misma que la noche anterior estuvo de celebración o que el otro día estuvo retozando en la habitación contigua con uno de sus sugardaddies.

—Hostias, Jazmine —saltó Denise—. También yo estoy alterada por esto. Por la muerte de Michelle y porque en la tele no hacen otra cosa que hablar de nosotras. Es demasiado, joder. Y la historia de Anne-Line Svendsen me tiene acojonada. Yo, en su lugar, me ocuparía de que nosotras fuéramos las siguientes en palmar. Debe de saber dónde vivimos; ¿qué hacía, si no, en Stenløse?

El miedo se apoderó de Jazmine. Porque Denise tenía razón. Tal vez Anne-Line estuviera fuera acechándolas.

—¿Qué vamos a hacer, si viene?

—¿Cómo que qué vamos a hacer? —repuso Denise con dureza—. Hay cuchillos en la cocina, y la pistola del abuelo está en el balcón.

—No creo que pueda hacerlo, Denise.

Denise la miró, pensativa.

—No creo que Anne-Line se atreva a volver aquí tan poco tiempo después de lo de Michelle. Debe de haber muchos policías en los alrededores. Estarán preguntando de puerta en puerta si alguien ha visto algo. Debemos andar con mucho cuidado y estar alerta con todo. Con la Policía, con Anne-Line…

Dirigió una mirada avispada a Jazmine.

—Y entre nosotras, Jazmine.

Jazmine cerró los ojos. Quería regresar al sueño de antes, lejos de todo aquello.

—Denise, creo que tenemos más de setenta mil coronas cada una, con eso podemos marcharnos lejos. ¿Por qué no nos vamos? —La miró suplicante—. ¿Qué dices? Podríamos volar a algún lugar de Sudamérica. Eso está lejos. ¿No te parece que está lo bastante lejos?

Denise asintió, condescendiente.

—Claro, es que el español se te da de puta madre, ¿verdad? Me refiero al español que hay que saber para hacerle una paja a cualquier viejo arrugado. Porque va a ser eso, con suerte, lo que vas a tener que hacer para vivir cuando se termine la pasta en el otro extremo del globo, te lo aseguro. ¿Es lo que quieres?

En la frente de Jazmine aparecieron un par de arrugas de desesperación. Miró a Denise, herida.

—No lo sé. ¿No es acaso lo que hacemos ahora? Al menos, la Policía y Anne-Line no nos perseguirán en Sudamérica, ¿no?

—Anne-Line no va a perseguirnos más si de mí depende, porque le tomaremos la delantera, ¿de acuerdo? Somos dos; ella, solo una. Pensamos un plan y la pillamos. Tal vez en su casa, en plena noche, cuando menos lo espere. La amenazamos, hacemos que firme una confesión y después la matamos de manera que parezca un suicidio. Y si hay dinero en efectivo en la casa, que creo que lo hay, se lo robamos también. Luego podemos hablar de escaparnos a alguna parte.

Jazmine se calló de golpe y le ordenó silencio, y Denise se calló y escuchó también. Era cierto, habían llamado a la puerta, y ahora alguien había abierto con llave.

—¿Qué hacemos? —alcanzó a susurrar Jazmine antes de que una mujer apareciera tambaleante ante ellas, pálida como un muerto y con los ojos tan pintados que apenas se le veían los párpados.

—¿Quiénes diablos sois? —preguntó la mujer en tono agresivo, mientras su mirada vagaba por la estancia.

—No es asunto tuyo —replicó Denise—. ¿De dónde has sacado esas llaves?

—No os conozco. Si no me decís quiénes sois, voy a deteneros por allanamiento de morada.

Jazmine trató de captar la mirada de Denise. La mujer, a pesar de su estado, parecía hablar en serio; pero Denise no se mostraba muy alterada. Parecía más bien dispuesta a abalanzarse sobre la mujer.

—Y una mierda —dijo entre dientes—. Soy la nieta de Rigmor, y tengo derecho a estar aquí, y tú no, ¿vale? Así que dame esas llaves y lárgate, o te arreo y luego llamo a la Policía.

La mujer que tenían enfrente frunció el ceño y se quedó un rato oscilando sobre su centro de gravedad hasta que lo encontró.

—¿Eres Dorrit? —preguntó con un tono más normal—. He oído hablar de ti.

Jazmine estaba confusa. ¿Dorrit?

—Dame las llaves —la conminó Denise, y tendió la mano abierta hacia ella; pero la mujer sacudió la cabeza.

—Las llaves me las quedo hasta que haya averiguado qué pasa aquí —decretó, mientras su mirada abarcaba el piso—. ¿Qué ocurre aquí realmente? Han asesinado a Rigmor y aquí hay dinero por todas partes. ¿Qué creéis que pensaría un policía? Desde luego, voy a aclarar qué está pasando aquí. Y vosotras no os mováis, ¿entendido?

Luego giró sobre sus talones, siguió por el pasillo haciendo eses y salió al exterior.

—Jodeeer —gimió Jazmine—. ¿Has oído lo que ha dicho? Y el dinero.

Miró alrededor y se cubrió la boca con la mano. Todos aquellos billetes esparcidos constituían una auténtica confesión.

Denise permanecía en jarras con los puños cerrados y la mirada ensimismada. Su actitud recalcaba la gravedad de la situación, y también que Denise la percibía.

—Mi abuela me dijo una vez que su vecina trabajaba en la Policía Criminal; debía de ser la trompas esta —dijo en voz baja mientras hacía gestos afirmativos para sí.

Jazmine estaba cada vez más apurada.

—¿Qué hacemos, Denise? Si llama a la Policía, pueden presentarse en cualquier momento. Tenemos que largarnos.

Jazmine miró alrededor. Tardarían diez minutos en recoger los billetes, y si se ponía cualquier trapo y recogía el resto en la bolsa, podían estar fuera en un cuarto de hora.

Denise sacudió la cabeza.

—No: vamos a por ella —decidió.

—¿A por ella, para qué? Si ya ha visto el dinero. No vas a conseguir que nos deje en paz, se le veía en la cara.

—¡Exacto! Y por eso mismo vamos a pararle los pies, ¿verdad?

¿Voy a dejar este caos como reflejo de mi vida?, pensó Rose, de vuelta en su piso, mientras miraba alrededor.

Giró la mirada hacia la chaqueta que cubría la carta de despedida, el cesto de plástico, el testamento de donante y la cuchilla de afeitar, y sintió pena por su solitaria vida malgastada. Unos minutos antes, al oír voces en casa de Rigmor Zimmermann, había percibido un atisbo de luz en la oscuridad y, en su borrachera, pensó por un instante que tal vez pudiera seguir viviendo.

Así son los desvaríos, pensó. Podían crear milagros e imponer falsas sensaciones de seguridad e ilusiones que enseguida lo cambiaban todo. Después, para su decepción, siempre se imponía la realidad.

Por supuesto que aquellas dos jóvenes no deberían estar en el piso de Rigmor; claro que, al fin y al cabo, ¿qué le importaba a ella? ¿Que robaran a una mujer muerta? ¿Que vivieran en su piso?

Dejó caer la cabeza y se sentó con pesadez en la única silla del comedor que seguía en pie. El caos se estaba adueñando de todo.

Así debe de ser el último día de una persona, pensó, y le entraron ganas de vomitar. Su interior suplicaba acabar de una vez con aquello. Llamar a emergencias y decir que se había cortado las venas, y que pasaran a recoger sus órganos. Le importaba un carajo lo que pudiera pasar al otro lado de la pared. Si se entrometía, le iban a atizar, eso para empezar. Vendría la Policía, cosa que no deseaba. No iba a venir nadie de Jefatura a desbaratar sus planes, tampoco ninguna de sus hermanas ni nadie del hospital de Glostrup.

—Que les den. Que les den a las de al lado, y que le den al mundo —dijo en voz alta, asió una punta de la chaqueta, destapó lo que había debajo y esperó. Una llamada rápida, un par de cortes rápidos y todo habría terminado.

Cuando llamaron a la puerta, ya había tecleado las primeras cifras del número de emergencias.

¡Largo!, gritaba su interior. Y cuando volvieron a llamar, esta vez con más fuerza, se llevó las manos a los oídos y apretó. Estuvo un minuto así, pero cuando aflojó la presión y oyó que seguían aporreando la puerta, al final se levantó, cubrió otra vez los medicamentos con la chaqueta y se dirigió con paso vacilante hacia la puerta.

—¡¿Sí…?! —gritó hacia el otro lado.

—Soy Denise Zimmermann —respondió la voz del exterior—. ¿Podemos entrar un momento? Es que queremos explicar…

—¡Ahora no! —gritó de vuelta Rose—. Volved dentro de media hora.

Para entonces, ya estaría todo hecho.

Y mientras observaba la puerta de entrada, se le ocurrió que tal vez los ambulancieros tardasen demasiado en entrar si dejaba la puerta cerrada con llave. Que tal vez los órganos quedaran inservibles. ¿Quién diablos sabía esas cosas?

Oyó que al otro lado las chicas daban su conformidad, y pasos que se alejaban de la puerta. Y cuando ya no se oía nada fuera, asió la manilla y descorrió el cerrojo para que los enfermeros pudieran entrar.

Apenas se había girado cuando la puerta se abrió de pronto a su espalda. El fuerte golpe que recibió en la nuca hizo que la oscuridad se adueñara de todo.

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