Selfies

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Capítulo 39

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Lunes 30 de mayo de 2016

El equipo de Olaf Borg-Pedersen ya había montado un par de cámaras, que estaban en medio del pasillo con los pilotos rojos encendidos y registraban el descenso de un Carl agotado a la zona del sótano. También había una cámara dentro del despacho, y allí estaba el productor de la tele en persona, sentado a la mesa de Carl junto al técnico de sonido y el cámara, esperando como esperan los buitres el último aliento.

—Y el subcomisario Carl Mørck es un hombre atareado —se oyó por fin comentar sobre él cuando entró—. Aun así, han dejado al equipo de La comisaría 3 seguir durante un par de días lo que ocurre detrás de bastidores cuando la Policía trabaja para que nuestra sociedad sea un lugar mejor donde vivir.

Hizo una seña al cámara, que se apresuró a desmontar la cámara del trípode.

—Entre la gente normal ocurren a diario cosas horribles que destrozan la vida de personas inocentes.

No siempre son tan inocentes, pensó Carl mientras trataba de evitar que la cámara que andaba suelta captase nuevos ángulos de su rostro, ya de por sí bastante irritado.

—Un conductor asesino anda suelto, y varias jóvenes lo han pagado con sus vidas. En La comisaría 3 deseamos contribuir a pararle los pies. Es posible que Carl Mørck se haya metido en un callejón sin salida y que nuestros espectadores puedan sacarlo de ahí.

Eres tú quien está en un callejón sin salida, gracioso. El caso ni siquiera es nuestro, así que haz tu trabajo como es debido, pensó Carl mientras asentía y se le ocurría una idea nueva y sólida que iba a irritar más aún al inspector jefe de Homicidios y al director de la Policía.

—Sí —dijo con tono serio—. El público es a menudo nuestro mejor colaborador. ¿Qué haríamos sin la atención y la visión de la gente ordinaria ante situaciones y sucesos insólitos?

Dirigió la vista hacia la cámara.

—Pero mientras nuestro sistema interno me impida trabajar en investigaciones asignadas a otros compañeros, no puedo ayudar en ese caso concreto.

—¿Te refieres a que es otro departamento el que lleva el caso?

—En efecto. Y no es intención del Departamento Q inmiscuirse en casos actuales, aunque tal vez podamos arrojar alguna luz sobre ellos.

—Esa es la tendencia a pensar en términos de compartimentos estancos. ¿También ha llegado a la Policía?

Carl asintió. Tal como deseaba el director, el programa tenía ahora algo sólido con lo que trabajar. A Olaf Borg-Pedersen casi se le caía la baba.

—Entonces, ¿hay que entender que te han cortado las alas en el último caso del conductor asesino?

¿El último caso del conductor asesino? Carl no tenía ni idea de qué estaba hablando.

—Un momento —interrumpió—. Debo ir en busca de mi ayudante. Las tomas tienen que ser realistas, ¿no? Él también suele estar presente cuando repasamos los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas.

Encontró a Gordon y Assad charlando en la sala de emergencias, al parecer nada afectados por el jaleo en el que estaba metido Carl.

—¿Cómo te ha ido con el director? —preguntó Assad.

Carl saludó con la cabeza.

—Muy bien, gracias. Pero ¿qué diablos ocurre? ¿Ha habido otra muerte por atropello?

—Todavía no lo sabemos —replicó Gordon—. No es como los otros atropellos, parece más bien un accidente desafortunado.

—Decidme lo que sepáis, rápido. Los buitres de ahí van a querer…

– Y aquí tenemos la sala de emergencias del Departamento Q —se oyó desde la puerta entreabierta, y Carl se llevó un susto. Se giró hacia Olaf Borg-Pedersen, que, con el cámara pegado al culo, sostenía el micrófono muy cerca de la boca—. Por lo que hemos entendido, es en esta sala donde los diferentes casos se relacionan y se investigan en detalle; aquí tratan de lograr una visión general —continuó, y apuntó el micrófono directo hacia Carl.

»Vemos aquí arriba, en el tablón de aglomerado de la pared, los casos que llevan en este momento, por lo que me dicen. ¿Puede explicarnos lo que estamos viendo, Carl Mørck?

—Lo siento —se disculpó Carl, y se movió hasta tapar casi todo el tablón. No tenía ni puta gana de que los del segundo piso vieran cómo marchaba el caso Zimmermann. Sería una molestia innecesaria—. Por el bien de la investigación en curso, no podemos mostrar en el programa nuestro proceso de trabajo.

—Lo comprendo. —Olaf Borg-Pedersen hizo un gesto afirmativo, pero parecía dispuesto a conseguir las imágenes que tenía en mente—. Antes hemos hablado de los asesinatos del conductor fugado. Hace solo cuatro días, la joven Michelle Hansen fue masacrada en Stenløse ante un par de niños inocentes como testigos. Antes de eso, Senta Berger fue asesinada en circunstancias parecidas, y ayer mismo murió Bertha Lind, en Amager. ¿Qué tenéis que decir al respecto? En este momento, ¿puede el Departamento Q relacionar este último suceso terrible con los demás? —preguntó.

—Bueno… —intervino Gordon—. Al contrario de los demás casos, aún no sabemos si a Bertha Lind la atropellaron con premeditación. Y para poder establecer una relación entre ese caso y los otros deberían aparecer huellas de frenado con dibujos idénticos de neumático o la misma clase de goma que en los anteriores.

Carl dirigió al larguirucho una mirada reprobadora. Tampoco era cuestión de tomarse aquello demasiado en serio.

—Sí —interrumpió—. En nuestra opinión, haya o no huellas de frenado, da la sensación de que un asesino en serie anda suelto, y ya es hora de que la prensa reciba algo más que la escasa información que hemos podido dar hasta ahora. No obstante, de eso se encargan el Departamento de Prensa y su portavoz Janus Staal, de manera que vais a tener que subir una vez más al segundo piso.

Olaf Borg-Pedersen se puso de puntillas.

—De todas formas, veo con mi siempre activo periscopio que en el tablón, junto a este caso, habéis colocado el denominado caso de la discoteca. ¿Existe en realidad alguna relación entre los dos?

Carl suspiró para sí. Valiente idiota, ¿por qué, si no, iban a estar juntos los casos?

—No podemos descartarlo sin más. La joven que acaba de fallecer de modo tan trágico, Birna Sigurdardottir, recibía un subsidio, al igual que las víctimas de los atropellos, y era más o menos de la misma edad. ¿Existía alguna relación entre ellas? ¿Estaban confabuladas o aliadas? Esa es la cuestión. Tal vez puedan ayudar los espectadores de La comisaría 3. Por cierto, que disfrutéis con las entrevistas con el Departamento de Prensa. Podrías también introducir el tema de la política imperante en la Policía, según la cual la colaboración transversal entre departamentos y casos no se produce de manera automática.

Después de que el equipo de la televisión se marchara, Carl se tomó un merecido café en el despacho mientras se permitía una risa estentórea y liberadora. Qué cantidad de chorradas había soltado. No era exactamente eso lo que se habían imaginado Bjørn y el director de la Policía; algunos lo llamarían sin duda emboscada, pero lo importante era que por fin se había librado de aquellos payasos.

Entonces oyó un tumulto en el pasillo. Apenas un segundo después, Assad y Gordon casi chocaron al presentarse a la vez en el despacho.

Gordon fue el primero, parecía que le faltaba el aire.

—Los peritos han llegado a la conclusión de que en el primer atropello de Michelle se empleó el Peugeot rojo, y de que fue el mismo coche que atropelló y mató a Senta Berger —dijo casi exultante—. Muchísimos indicios, como el pelo y la sangre del parabrisas y parachoques.

Assad estaba junto a él, resollando.

—Todo me da vueltas en la cabeza como en un carrusel, Carl. ¿No podéis…?

—Michelle Hansen participó casi seguro en el robo de la discoteca —continuó Gordon como una apisonadora—. He hablado con uno de los que han interrogado a Patrick Pettersson, el novio de Michelle, y Patrick asegura que no tuvo parte en aquello y se ha mostrado dispuesto a colaborar. Aun así, Pasgård no está satisfecho y lo ha hecho llamar para interrogarlo por tercera vez. En este momento tratan de sonsacarle más detalles e información. Creo que esta vez lo soltarán dentro de poco, y pensaba que tal vez pudiéramos pillarlo y traerlo aquí antes de que desaparezca.

¿Pillarlo?, pensó Carl. Gordon estaba de lo más exaltado; claro que, por otra parte, si podía molestar a Pasgård, ¿por qué no?

—¿Puedo interrumpir un momento? ¿No deberíamos saber antes qué hemos descubierto en el caso Zimmermann? —intervino Assad—. Carl, tú has hecho muchas preguntas y ahora me gustaría responderlas.

Carl asintió en silencio. ¿Así era como rivalizaban los chavales?

Assad miró su bloc de notas.

—Preguntabas cuándo se casó Birgit Zimmermann. Supongo que te refieres a la boda con el padre de Denise Zimmermann.

—Sí. ¿Hubo más hombres aparte de él?

—Sí que los hubo. Birgit se casó con un inmigrante yugoslavo en 1984, con dieciocho años, y se divorció a los tres meses. En 1987 volvió a casarse, esta vez con un excapitán del Ejército de Estados Unidos, que en aquel momento era camarero en la Ruta de la Muerte de Copenhague. Aquel mismo año se quedó embarazada de Denise, a quien bautizaron como Dorrit cuando vino al mundo en 1988. El norteamericano se apellidaba Frank, de nombre completo James Lester Frank, nacido en 1958 en Duluth, Minnesota, ahora ya lo sabemos. No ha pagado impuestos en Dinamarca desde 1995, y supongo que regresó a Estados Unidos. Puedo seguirle la pista, si te parece.

Parecía muy ansioso por seguir en ello.

—Gracias, pero creo que debes pasarle el balón a Marcus. Por lo que sé, está investigando el caso —respondió Carl.

—Y en cuanto a la segunda cuestión, Denise había ido a la escuela en Rødovre, pero entró en la Bolmans Friskole en quinto de primaria, y salió en cuarto de secundaria, en junio de 2004.

—Es decir, unas semanas después de que fuera asesinada Stephanie Gundersen, ¿no es así? —comentó Carl.

Assad asintió.

—Sí. Y la profesora que estaba en la reunión con Stephanie cuando ella y Stephanie discutieron con la madre de Denise unos meses antes sigue trabajando en la escuela, pero no recordaba ni la reunión ni a la madre de Denise. Lo que sí recordaba con claridad era que a la sustituta la mataron en plena época de exámenes y las molestias que eso supuso.

—¿Porque pasó en época de exámenes?

—Pues sí. Tuvo que trabajar de examinadora en el examen final, sustituyendo a la difunta, y no parecía que en aquella época sintiera mucha pena por ella.

—Hace falta ser cínica —dejó caer Gordon.

Assad asintió en silencio.

—Sí, sonaba como una auténtica arpa.

—Se dice arpía, Assad —lo corrigió Carl—. Un arpa es un instrumento musical, y una arpía es una arpía.

Assad miró a Carl como si estuviera mal de la cabeza. No importaba cómo se dijera, importaba el contenido.

—Ha sido difícil hablar con Hacienda y la Oficina de Sucesiones, no han estado nada cooperativos; pero Lis me ha ayudado, es una verdadera ancha, Carl.

¿Ancha?

—Quieres decir que es un hacha, ¿verdad?

El rostro oscuro de su ayudante se tiñó un poco de rojo.

—¿Quieres dejar todo el tiempo de interrumpirme, Carl?

Carl asintió.

—Sí, pero «Quieres dejar todo el tiempo de interrumpirme» no suena bien. Suena mejor decir «Quieres dejar de interrumpirme todo el tiempo».

Fue la gota que desbordó el vaso.

—¡Joder, qué más da!

No hizo caso a los meneos de cabeza de Gordon y Carl, y siguió con lo suyo, cabreadísimo.

—Te lo he aguantado durante muchos años, Carl, pero voy a pedirte que en lo sucesivo te abstengas de corregirme todo el tiempo.

Carl arqueó las cejas. ¿Tanto lo corregía? Quiso protestar, pero no dijo nada cuando advirtió que Gordon daba una palmada en el hombro a Assad. Dos contra uno en un lunes insulso: pasaba de luchar.

Assad inhaló una gran bocanada de aire y hundió la mirada en sus apuntes.

—Lis ha descubierto que Rigmor Zimmermann era una acaud… —Estuvo pensando un momento—. Acaud… alada.

Dirigió una mirada intensa hacia Carl, que tuvo ganas de hacer un gesto afirmativo, pero no se atrevió.

—Aparte de los seis millones que sabíamos que guardaba en el banco, tenía valores por cuatro millones, y además era dueña de tres pisos. Uno en Borgergade, donde vive Birgit Zimmermann, otro en Rødovre, encima de la antigua zapatería que había sido de su marido. Y luego otro en Stenløse.

Carl emitió un silbido.

—Una señora rica, sin duda. Y dices que tenía un piso en Stenløse, qué curioso: Rose también vive allí.

Assad movió la cabeza arriba y abajo.

—Sí, Carl.

Se volvió hacia Gordon.

—Tampoco tú sabes lo que voy a decir, porque acabo de descubrirlo.

Gordon se alzó de hombros. ¿A qué se refería?

—No vais a creerlo, pero la vecina de Rose se llama ni más ni menos que Zimmermann: ¡Rigmor Zimmermann, para ser exactos!

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