Selfies

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Capítulo 42

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Lunes 30 de mayo de 2016

—El piso de Rose es el que más cerca está de la escalera, ¿verdad?

Carl miró a Assad y asintió con un gesto; pero ¿por qué diablos hablaba de ello?

—Carl, ya sabes que aquí soy yo quien compra el azúcar, ¿verdad?

Carl estaba desconcertado, ¿de qué carajo hablaba Assad?

—Sí, Assad, también sé que ha sido un día largo, pero ¿no estás mezclando las cosas?

—Y compro café y el resto de cosas, además. ¿Y por qué crees que lo hago?

—No será porque es parte de tu trabajo, ¿verdad? Pero ¿por qué me cuentas eso? ¿Estás presionándome para que te suba el sueldo? Porque, en ese caso, ya iré yo al súper a comprar café la próxima vez.

—No lo entiendes, Carl. Pero en retrospectiva, a veces surgen algunas cosas que pueden darle a tu arrugado cerebro un buen puntapié.

¿Era verdad que había dicho «en retrospectiva»? Antes siempre decía «en retroperspectiva». Desde luego, estaba aprendiendo mucho danés últimamente.

—Pues tienes razón, ¡no entiendo ni pijo!

—Bueno, pues es bastante lógico. Compro café y cosas de esas porque Rose no lo hace, pese a tenerlo acordado entre los dos. Se le olvida, Carl, es por eso.

—Vete al grano, Assad, que tenemos mucho que hacer. De alguna manera voy a tener que hacer que Rose hable, y responda preguntas sobre Rigmor Zimmermann. Quizá sepa algo sobre los movimientos de su vecina que pueda ayudarnos.

Assad lo miró con apatía.

—Es justo de eso de lo que te estoy hablando, ¿no te das cuenta? A Rose se le olvidan siempre las compras para el Departamento Q, y varias veces le he tomado el pelo diciendo si también se le olvida hacer compras para casa. Y ella me ha hablado de su buena vecina, que siempre le presta azúcar y leche, copos de avena y cosas así, cuando le faltan.

Carl frunció el ceño. Vaya, de modo que ahí quería llegar Assad.

—Y ahora sabemos que, ya que su vecina era Zimmermann, y ya que era su única vecina, porque vivía junto a la escalera, entonces Rigmor Zimmermann era la persona a quien acudía cuando le faltaba algo. Era ella su buena vecina, de la que tanto hablaba, y el asesinato que investigamos es el suyo.

Apoyó la conclusión con movimientos de cabeza.

—Por eso sabemos ahora que Rose la conocía bien, Carl. Incluso muy bien.

Carl se frotó la frente con ambas manos. Aquello era bastante raro. De modo que asió el teléfono y tecleó el número de la planta en la que estaba ingresada Rose.

—¿Desea hablar con Rose Knudsen? —respondió la enfermera de guardia—. Lo siento, ya no está en la planta. Se marchó el…, veamos…

Carl la oyó teclear en segundo término.

—Sí, aquí está. En su historial dice que se fue el veintiséis de mayo.

Carl creyó haber oído mal. El veintiséis de mayo fue cuatro días antes. ¿Por qué no los había llamado?

—¿Le dieron el alta para que se marchara?

—Me temo que no. Al contrario, se la veía muy introvertida y agresiva; pero Rose no había ingresado a la fuerza, de modo que pidió el alta voluntaria, aunque es algo indefendible desde un punto de vista médico. Es probable que volvamos a tener noticias suyas. Suele pasar en estos casos.

Carl colgó intentando dominarse.

—Se marchó del hospital el jueves, Assad. Hace cuatro días, y sin decirnos palabra. Aquí pasa algo.

Assad lo miró, horrorizado.

—Eso fue el día que soltó un grito mientras yo hablaba por teléfono con la enfermera de la planta. ¿Dónde está ahora? ¿Lo has preguntado?

Carl sacudió la cabeza.

—No creo que lo sepan.

Tomó de nuevo el teléfono y tecleó el número de Rose.

Un par de tonos, y luego saltó el contestador automático: «El teléfono al que ha llamado está apagado o fuera de cobertura en este momento», se oyó.

Carl miró a Assad.

—Apagado —gruñó, y se giró hacia la puerta del pasillo—. ¡GORDOOON! —gritó.

Tanto el espectro larguirucho del Departamento Q como las hermanas de Rose, a quienes telefonearon, mostraron su consternación cuando oyeron las últimas noticias sobre Rose. Todo aquello los pillaba por sorpresa.

Tras discutir entre ellas, las hermanas telefonearon a su madre, en España, y esta pudo confirmarles que le habían comunicado que Rose se había marchado del hospital, pero que cuando telefoneó a Rose solo recibió un mensaje de texto como respuesta.

Tras alguna dificultad y minuciosas instrucciones, lograron que la madre les reenviara el mensaje a ellas y a Carl.

Carl se lo leyó a Gordon y Assad:

Querida madre: en este momento estoy en el tren a Malmö y hay poca cobertura, por eso te envío este sms. No te preocupes por mí, estoy bien. Me he marchado del hospital porque una buena amiga sueca de Blekinge me ha ofrecido una estancia en su preciosa casa. Me hará bien. Me pondré en contacto contigo en cuanto vuelva a casa. Rose.

—¿Habéis oído alguna vez que Rose tuviera una amiga en Blekinge? —preguntó Carl.

Nadie lo había oído.

—Entonces, ¿qué pensáis del mensaje?

Assad fue el más rápido con el gatillo.

—Si conocía a alguien en Blekinge, es raro que en el caso del mensaje en la botella no lo mencionara cuando fuiste a Hallabro, que está cerca.

—Pero su amiga pudo haberse mudado allí más tarde —la defendió Gordon.

Carl era de otra opinión.

—¿Creéis de verdad que este es el estilo de Rose? Dice «querida madre», pero sabemos cómo la odia. Recordad lo que llamaba a su madre cuando se marchó de la casa de las hermanas. ¡Puta cerda! Y escribe que envía un mensaje de texto porque hay mala cobertura en el tren de Malmö. ¡Menuda trola! Y menciona la supuesta «preciosa casa» de su amiga. ¡La misma Rose que pasa del orden y de la estética en su propia casa!

—¿Quieres decir que el sms es una maniobra de distracción?

Carl miró por el ojo de buey que era su ventana y echó un vistazo al tiempo. Lucía el sol, el cielo estaba límpido. No había razón para llevarse la chaqueta.

—Venga. Vamos a su casa.

—¿No podéis esperar media hora? —lo interrumpió Gordon. Parecía atormentado—. Es que tenemos visita dentro de poco, ¿lo has olvidado?

—Eh… ¿De quién?

—Ya dije que iba a intentar pillar a Patrick Pettersson cuando saliera del interrogatorio de Bjørn. Y también tengo una cosa para ti.

Carl se dejó caer en la silla mientras Gordon le ponía delante el dibujo de un hombre vestido con un abrigo elegante.

—Es la impresión que sacó el dibujante de la Policía de la persona que aquella mujer de Borgergade vio el día de su cumpleaños. El día que mataron a Rigmor Zimmermann.

Carl miró el dibujo. Desde el punto de vista artístico era un buen dibujo, con líneas claras y ejecutado con pulcritud, pero desde el punto de vista policial parecía, por desgracia, inútil e irreconocible.

—¿Eso era todo lo que recordaba del hombre? Solo es un abrigo con un par de piernas debajo y visto desde atrás. Podría ser cualquier vagabundo de las caricaturas de Storm P. De todas formas, gracias, Gordon, había que intentarlo.

Gordon asintió en silencio. Era difícil no estar de acuerdo.

—Ah, y otra cosa, Carl.

—¿Qué?

—Tiene que ver con el parquímetro del aparcamiento de Griffenfeldsgade. Un compañero genial del Departamento de Homicidios, pongamos que se llama Pasgård, ha tenido la original idea de que la persona que aparcó el primer coche huido tal vez pagara el ticket con monedas, y es posible que así fuera, ya que sería demasiado imprudente emplear una tarjeta de crédito. Y, en consecuencia, han vaciado el dispensador que expidió el resguardo.

—¿Ahora vas a decirme que están buscando huellas dactilares en las monedas?

Gordon asintió, y Carl no pudo reprimir una carcajada.

De modo que el superpolicía Pasgård tal vez esperaba que eso lo llevara hasta el asesino. ¿Una única huella dactilar entre quizá cientos de ellas iba a revelar a simple vista el nombre del conductor huido? Y además en una moneda, con todos sus relieves. Era para partirse de risa.

—Gracias, Gordon. Joder, esa ha sido la noticia del día.

Gordon pareció adulado, y trató de reír como Carl.

Sí, desde luego los del segundo piso tenían problemas con aquel caso. Tal vez pudiera ayudarles con un interrogatorio profesional.

Carl divisó a un muchachote macizo por la rendija de la puerta de la sala de emergencias, donde lo había citado. Enormes antebrazos y unos tatuajes comparados con los cuales los adornos garabateados de la desinhibida fauna televisiva parecían grafitis caseros.

Se llevó a Gordon aparte y le preguntó en voz baja si se le había ido la olla: ¿cómo se le ocurría invitar a un eventual sospechoso y cómplice a la sala donde colgaban de la pared fotos y apuntes del caso? Pero Gordon estaba prevenido.

—He cubierto el tablón con una sábana, Carl. Tranquilo.

—¿Una sábana? ¿De dónde coño has sacado una sábana?

—Es la que usa a veces Assad cuando se queda a dormir aquí.

Carl se giró y dirigió una mirada inquisitiva a Assad para saber si iba a volver a pasar la noche en el despacho, pero, por lo visto, no era un tema que Assad pensara comentar.

Carl saludó con la cabeza a Patrick Pettersson cuando se sentó frente a él. Se le veía pálido, cosa normal después de un par de horas de interrogatorio, pero era un tipo bastante sólido, de mirada calma, tras la que no se ocultaba un cerebro como el de Einstein, claro. Sin embargo, contestó rápido y con franqueza las preguntas introductorias de Carl.

—Seguro que te han preguntado estas cosas docenas de veces, pero vamos a probar otra vez, Patrick.

Hizo una seña a Gordon y puso tres fotos delante de Patrick mientras Assad le ponía al tipo una taza de café delante.

—No es tu mezcla especial, ¿verdad, Assad? —preguntó por si acaso.

—No, no, es Nescafé Gold.

Carl señaló las fotos.

—Las de las fotos son Senta Berger, Bertha Lind y Michelle Hansen. Todas atropelladas durante los últimos ocho días por un conductor que se dio a la fuga. Entiendo que puedes dar cuenta de tus movimientos mientras ocurrían esos asesinatos y que, por tanto, no estás bajo sospecha.

¿Fue agradecimiento lo que vio en los ojos de Patrick mientras se llevaba la taza de café a la boca?

—No sabemos de ninguna relación directa entre las tres mujeres, pero, si no estoy equivocado, Michelle estaba relacionada con otras dos jóvenes, llamémoslas amigas, aunque no te consta que las conociera desde hacía mucho tiempo, ¿no es así?

—Sí.

—¿Michelle sabía guardar un secreto?

—No, no creo. La verdad es que era bastante simple.

—Pero aun así dices que te dejó unos días antes de morir. ¿No fue una sorpresa enorme para ti?

El hombre agachó la cabeza.

—Nos habíamos peleado, porque le dije que acudiera a la Oficina de Servicios Sociales para arreglar sus asuntos.

—¿Qué asuntos?

—Había mentido en cuanto al domicilio, yo no lo sabía. De modo que tenía que acordar un plan para devolver el dinero a plazos a Servivios Sociales y aceptar el trabajo que le habían ofrecido.

—¿Lo hizo?

Patrick se encogió de hombros.

—Me la encontré unos días más tarde en la discoteca en la que trabajo de portero, y me dijo que iba a pagarme lo que me debía, de modo que supuse que ya lo había arreglado.

Contempló con ojos melancólicos la foto de Michelle.

—¿La echas de menos? —preguntó Assad.

El hombre lo miró, sorprendido, tal vez por la suavidad de la pregunta, tal vez porque se lo preguntara Assad, e hizo un gesto afirmativo.

—Yo creía que había algo entre nosotros. Pero entonces aparecieron esas dos putas chicas.

La escasa humedad que se concentraba en sus ojos desapareció. Tomó un sorbo de la taza de café y la dejó suspendida en el aire.

—No sé en qué la metieron, pero no era nada bueno.

—¿En qué te basas para decirlo?

—He visto los vídeos de vigilancia del robo de la discoteca, me los han enseñado los de Homicidios. Apenas se ve a las chicas, porque se cubren con un pañuelo, pero creo que las reconozco. Y también me han enseñado el selfie que han encontrado.

—No entiendo. ¿Qué selfie?

—Uno que se sacó Michelle con las dos chicas. Las reconocí como las mismas que vi en el hospital donde ingresaron a Michelle. Además, los policías con los que he hablado me han dicho que han identificado el lugar donde está sacada la foto: es el canal, a la altura de Gammel Strand. La hicieron el once de mayo, es decir, antes de que me dejara. Y no me había contado nada de ese día, así que está claro que no quería que me enterase.

—¿Dices que viste a las dos chicas en el hospital?

—Sí, después del primer atropello de Michelle. Fue en la sala de espera, el día que le dieron el alta.

Carl frunció el ceño.

—De modo que, ¿Michelle conocía a las dos chicas que cometieron el robo y tal vez dispararon a Birna Sigurdardottir?

—Sí.

—Entonces voy a permitirme suponer que Michelle era su cómplice, y que había ido a la discoteca para distraerte. ¿Qué te parece?

Patrick dejó caer la cabeza un momento. De repente comprendió la realidad, su rostro expresó vergüenza y rabia, y apretó los puños. Con un movimiento sorprendente, se alejó de la mesa de un empujón y arrojó con todas sus fuerzas la taza de café contra la pared opuesta, donde colgaba la sábana, mientras soltaba a gritos sus frustraciones.

Carl habría reaccionado de todos modos, pero cuando la sábana, marrón de café, se soltó de los tornillos y dejó al descubierto las actuales investigaciones del Departamento Q, el tipo se puso en pie y pidió disculpas.

—Pagaré por la taza y por eso —dijo cohibido, y señaló la sábana del suelo—. Es que estoy muy triste. Perdón por la mancha de las fotos, no…

Se quedó paralizado y arrugó la frente, como si lo que veía le estuviera jugando una mala pasada.

—Creo que no… —empezó a decir Gordon cuando Patrick rodeó la mesa y se acercó a las fotos colgadas.

—¡Ahí está otra vez! —exclamó, y señaló con el dedo la ampliación de la foto de clase de la Bolmans Friskole—. Joder, es la misma chica que la del selfie de Michelle, la misma que vi en el hospital. Y seguro que es una de las dos mujeres de los vídeos de vigilancia de la discoteca, pondría la mano en el fuego, aunque ahora es mayor.

Los tres se quedaron mirándolo como si acabara de descender de un platillo volante.

Después Carl pidió a Patrick que esperase en el cuarto de Gordon, mientras él trataba de analizar la información reciente; luego tal vez tuviera algunas preguntas para él.

Assad, Gordon y Carl se quedaron un buen rato mirándose hasta que Assad tomó al fin la palabra.

—No lo entiendo, Carl. Es como si de pronto todos los casos estuvieran relacionados. Michelle, la del caso del conductor huido, conoce a Denise y a su otra amiga del caso de la discoteca, y Denise conoce a Stephanie Gundersen y, por supuesto, a su abuela, Rigmor Zimmermann, ¡a quien también conoce Rose porque es su vecina de al lado!

Carl oyó lo que Assad decía, pero sin hacer comentarios. Los tres estaban asombrados. En su vida como policía nunca había visto una cosa así, era algo extraño e inusual.

—Vamos a tener que pedir a Bjørn que baje, Carl. Me temo que te espera una buena bronca —indicó Gordon.

Carl vio el panorama. Cuestiones disciplinarias, actos de venganza y rabia profunda, todo mezclado con la indignación de los compañeros y el sentimiento de abandono. Pero si no se hubieran ocupado de aquellos casos ni los hubieran colgado del tablón de aglomerado, entonces ¿qué?

Hizo una seña a los otros dos, tomó el teléfono y le pidió a Lis que enviase enseguida a Lars Bjørn al sótano. Ellos se quedaron esperando y trataron cada cual de descubrir cómo diablos podían tener un común denominador aquellos casos tan diferentes.

La entrada de Bjørn en la estancia justificó su apellido en todos los sentidos[1]. Después de mirar un segundo el tablón, sacó las garras de oso; ocupaba mucho espacio en aquel cuartito tan espartano.

Carl indicó por señas a Gordon que fuera en busca de Patrick, y, cuando Bjørn vio al portero de la discoteca en el vano de la puerta, su rostro enrojeció a más no poder. Llevaba encima un cabreo de mil pares.

—¿Qué puñetas hace mi testigo aquí, y qué cojones hacen en el Departamento Q el caso del conductor fugado, el caso de la discoteca y el caso Zimmermann? De modo que era de esto de lo que hablaba el payaso de Olaf Borg-Pedersen; no daba crédito a lo que oía.

Se volvió hacia Carl y lo apuntó con la afiladísima uña del dedo índice a diez centímetros de su frente.

—Esta vez te has pasado de la raya, Carl Mørck, ¿no lo entiendes?

Carl aprovechó la ocasión y detuvo su verborrea tapándole la boca con la mano. Después se giró con calma hacia Patrick.

—¿Tendrías la amabilidad de contar al inspector Lars Bjørn lo que nos has dicho antes?

Bjørn sacudió los brazos.

—No, no debemos implicarlo en esto, Carl. ¡Sacadlo de aquí!

Pero Patrick se acercó al tablón y señaló a la chica de la foto de la clase.

—Esta es Denise —dijo.

Bjørn se frotó los ojos y enfocó la mirada.

—Es verdad, Lars. Esa chica es Denise Frank Zimmermann, y detrás de ella está Stephanie Gundersen, que fue asesinada en 2004. De uno u otro modo, todos los casos del tablón están relacionados.

Necesitaron diez minutos cada uno para informar a su jefe de las relaciones, y cuando terminaron Bjørn estaba petrificado cual estatua de sal ante Sodoma y Gomorra. Era un hombre obstinado, pero tenía intacta su alma de policía. En aquel momento le pasaba como a ellos. No le entraba en la cabeza, y al mismo tiempo se sentía aliviado.

—Siéntate y tómate un café, Lars, y hablemos sobre cómo avanzar —propuso Carl. Hizo una seña a Assad, que salió en busca de provisiones.

—¡Los casos están relacionados entre sí! —dijo Bjørn. Su mirada vagó de un caso a otro—. ¿Qué pasa con Rose? ¿Qué hace ahí?

—En este momento, Rose está de baja, y ahora resulta que Rigmor Zimmermann era su vecina. Luego vamos a casa de Rose a preguntarle por su relación con ella.

—¿Rose está metida en esto, Carl?

Carl frunció el ceño.

—No, no hay nada que lo indique. Es una coincidencia que vivieran puerta con puerta, de modo que ¿por qué no aprovechar las declaraciones de una magnífica agente sobre la víctima?

—¿Habéis hablado con ella sobre eso?

—Eh… No. En su móvil salta el contestador automático; creo que se le ha agotado la batería.

Bjørn sacudió la cabeza. Aquello era demasiado para él.

—¿Sabe Marcus algo de esto?

—No, esto último, no.

Patrick Pettersson le dio un toque en el hombro a Carl. Lo habían olvidado por completo.

—¿Puedo marcharme ya? Llevo todo el día aquí. El patrón va a empezar a hacerme preguntas mañana por la mañana si no arreglo los coches que me ha adjudicado.

—Pero no te vas de Copenhague, ¿verdad? —preguntó Bjørn.

Patrick sacudió la cabeza.

—Primero me decís que no puedo salir de Dinamarca. Ahora, que no puedo salir de Copenhague. ¿Qué va a ser lo siguiente, que no pueda salir de mi propia casa?

Bjørn sonrió con ironía y lo despachó. Cuando Patrick se fue, rebuscó en el bolsillo y sacó el móvil.

—¡Lis! —llamó—. Reúne a la gente que no esté en la calle y mándamelos aquí abajo. ¡Sí, ahora, te digo! Sí, sí, ya sé que es muy tarde. Sí, a donde Carl.

Luego se giró hacia Carl.

—Dos preguntas. ¿Tenéis alguna idea de quién puede ser el conductor asesino?

Carl sacudió la cabeza.

—Es una lástima. Pero ¿sabéis al menos dónde se encuentra esta mujer, esa tal Denise Zimmermann?

—No, tampoco. Me temo que no la hemos buscado lo suficiente. Pero, por lo que decía su madre, no está en su casa. Tal vez esté con un novio en Slagelse, eso dijo.

Bjørn dio un profundo suspiro.

—No sé cómo cojones arreglar lo vuestro, pero voy al baño, y lo pensaré mientras tanto.

Carl se rascó la barba crecida e hizo un gesto a Assad cuando este entró con el café para el inspector jefe.

—Vamos a tener que esperar una hora antes de ir a casa de Rose. Primero tenemos que dar la información a esos imbéciles del segundo piso.

—Bien. Y luego, ¿qué, Carl? ¿Está Bjørn cargando las pilas para la gran bronca?

—A saber qué cosa repulsiva se le ocurre.

Assad rio e hizo que Gordon riera también. ¿Cómo lo conseguiría?

—Sí, tal vez sea repulsivo, pero es justo.

—¿Y eso…?

—Sí, porque es igual de repulsivo con todos.

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