Selfies

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Capítulo 50

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Lunes 30 de mayo de 2016

Cuando Anneli dobló la esquina de Webersgade, tuvo una sorpresa desagradable, porque no había ningún sitio libre para aparcar delante de las viviendas. ¿Qué diablos daban por la tele para que todos hubieran decidido quedarse en casa a la misma hora? Aquello no era solo un error de cálculo: era casi fatal.

No puedo aparcar en segunda fila, arrastrar a Denise por la acera y el carril bici y después entre dos coches aparcados; es demasiado arriesgado, pensó, mientras el coche avanzaba en punto muerto hasta el final de la calle.

Por eso, se arriesgó y se metió con el coche en el carril bici, antes de que empezaran los aparcamientos, y desde allí observó el trayecto hasta su casa.

Menos mal que el coche no es ancho, pensó, y siguió adelante con una rueda en el carril bici y la otra en la acera. Era una maniobra arriesgada, pero si lograba llegar hasta el final, podría aparcar a un metro de su portal.

Por favor, vecinos, no os enfadéis, pensó mientras rodaba en silencio. Si seguían en sus casas, lo único que podía temer era que pasara un coche patrulla. Sonrió irónica un momento al pensarlo. ¿Coches patrulla en Copenhague? En aquellos tiempos de recortes permanentes, no debían de quedar muchos.

Aparcó tal como había pensado, muy cerca del portal, y entró. Por raro que parezca, tuvo que hacer un esfuerzo antes de entrar en la sala del maquinista naval, donde el cadáver de Denise yacía cruzado junto a la estantería a la derecha de la puerta.

Habían pasado varias horas desde que la mató, y una simple mirada bastó para aumentar su inquietud.

El rigor mortis estaba avanzado.

Con cierto desagrado, apartó el cadáver de la estantería para comprobarlo. La cabeza de Denise estaba ladeada, y el cuello había girado hacia atrás y se había quedado fijo de una manera que no podía llamarse normal. Anneli asió la cabeza con la punta de los dedos e intentó ponerla en su sitio, pero, a pesar de los repulsivos crujidos de la columna y los músculos agarrotados, no lo consiguió. Aspiró hondo y agarró el cadáver por las axilas, y comprobó, sorprendida, que también los hombros estaban rígidos. Con cierta dificultad, apretó primero el silenciador y después el revólver contra la mano de Denise, y presionó con cuidado el índice del cadáver contra el gatillo. Ya estaban las huellas dactilares.

Debo deshacerme de ella antes de que el cuerpo se quede rígido; de lo contrario, no voy a poder meterla ni sacarla del coche, pensó.

Para su asombro, le pareció triste ver a una chica tan ágil y vivaz tendida en una postura tan desmañada.

A Denise no le habría gustado nada el espectáculo, fue la absurda idea que se le ocurrió. Aunque eran ya las diez y media de la noche, había casi tanta luz como en pleno día, pero así eran las estaciones por aquellas latitudes.

¿Significaba eso que iba a tener que esperar a que anocheciera? Para entonces sería casi medianoche y el cuerpo estaría tieso del todo.

No, no podía esperar.

Sacó el cadáver a rastras de la caótica sala del maquinista naval y lo empujó por la pared hasta la puerta de entrada, para poder remolcarlo rápido hasta el coche.

A aquella hora, por Webersgade seguía habiendo tráfico, pero, siempre que no aparecieran los maderos, saldría bien. Bastaba con que vigilara a ciclistas y peatones. Luego, en cuanto se interrumpiera un poco el tráfico, arrastraría el cadáver hasta el Ford Ka y lo sentaría a empujones.

Dejó entreabierta la puerta de la calle, y vio por la abertura que la gente seguía circulando con sus bicis. ¿Por qué carajo tenían que andar en bici a aquellas horas? ¿La gente no sabía quedarse en casa?

Se oyeron unas risas alegres procedentes de la esquina, y un par de amigas enfilaron hacia la casa de Anneli. Una arrastraba una bici, mientras la otra caminaba a su lado; iban charlando, no parecían tener prisa.

Putas crías, pensó. Las dos niñatas parlanchinas se dirigían directas hacia su coche.

Mirad por dónde andáis, pensó. ¿Es que no podían cruzar por el otro lado?

Cerró más la puerta cuando la chica que caminaba golpeó con la rodilla la puerta del maletero del Ford Ka.

—Mierda, ¿quién es el idiota que ha aparcado en la acera? —gritó, y luego aporreó el techo del coche varias veces mientras daba la vuelta alrededor.

Anneli mantuvo la calma con los labios apretados y observó la línea de abolladuras del techo.

¡Maldita cría! Debería saber lo que solía hacer con gente como ella.

Mientras tanto, las chicas juraban como condenadas y miraron varias veces alrededor haciendo una peineta. Hasta que no estuvieron lejos, Anneli no se atrevió a agarrar a Denise por las axilas y arrastrarla hasta la puerta del coche.

Cuando quiso empujar el cadáver dentro, el torso estaba ya en una postura rígida, de modo que tuvo que desplazar completamente hacia atrás el asiento del copiloto y empujar el cadáver con todas sus fuerzas, para que el brazo izquierdo pudiera entrar por el hueco de la puerta.

Por eso, el cadáver caía casi sobre la palanca de cambio cuando Anneli cerró la puerta del copiloto y se sentó en el asiento del conductor.

Era evidente que aquella postura torcida en la que estaba el cadáver haría reaccionar a cualquiera que pasara al lado.

Por eso, por si alguien veía aquello, debía darse prisa.

Apretó el brazo tieso y empujó el cuerpo a la vez hasta dejarlo en una postura más o menos erguida.

Observó el resultado sin perder detalle. Aparte de las piernas enredadas, los ojos abiertos y el ángulo algo forzado del cuello y la cabeza de Denise, en realidad parecía bastante normal.

Anneli saltó del coche y abrió la puerta del copiloto para ponerle el cinturón de seguridad al cadáver, pero también aquello fue problemático.

Cuando lo acopló, advirtió a un joven que observaba la escena desde la acera opuesta.

Permanecieron un rato como estatuas de sal, mirándose.

¿Qué hago?, pensó Anneli. ¡Me ha visto manipular el cadáver!

Hizo un gesto afirmativo para sí, tomó una decisión, volvió a su puerta y le dirigió una amplia sonrisa.

—¿Está bien? —gritó el chico.

Anneli asintió con la cabeza.

—Pero de un lavado de estómago no la libra nadie. —Anneli rio, a la vez que su pulso galopaba desbocado.

El chico devolvió la sonrisa.

—¡Por suerte, el Hospital Central está a la vuelta de la esquina! —gritó, y continuó caminando.

Anneli se llevó la mano a la cara y se secó el sudor de las mejillas. Luego se acomodó en el asiento y miró hacia la hilera de casas. Si quería salir de la acera y el carril bici a la calzada, tendría que rodar unos cien metros a escasa distancia de las casas.

Si alguien abre la puerta de repente, va a darse de bruces con el coche, pensó, consciente de los daños que podía causar.

Avanzó en primera a lo largo de las fachadas, y vio por primera vez una señal de prohibido aparcar colocada entre la acera y el carril bici, justo donde terminaban los aparcamientos. Si podía meter el coche por la abertura, estaría de vuelta en la carretera.

Había llegado a un parquímetro, a veinticinco metros de la abertura, cuando un coche de policía le tocó el claxon.

Anneli detuvo el coche frente a una casa de puertas azul cielo y bajó la ventanilla. Trató con todas sus fuerzas de mantener la calma entre los destellos azules del techo del coche patrulla.

—Sí, ya lo sé, ¡perdone! —gritó—. Es que tengo que llevar a mi suegra a la casa de al lado. Le cuesta caminar.

El policía del asiento del copiloto iba a salir del coche, pero su compañero lo retuvo por el hombro. Cruzaron unas palabras, y el policía hizo un gesto con la cabeza.

—No vuelva a hacerlo, señora, termine pronto y márchese antes de que venga algún compañero.

Anneli observó el coche patrulla hasta que desapareció, y luego empujó un poco el cadáver con el codo, para asegurarse de que llevaba bien puesto el cinturón de seguridad. Después soltó el pie del embrague.

Cuando por fin llegó a Lyngbyvej, respiró aliviada. Ahora solo se trataba de ir por Bernstorffsvej hasta llegar al parque, que era el objetivo. A aquella hora, seguro que los paseantes de perros se habían retirado y las zonas de aparcamiento del parque estarían casi desiertas. Por supuesto que Denise no era ningún peso pluma para llevar a rastras, pero si ahora daba la vuelta en la rotonda de Femvejen, el morro del coche apuntaría en la dirección correcta y la puerta del copiloto se abriría hacia el parque. Entonces no quedaba más que acarrear el cadáver por encima del carril bici y la acera y dejarlo en un sendero.

Después haría la operación en dos etapas. Primero, arrastraría el cadáver de arbusto en arbusto, deteniéndose para recuperar el aliento y comprobar que tenía vía libre. Y en cuanto se alejara lo suficiente de la carretera, lo dejaría junto con el revólver en el matorral más tupido que encontrara. Por supuesto que algún perro lo olfatearía por la mañana temprano y lo encontrarían, pero así debía ser. Ni una pareja de apasionados amantes ni un corredor ni nadie debía encontrarlo hasta que ella hubiera vuelto a la ciudad, lavado el coche, arrojado sus zapatos a un contenedor y estuviera arrebujada bajo el edredón.

Un par de semáforos más y estaría allí. Rio al pensar en lo bien que le estaba saliendo todo.

—Ahora la tía Anneli va a llevarte de paseo al parque, Denise, ¿no estás contenta? —preguntó, mientras le daba una buena palmada en el hombro; pero no debió hacerlo, porque, en contra de todas las leyes de la gravedad, el cadáver giró con pesadez hacia ella y la cabeza de Denise se apoyó contra su pecho, con aquella mirada fija y atontada.

Trató de empujar el cuerpo a su posición original con una mano, pero el cadáver parecía clavado en aquella postura.

Cuando quiso hacer un último intento y una vez más dio un fuerte codazo al hombro del cadáver, se dio cuenta de que el cinturón de seguridad estaba mal ajustado.

Se giró un poco a un lado para poder aflojar la correa del cinturón y colocar bien el cadáver. Cuando por fin lo consiguió, atravesaba el cruce de Kildegårdsvej a setenta por hora y con el semáforo en rojo.

Oyó demasiado tarde el chirrido de frenos del otro coche y vio la sombra oscura que se fundió con el lateral del capó del Ford Ka con un estruendo metálico sobrenatural. Saltaron cristales rotos en todas direcciones y se propagó el olor de la catástrofe definitiva, mientras las carrocerías empotradas giraban como una pareja de baile. Por un instante, Anneli perdió el sentido cuando el airbag golpeó su cuerpo y el cinturón de seguridad le apretó las costillas y le vació los pulmones. Oyó el siseo y el crepitar del coche que la había embestido, y entonces fue consciente de la magnitud de los problemas a los que se enfrentaba.

Miró a su lado por instinto, y se dio cuenta, para su espanto, de que el airbag del copiloto estaba pinchado, y de que el cadáver de Denise ya no estaba en su sitio, junto a ella.

Presa del pánico, se liberó del airbag, soltó el cinturón y percibió un tufo de gasolina, goma quemada y aceite.

Salió a la acera, porque ambos coches habían girado ciento ochenta grados y estaban casi pegados a una fachada.

Anneli miró alrededor, confusa.

Estoy en Bernstorffsvej, recordó. En aquel momento la calle estaba desierta, pero en los pisos superiores había actividad y se abrieron varias ventanas.

Se oyeron voces inquietas desde lo alto mientras Anneli, por reflejo, se pegaba a la fachada y pasaba junto al destrozado Golf negro que la había embestido. El conductor, un hombre joven, seguía con el cinturón abrochado tras el airbag blanco. Tenía los ojos cerrados, pero gracias a Dios se movía.

Anneli no podía hacer nada. Tenía que largarse.

Cuando dobló la esquina de Hellerupvej con la bolsa de lona al hombro y miró atrás, pudo distinguir los contornos del cadáver de Denise que, como un perro atropellado, yacía sobre el capó del coche negro.

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