S.E.C.R.E.T.

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El verano cubría la ciudad como una gruesa manta de lana. Y puesto que el aire acondicionado del café nunca funcionaba del todo, el único remedio contra el calor era una breve visita a la cámara frigorífica. Tracina, Dell y yo nos protegíamos mutuamente cuando lo hacíamos, para que Will no notara nuestro despilfarro de aire frío.

—Hazlo todo más despacio —me aconsejó Will un día—. Es lo que hacía antes la gente en Nueva Orleans.

—Eso no será ningún problema para Dell —intervino Tracina en tono cáustico, mientras descargaba a mi lado una bandeja de platos sucios.

Me habría gustado culpar al calor de su malhumor, pero no había una auténtica relación entre una cosa y otra. En la radio empezó a sonar una canción de mi nuevo ídolo del hip-hop y subí el volumen, lo que desconcertó a Tracina.

—¿Qué hace una chica blanca escuchando la música de ese maravilloso hombre negro? —preguntó, mientras bajaba otra vez el volumen.

—Soy admiradora suya.

—¿Admiradora? ¿Tú?

—De hecho, me atrevería a decir que conozco bastante bien todas sus cosas —respondí, sin esforzarme demasiado en disimular una sonrisa.

Tracina meneó la cabeza y se marchó. Subí alegremente el volumen de la radio y seguí fregando las tablas de picar. Aunque no podía imaginarme a mí misma entre el mar de admiradoras que Shawn tenía a sus pies, el recuerdo de la fantasía compartida con él aún me hacía estremecer. De vez en cuando me venían a la memoria destellos de mi piel contra la suya o de su cara crispada por el éxtasis, y entonces un escalofrío de excitación me recorría la columna vertebral. Una cosa era fantasear con esa sensación, y otra, muy distinta, haberla vivido y poder recordarla. Por eso S.E.C.R.E.T. era tan maravilloso. Las fantasías estaban creando en mí recuerdos sensoriales que podría conservar el resto de mi vida, para tenerlos a mano cada vez que necesitara un empujoncito. Yo no era una espectadora. Era una participante.

Pero a pesar de todos los momentos fantásticos que había vivido, había empezado a fantasear sobre un tipo de sexo que hasta ese momento no había tenido. Quería… Lo que yo quería era tenerlo todo dentro de mí. Ya está. Cada vez me resultaba más fácil confesarme a mí misma lo que deseaba.

Lo más difícil iba a ser confesárselo en voz alta a Matilda, con quien estaba citada horas más tarde, ese mismo día, en un bar de Magazine Street llamado Tracey’s. El lugar se había convertido en nuestro punto habitual de encuentro, y no sólo porque estaba a unas pocas calles de distancia de la Mansión, sino porque su ruidoso ambiente de bar de deportes nos permitía hablar sin que nadie nos oyera.

Me dije que no dejaría pasar ese día sin preguntarle por qué ninguno de los hombres de las fantasías había querido hacer el amor conmigo. Lógicamente, mi cerebro lo había interpretado como un rechazo, por los temores residuales que me habían quedado de la época con Scott, que tenía una habilidad especial para hacerme sentir como un trapo. Y, como yo estaba descubriendo la extraña reciprocidad que regía en las fantasías, empecé a preocuparme, pensando que quizá no colmaba las expectativas de los hombres con los que me encontraba y, en pocas palabras, que no era una mujer deseable.

—¡Tonterías, Cassie! ¡Eres tremendamente deseable! —dijo Matilda, quizá en voz demasiado alta, durante una brusca interrupción de la música. Después, en un susurro, añadió—: ¿Quieres decir que no estás contenta con tus fantasías?

—¡No, nada de eso! Hasta ahora no tengo absolutamente ninguna queja —contesté—. De hecho, todas me han parecido increíbles. Pero ¿por qué hasta ahora nadie ha querido… ya sabes?

—Cassie, hay una razón para que ninguna de tus fantasías haya incluido hasta ahora una relación sexual completa —dijo—. Para algunas mujeres, el sexo se transforma demasiado fácilmente en amor. Dejan que sus emociones se confundan con el éxtasis y olvidan que el placer físico y el amor pueden ser dos cosas distintas. No te estamos ayudando a enamorarte de un hombre. Es evidente que para eso no necesitas ninguna ayuda. Pero antes queremos que te enamores de ti misma. Cuando lo hayas hecho estarás en mejores condiciones para elegir pareja, la pareja adecuada, la auténtica.

—¿Me estás diciendo que no me permites hacer el amor en mis fantasías porque temes que me enamore?

—No. Lo que quiero decir es que necesitas esperar hasta que hayas comprendido que tu cuerpo puede jugarle malas pasadas a tu mente. El sexo produce en el cuerpo sustancias químicas que se pueden confundir con el amor. El desconocimiento de esa verdad produce muchos equívocos y un montón de sufrimiento inútil.

—Ya veo —dije, mirando a mi alrededor.

El bar estaba lleno de gente, en su mayoría hombres que bebían cerveza en compañía de otros hombres. Gordos, flacos, jóvenes o viejos. Yo solía preguntarme cómo lo harían, cómo conseguirían algunos hombres desconectar después del sexo y saltar directamente a otra cosa. Supongo que no era culpa suya, sino de la química. Aun así, Matilda tenía razón. Yo creaba lazos con demasiada facilidad. Me casé con el primer hombre que me llevó a la cama porque todo mi cuerpo me decía que era lo correcto, que era lo único que podía hacer, aunque mi mente sabía que era un completo error. Incluso había estado a punto de bajarme del tren de S.E.C.R.E.T. en la parada de Jesse sólo porque él me había hablado, me había hecho reír y me habían gustado sus besos.

—Cassie, por favor, no te preocupes tanto. Créeme cuando te digo que esto es solamente sexo. Placer y sexo. El amor, querida, es otra historia.

La tarjeta de mi siguiente fantasía llegó seis insoportables semanas más tarde, justo cuando una alerta de tormenta tropical reemplazó a la ola de calor, como para demostrar que el tiempo era el fiel reflejo de mi frustración. Tuvieron que recordarme que las fantasías se irían sucediendo en el transcurso de un año. El Comité me había dicho que intentaban espaciarlas de manera regular, pero incluso Matilda reconoció durante una breve llamada telefónica que un paréntesis de seis semanas entre una y otra era poco habitual.

—Paciencia, Cassie. Hay cosas que requieren su tiempo.

Unos días después, por la noche, un mensajero llamó al timbre del portal. Prácticamente corrí escaleras abajo para firmar el recibo. Estaba tan entusiasmada que estuve a punto de plantarle un beso en los labios.

—Vi que estabas despierta —dijo, señalando las ventanas abuhardilladas del tercer piso del hotel de las solteronas.

Era un chico joven, de unos veinticinco años, con un cuerpo que sólo los ciclistas más tenaces pueden conseguir en una ciudad completamente plana como Nueva Orleans. Era tan mono que se me pasó por la cabeza invitarlo a subir.

—Gracias —dije, arrancándole el sobre de las manos nervudas.

El viento me desarregló el pelo alrededor de la cara e hizo que mi falda aleteara en torno a los muslos.

—Ah, también te traigo esto —dijo él, mientras me tendía un sobre acolchado del tamaño de una almohada pequeña—. Se aproxima una tormenta. Ponte ropa de abrigo —añadió, echando una mirada descarada a mis piernas, antes de despedirse con la mano.

Subí los peldaños de dos en dos, desgarrando el sobre mientras corría. Leí: «Paso cinco: audacia», y sentí que un escalofrío me recorría la espalda. La tarjeta también decía que una limusina vendría a recogerme a primera hora de la mañana y que en el sobre acolchado encontraría «la indumentaria adecuada».

Esa noche, mientras el viento sacudía los cristales de mis ventanas, me alegré de que Scott y yo nos hubiéramos mudado a Nueva Orleans un año después de que el huracán Katrina y sus hermanas Wilma y Rita devastaron la ciudad. Desde entonces, a excepción de la tormenta tropical Isaac y de un par de episodios similares, no había vuelto a producirse ninguna catástrofe. Y yo, que era de Michigan y no sabía nada de huracanes, me alegraba. Estaba preparada para el viento y la lluvia, pero no para las peligrosas tormentas que de vez en cuando se abatían sobre la ciudad.

Abrí el sobre acolchado y dispersé su contenido sobre mi cama. Era la ropa que debía ponerme al día siguiente: unos pantalones piratas blancos y ceñidos, una túnica de seda de color azul claro, un pañuelo blanco, unas enormes gafas de sol negras al estilo de Jackie Onassis y unas alpargatas con plataformas. Todo, por supuesto, combinaba a la perfección.

A la mañana siguiente, hice esperar un poco a la limusina mientras trataba de anudarme el pañuelo al cuello de mil maneras diferentes, hasta que por fin decidí ponérmelo en la cabeza, como una bandana. Un vistazo al espejo hizo que pensara que tenía cierto aire aristocrático. Incluso Dixie, que se desperezaba junto a mis pies, pareció darme su aprobación. Pero nunca olvidaré la expresión de Anna, nacida y criada en el Bayou, cuando me vio recoger del paragüero del vestíbulo un paraguas negro plegable.

—Si se desata la tormenta, ese paraguas te servirá tanto como la sombrillita de un cóctel —masculló.

Me dije que quizá debía responderle algo, e inventarme tal vez que me había echado un novio rico, para que su curiosidad por la limusina no fermentara en algo más grande y menos benigno. Pero decidí que ese día no. No tenía tiempo.

—Buenos días, Cassie —dijo el conductor, mientras me sostenía la puerta.

—Buenos días —respondí, intentando no parecer demasiado habituada a que una enorme limusina negra viniera a recogerme en pleno barrio de Marigny.

—Eso no te hará falta en el sitio adonde te llevo —dijo el chófer, señalando con un movimiento de cabeza mi diminuto paraguas—. Vas a dejar atrás este tiempo gris.

«¡Qué emocionante!», pensé. Había poco tráfico esa mañana, y el poco que había se alejaba del lago al que nosotros nos dirigíamos. Cerca de Pontchartrain Beach, nos mantuvimos a la derecha, dejamos atrás South Shore Harbor y después seguimos la línea de la costa y el mar embravecido, que de vez en cuando se dejaba ver en los huecos entre las casas. El oleaje era impresionante, aunque no había caído ni una gota de lluvia. En Paris Road, el chófer tomó el desvío de la izquierda y continuó por un camino de grava que dejaba la laguna a nuestra derecha. Cinco minutos después, giramos a la derecha y entramos en otro camino de grava. Yo me agarraba a la piel del asiento, sintiendo que el miedo empezaba a atenazarme el estómago. Finalmente llegamos a un claro del bosque, donde las aspas de un helicóptero ya estaban describiendo círculos lentos e inexorables, preparándose para acelerar.

—Hum… ¿Eso de ahí es un helicóptero?

Una pregunta estúpida. Tendría que haber dicho: «¿Esperas que me monte en eso?». Pero la pregunta se me quedó atascada en la garganta.

—Vas a hacer un viaje muy especial.

«¿Ah, sí?». Era evidente que no me conocía. La sola idea de que yo montara en un helicóptero era absurda, por muchas promesas que me esperaran al final del viaje. La limusina se detuvo a unos seis metros de la plataforma de despegue. No me gustaba el cariz que estaba tomando la situación. El chófer salió y me abrió la puerta. Yo me quedé congelada en el asiento, con la palabra «no» brotando de cada poro de mi ser.

—¡No hay nada que temer, Cassie! —gritó él, por encima de los aullidos del viento y del ruido todavía más estruendoso de las hélices—. ¡Sigue a ese hombre! ¡Te cuidará muy bien! ¡Te lo prometo!

Fue entonces cuando reparé en el piloto, que venía corriendo hacia la limusina con la gorra en la mano. Cuando estuvo un poco más cerca, se echó hacia atrás el pelo rubio y blanqueado por el sol y se puso la gorra. Por cómo se la puso, pensé que no la usaba muy a menudo. Me saludó con una torpeza que me pareció adorable.

—Cassie, soy el capitán Archer. Me han encargado que te lleve a tu destino. ¡Ven conmigo! —Debió de notar que yo no lo veía del todo claro—. Lo pasarás bien.

¿Qué opciones tenía? Unas cuantas, supongo. Una de ellas era quedarme soldada al asiento y pedirle al conductor que me llevara de vuelta a casa. Pero, en lugar de eso, salí de la limusina antes de que mi cerebro me convenciera de lo contrario. El capitán Archer me agarró de la muñeca con su manaza bronceada y corrimos hacia el helicóptero, agachándonos cuando pasamos bajo las hélices.

Una vez en el helicóptero, la misma mano me pasó por encima de las piernas y me rozó los muslos para ajustarme el cinturón de seguridad en el asiento trasero. «Todo irá bien, todo irá bien, todo irá bien —me repetía yo—. No hay nada que temer». Sentí en la mejilla el golpe de unos cuantos mechones sueltos y me alegré de haberme puesto el pañuelo en la cabeza. Mientras él me ajustaba con cuidado unos cascos enormes en los oídos, percibí olor a chicle de menta en su aliento. Entonces me miró. Sus ojos eran profundamente grises e intensos.

—¿Me oyes? —preguntó, con una voz que resonó directamente en mis oídos a través del micrófono. ¿Tenía acento australiano?

Asentí.

—Estás conmigo, Cassie, no te preocupes. Estás en buenas manos. Relájate y disfruta del viaje.

Me resultaba un poco irritante que todos los participantes en las actividades de S.E.C.R.E.T. supieran mi nombre. «Así es mi vida ahora —pensé, sintiendo que la experiencia se me empezaba a subir a la cabeza—. Viene a buscarme una limusina y me parece completamente normal. Me trae hasta un lugar donde me está esperando un helicóptero, y un piloto superatractivo me conduce a un lugar desconocido».

Despegamos de inmediato y, en cuanto ascendimos por encima de las lóbregas nubes de tormenta, el día cambió por completo y nos vimos transportados a un paraíso tropical. Mientras dejábamos abajo el mal tiempo y nos dirigíamos hacia el soleado horizonte, el capitán Archer se fijó en que yo observaba las nubes.

—Se está preparando una tormenta impresionante. Pero no nos afectará en el sitio al que vamos.

—¿Y adónde vamos?

—Ya lo verás —respondió, con una gran sonrisa, mientras se quedaba un rato mirándome.

Aún sentía mariposas en el estómago, pero se estaban volviendo más manejables y el miedo empezaba a parecerme tolerable. Que yo me montara por voluntad propia en un helicóptero mientras se estaba preparando una tormenta y saliera volando hacia quién sabe dónde, para hacer quién sabe qué, me habría parecido inimaginable apenas cinco meses antes. Pero en ese momento, más allá del lógico miedo que sentía, reconocí una inconfundible sensación de euforia.

Cuando nos estabilizamos por encima de las nubes, el helicóptero puso rumbo hacia el azul intenso del golfo. Contemplaba alternativamente el mar que se extendía debajo de nosotros y las fuertes manos del piloto, que pulsaban diferentes botones e interruptores con eficiencia y soltura. Sus bronceados antebrazos estaban cubiertos por un finísimo vello rubio. ¿Sería él? ¿Formaría ese hombre parte de mi fantasía? Si era así, el comienzo no podía ser mejor.

—¿Adónde vamos? —grité, quitándome el pañuelo para soltarme la melena. ¡Estaba flirteando! ¡Por primera vez en mi vida lo hacía con total naturalidad!

—Ya lo verás. No falta mucho —dijo él con un guiño.

Le sostuve la mirada, dejando que fuera él el primero en apartar la vista. Nunca había hecho algo así. Me estaba resultando muy emocionante tontear con él, a pesar del miedo.

Unos minutos después sentí que el helicóptero empezaba a descender y el pánico estuvo a punto de apoderarse de mí. Sentada en el asiento trasero no podía ver lo que había justo debajo de nosotros, así que me pareció como si fuésemos a aterrizar directamente sobre el agua azul del golfo. Pero cuando los patines del helicóptero toparon con algo sólido, me di cuenta de que habíamos aterrizado en un barco. Era una embarcación muy grande, un yate de lujo.

El piloto saltó del helicóptero, me abrió la puerta y me ofreció la mano para ayudarme a bajar.

Salté a la lustrosa pista de aterrizaje mientras me protegía la vista de un sol que para entonces era cegador, pensando en lo rápidamente que puede cambiar el tiempo.

—Esto es maravilloso —dije.

—Lo es —replicó el piloto, como si en realidad no se estuviera refiriendo al barco—. Tenía instrucciones de traerte hasta aquí. Ahora tengo que irme.

—¡Qué pena! —dije, con total sinceridad. Desde la sobrecubierta, miré a mi alrededor. Estaba en un yate, sí, y era uno de los más hermosos que había visto en mi vida. La cubierta era de madera pulida y reluciente; el casco y las otras estructuras, de un blanco radiante—. ¿No puedes quedarte a tomar una copa? ¿Sólo una?

¿Qué estaba haciendo? Normalmente, las fantasías se desplegaban solas ante mis ojos, pero de pronto yo estaba interfiriendo con lo que S.E.C.R.E.T. había programado para mí. Sin embargo, el viaje en helicóptero me había cargado de energía y quería prolongar el flirteo.

—Supongo que una copa no puede hacerle daño a nadie —respondió él—. ¿Vienes conmigo a la piscina?

¿Piscina? Me quedé sin aliento cuando me asomé por el lado de la proa y vi la piscina ovalada, ¡en la cubierta de un yate! A los lados había tumbonas blancas, con toallas de rayas rojas y blancas plegadas como al descuido sobre los respaldos. ¿Para mí? ¿Todo eso era para mí? «No me importa lo que vaya a pasarme aquí —pensé— ¡mientras pueda nadar en una piscina, a bordo de un yate de lujo!». Aunque el mar empezaba a agitarse un poco, el barco parecía sólido como una roca, incluso aunque tuviera un pequeño helicóptero posado en lo alto. De pronto recordé que no había ningún bañador entre la vestimenta que me habían proporcionado, pero el piloto ya se marchaba hacia la piscina y había empezado a quitarse la ropa antes de doblar una esquina y desaparecer de mi vista.

Tras un brevísimo instante de duda, lo seguí. No parecía que hubiera nadie más a bordo. Las ventanas del puente de mando tenían los cristales tintados y desde fuera no se veía la tripulación, si es que estaba allí. Cuando llegué a la piscina, el piloto ya se había zambullido y, a juzgar por el reguero de ropa que había dejado atrás, estaba desnudo.

—Tírate. Está tibia.

—¿No vas a meterte en un lío? —pregunté, con repentina timidez.

—No, a menos que tú te quejes.

—No me quejaré —respondí—. Pero… ¿te importaría mirar para otro lado?

—En absoluto —dijo, poniéndose de espaldas.

Tenía la piel bronceada, pero a través del agua ondulada vi el blanco lechoso de sus nalgas. Dudé un momento, y al final me sacudí de encima el miedo. Por lo visto, yo estaba a cargo de la fantasía y nadie pensaba detenerme. Me quité la ropa y la dejé con cuidado sobre una tumbona. Después me deslicé dentro del agua, que me pareció tibia porque el aire estaba un poco fresco, como cuando va a desencadenarse una tormenta. El sol aún brillaba, pero había nubes negras en el horizonte y una sensación eléctrica en la atmósfera.

—Bueno, ya puedes darte la vuelta —dije, sin dejar de taparme los pechos con los brazos, a pesar de tenerlos bajo el agua.

¿Por qué actuaba con tanta timidez? De pronto, lo comprendí. El piloto no me había preguntado si aceptaba el paso, lo que habría desencadenado en mí un reflejo casi pavloviano. La pregunta siempre me hacía caer en una especie de trance que me permitía vivir la fantasía. Pero esta vez era yo quien dirigía la situación, con un hombre que aún no se había dado a conocer como parte de mi fantasía, aunque debería haberlo hecho. Los rubios nunca habían sido mi tipo, pero ese rubio en particular era tremendamente masculino y atractivo. Con sus brazos bronceados me estaba atrayendo hacia sí contra la suave resistencia que oponía el agua.

—El tacto de tu piel es increíble bajo el agua —dijo, mientras me pasaba las manos por la espalda y me levantaba para sentarme sobre sus muslos.

Lo sentí endurecerse. Se inclinó para chuparme con descaro uno de los pezones mientras me apretaba con las manos las nalgas desnudas. Nuestros cuerpos se entrechocaban mientras el agua de la piscina se agitaba cada vez más con nuestros movimientos. O al menos fue lo que pensé al notar que se estaban formando olas. Cuando abrí los ojos y volví a levantar la vista, el resplandor del cielo me pareció diferente y mucho más maligno. Las nubes violáceas que oscurecían el sol hicieron que el capitán Archer dejara de mordisquearme el hombro.

—Demonios, no me gusta nada ese cielo —dijo, mientras se ponía en pie, quitándome de debajo las rodillas que me servían de apoyo—. Tengo que sacar el helicóptero del barco o acabará flotando en el golfo. Tú, cariño, resguárdate bajo la cubierta y no te muevas hasta que alguien venga a buscarte, ¿me oyes? Esto no entraba en los planes. Lo siento muchísimo. Pediré instrucciones por radio.

Salió de la piscina en un segundo. No había tiempo para ceremonias. Desplegó una toalla, con la que me envolvió todo el cuerpo, y me dio mi ropa. Una ráfaga de viento estuvo a punto de derribarnos. Él me agarró, me sujetó contra la pared y descolgó un chaleco salvavidas de un gancho que había sobre mi cabeza.

—¡Ve abajo, vístete y ponte este chaleco!

—¿No puedo ir contigo? —pregunté, notando otra vez el miedo en las entrañas. Sostuve con fuerza la toalla bajo mi barbilla y eché a andar tras él, dejando un reguero de agua en el camino hasta la plataforma del helicóptero.

—Sería demasiado peligroso, Cassie. Estarás mejor en el barco. Es veloz y te sacará de la tormenta. Ahora baja y no salgas hasta que alguien venga a buscarte. Y no tengas miedo —dijo, mientras me daba un beso en la frente.

—Pero ¿alguien sabe que estoy aquí?

—No te preocupes, cariño. Todo saldrá bien.

Agarré la toalla con más fuerza mientras él ponía en marcha el motor. Nada más despegar, a unos pocos metros de la plataforma, una repentina racha de viento sacudió al helicóptero y lo hizo virar. Desde la ventana del camarote observé con sorpresa y horror cómo mi piloto dirigía el aparato con mano experta entre las turbulencias, aliviada de no estar a bordo para vomitarle en los zapatos.

Oí que el motor del yate arrancaba, con vibraciones que me subieron por los pies y me hicieron castañetear los dientes, o quizá me castañeteaban sólo por el miedo. Pero el ruido paró tan pronto como había comenzado. ¿Dónde estaba todo el mundo? Me vestí en el interior del camarote, atravesé la zona del bar y subí la escalera que presumiblemente conducía al puente de mando. Cuando abrí la escotilla, me sorprendió el estruendo del aguacero: una lluvia despiadada golpeaba con estrépito la madera de la cubierta.

Sobre mi cabeza se cernía un cielo negrísimo.

—Esto no es bueno —mascullé, mientras cerraba la escotilla.

Los ojos de buey estaban empañados por la lluvia. Pero yo necesitaba encontrar a alguien de la tripulación para hacerle saber que estaba ahí y preguntarle qué plan tenía, si es que tenía alguno. Volví a abrir la escotilla de un empujón y salí a la intemperie. La lluvia caía de lado y se precipitaba sobre mi piel como un millar de agujas. Estaba a punto de dirigirme corriendo al puente de mando cuando oí una voz. Pensé que vendría de un altavoz del yate, pero en realidad procedía de un remolcador del servicio de guardacostas que se había arrimado a nuestra embarcación. En la cubierta del remolcador, un hombre alto en camiseta blanca y vaqueros gritaba mi nombre por un megáfono.

—¡Cassie! ¡Me llamo Jake! ¡Tienes que desembarcar cuanto antes! Debes salir de ese barco en seguida, antes de que la tormenta empeore. ¡Ven aquí, cógete de mi mano! He venido a rescatarte.

¿A rescatarme? De no haber sido por la tormenta, que era real y me estaba asustando de verdad, habría supuesto que aquello tenía que ver simplemente con mi fantasía de que me rescatasen. Pero la expresión del hombre del remolcador me convenció de que el mal tiempo no formaba parte de mi fantasía. El peligro era auténtico. Me agarré de la barandilla, con la túnica empapada. ¿Realmente estaría más segura en la pequeña embarcación de los guardacostas que en el yate enorme y sólido donde me encontraba? Nada parecía tener sentido.

—¡Cassie! ¡Acércate más y te cogeré de la mano!

Salí a la cubierta y vi el mar embravecido a mi alrededor. Una ola tras otra embestía el barco y me golpeaba las piernas, derramando torrentes de agua sobre la cubierta lustrosa y la piscina azul. Una ola particularmente violenta me derribó e hizo que me golpeara la cadera contra el suelo. Me quedé allí sentada, con las piernas abiertas y completamente paralizada, presa del pánico más terrible. Ya no podía oír la voz de Jake, sofocada por el estruendo del mar oscuro y colérico. Me agarré a una de las barras inferiores de la barandilla porque me daba miedo ponerme en pie. Tenía la sensación de que, si me soltaba, las olas me barrerían de la cubierta y me lanzarían por la borda. Antes de que pudiera darme cuenta, un brazo grueso y firme como el tronco de un árbol me agarró por la cintura y me levantó del suelo.

—¡Tenemos que salir de este barco ahora mismo! —gritó Jake.

—¡De acuerdo!

No sé qué pasó después. Sólo recuerdo que yo me debatía como un gato mojado y asustado bajo un aguacero y que intenté agarrarme a él, pero mis manos resbalaron de su camiseta mojada. De pronto, sentí que caía por la borda y en seguida noté el frío aguijonazo del agua. Durante un segundo estuve sumergida, viendo la agitada superficie del mar sobre mi cabeza. Lancé un grito silencioso bajo el agua y sentí mi cuerpo zarandeado por la corriente, hasta que por fin mi cabeza volvió a emerger y mi propio grito me taladró los oídos. Inspiré y me bastó un segundo para comprender que, si las dos embarcaciones se seguían arrimando, me aplastarían. Antes de poder decidir qué hacer, vi a Jake luchando contra las olas para llegar hasta mí.

—¡Cassie! ¡Cálmate! —gritó Jake, braceando en mi dirección—. ¡Todo saldrá bien! ¡Tienes que relajarte!

Intenté escuchar y me recordé a mí misma que yo sabía nadar. Empecé a bracear y colaboré para que los dos pudiéramos acercarnos al barco de rescate. Una vez allí, Jake ayudó a agarrarme con las dos manos de uno de los peldaños inferiores de la escalerilla, mientras él subía. Finalmente, se agachó, me tendió un brazo y me subió a bordo, levantándome como si fuera una muñeca de trapo mojada. Caí sin aliento sobre la cubierta. Él se sacudió el pelo y se golpeó las sienes con las manos para sacarse el agua de los oídos. Después me cogió la cara entre sus manos y dijo:

—Bien hecho, Cassie.

—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¡Me he quedado paralizada por el pánico! ¡Por mi culpa casi morimos los dos!

—Pero después te has calmado, has empezado a nadar y con tu ayuda los dos hemos podido llegar al remolcador. Y ahora estamos a salvo y todo saldrá bien. —Me apartó de la cara varios mechones de pelo mojado—. Ahora ve abajo.

Cuando se puso en pie, pude mirar detenidamente al hombre que me había salvado. Era enorme. Medía por lo menos un metro noventa y tenía una densa cabellera negra y ondulada, y los ojos también negros. Su perfil era el de una estatua griega. Me sorprendió cuando le estaba mirando el torso y entonces me di cuenta. «¡Sabe mi nombre!».

—¿Eres uno de los hombres de…?

—Así es —dijo, mientras me ayudaba a ponerme en pie. Me echó sobre los hombros una gruesa manta de lana y añadió—: Ahora que estás aquí, sana y salva, quizá deberíamos volver al plan inicial. ¿Qué te parece? ¿Aceptas el paso?

—Eh…, sí, supongo que sí. Lo acepto.

—Bueno, sea como sea, todavía tenemos que salir de aquí. Por si te interesa saberlo, soy submarinista y salvavidas diplomado.

Apoyó sus firmes manos sobre mis hombros temblorosos y me condujo por una escalerilla hasta un camarote mucho más pequeño que el del yate, pero más acogedor y mucho menos estable. Las olas azotaban los ojos de buey. Fui directamente hacia una estufa eléctrica encendida en un rincón y abrí la manta para atrapar el aire caliente alrededor de mi cuerpo. Miré a mi alrededor, intentando mantener el equilibrio, mientras la tormenta zarandeaba la embarcación. El ambiente estaba tenuemente iluminado con apliques en las paredes. Las superficies estaban revestidas con paneles de roble y había cojines guateados esparcidos sobre una litera. Me fijé en la pintoresca cocina, con quemadores antiguos y fregadero de cerámica. Parecía ser el camarote del capitán.

—Lamento haberme dejado llevar por el pánico. Pensaba que nos estábamos alejando de la tormenta y, en cuanto quise reaccionar, estaba metida en plena tempestad.

Empecé a sollozar, finalmente abrumada por todo lo que había pasado en las últimas horas.

—Cálmate. Ahora todo se ha arreglado —dijo Jake, atravesando presuroso la habitación para rodearme con sus brazos—. Estás a salvo. Pero tengo que dejarte un momento para poder sacar el barco de la ruta del huracán.

—¡¿Huracán?!

—Bueno, empezó siendo una tormenta tropical, pero se ha transformado con mucha rapidez en huracán. Espérame aquí. Y quítate esa ropa. Dentro de muy poco estaremos lejos de aquí, sanos y salvos —dijo mientras yo entreveía su musculoso torso bajo la camiseta blanca mojada.

Era el modelo perfecto para la portada de una novela romántica. Y aunque yo no quería volver a quedarme sola, su voz tenía una autoridad muy difícil de ignorar.

—Métete bajo las mantas para entrar en calor. Me reuniré contigo dentro de un rato.

Dio unos pasos para marcharse, pero en seguida se volvió y regresó hasta donde me había dejado, de pie delante de la estufa. Cuando se inclinó para besarme, casi me reí de nuestra imagen: yo, una mujer menuda y calada hasta los huesos, envuelta en una manta, recibiendo el beso de un gigante, un semidiós descamisado de rizos mojados, con las pestañas más espesas que hubiese visto nunca en un hombre. Apoyó sus labios sobre los míos y los separó con facilidad para dejar paso a su lengua tibia, que empezó a explorar mi boca, tímidamente al principio y después con más ardor. Entre sus manos enormes, mi cabeza no parecía mucho más grande que un melocotón. Cuando se apartó de mí, lo hizo a su pesar. Pude notarlo.

—No tardaré mucho —dijo.

—Apresúrate.

¿Había dicho «apresúrate»? Estaba empezando a hablar como la heroína sureña de una novela de amor. Corríamos auténtico peligro y yo me estaba derritiendo por un hombre como una adolescente.

Dejé caer al suelo la manta mojada y contemplé el camarote. Abrí un pequeño armario y encontré colgadas unas cuantas camisas azules de trabajo. Me quité la ropa mojada, tendí las prendas con cuidado sobre una silla, delante de la estufa, y me puse una de las camisas de franela. Como él era tan grande, la camisa me llegaba a las rodillas. Me subí a la cama, notando la fuerza de las olas. Con cada minuto que pasaba, las aguas del golfo parecían calmarse progresivamente. Me acordé del guapo piloto y deseé que hubiera llegado a tierra sano y salvo. Me dije que debía pedirle a Jake que lo averiguara. Tenía que haber algún número, algún centro de atención donde los miembros y los participantes pudieran ponerse en contacto con S.E.C.R.E.T.

El ruido del motor al apagarse me despertó del sueño. No sabía cuánto tiempo llevaba dormida, pero el mar estaba mucho más calmado. Oí los pesados pasos de Jake sobre la cubierta, moviéndose en dirección a la escalera que bajaba al camarote donde yo lo esperaba, en la cama. No se me daba bien esperar. La calma en medio del caos no era mi estilo. Pero aquello era, después de todo, mi fantasía de rescate. Y aunque el rescate en sí no me había gustado en absoluto, estaba más que dispuesta a participar en lo que viniera después.

—Hola —dijo él, sonriendo de oreja a oreja al verme en la cama.

—Hola.

—Todo en orden allá arriba. Estamos a salvo, lejos de la tormenta. ¿Te importa si me quito el resto de la ropa? Está mojada…

—Para nada —contesté, apoyándome en las almohadas. Si él se empeñaba en rescatarme, yo estaba dispuesta a jugar—. ¿De modo que estoy a salvo?

—Nunca has corrido ningún peligro —dijo, mientras se quitaba los vaqueros húmedos. Su observación pinchó la burbuja de mi fantasía y me devolvió a la realidad.

—¿Estás de broma? ¡Me caí por la borda de un barco, en aguas del golfo, durante un huracán!

Era tan alto que tenía que agachar la cabeza dentro del camarote para acercarse a la cama.

—Es cierto, Cassie. Pero yo estoy entrenado para salvar vidas y la tuya nunca ha corrido verdadero peligro. Te lo aseguro.

Su piel era tan suave y tersa que parecía de mármol.

—Pero, pero… ¿y si me hubiera pasado algo?

—Fue una tormenta tropical que se transformó en huracán con una rapidez asombrosa. Nadie lo había previsto, ni siquiera el servicio meteorológico.

Debo reconocer que sobrevivir a un accidente tiene algo de excitante. Te sientes viva de la manera más visceral: percibes el correr de la sangre por tus venas y parece como si toda tu piel respirara. Notaba una marea de calor en mi interior. Me sentía frágil y humana, pero a la vez casi inmortal. Jake se aproximó a la cama. Yo podía percibir el olor del agua salada en su piel y, por debajo, otra fragancia, un aroma aterciopelado y oscuro.

—¿Sigues aceptando el paso? —preguntó, con sus ojos negros clavados en los míos, mientras se echaba hacia atrás el oscuro pelo, de una manera que me recordó mucho a Will.

—Supongo que sí —contesté, asomando la barbilla por el borde de la manta como una niña descarada—. Pero no sé si seré capaz de sentirme sexy y aterrorizada al mismo tiempo.

—Deja que yo te ayude —replicó, mientras me levantaba de la cama envuelta en la manta.

La retiró de mis hombros y la dejó enrollada en mi cintura. Después, se quedó un buen rato mirándome y me atrajo hacia él. Hizo que inclinara hacia atrás la cabeza y apoyó sus labios salados sobre los míos. Se cernía sobre mí como un gigante, haciéndome sentir una vez más segura y protegida. Me dijo una y mil veces que estaba bien, que no me pasaría nada, y lentamente me quitó la manta de la cintura, la dejó caer en el suelo y me llevó otra vez a la cama. Sentí mi pelo húmedo derramándose a mi alrededor y su piel, deliciosamente suave, confundiéndose con cada centímetro de la mía. Cerré los ojos, dejé que se evaporara la última resistencia e inhalé su olor: el olor del océano.

—Voy a cuidar muy bien de ti. Lo sabes, ¿verdad?

Asentí, porque estaba demasiado aturdida para hablar. Nunca había visto un hombre como aquél, nunca había vivido nada similar. Me hacía sentir pequeña y delicada. La vida me había enseñado a ser autosuficiente, y yo había olvidado que era posible que un hombre me protegiera y fuera para mí como un ancla en la tormenta. Juro por Dios que me puse a temblar cuando se situó a los pies de la cama y con sus manos enormes me cogió suavemente por los tobillos, se llevó un pie a la cara y se puso a recorrerme la planta con la lengua y a besarme cada uno de los dedos, que después se metió en la boca. Las cosquillas me hicieron reír, pero volví a relajarme, apoyada sobre los codos, mientras él me deslizaba las manos a lo largo de las pantorrillas y los muslos, y se detenía para mirarme a la cara, devorándome con los ojos. Se arrodilló en la cama, con mis piernas a ambos lados de sus rodillas, y me las separó todavía más con su preciosa cara. Me recorrió con las manos los muslos temblorosos (¡realmente estaban temblando!) y pasó los pulgares sobre mi sexo, sin tocarme del todo, para luego continuar por mi vientre y mis pechos. Arqueé la espalda hacia adelante, muriéndome por recibirlo. Me curvé de una manera que decía: «¡Por favor, ahora!». Pero él siguió tocándome con la lengua, logrando en mí una excitación rápida y completa. «¿Lo ves? ¿Te das cuenta de lo que me estás haciendo?», habría querido decirle. Pero me había quedado sin palabras. ¡Dios! Nunca había estado con un hombre tan fuerte y seguro de sí mismo. Todo en él era una obra de arte.

—¿Quieres sentirme dentro de ti, Cassie? —me preguntó, apoyado en un codo, mientras me acariciaba los pechos con la mano libre.

¡Claro que quería!

—Hum…, sí.

—Dilo. Di que me deseas.

—Te… te deseo —contesté, con una urgencia que me estaba llevando al borde de las lágrimas.

Al oírlo, apartó la mano de mi pecho, la bajó por mi vientre y me metió un dedo dentro.

—Es cierto que me deseas —dijo, mientras una oscura sonrisa le atravesaba los labios.

Estuve a punto de bromear diciendo que me había tirado por la borda sólo para estar con él, pero la idea pronto desapareció de mi cabeza. Su cara se acercó a la mía y me regaló un beso lleno de fuego y vigor. Yo se lo devolví con la misma fuerza. Sus besos eran diferentes de los de Jesse o de los de cualquier hombre que hubiera conocido. Eran devoradores. Lo besé como si de ello dependiera mi vida. Después metió una mano bajo la almohada, sacó un condón y apartó sus labios de los míos justo el tiempo suficiente para desgarrar el envoltorio con los dientes. Se lo puso con habilidad y, con la misma mano, guió su sexo hacia mí.

—Nunca volverás a tener miedo, Cassie —dijo.

Levanté la cadera para él, y después, con los ojos cerrados, saboreé la sensación de tenerlo dentro. ¿Cuánto tiempo hacía que un hombre no me penetraba? ¿Me habían tomado alguna vez con tanto ardor y tan completamente? Nunca. Mi deseo era tan intenso que casi sentí como si fuera mi primera vez.

Me estaba penetrando cada vez más profundamente, deteniéndose a cada centímetro para que pudiera recibirlo, mientras nuestras respiraciones se mezclaban. Después empezó a moverse sobre mí, primero con lentitud y en seguida más rápido, rítmicamente, con deliciosa suavidad. No pude reprimir un gemido de placer. Sus brazos estaban debajo de mí y me empujaban hacia él para poder penetrarme todavía más. Me resultaba difícil creer lo mojada que estaba. Entrelacé las piernas alrededor de sus caderas, mientras los músculos de sus brazos se tensaban y vibraban.

—Cassie, esto es increíble —dijo, antes de empujarme para que me diera la vuelta y me pusiera encima de él, cosa que hice.

Sus manos encontraron mi cintura y no la soltaron, y me levantó hasta que volvimos a encontrar nuestro ritmo. Después, empezó a masajearme el clítoris con el pulgar, haciendo que una nueva parte de mí cobrara vida.

—Podría pasarme la vida haciéndote esto —dijo.

Pensaba que iba a morirme de placer. Eché la cabeza hacia atrás, con mis manos sobre su pecho. Lo tenía tan dentro que era casi como si formara parte de mí, y a medida que entraba y salía, algo en mi interior se incendió en el preciso instante en que él tocaba un punto, el más dulce de todos.

El placer subió a la superficie y desplazó mi conciencia para adueñarse de todo.

—Cariño, me estás llevando al orgasmo.

Las palabras se derramaron de mi boca sin que yo lo notara.

Él siguió penetrándome y tocando ese punto en mi interior, hasta que no tuve más remedio que dejarme ir. Fue como una ola, por dentro y por fuera. Me moví con fuerza, cabalgándolo, y entonces sentí que él se tensaba y dejaba escapar un gemido grave y profundo. Ya no me preocupaba caer, ni pensaba en el peligro, ni en el lugar donde estaba, ni en el huracán. Sólo me importaba lo que pasaba allí dentro, en la cama, a bordo de ese barco, con ese dios griego que me había rescatado del mar embravecido y al que yo ahora estaba cabalgando en la litera de un camarote.

Unos instantes después, me desplomé sobre su pecho. Sentí que su sexo retrocedía en mi interior, hasta que lo retiró con suavidad. Entonces se quedó allí, acariciándome perezosamente la espalda, desordenándome el pelo y susurrando una y otra vez:

—Increíble, increíble…

Esa noche, sentada en la cama con mi diario sobre el regazo y Dixie a mi lado en la almohada, aún tenía un poco de vértigo. El hotel de las solteronas parecía balancearse suavemente de lado a lado.

Intenté expresar con palabras por qué me había parecido tan transformadora aquella experiencia en el mar. ¿Había sido el emocionante vuelo hasta el yate, el hecho de haber sobrevivido después de caer por la borda, el sexo en la embarcación de rescate con un hombre que había convertido aquel momento en algo maravilloso? ¿O la paz que sentí cuando subí con él a la cubierta para beber chocolate caliente y contemplar el maravilloso crepúsculo después de la tormenta? ¿O el momento en que me puso en la mano mi amuleto del paso cinco, con la palabra audacia grabada? Sí, había sido todo eso y mucho más. Recordé que Matilda me había dicho que el miedo no se marcha sin nuestro permiso. Como somos nosotros quienes lo creamos, sólo nosotros podemos dejar que se vaya. Y eso fue exactamente lo que hice. Tenía miedo. Lo sentí. Y lo dejé marchar.

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